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ISSN 1688-1672

 



FUERA DE GÉNERO. CRIATURAS DE LA INVENCIÓN ERÓTICA - ECHAVARREN, ROBERTO  - FOUCAULT, MICHEL- GÉNERO - ESCRITURA -- ESCRITURA AL MARGEN - ANDRÓGINIA - SEXO - CUERPO - HERMAFRODITA - METÁFORA VEGETAL -

Fuera de género, de Roberto Echavarren. La productividad desde el margen*

Claudia Pérez

En una circunstancia histórica como la nuestra, donde la edición prolifera desjerarquizada, pensamos en un libro sobre género. Concientes de un minoritario público lector, igualmente los escritores buscan los accesos al campo cultural sesgado por operaciones de poder, por legitimaciones que llegan muchas veces tardíamente


El siguiente texto fue ponencia en la presentación de Fuera de género. Criaturas de la invención erótica, de Roberto Echavarren, realizada
en el Instituto Goethe, el 10 de junio de 2008.


Tal vez el blanco de hoy no es descubrir lo que somos, sino rehusar lo que somos ([1] (Echavarren 2007, 11).

Apóyate en la libertad, a través del dominio de ti. [2]
 

“Cuanto más se habla de género (…) menos existe éste” (FG 12), se sintetiza en el Prólogo del nuevo trabajo de Roberto Echavarren, en el sentido de la toma de conciencia de la arbitrariedad de su construcción. Vivimos entre construcciones arbitrarias que hemos aceptado como naturales, y eso habla de nuestra postura no-crítica a cualquier discurso emitido desde el poder, coercitivo o persuasivo. Esa arbitrariedad, principio constructor de un relacionarse socialmente, ¿es capaz de desmontarse, de devenir otro no-esencial, no-sustitutivo?  ¿Cómo aportar entonces desde un discurso de género proliferante internacionalmente, a un público local que no se ocupa sino parcialmente de tal tema? La idea de progreso histórico no se aplica ni colabora en trazar evolución en este debate. Enfocado, mejor, como genealogía, se trata de determinar qué tipos de relaciones pueden ser establecidas entre las distintas formas de clasificación social sin recurrir a ningún esquema mayor ni causalidad, establecer los campos de constitución y validez de la historia. Claro que la preocupación será pensar cómo, desde los fragmentos del logos, se puede emerger sin reproducir la operación de construcción de uno nuevo, otro, cómo no volver a producir discurso hegemónico.  No se trata de reproducir estructuras, sino de concientizar los mecanismos que utiliza el poder para reproducirse, las operaciones que encaraman y ponen en moda las prácticas y discursos que en un momento fueron subversivos. Tal vez a eso se refirió Lorca con aquel fragmento de su “Oda a Walt Whitman”:

“Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal”.

“La Oda reivindica un margen de sobrepasamiento, una ampliación de las percepciones”, sostiene Echavarren en su libro, reclama contra ese auto-odio de quien adquiere e internaliza la discriminación. A la vez advierte, agrego yo, sobre las colectivizaciones aplanadoras de las conductas, sobre la reproductibilidad de los mandatos que coaccionan simbólicamente para adquirir un modelo de representación de género. Cuando una práctica subversiva se canoniza, pierde su potencial de margen. Se pone de moda, en el entendido de “moda” como lo que baja de la jerarquía, tal como lo concibe Echavarren. Entonces, volviendo a nuestra primera inquietud, ¿para quién se escribe?                                                          

No se trata del proyecto universalizador, o la didáctica colectiva que tanto, y con razón, espanta a Roberto Echavarren en la aún históricamente disimulada discriminación que aplicaron los regímenes totalitarios: “Es la fórmula de Robespierre, filtrada por Marx y adoptada por Lenin. En nombre de una felicidad futura, final, teleológica, pospuesta siempre, abstracta y externa a los procesos inmanentes, un terror efectivo, presente, irremisible, orienta las medidas del gobierno” (FG 121). Ya parecía abatida la preocupación didáctica de la literatura, ya fue vuelta a poner en práctica en los límites de una ética, que no es moral, en la pregunta sobre unos universales provisionales o consensuados.[3]

