Párrafos clave:
“[…] el programa de las humanidades buscó en su origen histórico
generar un espacio institucional para el despliegue del análisis
y la interpretación de todos los problemas humanos por parte
de un sujeto que se suponía libre [..] pero en la medida en
que las humanidades en tanto camino de formación representan el
espacio por excelencia en la universidad en donde el sujeto
se pone a sí mismo como objeto de representación, se
estudia, se convierte en un observador de segundo orden de su
propio carácter de sujeto, a partir de allí, su plan de
investigación no podrá nunca ser libre, sino que está siempre-ya
dictado por los contenidos verosímiles de lo imaginario, ajeno y
colectivo. El “pecado original” del sujeto de las humanidades
está en tal inevitable jugar su originalidad en una
representación que necesariamente se vuelve de curso, ajena y
pública. Al representarse, el sujeto se aliena de aquello que,
en el ideal de la Bildung, consiste supuestamente su
razón fundamental de ser, su carácter único y original. Es otra
forma de ver la entrega de la verdad de sí a la lógica de la
verdad de la ciencia.”
“Robert Zemsky hace una pregunta incómoda:’Empresa y mercado han
demostrado ser exitosos, ¿por qué razón no pueden operar las
universidades más como empresas? ¿Por qué no pueden tener
inteligencia de mercado?’Aunque la incapacidad de la academia
para responder la pregunta de Zemsky no signifique que la
discusión teórica o filosófica, es decir, la discusión dada
en el campo de batalla y según las armas de las humanidades,
sea ganada por las corporaciones, sí podría significar que la
discusión en sí misma se termine—lo cual es una derrota para las
humanidades tout court. Es decir, que en los hechos el
asunto quede en el campo de batalla y según las armas de las
corporaciones, para las cuales semejante discusión
teórica y epistemológica no es algo en lo que haya que entrar,
sino simplemente algo que carece de sentido de antemano. Dicho
de otro modo, algo
sobre lo que hay que
actuar.”
(I)
Entre la
Bildung y el cinismo
Las humanidades dan raramente lugar a una discusión abierta en
los últimos años. Pero la discusión sorda que de todos modos
existe va resolviéndose por la vía de los hechos, con el cierre
de algunos departamentos de lenguas romance y humanidades en
algunas importantes universidades en el mundo, y con la no
apertura de nuevos departamentos de ese tipo prácticamente en
ninguna de las universidades fundadas en los últimos 30 años.
Eso contrasta con el apoyo—y aun el crecimiento en algunos
casos—que las humanidades igual experimentan en unos pocos
espacios más tradicionales y más sólidos de la academia.
Las universidades de Stanford, Yale y Harvard son en los Estados
Unidos tres de los espacios más notorios de apoyo a un nuevo
relanzamiento de las humanidades—a menudo intentando desarrollar
programas que las integren de un modo nuevo con las ciencias,
como es el caso del programa BiblioTech o el Stanford Humanities
Center (ambos en Stanford), el Whitney Humanities Center en
Yale, o The Digital Humanities Initiative en Harvard. El hecho
de que estos impulsos de apoyo a las humanidades brillen
especialmente en universidades particularmente ricas y bien
establecidas puede leerse en un sentido de excelencia: son las
universidades más prestigiosas y más reconocidas las que están
marcando el camino respecto a qué hacer con las humanidades.
Pero también puede leerse al revés, viendo a las humanidades
como un lujo que solo la elite y los más ricos pueden aun
disfrutar.
El 6 de enero de 2008 un conocido académico literario
norteamericano, el profesor Stanley Fish, publicaba un artículo
en Opinionator, su habitual columna del New York Times,
titulado “Will the Humanities Save Us?” A la—algo
hiperbólica—pregunta, Fish responderá finalmente con un meditado
“no”, que argumenta al tiempo que repasa algunas posturas
comunes respecto del punto en cuestión. La columna despertó una
enormidad de respuestas—tanto en el sentido cuantitativo como a
veces cualitativo, por la virulencia de algunas de ellas. Puesto
que se convirtió en un mojón en la discusión que nos ocupa,
retomaré aquella columna y algunas de sus reverberaciones
posteriores al fin de esta primera parte.
