El
siguiente texto fue ponencia en la presentación de Fuera
de género. Criaturas de la invención erótica, de Roberto
Echavarren, realizada
en el Instituto Goethe, el 10 de junio de 2008.
Tal vez el blanco de hoy no es descubrir lo que somos, sino rehusar
lo que somos
([1]
(Echavarren 2007,
11).
Apóyate en la libertad, a través del dominio de ti.
[2]
“Cuanto más se habla de
género (…) menos existe éste” (FG 12), se sintetiza en el
Prólogo del nuevo trabajo de
Roberto Echavarren, en el sentido de la toma de conciencia de la
arbitrariedad de su construcción. Vivimos entre construcciones
arbitrarias que hemos aceptado como naturales, y eso habla de
nuestra postura no-crítica a cualquier discurso emitido desde el
poder, coercitivo o persuasivo. Esa arbitrariedad, principio
constructor de un relacionarse socialmente, ¿es capaz de
desmontarse, de devenir otro no-esencial, no-sustitutivo? ¿Cómo
aportar entonces desde un discurso de género proliferante
internacionalmente, a un público local que no se ocupa sino
parcialmente de tal tema? La idea de progreso histórico no se aplica
ni colabora en trazar evolución en este debate. Enfocado, mejor,
como genealogía, se trata de determinar qué tipos de relaciones
pueden ser establecidas entre las distintas formas de clasificación
social sin recurrir a ningún esquema mayor ni causalidad, establecer
los campos de constitución y validez de la historia. Claro que la
preocupación será pensar cómo, desde los fragmentos del logos, se
puede emerger sin reproducir la operación de construcción de uno
nuevo, otro, cómo no volver a producir discurso hegemónico. No se
trata de reproducir estructuras, sino de concientizar los mecanismos
que utiliza el poder para reproducirse, las operaciones que
encaraman y ponen en moda las prácticas y discursos que en un
momento fueron subversivos. Tal vez a eso se refirió Lorca con aquel
fragmento de su “Oda a Walt Whitman”:
“Que
los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal”.
“La
Oda reivindica un margen de sobrepasamiento, una ampliación de las
percepciones”, sostiene
Echavarren en su
libro, reclama contra ese auto-odio de quien adquiere e internaliza
la discriminación. A la vez advierte, agrego yo, sobre las
colectivizaciones aplanadoras de las conductas, sobre la
reproductibilidad de los mandatos que coaccionan simbólicamente para
adquirir un modelo de representación de género. Cuando una práctica
subversiva se canoniza, pierde su potencial de margen. Se pone de
moda, en el entendido de “moda” como lo que baja de la jerarquía,
tal como lo concibe
Echavarren. Entonces, volviendo a nuestra primera inquietud,
¿para quién se
escribe?
No se
trata del proyecto universalizador, o la didáctica colectiva que
tanto, y con razón, espanta a
Roberto Echavarren en la aún históricamente disimulada
discriminación que aplicaron los regímenes totalitarios: “Es la
fórmula de Robespierre, filtrada por Marx y adoptada por Lenin. En
nombre de una felicidad futura, final, teleológica, pospuesta
siempre, abstracta y externa a los procesos inmanentes, un terror
efectivo, presente, irremisible, orienta las medidas del gobierno” (FG
121). Ya parecía abatida la preocupación didáctica de la
literatura, ya fue
vuelta a poner en práctica en los límites de una ética, que no es
moral, en la pregunta sobre unos universales provisionales o
consensuados.
Fuera
de dicotomías esencialistas/construccionistas, nuestro autor escribe
hacia una permanente construcción del yo, que se hace a través de la
lengua, y a la vez se deja hablar en su fluidez por una suerte de
voz íntima que dicta. Es esa “vocecita interior” de la que habla
Echavarren, que permitirá “rastrear una trayectoria tentativa de la
discusión de género en la
mente pública” (FG 157). Creo que siempre nosotros, que
hacemos prevalecer nuestra
identidad excluida por la sociedad heterosexista, nos
enfrentamos al dilema de la
identidad oculta que pugna por visibilizarse, dejando paso a un
resabio esencialista en nuestra percepción del yo íntimo. Herederos
de la identidad fija y
autorregulada, no sabemos vivir en el vaivén de los días y sus
mutantes impresiones.
