El fervor maniqueo de las revoluciones (y
de sus cronistas, en general predicadores tajantes como todo
avatar de Savoranola)
sólo atiende a la "figura de la hora". Se puede
decir que las revoluciones son el gran teatro, que se construye
para que la figura, en su instante, comparezca para proclamar
su voz llena de furia y de sonido, justo antes de incendiarse.
Así John Lennon, cuando estipuló que previo a Elvis
(que ya estaba perdido en
Las Vegas) nada
había, estaba él mismo a punto de desvanecerse
entre los repliegues japoneses de Yoko Ono (habría
de emerger, tenuemente, un tris antes de que una bala lo transformara
en una olla de sangre).
Y en cuanto a Elvis, hasta
el agotamiento se ha repetido que el chico de Memphis se perdió,
que abandonó su gran revolución
pelviana por películas baladíes y baladas edulcoradas.
Que Elvis fue el de los cincuenta, el adelantado del rock
and roll previo al gorro militar y que el resto -es decir,
su resto- poco importa.
Sucede que, como rescate a la fugacidad de los que alzan la voz
justo antes de que les bajen el telón, las revoluciones
genealogizan sus precursores, figuras a menudo pulverizadas por
esa misma fuerza que han desencadenado y que quedan reducidas
a esa otra exigencia de los revolucionados: el martirologio. Así
se buscó hacer de Elvis -quien cuando la gran explosión
del rock and roll estaba
exiliado en Las Vegas, cantando como un canario obeso y patilludo-
un mártir de su manager, el Coronel Parker. Pero como ni
los martirologios ni las revoluciones son el arte,
lo cierto es que, como artista, Elvis nunca fue más
grande que allí, cuando hinchaba los flecos del pecho para
delicia de señoras platinadas y se retiraba, embalsamado
en su propia leyenda, sin gritar Revolution sino Glory,
glory aleluya.
En algunos de esos
viejos recitales se puede percibir que estaba tocado por el ángel
-del arte-: en ellos se hace visible que Elvis cantará
un poco más pero que, fatalmente, habrá de aniquilarse.
No en vano -a despecho de cualquier periodización historiográfica-
la imagen de Elvis que perduró y que reiteran como apóstoles
vencidos miríadas de imitadores fue la de su ocaso público
(la de su esplendor artístico).
De todos modos, es preciso consignar que la del mártir
es una figura benévola ya que, como se sabe, los revolucionarios
modernos acuñaron otra moneda para aquellos que carecen
de conciencia revolucionaria: el lumpen, aquel por definición
traidor a las expectativas de los que revolucionan. Pero, por
el contrario, se podría pensar que se necesita una buena
dosis de lumpenaje -o de falta de conciencia revolucionaria-
para desencadenar grandes fenómenos culturales. Seductor
al respecto -para seguir con la música popular- el ejemplo
de Gardel, semitraicionando el tango-canción que había
inventado, solicitando un banquito para subirse a un caballo
y mentirse gaucho, abandonando el gacho por la robe de chambre
y arrabaleando desde Broadway sus rubias de New York.
En último término, es dable balbucear aquí
un ocasional elogio de la traición: el artista, por devoradora
fidelidad hacia su propio arte, suele ser traidor hacia su entorno,
hacia lo que esperan de él, hacia lo que otros le exigen.
Es revolucionario a pesar de sí, sencillamente porque
escribió, cantó, compuso o pintó lo que
debía escribir, cantar componer o pintar. El resto son
crónicas.
* Publicado
originalmente en Insomnia,
separata cultural de la revista Posdata. |
|