Pero antes de ir a Fish, plantear la cuestión sobre la que él se
interroga, en sus líneas más definidas al menos, no tiene por
qué ser largo ni difícil. Las humanidades tienen una historia
que se remonta a la Antigüedad, pero como disciplinas académicas
en su forma moderna existen institucionalmente desde el siglo
XIX. Y el siglo XIX es un tiempo histórico de centralidad
absoluta de lo escrito en el conjunto de la comunicación
pública. En un tiempo en que la política y el poder se jugaban
en la letra y en que cualquier proyecto de ciudadanía pasaba por
el periódico y el libro, enseñar a leer y a escribir y dominar
la cultura hermenéutica de la interpretación de textos se volvió
una cuestión central al proyecto democrático moderno. También es
relevante en ese momento la construcción de un pasado para las
nuevas repúblicas europeas, y luego las americanas.
Finalmente—como lo ha apuntado Hans Ulrich Gumbrecht—era
importante que las nuevas repúblicas pudiesen dar a sus
flamantes ciudadanos el espacio para un pacto en donde su ocio
creativo y la promesa de un desarrollo individual libre pudiese
compensar las penurias de orden social y vida convencional
generalizados, que por primera vez se les exigía. Tal contrato
no escrito fue en parte llenado con el desarrollo institucional
y “al alcande de todos” de las artes y las humanidades. Las
universidades desarrollaron sus departamentos de humanidades
para enfrentar, entre otras menores, dos tareas mayores, pues:
investigar y editar los textos que proveyesen a las nuevas
nacionalidades de una tradición venerable (a través de la vieja
Filología en los nuevos Departamentos de Letras, y a través de
la Historia), por un lado; y formar ciudadanos capaces de
manejar el poder de lo escrito y el poder a través de lo
escrito, y de elaborar una teoría contemporánea de los textos
escritos (respectivamente a través de la adaptación de la vieja
Retórica en los nuevos departamentos de Letras, y a través de la
Filosofía), por otro. Al tiempo que en materia de
Wissenschaft esta era la tarea, en su dimensión educativa,
las humanidades fueron el espacio privilegiado para la
Bildung, es decir, para permitir y orientar el desarrollo de
las potencialidades de cada individuo/ciudadano de las
repúblicas modernas de modo autónomo, libre, y sobre todo,
único. El sujeto debía tener la posibilidad de convertirse en un
sí mismo original, a través del desarrollo armónico
de—idealmente todas—sus facultades y sus potenciales.
Ahora bien, este impulso histórico vino acompañado de un
movimiento fatal de las humanidades, parte esencial de su
“pecado original”, hacia la creación de formas epistemológicas
científicas. Si bien, cómo se verá luego, el asunto generó una
amplia polémica ya en Alemania durante los albores de las
modernas humanidades, la verdad es que las aproximaciones
literarias e históricas de cuño positivista y científico
empezaron a dominar la historia, las letras y luego aun la
filosofía en todas partes, por la vía de dominar sus teorías.
Materialismo, positivismo, objetivismo campearon por todos lados
hasta convertirse en un elemento que se da por sentado en
demasiados casos. Esa cientifización en el proceso de
legitimación de las humanidades es probablemente una de las
semillas de su actual decadencia. No hace falta casi ni decir,
para terminar este rápido repaso inicial, que en la medida en
que lo escrito y los “textos” en su concepción
moderna—analítica, modular, acumulativa y extensa—, desaparecen
rápidamente del centro de la comunicación social y política, va
desapareciendo también uno de los fundamentos iniciales de las
humanidades modernas. Junto a todo ello, es el individuo—modelo
moderno, siglo XVIII y XIX—el que se eclipsa. La discusión sobre
las humanidades pues se subsume ahora, en mi opinión, en una
discusión más amplia acerca del rol de lo escrito, lo oral y de
la ecología mediática en la sociedad contemporánea y futura, y
ligado naturalmente a ello, una reformulación del problema y la
fenomenología del sujeto y lo subjetivo en la sociedad virtual
contemporánea.