Ya en un punto en que las ideas de salvación colectiva, o el propio
proyecto individual, se vuelven “líquidos”, quizás sentimos que
pensamos como Proust: “Me daba miedo que mis zancos fueran ya tan
altos bajo mis pasos, me parecía que no iba a conservar la
fuerza suficiente para mantener
mucho tiempo unido a mí aquel pasado que descendía ya tan lejos. Si
me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra lo
primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un
lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres
monstruosos)”.
El
tiempo de las grandes expectativas cesó, queda la posibilidad de
escribir para quienes quieran
escuchar la posibilidad de quebrar sus solidificaciones.
Ensayo, ¿escritura
al margen?
La
palabra nos construye, ¿sobre una base? ¿Es necesario pensar en una
base preexistente, o admitir nuestra constante performatividad, o
acordar ambos movimientos? Por otra parte, ¿para quién se escribe?
En una circunstancia histórica como la nuestra, donde la edición
prolifera desjerarquizada, pensamos en un
libro sobre
género. Concientes de un
minoritario público lector, igualmente los escritores buscan los
accesos al campo cultural sesgado por operaciones de poder, por
legitimaciones que llegan muchas veces tardíamente. El campo
literario no ha legitimado aún estas prácticas temáticas
subalternas. Pero tal vez eso no sea relevante si descartamos la
carrera de la vanidad, de la que pocos sobreviven sin la
contaminación previsible, en una práctica del “cuidado de sí”, como
cita Echavarren del pensamiento estoico. Todo perece, y los “dueños”
del campo literario también descenderán de sus efímeras hegemonías.
Sabemos, desde la teoría, que el lector virtual es aquel para quien
fue escrito el texto, aquel en función del cual el autor desarrolla
el relato. La fragmentación del público, el pasaje rápido del
libro por el mercado,
restringen cualitativamente el acto de
lectura. ¿Por qué
entonces la
escritura? Dice Echavarren: “La
escritura es un
colocarse, es entrar al tiempo, es algo que, si bien tiene algo que
ver con lo no vivido, es decir, con la
ficción, sin embargo es una manera plausible, creo yo, de
participar de la vida, de las intensidades de la vida, no en el
sentido que reproduce la vida o la refleja, sino en el sentido de
que la atraviesa” (FG 326). Y esa noción de participación no
es comunicacional vehicular: como la ambivalencia misma del lenguaje
construye mientras se emite en la cadena sintagmática. Pero,
nuevamente ambivalente, habla de algo que ya se posee o se niega.
Ya no hay un alguien superior a quien contentar. Tan sólo examinar
“el malestar de género en el campo de la cultura, vale decir, en el
campo de los estilos de vida” (FG 13), en las prácticas fuera
de género.
Comencemos con el género literario elegido, el ensayo.
La más generalizada de sus definiciones dice que "el ensayo
es literatura de ideas", exposición
de temas de interés actual. ¿Como práctica liberadora? Además de la
temática, existen otros rasgos que se presentan muy diferenciados
entre los textos llamados ensayos: la extensión oscila; la
rigurosidad de los planteamientos va desde un análisis impresionista
hasta el marco conceptual; el vehículo de comunicación puede ser
desde el periódico hasta el libro o la conferencia. Término acuñado
por Montaigne, lo fundamental del ensayo es el juicio sobre las
cosas y la actividad reflexiva, sin ser exhaustivo y sistemático:
“Soltando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del
conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no se espera de mi que lo
haga bien ni que me concentre en mí mismo. Varío cuando me place y
me entrego a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual
que es la ignorancia”.
Esa
evasión del estilo valorativo de la contundencia logocéntrica
imprime al ensayo un carácter genérico distinto, más
desestabilizador, una temática presentada con mayor fluidez.
El ensayo es un género relativamente moderno,
pero sólo en la edad contemporánea ha llegado a alcanzar una
posición central, desde su particular punto de vista, desde la
emergencia del lugar de
enunciación como posición relevante. Siguiendo a Ortega y
Gasset: “sin la prueba explícita", vale decir,
sin aparato documental, de forma libre y asistemática y con voluntad
de estilo. Un discurso que obvia el aparato teórico con el
fin de aumentar la capacidad explicativa. Ágil, de comunicación
directa, sin pretensión de erudición, sin citas ni demasiadas
referencias, el yo teórico emerge enlazando conceptos sin la
pretensión de organizar retóricamente un discurso fundamentado en
opiniones de autoridad o en propia argumentación. Abarca varios
puntos, o sub-temas, enlaza, como en este caso, el análisis de
figuras de la literatura y
conceptos teóricos en un corte transversal.