Fuera de dicotomías esencialistas/construccionistas, nuestro autor escribe hacia una permanente construcción del yo, que se hace a través de la lengua, y a la vez se deja hablar en su fluidez por una suerte de voz íntima que dicta. Es esa “vocecita interior” de la que habla Echavarren, que permitirá “rastrear una trayectoria tentativa de la discusión de género en la mente pública” (FG 157). Creo que siempre nosotros, que hacemos prevalecer nuestra identidad excluida por la sociedad heterosexista, nos enfrentamos al dilema de la identidad oculta que pugna por visibilizarse, dejando paso a un resabio esencialista en nuestra percepción del yo íntimo. Herederos de la identidad fija y autorregulada, no sabemos vivir en el vaivén de los días y sus mutantes impresiones. Ya en un punto en que las ideas de salvación colectiva, o el propio proyecto individual, se vuelven “líquidos”, quizás sentimos que pensamos como Proust: “Me daba miedo que mis zancos fueran ya tan altos bajo mis pasos, me parecía que no iba a conservar la fuerza suficiente para mantener mucho tiempo unido a mí aquel pasado que descendía ya tan lejos. Si me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos)”.[4] 

El tiempo de las grandes expectativas cesó, queda la posibilidad de escribir para quienes quieran escuchar la posibilidad de quebrar sus solidificaciones.

Ensayo, ¿escritura al margen?

La palabra nos construye, ¿sobre una base? ¿Es necesario pensar en una base preexistente, o admitir nuestra constante performatividad, o acordar ambos movimientos? Por otra parte, ¿para quién se escribe? En una circunstancia histórica como la nuestra, donde la edición prolifera desjerarquizada, pensamos en un libro sobre género. Concientes de un minoritario público lector, igualmente los escritores buscan los accesos al campo cultural sesgado por operaciones de poder, por legitimaciones que llegan muchas veces tardíamente. El campo literario no ha legitimado aún estas prácticas temáticas subalternas. Pero tal vez eso no sea relevante si descartamos la carrera de la vanidad, de la que pocos sobreviven sin la contaminación previsible, en una práctica del “cuidado de sí”, como cita Echavarren del pensamiento estoico. Todo perece, y los “dueños” del campo literario también descenderán de sus efímeras hegemonías. 

Sabemos, desde la teoría, que el lector virtual es aquel para quien fue escrito el texto,  aquel en función del cual el autor desarrolla el relato. La fragmentación del público, el pasaje rápido del libro por el mercado, restringen cualitativamente el acto de lectura.  ¿Por qué entonces la escritura? Dice Echavarren: “La escritura es un colocarse, es entrar al tiempo, es algo que, si bien tiene algo que ver con lo no vivido, es decir, con la ficción, sin embargo es una manera plausible, creo yo, de participar de la vida, de las intensidades de la vida, no en el sentido que reproduce la vida o la refleja, sino en el sentido de que la atraviesa” (FG 326). Y esa noción de participación no es comunicacional vehicular: como la ambivalencia misma del lenguaje construye mientras se emite en la cadena sintagmática. Pero, nuevamente ambivalente, habla de algo que ya se posee o se niega.  Ya no hay un alguien superior a quien contentar. Tan sólo examinar “el malestar de género en el campo de la cultura, vale decir, en el campo de los estilos de vida” (FG 13), en las prácticas fuera de género

Comencemos con el género literario elegido, el ensayo.  La más generalizada de sus definiciones dice que "el ensayo es literatura de ideas", exposición de temas de interés actual. ¿Como práctica liberadora? Además de la temática, existen otros rasgos que se presentan muy diferenciados entre los textos llamados ensayos: la extensión oscila; la rigurosidad de los planteamientos va desde un análisis impresionista hasta el marco conceptual; el vehículo de comunicación puede ser desde el periódico hasta el libro o la conferencia. Término acuñado por Montaigne, lo fundamental del ensayo es el juicio sobre las cosas y la actividad reflexiva, sin ser exhaustivo y sistemático:Soltando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no se espera de mi que lo haga bien ni que me concentre en mí mismo. Varío cuando me place y me entrego a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual que es la ignorancia”.[5]

Esa evasión del estilo valorativo de la contundencia logocéntrica imprime al ensayo un carácter genérico distinto, más desestabilizador, una temática presentada con mayor fluidez.  El ensayo es un género relativamente moderno, pero sólo en la edad contemporánea ha llegado a alcanzar una posición central, desde su particular punto de vista, desde la emergencia del lugar de enunciación como posición relevante. Siguiendo a Ortega y Gasset: “sin la prueba explícita", vale decir,  sin aparato documental, de forma libre y asistemática y con voluntad de estilo. Un discurso que obvia el aparato teórico con el fin de aumentar la capacidad explicativa. Ágil, de comunicación directa, sin pretensión de erudición, sin citas ni demasiadas referencias, el yo teórico emerge enlazando conceptos sin la pretensión de organizar retóricamente un discurso fundamentado en opiniones de  autoridad o en propia argumentación. Abarca varios puntos, o sub-temas, enlaza, como en este caso, el análisis de figuras de la literatura y conceptos teóricos en un corte transversal. 