Pero si esa es una posible síntesis de la historia conceptual
del problema, es preciso recuperar algunas de las líneas
tradicionales de discusión, que aun no tenían en el centro estos
problemas contemporáneos del lugar mismo de la letra en la
sociedad y la comunicación. Vayamos entonces ahora a la
discusión tal como la veía Fish en 2008, pues ella revela algo
de esa otra forma, más tradicional e interna, de vertebrar los
argumentos clásicos a favor y en contra de la existencia de los
departamentos de humanidades en la universidad. Forma que
depende sobre todo de la cuestión de la Bildung. Fish
comenzaba relevando algunas de las explicaciones ofrecidas al
hecho de la disminución de la asistencia financiera a las
humanidades. Candidatas a responsables por tal falta de apoyo
serían desde “las políticas de izquierda [seguidas unánimemente
por esos departamentos en las universidades norteamericanas] que
corren a la gente”, como alegaba Sean Pidgeon, hasta “la
ausencia de una cultura que privilegie el aprendizaje para
mejorarse a sí mismo como ser humano”, que sugería Kedar
Kulkarni. Otro de los opinadores citados, de apellido Matthew,
después de comentar que para él no dar plata a los departamentos
de humanidades era exactamente la actitud correcta, agrega una
frase rotunda: “El día que un poeta cree una vacuna o un bien
tangible que pueda ser producido por una compañía de las que
entran entre las primeras 500 de la revista Fortune, cambiaré de
idea”. Fish observa que el problema de la falta de fondos está
pues ligado, como lo sugiere la última frase, con la cuestión de
la legitimidad o justificación de la existencia de tales
departamentos, una justificación que en el mundo contemporáneo
viene casi siempre de la mano con la noción de utilidad.
Y aventura Fish que varias de las justificaciones clásicas ya no
funcionan, pues las humanidades ni producen egresados que sean
particularmente útiles al mercado laboral, ni tampoco la cultura
media de un egresado de humanidades—según Fish, poder
espolvorear algo sobre Shakespeare o sobre Michel Foucault en
una conversación cualquiera—es un capital simbólico atractivo en
las conversaciones de hogaño. Más bien al revés, tiende a
irritar al interlocutor, observa el profesor americano.
Ahora bien—y he aquí la herencia de la concepción de Bildung—,
en los viejos tiempos, una justificación de cualquier índole
no era necesaria pues todo el mundo que contaba asumía que un
“college” era “sobre todo el lugar donde se entrenaba el
carácter, donde se nutrían los hábitos morales e intelectuales
que juntos forman la base para vivir la mejor vida posible” y se
seguía de ello, dice Fish, que esos hábitos se adquirirían en
cierta vecindad o aun intimidad con las grandes obras de la
literatura, la filosofía y la historia. Apurada no obstante una
justificación más articulada para la enseñanza de las
humanidades, una postura clásica respondería que “los ejemplos
de acción y pensamiento retratados en las obras duraderas de la
literatura, la filosofía y la historia pueden crear en los
lectores el deseo de emularlos”. Estas ideas “suenan muy bien”,
dice con sorna Fish. Pero, agrega, “no hay evidencia que las
apoye, y una cantidad de evidencia en contra”. “Si esto fuera
cierto, la gente más honesta, paciente, generosa y de buen
corazón sobre la tierra serían los miembros de los departamentos
de letras y filosofía, que pasan sus días en compañía de los
grandes libros”, y tal cosa evidentemente no es cierta. Ni los
profesores —ni menos, entonces, los estudiantes— de literatura y
filosofía aprenden cómo ser buenos y sabios; lo que aprenden,
observa Fish, es “a analizar efectos literarios y a distinguir
entre distintos relatos acerca de los cimientos del conocer.”