El
escritor se dirige a un público no especializado para quien aproxima
las cuestiones. Ideológicamente mantiene un supuesto e intenta
persuadir, siguiendo esa premisa sobre la que levanta el trabajo
desde su título, ese título que imanta por la potencia de su
connotación y poder develador de los secretos de la obra, como
puerta al debate. Ese punto
de vista personal y subjetivo que se defiende, “se trata más bien
de llamar la atención, en diferentes disgresiones, sobre
características que en la
literatura y en el
arte me
parecen decisivas” (FG 7). Esta postura constituye ya,
considero, un “fuera” del logos.
¿Es posible situarse “fuera” de?
Pensar en un fuera implica
habernos considerado en un dentro, y esta nueva postura parece
enriquecedora frente a los exhaustivos debates de género. Hemos
aceptado el gran giro que disloca
sexo-naturaleza, género-cultura.
Hemos pensado que las palabras construyen las cosas del mundo, o por
lo menos las mediatizan, y que vivimos en un mundo de
lenguaje, que “el desarrollo
de las categorías biológicas sobre la sexualidad, las concepciones
jurídicas acerca del individuo y las formas de control de los
estados modernos” (FG 15) nos han construido, intentando
apercibirnos sobre nuestra verdadera naturaleza. La ruptura teórica
de la linealidad sexo-género-deseo
permitió no determinarnos en dicotomías sino entrecruzar las
variables. Tal vez aceptemos espacios de apertura y transgresión,
remitidos a fuerzas anteriores o primarias que han sido invalidadas
por nuestro acceso al logos, esa sería la jora kristeviana,
y antes platónica, que vuelve a irrumpir en nuestras cadenas
operativas y funcionales. Esa nueva categoría del género permitió la
elaboración y concientización de principios que funcionaban en
nuestras operaciones discriminatorias, visibilizó la falacia
naturalista. “Cuanto más se habla de género, más se revela una
convención arbitraria de roles, menos existe éste” (FG 12).
Sin embargo también unció los caballos a otro yugo, el de las
defensas políticas, el de las esencialidades positivas a la otra del
campo pragmático, las “identidades provisorias” funcionales. Los
reclamos minoritarios, e incluimos el feminismo en el sentido de
grupo subalterno, hicieron necesaria la asunción de una cierta
construcción de esencialidad. “Pero el sistema de género en sí mismo
–la idea misma de género– debe ser abolida. Una vez abolida, las
diferencias caerán por sí mismas”, piensa Echavarren, “ya con el
primer paso fuera de la frontera de los géneros, lo que importa es
la pérdida irrevocable de lo familiar, ante el
monstruo, lo extraño, lo
solitario” (FG 8). Permanecer en los “limbos felices de una
no identidad”, como señalaba Foucault (FG 18).
El “cuidado de sí” como
ética del arbitrio
¿Cómo derrocar cualquier
intento de fijación? Interesa particularmente la noción de
simulacro. Si dirimimos la
dualidad copia-original, tal como plantea Butler en su etapa del
Género en disputa,
la copia pierde su valor de
subalternidad y llama la atención sobre el criterio construccionista
naturalizado del original. Se desontologiza. La jerarquía del
original dimite. El
simulacro es una “máquina
dionisíaca”. Una ética que realiza su propio imperativo. Esa
búsqueda de la turbulencia interna, que descarte el tener que optar
por polos, que permita la desaparición del patriarcado por la
disolución de géneros, sostiene el pensamiento de Echavarren, que
confía en esta operación de movilidad y sus efectos sobre el sistema
imperante. El avance hacia el neutro se manifiesta como superación
de la dicotomía, “La tercera persona
(…) es el neutro, la no-persona, la persona despersonalizada, el
borde anómalo de un recorrido” cita Echavarren a Blanchot (FG
103).
En este sentido, para los escritores analizados en el libro, la
concepción móvil deviene constituyente, los personajes son
acontecimientos. Un capítulo de discusión teórica que aborda el
concepto de deseo en
Deleuze, y de
placer en
Foucault,
deseo
productivo para el primero, cargado de discursos históricos normativizadores para Foucault, da lugar a exposiciones teóricas y
un análisis de prácticas performativas no siempre textuales. Se
ancla Echavarren en el rescate de la noción de
simulacro de Lucrecio,
antiplatónica. Sin carencia, hablar de
deseo es creatividad, o
diríamos productividad para Julia Kristeva, propia de lo que ella
llama “el sujeto en proceso”.