El escritor se dirige a un público no especializado para quien aproxima las cuestiones. Ideológicamente mantiene un supuesto e intenta persuadir, siguiendo esa premisa sobre la que levanta el trabajo desde su título, ese título que imanta por la potencia de su connotación y poder develador de los secretos de la obra, como puerta al debate. Ese punto de vista personal y subjetivo que se defiende,  “se trata más bien de llamar la atención, en diferentes disgresiones, sobre características que en la literatura y en el arte me parecen decisivas” (FG 7). Esta postura constituye ya, considero,  un “fuera” del logos.

¿Es posible situarse “fuera” de?

Pensar en un fuera implica habernos considerado en un dentro, y esta nueva postura parece enriquecedora frente a los exhaustivos debates de género. Hemos aceptado el gran giro que disloca sexo-naturaleza, género-cultura. Hemos pensado que las palabras construyen las cosas del mundo, o por lo menos las mediatizan, y que vivimos en un mundo de lenguaje, que “el desarrollo de las categorías biológicas sobre la sexualidad, las concepciones jurídicas acerca del individuo y las formas de control de los estados modernos” (FG 15) nos han construido, intentando apercibirnos sobre nuestra verdadera naturaleza. La ruptura teórica de la linealidad sexo-género-deseo permitió no determinarnos en dicotomías sino entrecruzar las variables. Tal vez aceptemos espacios de apertura y transgresión, remitidos a fuerzas anteriores o primarias que han sido invalidadas por nuestro acceso al logos, esa sería la jora kristeviana,[6] y antes platónica, que vuelve a irrumpir en nuestras cadenas operativas y funcionales. Esa nueva categoría del género permitió la elaboración y concientización de principios que funcionaban en nuestras operaciones discriminatorias, visibilizó la falacia naturalista. “Cuanto más se habla de género, más se revela una convención arbitraria de roles, menos existe éste” (FG 12). Sin embargo también unció los caballos a otro yugo, el de las defensas políticas, el de las esencialidades positivas a la otra del campo pragmático, las “identidades provisorias” funcionales. Los reclamos minoritarios, e incluimos el feminismo en el sentido de grupo subalterno, hicieron necesaria la asunción de una cierta construcción de esencialidad. “Pero el sistema de género en sí mismo –la idea misma de género– debe ser abolida. Una vez abolida, las diferencias caerán por sí mismas”, piensa Echavarren, “ya con el primer paso fuera de la frontera de los géneros, lo que importa es la pérdida irrevocable de lo familiar, ante el monstruo, lo extraño, lo solitario” (FG 8). Permanecer en los “limbos felices de una no identidad”, como señalaba Foucault (FG 18).

El “cuidado de sí” como ética del arbitrio

¿Cómo derrocar cualquier intento de fijación? Interesa particularmente la noción de simulacro. Si dirimimos la dualidad copia-original, tal como plantea Butler en su etapa del Género en disputa,[7] la copia pierde su valor de subalternidad y llama la atención sobre el criterio construccionista naturalizado del original. Se desontologiza. La jerarquía del original dimite. El simulacro es una “máquina dionisíaca”. Una ética que realiza su propio imperativo. Esa búsqueda de la turbulencia interna, que descarte el tener que optar por polos, que permita la desaparición del patriarcado por la disolución de géneros, sostiene el pensamiento de Echavarren, que confía en esta operación de movilidad y sus efectos sobre el sistema imperante.  El avance hacia el neutro se manifiesta como superación de la dicotomía,   “La tercera persona (…) es el neutro, la no-persona, la persona despersonalizada, el borde anómalo de un recorrido” cita Echavarren a Blanchot (FG 103).