Las conclusiones de Fish son breves y rotundas. Mientras que lo
anterior le parece a Fish que es como debe ser, y que no se le
debe pedir a las humanidades que enseñen moral o sabiduría, a la
pregunta de “¿para qué sirven las humanidades?” Fish responde:
para nada. Y agrega “Y esta es una respuesta que honra a su
objeto. Pues la justificación de una actividad cualquiera,
después de todo, confiere un valor a tal actividad desde una
perspectiva ajena a la actividad misma. Y una actividad que se
niega a ser justificada es una actividad que rechaza verse a sí
misma como instrumental a un bien mayor que ella. Las
humanidades tienen su bien en sí mismas”.
Esta visión, que tiene sin duda ecos de Kant y que aparentemente
devuelve el proyecto de las humanidades a sus raíces modernas
“suena muy bien”, yo diría, salvo que el mundo contemporáneo no
parece haberse enterado de ello y persiste en su intención de
entender ese “bien en sí” de las humanidades en relación con
otras esferas y otras prácticas—como ética aplicada a la
biología, o como insumo para discusiones políticas que incidirán
en decisiones jurídicas muy concretas, o como un entrenamiento
de los sentidos y la inteligencia para moverse en una vida
cultural cada vez más intrincada.
La cuestión tiene pues que quedar abierta. Hay quienes han
objetado a Fish que si ese—el goce desinteresado de
objetos intelectuales interesantes o bellos—es todo el bien que
las humanidades representan, realmente no habría un motivo para
cultivarlas o enseñarlas salvo el placer que dan a sus
practicantes, cosa con la que Fish seguro está de acuerdo, pero
que es difícil que convenza a los encargados financieros de las
instituciones de enseñanza en el mundo real.
En realidad, apunto, lo que Fish olvida en una postura que a fin
de cuentas es cínica, es que si las humanidades no pueden ya
casi encontrar significación en una formación del carácter y la
personalidad que estuvo claramente en la base del proyecto
original, eso es en buena medida porque con la
caída—exclusivamente en Occidente—de cuaquier noción
trascendente de verdad, cayó la única base que podría haber
permitido que una discusión cualquier conduzca, en último
término, a una convicción firme y transmisible. En parole
povere: sin metafísica—o sin fe genuina—no puede haber
humanidades. Pues el proyecto original de las humanidades nunca
fue enseñar “a analizar efectos literarios” por sí, sino como
una parte del quehacer universitario cuyo centro estaba en la
Wissenschaft—investigación y la práctica de enseñanza—de
materias cuyos contenidos, a comienzos del diecinueve, aun se
creía orientados y en relación con una verdad mayor y más
estable que la mera opinión de los sujetos. Que el desarrollo
del objetivismo y positivismo primero, y del relativismo y
perspectivismo posteriormente, expliquen que hoy nadie o casi
nadie crea que las humanidades tienen que ver con el desarrollo
de algunos “valores humanos”, no hay duda. Pero la postura que
adopta Fish toma ese dato como un hecho meteorológico que ni
tiene causas ni podrá tener cambio alguno, y pretende
justificarlo con una lectura blanda de la tercera crítica
kantiana. Para entender cómo es que se llega a que una postura
como la de Fish suene natural y casi obvia, hay que repasar por
un momento la historia de lo que la mayoría da por sentado hoy
al discutir sobre humanidades. Esto es, cierta postura clásica
del utilitarismo cuando mira a la educación. De eso se ocupa la
segunda parte de esta revisión.
* Publicado
originalmente en
REVISTA CHILENA DE LITERATURA
Septiembre 2013, Número 84, 37-55. |
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