H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



HUMANIDADES - FISH, STANLEY -

El pecado original de las humanidades
(I)*

Aldo Mazzucchelli

En los viejos tiempos, una justificación de cualquier índole no era necesaria pues todo el mundo que contaba asumía que un “college” era “sobre todo el lugar donde se entrenaba el carácter, donde se nutrían los hábitos morales e intelectuales que juntos forman la base para vivir la mejor vida posible”.

Párrafos clave:

“[…] el programa de las humanidades buscó en su origen histórico generar un espacio institucional para el despliegue del análisis y la interpretación de todos los problemas humanos por parte de un sujeto que se suponía libre [..] pero en la medida en que las humanidades en tanto camino de formación representan el espacio por excelencia en la universidad en donde el sujeto se pone a sí mismo como objeto de representación, se estudia, se convierte en un observador de segundo orden de su propio carácter de sujeto, a partir de allí, su plan de investigación no podrá nunca ser libre, sino que está siempre-ya dictado por los contenidos verosímiles de lo imaginario, ajeno y colectivo. El “pecado original” del sujeto de las humanidades está en tal inevitable jugar su originalidad en una representación que necesariamente se vuelve de curso, ajena y pública. Al representarse, el sujeto se aliena de aquello que, en el ideal de la Bildung, consiste supuestamente su razón fundamental de ser, su carácter único y original. Es otra forma de ver la entrega de la verdad de sí a la lógica de la verdad de la ciencia.”

“Robert Zemsky hace una pregunta incómoda:’Empresa y mercado han demostrado ser exitosos, ¿por qué razón no pueden operar las universidades más como empresas? ¿Por qué no pueden tener inteligencia de mercado?’Aunque la incapacidad de la academia para responder la pregunta de Zemsky no signifique que la discusión teórica o filosófica, es decir, la discusión dada en el campo de batalla y según las armas de las humanidades, sea ganada por las corporaciones, sí podría significar que la discusión en sí misma se termine—lo cual es una derrota para las humanidades tout court. Es decir, que en los hechos el asunto quede en el campo de batalla y según las armas de las corporaciones, para las cuales semejante discusión teórica y epistemológica no es algo en lo que haya que entrar, sino simplemente algo que carece de sentido de antemano. Dicho de otro modo, algo sobre lo que hay que actuar.”
 

(I) Entre la Bildung y el cinismo

Las humanidades dan raramente lugar a una discusión abierta en los últimos años. Pero la discusión sorda que de todos modos existe va resolviéndose por la vía de los hechos, con el cierre de algunos departamentos de lenguas romance y humanidades en algunas importantes universidades en el mundo, y con la no apertura de nuevos departamentos de ese tipo prácticamente en ninguna de las universidades fundadas en los últimos 30 años. Eso contrasta con el apoyo—y aun el crecimiento en algunos casos—que las humanidades igual experimentan en unos pocos espacios más tradicionales y más sólidos de la academia.

Las universidades de Stanford, Yale y Harvard son en los Estados Unidos tres de los espacios más notorios de apoyo a un nuevo relanzamiento de las humanidades—a menudo intentando desarrollar programas que las integren de un modo nuevo con las ciencias, como es el caso del programa BiblioTech o el Stanford Humanities Center (ambos en Stanford), el Whitney Humanities Center en Yale, o The Digital Humanities Initiative en Harvard. El hecho de que estos impulsos de apoyo a las humanidades brillen especialmente en universidades particularmente ricas y bien establecidas puede leerse en un sentido de excelencia: son las universidades más prestigiosas y más reconocidas las que están marcando el camino respecto a qué hacer con las humanidades. Pero también puede leerse al revés, viendo a las humanidades como un lujo que solo la elite y los más ricos pueden aun disfrutar.

El 6 de enero de 2008 un conocido académico literario norteamericano, el profesor Stanley Fish, publicaba un artículo en Opinionator, su habitual columna del New York Times, titulado “Will the Humanities Save Us?” A la—algo hiperbólica—pregunta, Fish responderá finalmente con un meditado “no”, que argumenta al tiempo que repasa algunas posturas comunes respecto del punto en cuestión. La columna despertó una enormidad de respuestas—tanto en el sentido cuantitativo como a veces cualitativo, por la virulencia de algunas de ellas. Puesto que se convirtió en un mojón en la discusión que nos ocupa, retomaré aquella columna y algunas de sus reverberaciones posteriores al fin de esta primera parte.