En este sentido, para los escritores analizados en el libro, la concepción móvil deviene constituyente, los personajes son acontecimientos. Un capítulo de discusión teórica que aborda el concepto de  deseo en Deleuze, y de placer en Foucault, deseo productivo para el primero, cargado de discursos históricos normativizadores para Foucault, da lugar a exposiciones teóricas y un análisis de prácticas performativas no siempre textuales. Se ancla Echavarren en el rescate de la noción de simulacro de Lucrecio, antiplatónica. Sin carencia, hablar de deseo es creatividad, o diríamos productividad para Julia Kristeva, propia de lo que ella llama “el sujeto en proceso”.

La atracción del andrógino

La figura del andrógino fuera de género constituye un tópico clarificador del pensamiento del autor. No es la unión de lo femenino y masculino entendidos como categorías, es una fusión sugestiva y estetizante.  Los andróginos mencionados en el Simposio de Platón “Marchaban erguidos como nosotros y sin necesidad de volverse para tomar todos los caminos que querían”,[8] esa movilidad permanente, y ese poder eran liberadores.

 “El andrógino nunca es una entidad o una realización, algo terminado (…) la dinámica del andrógino crea una vibración indecidible” (FG 327). Ese indecidible derrideano se entiende como una falsa unidad verbal que habita, casi ilegalmente, el cuerpo de la tradición logocéntrica, sin  inscripción en el sistema binario de oposiciones: verdad-pensamiento, sensible-inteligible, habla-escritura, pensamiento-lenguaje, significante-significado. Los indecidibles producen parálisis en el sistema conceptual de la metafísica logocéntrica, y entre ellos queremos destacar la  huella,  como interrupción de la economía de la presencia;  la différance, que divide el sentido y difiere su plenitud, sin fin, sin finalidad que permita reasumirla en la conciencia.[9]

Todo este pensamiento de la diferencia rescata  la monstruosidad, lo prohibido, lo que una sociedad construye de
acuerdo a procedimientos de exclusión. Dice Echavarren en su prólogo: “ya con el primer paso fuera de la frontera de los géneros lo que importa es la pérdida irrevocable de lo familiar, ante el monstruo, lo extraño, lo solitario” (FG 8). Se trata de pensar que: “Por hábito la unión heterosexual, de los divididos y contrarios, se volvió una práctica preferente, en gran medida obligatoria. Pero, considerada desde la dimensión primigenia de la vida, se anula en el andrógino previo, o la mezcla de lo masculino o femenino, o la ausencia de ambos, que precede al dualismo” (FG 86). “Un cuerpo sin sexo, no marcado, ni masculino ni femenino, un cuerpo que resiste a la máquina binaria, que no se deja dicotomizar” (FG  88). 

Pero veamos la siguiente cita como una breve digresión: “La seducción que emana de un ser de sexo incierto o disimulado es poderosa. Aquellos que nunca lo experimentaron lo asimilan al atractivo banal de los amores que sustituyen al principal del macho. Es una grosera confusión. Ansioso y velado, nunca desnudo, el andrógino va errante, se asombra, mendiga en voz baja… (…) Jovial, es un monstruo. Pero arrastra incurablemente entre nosotros su miseria de serafín, su resplandor de lágrima”. Pertenece a Colette.[10]

La Belle Epoque ofreció un marco apropiado para estudiar dos explicaciones de la llamada homosexualidad: hermafroditismo mental, metáfora vegetal. Ambas las consideramos en su valor de metáforas epistemológicas, al decir de Eco, “repercusión, en la actividad formativa, de determinadas adquisiciones de las metodologías científicas contemporáneas” que denotan la circulación cultural e influyen en el artista, una “reacción imaginativa”.[11]  

En 1932 Colette publica Ces plaisirs, título modificado a Le Pur et l’impur en la edición de 1941.  Lectura  y reflexión de algunos aspectos de treinta años de vida parisiense, esta obra describe el consumo de opio, tipos lesbianos, círculos homosexuales masculinos. Formula su teoría del “hermafroditismo mental”, centrándose en la complejidad de los vínculos fuera de la economía heteronormativa, y en las grietas de ésta. Como señala Kristeva, la carnalidad del lenguaje de Colette nos sumerge en un mundo textual de otra economía: “Cuando mi cuerpo piensa...toda mi piel se llena de alma”.[12]  “Apunto al verdadero hermafroditismo mental”, conceptualiza.

