Durante los años en que los intelectuales
uruguayos construyeron una fuerte y orgullosa imagen
de sí mismos, el trabajo cultural se desarrollaba en tiempos
y espacios que podrían caber en la definición de
hobby. Los teatreros salían de sus oficinas y se iban a
los ensayos, los escritores
marcaban tarjeta y escribían sus inmortalidades en máquinas
municipales, los cinéfilos fundaban cineclubes y no se
sabe cómo iban adquiriendo copias de las obras maestras,
y en general el voluntarismo y la militancia cultural cundían
en el país.
Además de los problemas
del destino histórico de los pueblos, de la cultura
como herramienta para cambios estructurales, etcétera,
la discusión que se planteaba giraba en torno a la idea
de la "profesionalización". El desafío
que asumían muchos protagonistas de aquellos movimientos
independientes pasaba por convertir el trabajo honorario que desarrollaban
en una labor organizada, de tiempo completo, porque de esa forma
el impacto sobre la sociedad sería mayor. También
estaban quienes defendían el apostolado del trabajo cultural
sin otro beneficio que el propio trabajo.
Esta postura se sustentaba en la idea de que el crecimiento de
las empresas culturales necesariamente haría intervenir
trabajadores no comprometidos con los proyectos, haría
crecer el peso burocrático de las instituciones y las
haría entrar en un juego donde las reglas serían
las mismas
para una cineteca, un teatro, una editorial o una embotelladora
de refrescos.
Medio siglo después
de esas primeras discusiones, el término "profesionalización"
sigue estando presente, aunque ya no como objeto de disputa. Pareciera
que nadie duda de la necesidad de profesionalizarse. Cuanto más
inexperto es un artista, más
valora la idea de convertirse en un profesional. Los cineastas
y videístas sueñan con mecanismos hollywoodenses
de producción audiovisual
en Uruguay. Los escritores aspiran a ser contratados por un
canal de televisión para llenar embutidos.
Los pintores anhelan pintar los fondos de los stands de
las exposiciones del LATU. Los bailarines esperan bailar la coreografía
del mejor dentífrico antisarro. Profesionalizarse.
Los actores de teatro
viven una euforia de trabajo como jamás antes se había
visto o siquiera imaginado en Uruguay.
Cualquier egresado o aun estudiante de una escuela de teatro tiene
trabajo en dos o tres obras a la vez, y además aparece
en avisos de televisión, en ejercicios de fin de curso
de alguna escuela de cine, en un
teleteatro nacional y en varios proyectos de película de
largo metraje. Ningunoo casi ninguno- de esos trabajos es
remunerado. Persiguen infatigablemente la zanahoria de la profesionalización,
a la que sólo pueden percibir como abundancia de trabajo.
Uruguay incorporó
ciertos mecanismos de consumo de bienes culturales que produjeron
una perversión por la cual el derecho de los creadores
a vivir de su trabajo se convierte en un argumento para la adaptación
y el achatamiento. La debilidad de la cultura uruguaya se torna
evidente cuando, lejos de lograr producir mecanismos de producción
y consumo que respeten la creatividad, embute el potencial creativo
dentro de envases normalizados.
La cultura uruguaya
va de fracaso en fracaso, y lo peor es que lo hace con satisfacción
y con el mismo orgullo de aquellos años en los que, al
menos, la pobreza conceptual se justificaba por el carácter
de hobby del trabajo.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 79
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