Pero antes de ir a Fish, plantear la cuestión sobre la que él se interroga, en sus líneas más definidas al menos, no tiene por qué ser largo ni difícil. Las humanidades tienen una historia que se remonta a la Antigüedad, pero como disciplinas académicas en su forma moderna existen institucionalmente desde el siglo XIX. Y el siglo XIX es un tiempo histórico de centralidad absoluta de lo escrito en el conjunto de la comunicación pública. En un tiempo en que la política y el poder se jugaban en la letra y en que cualquier proyecto de ciudadanía pasaba por el periódico y el libro, enseñar a leer y a escribir y dominar la cultura hermenéutica de la interpretación de textos se volvió una cuestión central al proyecto democrático moderno. También es relevante en ese momento la construcción de un pasado para las nuevas repúblicas europeas, y luego las americanas. Finalmente—como lo ha apuntado Hans Ulrich Gumbrecht—era importante que las nuevas repúblicas pudiesen dar a sus flamantes ciudadanos el espacio para un pacto en donde su ocio creativo y la promesa de un desarrollo individual libre pudiese compensar las penurias de orden social y vida convencional generalizados, que por primera vez se les exigía. Tal contrato no escrito fue en parte llenado con el desarrollo institucional y “al alcande de todos” de las artes y las humanidades. Las universidades desarrollaron sus departamentos de humanidades para enfrentar, entre otras menores, dos tareas mayores, pues: investigar y editar los textos que proveyesen a las nuevas nacionalidades de una tradición venerable (a través de la vieja Filología en los nuevos Departamentos de Letras, y a través de la Historia), por un lado; y formar ciudadanos capaces de manejar el poder de lo escrito y el poder a través de lo escrito, y de elaborar una teoría contemporánea de los textos escritos (respectivamente a través de la adaptación de la vieja Retórica en los nuevos departamentos de Letras, y a través de la Filosofía), por otro. Al tiempo que en materia de Wissenschaft esta era la tarea, en su dimensión educativa, las humanidades fueron el espacio privilegiado para la Bildung, es decir, para permitir y orientar el desarrollo de las potencialidades de cada individuo/ciudadano de las repúblicas modernas de modo autónomo, libre, y sobre todo, único. El sujeto debía tener la posibilidad de convertirse en un sí mismo original, a través del desarrollo armónico de—idealmente todas—sus facultades y sus potenciales.

Ahora bien, este impulso histórico vino acompañado de un movimiento fatal de las humanidades, parte esencial de su “pecado original”, hacia la creación de formas epistemológicas científicas. Si bien, cómo se verá luego, el asunto generó una amplia polémica ya en Alemania durante los albores de las modernas humanidades, la verdad es que las aproximaciones literarias e históricas de cuño positivista y científico empezaron a dominar la historia, las letras y luego aun la filosofía en todas partes, por la vía de dominar sus teorías. Materialismo, positivismo, objetivismo campearon por todos lados hasta convertirse en un elemento que se da por sentado en demasiados casos. Esa cientifización en el proceso de legitimación de las humanidades es probablemente una de las semillas de su actual decadencia. No hace falta casi ni decir, para terminar este rápido repaso inicial, que en la medida en que lo escrito y los “textos” en su concepción moderna—analítica, modular, acumulativa y extensa—, desaparecen rápidamente del centro de la comunicación social y política, va desapareciendo también uno de los fundamentos iniciales de las humanidades modernas. Junto a todo ello, es el individuo—modelo moderno, siglo XVIII y XIX—el que se eclipsa. La discusión sobre las humanidades pues se subsume ahora, en mi opinión, en una discusión más amplia acerca del rol de lo escrito, lo oral y de la ecología mediática en la sociedad contemporánea y futura, y ligado naturalmente a ello, una reformulación del problema y la fenomenología del sujeto y lo subjetivo en la sociedad virtual contemporánea.

Pero si esa es una posible síntesis de la historia conceptual del problema, es preciso recuperar algunas de las líneas tradicionales de discusión, que aun no tenían en el centro estos problemas contemporáneos del lugar mismo de la letra en la sociedad y la comunicación. Vayamos entonces ahora a la discusión tal como la veía Fish en 2008, pues ella revela algo de esa otra forma, más tradicional e interna, de vertebrar los argumentos clásicos a favor y en contra de la existencia de los departamentos de humanidades en la universidad. Forma que depende sobre todo de la cuestión de la Bildung. Fish comenzaba relevando algunas de las explicaciones ofrecidas al hecho de la disminución de la asistencia financiera a las humanidades. Candidatas a responsables por tal falta de apoyo serían desde “las políticas de izquierda [seguidas unánimemente por esos departamentos en las universidades norteamericanas] que corren a la gente”, como alegaba Sean Pidgeon, hasta “la ausencia de una cultura que privilegie el aprendizaje para mejorarse a sí mismo como ser humano”, que sugería Kedar Kulkarni. Otro de los opinadores citados, de apellido Matthew, después de comentar que para él no dar plata a los departamentos de humanidades era exactamente la actitud correcta, agrega una frase rotunda: “El día que un poeta cree una vacuna o un bien tangible que pueda ser producido por una compañía de las que entran entre las primeras 500 de la revista Fortune, cambiaré de idea”. Fish observa que el problema de la falta de fondos está pues ligado, como lo sugiere la última frase, con la cuestión de la legitimidad o justificación de la existencia de tales departamentos, una justificación que en el mundo contemporáneo viene casi siempre de la mano con la noción de utilidad. Y aventura Fish que varias de las justificaciones clásicas ya no funcionan, pues las humanidades ni producen egresados que sean particularmente útiles al mercado laboral, ni tampoco la cultura media de un egresado de humanidades—según Fish, poder espolvorear algo sobre Shakespeare o sobre Michel Foucault en una conversación cualquiera—es un capital simbólico atractivo en las conversaciones de hogaño. Más bien al revés, tiende a irritar al interlocutor, observa el profesor americano.