Proust, en cambio,  expone el concepto de metáfora vegetal a instancias de sus lecturas, L’ intelligence des fleurs  de Maeterlinck de 1907 y  el  préface  de  Amédée Coutance  a Des  différentes  formes de fleurs  dans les plantes de la même espèce de Darwin,[13] extrayendo   la analogía entre mundo vegetal y humano y la idea de la fecundación cruzada. Esta teoría explicaría la homosexualidad. La teoría de “l’homme-femme” ya tenía sus expositores en Alemania,[14] y era más visible que el lesbianismo. Gide la critica en el prefacio de Corydon, porque arguye que tanto Magnus Hirschfeld como Proust contribuyen a confundir homosexualidad con afeminamiento. Antes de él, en 1886, Krafft-.Ebing, en Psychopatia sexualis, expone la existencia de grados de inversión: bisexualidad, homosexualidad, afeminamiento.

El jurista Karl Heinrich Ulrichs desde 1860 había creado la teoría de la inversión de género, como condición innata,  declarando exentos de responsabilidad legal  a los homosexuales,  alma de mujer encerrada en el cuerpo de un hombre.   “Amar al mismo sexo significa, pues, que se es de un ‘sexo’distinto”, siempre hay “diferencia insuperable entre lo femenino y lo masculino.[15]  

En  la base de la teoría vegetal,  los sexos están separados, irreconciliables, pero contiguos.  Un  tabique separador, la cloison,  impide la comunicación, y existe un ser intermediario que fecunda, moral o físicamente,  los dos sexos. Esta estructura genera tres niveles de amores: los intersexuales, los homosexuales y los transexuales. Este último grupo atañe al  hermafroditismo inicial que hace que un hombre global contenga una parte femenina. Podrá buscar entonces lo que hay de hombre en una mujer, y la mujer, lo que hay de mujer en un hombre. Y contiguos, ambos sexos continúan separados. Ya no se trataría de una homosexualidad global como la del andrógino platónico sino el complicado entrecruzamiento de sexualidades locales.    

Sin duda, la superación fluida de la propuesta de Colette en este momento histórico de su actividad creadora nos acerca más a la movilidad huidiza del andrógino de Echavarren, pero sobre todo, constituye una constante acción por validar las prácticas que desmonten cualquier operación fijadora. Devuelve a la fusión del andrógino su función estética, por lo tanto de alto poder connotativo, fisura del logos: “en su idioma los llamaban con una palabra que quería decir ‘ni hombre ni mujer’, o más allá del hombre y la mujer”.[16] Tal vez este camino permita superar algunos entrampamientos que frenan el actual debate de género.
 

Notas:

[1] Echavarren, Roberto. Fuera de género. Criaturas de la invención erótica. Bs. As.: Losada, 2007. A partir de ahora consignaremos FG.

[2]  Tomamos esta cita de Foucault en El yo minimalista y otras conversaciones, que realiza  Echavarren en su libro, pág. 125.

[3] Ver Camps, Victoria. La voluntad de vivir. Barcelona: Ariel, 2005. Cap. III.

[4] Proust, Marcel. El tiempo recobrado. Madrid: Alianza, 1969. Págs. 421-422.

[5] Montaige. Ensayos. En Vargas Acuña, Gabriel. “Un concepto de ensayo”. http://www.cientec.or.cr/concurso2/concepto.html

[6] Moi, Toril. Teoría literaria feminista. Madrid: Cátedra, 1995.

[7] Butler, Judith. El género en disputa. México: Paidós, 2001

[8] Platón. Banquete, Bs. As.: Espasa-Calpe, 1962.Pág. 101.

[9] Derrida, Jacques, La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989. 

[10] Colette. Le pur et l’impur. Paris: Folio, 2003. (Mi traducción).

[11] Eco, Umberto. Obra abierta. Barcelona: Planeta, 1985. Pág. 176, 181.

[12] La retraite sentimentale. 1907.

[13] Compagnon, Antoine. Notes à l´édition de Sodome et Gomorrhe. Paris : Folio, 2000,  Pág. 547.

[14] Dr. Hirschfeld, en Alemania, autor de  Degrés intermédiaires de la sexualité.

[15] Eribon, Didier, Reflexiones sobre la cuestión gay, Barcelona, Anagrama, 2001. Págs.122-123.   

[16] Echavarren, Roberto. Ave Roc. Bs. As.: Mansalva, 2007. Pág.81.

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