La atracción del andrógino
La figura del andrógino fuera de género constituye un
tópico clarificador del pensamiento del autor. No es la unión de lo
femenino y masculino entendidos como categorías, es una fusión
sugestiva y estetizante. Los andróginos mencionados en el
Simposio de Platón “Marchaban erguidos como nosotros y sin
necesidad de volverse para tomar todos los caminos que querían”,
esa movilidad permanente, y ese poder eran liberadores.
“El andrógino nunca es una entidad o una
realización, algo terminado (…) la dinámica del andrógino crea una
vibración indecidible” (FG 327). Ese indecidible derrideano
se entiende como una
falsa unidad verbal que habita, casi ilegalmente, el cuerpo de la
tradición logocéntrica, sin inscripción en el sistema binario de
oposiciones: verdad-pensamiento, sensible-inteligible,
habla-escritura, pensamiento-lenguaje, significante-significado. Los indecidibles producen parálisis en el sistema conceptual de la
metafísica logocéntrica, y entre ellos queremos destacar la
huella, como interrupción de la economía de la presencia; la
différance, que divide el sentido y difiere su plenitud, sin
fin, sin finalidad que permita reasumirla en la conciencia.9]
Todo este pensamiento de la diferencia rescata la monstruosidad, lo
prohibido, lo que una sociedad construye de acuerdo a
procedimientos de exclusión.Dice Echavarren en su prólogo:
“ya con el primer paso fuera de la frontera de los géneros lo que
importa es la pérdida irrevocable de lo familiar, ante el monstruo,
lo extraño, lo solitario” (FG 8). Se trata de pensar que:
“Por hábito la unión heterosexual, de los divididos y contrarios, se
volvió una práctica preferente, en gran medida obligatoria. Pero,
considerada desde la dimensión primigenia de la vida, se anula en el
andrógino previo, o la mezcla de lo masculino o femenino, o la
ausencia de ambos, que precede al dualismo” (FG 86). “Un
cuerpo sin
sexo, no marcado, ni masculino ni femenino, un
cuerpo que
resiste a la máquina binaria, que no se deja dicotomizar” (FG
88).
Pero veamos la siguiente cita como una breve
digresión: “La seducción que emana de un ser de
sexo incierto o
disimulado es poderosa. Aquellos que nunca lo experimentaron lo
asimilan al atractivo banal de los amores que sustituyen al
principal del macho. Es una grosera confusión. Ansioso y velado,
nunca desnudo, el andrógino va errante, se asombra, mendiga en voz
baja… (…) Jovial, es un monstruo. Pero arrastra incurablemente entre
nosotros su miseria de serafín, su resplandor de lágrima”. Pertenece
a Colette.
La Belle Epoque ofreció un
marco apropiado para estudiar dos explicaciones de la llamada
homosexualidad: hermafroditismo mental, metáfora vegetal. Ambas las
consideramos en su valor de metáforas epistemológicas, al decir de
Eco, “repercusión, en la actividad formativa, de determinadas
adquisiciones de las metodologías científicas contemporáneas” que
denotan la circulación cultural e influyen en el
artista, una
“reacción imaginativa”.11]
En
1932 Colette publica Ces plaisirs, título modificado a Le
Pur et l’impur en la edición de 1941.
Lectura y reflexión de
algunos aspectos de treinta años de vida parisiense, esta obra
describe el consumo de opio, tipos lesbianos, círculos
homosexuales
masculinos. Formula su teoría del “hermafroditismo mental”,
centrándose en la complejidad de los vínculos fuera de la economía heteronormativa, y en las grietas de ésta. Como señala Kristeva, la
carnalidad del lenguaje de Colette nos sumerge en un mundo textual
de otra economía: “Cuando mi cuerpo piensa...toda mi
piel se llena
de alma”. “Apunto
al verdadero hermafroditismo mental”, conceptualiza.
Sin duda, la superación fluida de la propuesta de
Colette en este momento histórico de su actividad creadora nos
acerca más a la movilidad huidiza del andrógino de Echavarren, pero
sobre todo, constituye una constante acción por validar las
prácticas que desmonten cualquier operación fijadora. Devuelve a la
fusión del andrógino su función estética, por lo tanto de alto poder
connotativo, fisura del logos: “en su idioma los llamaban con una
palabra que quería decir ‘ni hombre ni mujer’, o más allá del hombre
y la mujer”.
Tal vez este camino
permita superar algunos entrampamientos que frenan el actual debate
de género.
Notas:
Moi, Toril. Teoría literaria
feminista. Madrid: Cátedra, 1995.
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