Ahora bien—y he aquí la herencia de la concepción de Bildung—, en los viejos tiempos, una justificación de cualquier índole no era necesaria pues todo el mundo que contaba asumía que un “college” era “sobre todo el lugar donde se entrenaba el carácter, donde se nutrían los hábitos morales e intelectuales que juntos forman la base para vivir la mejor vida posible” y se seguía de ello, dice Fish, que esos hábitos se adquirirían en cierta vecindad o aun intimidad con las grandes obras de la literatura, la filosofía y la historia. Apurada no obstante una justificación más articulada para la enseñanza de las humanidades, una postura clásica respondería que “los ejemplos de acción y pensamiento retratados en las obras duraderas de la literatura, la filosofía y la historia pueden crear en los lectores el deseo de emularlos”. Estas ideas “suenan muy bien”, dice con sorna Fish. Pero, agrega, “no hay evidencia que las apoye, y una cantidad de evidencia en contra”. “Si esto fuera cierto, la gente más honesta, paciente, generosa y de buen corazón sobre la tierra serían los miembros de los departamentos de letras y filosofía, que pasan sus días en compañía de los grandes libros”, y tal cosa evidentemente no es cierta. Ni los profesores —ni menos, entonces, los estudiantes— de literatura y filosofía aprenden cómo ser buenos y sabios; lo que aprenden, observa Fish, es “a analizar efectos literarios y a distinguir entre distintos relatos acerca de los cimientos del conocer.”

Las conclusiones de Fish son breves y rotundas. Mientras que lo anterior le parece a Fish que es como debe ser, y que no se le debe pedir a las humanidades que enseñen moral o sabiduría, a la pregunta de “¿para qué sirven las humanidades?” Fish responde: para nada. Y agrega “Y esta es una respuesta que honra a su objeto. Pues la justificación de una actividad cualquiera, después de todo, confiere un valor a tal actividad desde una perspectiva ajena a la actividad misma. Y una actividad que se niega a ser justificada es una actividad que rechaza verse a sí misma como instrumental a un bien mayor que ella. Las humanidades tienen su bien en sí mismas”.

Esta visión, que tiene sin duda ecos de Kant y que aparentemente devuelve el proyecto de las humanidades a sus raíces modernas “suena muy bien”, yo diría, salvo que el mundo contemporáneo no parece haberse enterado de ello y persiste en su intención de entender ese “bien en sí” de las humanidades en relación con otras esferas y otras prácticas—como ética aplicada a la biología, o como insumo para discusiones políticas que incidirán en decisiones jurídicas muy concretas, o como un entrenamiento de los sentidos y la inteligencia para moverse en una vida cultural cada vez más intrincada.

La cuestión tiene pues que quedar abierta. Hay quienes han objetado a Fish que si ese—el goce desinteresado de objetos intelectuales interesantes o bellos—es todo el bien que las humanidades representan, realmente no habría un motivo para cultivarlas o enseñarlas salvo el placer que dan a sus practicantes, cosa con la que Fish seguro está de acuerdo, pero que es difícil que convenza a los encargados financieros de las instituciones de enseñanza en el mundo real.

En realidad, apunto, lo que Fish olvida en una postura que a fin de cuentas es cínica, es que si las humanidades no pueden ya casi encontrar significación en una formación del carácter y la personalidad que estuvo claramente en la base del proyecto original, eso es en buena medida porque con la caída—exclusivamente en Occidente—de cuaquier noción trascendente de verdad, cayó la única base que podría haber permitido que una discusión cualquier conduzca, en último término, a una convicción firme y transmisible.  En parole povere: sin metafísica—o sin fe genuina—no puede haber humanidades. Pues el proyecto original de las humanidades nunca fue enseñar “a analizar efectos literarios” por sí, sino como una parte del quehacer universitario cuyo centro estaba en la Wissenschaft—investigación y la práctica de enseñanza—de materias cuyos contenidos, a comienzos del diecinueve, aun se creía orientados y en relación con una verdad mayor y más estable que la mera opinión de los sujetos. Que el desarrollo del objetivismo y positivismo primero, y del relativismo y perspectivismo posteriormente, expliquen que hoy nadie o casi nadie crea que las humanidades tienen que ver con el desarrollo de algunos “valores humanos”, no hay duda. Pero la postura que adopta Fish toma ese dato como un hecho meteorológico que ni tiene causas ni podrá tener cambio alguno, y pretende justificarlo con una lectura blanda de la tercera crítica kantiana. Para entender cómo es que se llega a que una postura como la de Fish suene natural y casi obvia, hay que repasar por un momento la historia de lo que la mayoría da por sentado hoy al discutir sobre humanidades. Esto es, cierta postura clásica del utilitarismo cuando mira a la educación. De eso se ocupa la segunda parte de esta revisión.

 


* Publicado originalmente en REVISTA CHILENA DE LITERATURA Septiembre 2013, Número 84, 37-55.

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia