Cuando Isaac Casaubon, célebre literato y restaurador del siglo XVI,
contempló al fin el viejo anfiteatro de la Sorbona, no
pudo menos que sentirse observado, con escrupulosa paciencia,
desde las ruinas mismas del pensamiento: "He aquí
un lugar donde se ha disputado desde hace siglos" -le
señalaron; y él respondió sin desviar la
mirada- "¿y
cuál ha sido la conclusión?".
Resulta curioso que en el pensamiento filosófico
moderno,
y en particular en los autores modernos a partir de Descartes, pueda hallarse,
por regla general, en la cumbre de sus grandes proyectos (donde de otro modo debieran
suponerse sus más caras victorias), el germen insoslayable de lo anodino.
Como si el andar sobre principios sólidos, eso que los
geómetras llaman método apodíctico y que
en filosofía es el pensamiento
lineal, tuviera en la reverberación de una idea, nada más
que al comienzo, su único aserto. Pensemos en el propio
Descartes y en las misteriosas
pesadillas que lo acosaron la noche del 10 de noviembre de 1619,
a orillas del Danubio, y que algunos interpretan como el verdadero
comienzo de su carrera filosófica. O en un más que
casual y providencial encuentro con el matemático Isaac
Beeckman, unos pocos meses antes en Holanda, y que cambiaría
tan radicalmente su visión de las ciencias abstractas.
De más está decir que estos sucesos son demasiado
relevantes como para pasar inadvertidos y no demasiado frecuentes
como para justificar una revelación. Aunque si en algún
caso se justifica, esta línea más directa con la
verdad, es en el de Rousseau, que vio toda la injusticia humana
al sentarse a descansar quince minutos bajo una encina.
Desde luego que algunos sistemas avanzan hasta hacerse ascéticamente
insoportables (Schopenhauer) o deliberadamente
complejos (Hegel). Pero ninguno engloba
en un único principio, como la mágica visión
presocrática de un ápeiron celeste o el ocasional
daimon de Apuleyo, el estamento último
de toda verdad. He ahí la razón por la cual se haya
hecho más atractivo a los ojos del público la historia
de las ideas y no la filosofía misma o los grandes
cánones filosóficos. Por lo pronto, nos conformaremos
con apuntar que esto es sencillamente lamentable, y una afortunada
excepción en la figura de Leibniz.
I.
Vida
G. W. Leibniz nació un 1 de julio de 1646, en Leipzig,
Alemania. Tuvo ese detalle inconmovible y decisivo que es un padre
lector y moralista, aunque
lo sobrevivió la idea de que su hijo era demasiado joven
para la orfandad. Supo, sin embargo, salir adelante, y en 1653
ingresó como pupilo en la escuela Nicolai, heredando de
la vasta biblioteca paterna su pasión por los clásicos.
Fue allí donde aprendió el latín y conoció
de primera mano a los autores y griegos y latinos, Platón,
Aristóteles y el poeta de Mantua fueron sus constantes
lecturas, en una época en la que aún nadie presumía
de literatura infantil -"sin duda felizmente para los
niños".
De su carácter y primeras aficiones, que tenuemente aventuramos
por aquella época, se destaca el deseo de enfrentarse con
las tempranas inquietudes de su tiempo y, no menos, con las trasnochadas
ideas de la generación anterior. Sin duda en espera de
una mejor suerte. Aunque otro, si no la consecuencia de este deseo, y de apariencia
un tanto banal, es el que en verdad nos interesa. Proviene del
hecho comúnmente asumido de que el pensamiento lo impregna
todo. Es así que cuando la meditación hace a nuestros
hábitos regulares, entre todos ellos no es el menos frecuente
caminar al aire libre. Si bien en el caso de los filósofos
esto es prácticamente una constante, en el de nuestro autor es tanto más
una inclinación prematura: con apenas quince años
lo vemos, con su andar encorvado, patizambo y de complexión
un tanto robusta, como una familiar presencia en el bosquecillo
de Rosenthal, a las afueras de Leipzig. Y, más concretamente,
en el verano de 1661 sabemos que meditó bajo esas sombras
el provecho que habría de sacar a sus reiteradas inmersiones
en la escolástica (Santo
Tomás,
Suárez y Fonseca). Dudando si era conveniente o no conservar
las formas sustanciales, tan en decadencia desde la Edad Media,
frente a la nueva y atrayente teoría mecanicista.
Más adelante veremos cómo la noción de sustancias
simples o mónadas creadas completa y hasta sustituye en
su nuevo sistema estos conceptos ya un tanto anticuados.
Con apenas diecisiete años escribe una tesis de bachiller,
Diputatio Metaphysical De principio individui, donde defiende
el nominalismo frente al problema de los universales (genero, especie, etc.) y prefigura
la unidad sustancial del individuo. De 1663 a 1666 estudia matemáticas
y jurisprudencia en Jena, bajo la dirección de Erhard
Weigel. Escribe un artículo sobre el arte combinatoria
y termina doctorándose con una obra de interés
jurídico, De Casibus Perplexis in jure. Casi al
mismo tiempo, rechaza una cátedra universitaria en Altdorf
y comienza a interesarse por la alquimia y los rosacruces. Sin
embargo, con el mismo carácter adventicio, acepta un puesto
de confianza en la corte del arzobispo de Mainz, el príncipe
elector Johan von Schönborn.
De aquí en más la carrera de Leibniz nos podría
parecer definitivamente enmarañada en vanas cuestiones
de estado (hasta
donde la historia es una cuestión de estado, y hasta donde
ganarse el sustento es vano), y tal vez fuera así si no estuviera
tan reñido con los hechos. No queremos decir con esto que
su interés cívico fuera un asunto lateral o baladí,
ni mucho menos, creemos recordar que hizo cierta apología
de la seguridad pública. Pero afirmaremos sí, con
el permiso de Chesterton, que "se
sentía aún lo bastante joven para pensar en sus
opiniones políticas en vez de tratar, simplemente, de olvidarlas."
Su madera de político y cortesano sólo se vio amenazada
por el gusano de la ciencia. Y si sucumbió a ésta,
con reiterada incredulidad, fue nada más que para dejar
sentado que con el tiempo los hombres se harían mejores
(algo que
tendremos el tacto de no recordarle).
Lo cierto es que si sus trabajos como diplomático fueron
o no un obstáculo para su avidez científica, nunca
se sabrá; podemos asegurar no obstante, y es casi una
costumbre reiterarlo, que le permitieron, en una época
de ideas polarizadas, relacionarse directamente con todos aquellos
hombres que de una forma o de otra representaban la tenue avanzadilla
de la Aufklärung o 'época de las luces'.
Aún al servicio del príncipe Elector, Leibniz viaja
a París en 1672 con una oscura misión diplomática,
convencer a Luis XIV de la necesidad de evangelizar Egipto. Aunque
en realidad se tratara de otra cosa, distraer la atención
de quien se sabía la mayor amenaza para el Sacro Imperio
Alemán y, por otro lado, no sin cierto candor, a Leibniz
se le impusiera como una oportunidad única para llevar
a cabo uno de sus grandes proyectos: la reunificación
de las Iglesias. De más está decir que nunca fue
recibido.
Tras una dilatada estancia en París, que se alargó
a algo más de tres años, un período "no
demasiado breve para la contemplación de la erudición,
la política o las costumbres" (como nos recordara Samuel Johnson a propósito
de Milton), Leibniz entabla contacto con los mayores
intelectuales de la época,
Huyghens, Arnauld, Malebranche y Mariotte, entre otros. De cada
uno obtendrá un aporte decisivo, sea en el campo de la
óptica física, en el de la teología u obrando
simplemente como un interlocutor privilegiado, aquel que sabrá
luego integrar todos estos aspectos en un único y genial
descubrimiento: el cálculo infinitesimal. A este respecto
comparte la autoría y el mérito con Newton, aunque
la polémica del hallazgo persiste, si bien Leibniz fue
el primero en publicarlo, en 1684, y su nomenclatura es la que
se utiliza aún hoy en las escuelas. Lo que sabemos es que
Leibniz realizó un fugaz viaje a Londres a principios de
1673 donde medió una breve relación con Newton,
algo que no ha ayudado precisamente a aclarar las cosas, sino
más bien a alentar el desacuerdo entre sus respectivos
biógrafos.
Durante sus años en París Leibniz mejora la máquina
de calcular de Pascal, se centra en el estudio de las cónicas
y comienza el desarrollo de su innovadora doctrina de la fuerza:
la dinámica, un campo estrechamente relacionado con todas
las vertientes de su filosofía. A la vez, descubre la conservación
del momento (p=cte.) y cree descubrir otra ley que pasó
inadvertida para Descartes, la conservación de la vis viva
o cantidad de fuerzas (mv2). Sin embargo, no es sólo avidez o
inquietud intelectual lo que demuestra en cada una de sus controversias,
con mucho y en gran medida es la permanente búsqueda de
un interlocutor. Leibniz concebía el conocimiento como
un diálogo infinito, more socrático, y para ello
echó mano de la correspondencia, del debate personal, de
la réplica inteligible. El único intelectual de
su tiempo que rehuyó su trato fue Locke, y lo pagaría
muy caro. Tras su muerte, Leibniz lo resucitó bajo
el nombre de Filaletes y dialogó con él a lo largo
de las seiscientas cuarenta páginas de sus Nuevos ensayos
sobre el entendimiento humano.
En noviembre de 1676 emprende el regreso a Alemania, donde aceptará
un puesto de trabajo nada acorde con sus posibilidades (y que a la larga será
la ocupación de sus días) como consejero e historiador
de la casa de Hannover. La historia lo habrá juzgado,
quizás, como uno de esos casos en que una vana empresa
ocupa el tiempo y las energías de una mente poderosa,
hasta morir, como un león encantado por una mosca, en
el olvido y el silencio, mientras un poco más allá
la sabana se agita con el renacer de la vida.
Si bien aún tendría tiempo para fundar la Academia de Ciencias de
Berlín y realizar pequeñas contribuciones en campos
tan variados como la Arqueología, la Agronomía y
las Matemáticas. Sin olvidar que en su viaje de regreso
a Alemania pasó un mes en Holanda, donde se entrevistó
con Spinoza y discutió con éste los aspectos más
polémicos de sus escritos. Aquella entrevista, que tuvo
lugar entre octubre y noviembre de 1676, dejaría en el
erudito de Ámsterdam una grata impresión de aquel
"espíritu liberal y versado en todas las ciencias".
Finalmente, parece necesario admitir que el sólo hecho
de homenajear a alguien que firmaba sus escritos como "el
autor de la armonía preestablecida", implica algo
más que una simple combinación del azar y las palabras. Tal vez sí
se disculpe recordar un encuentro memorable: Johann von Goethe,
quien habría de ser la única mente universal que
le disputara los lauros a Leibniz, visitó las montañas
de Harz en septiembre de 1789. El mismo lugar donde nuestro filósofo
ensayó uno de sus ingenios quijotescos, cien años
antes.
"Todo lo que vive encuentra alimento y ayuda, y aunque
el hijo, después de la muerte prematura de su padre, no
tenga una juventud tan cómoda ni tan propicia, quizá
con eso mismo adquiera más rápida educación para el mundo." (Johann von Goethe, Las afinidades
electivas, libro 2, c.XII)
Bibliografía:
- Nuevos ensayos
sobre el entendimiento humano, Introducción y
traducción de J. Echeverría Ezponda, Ed. Alianza,
Madrid 1992.
- Tratados Fundamentales, incluye Nuevo sistema de la Naturaleza,
Monadología, Principios de la Naturaleza y de la Gracia,
etc.
Ed. Losada, Bs. As. 1946.
- Discurso de Metafísica, Introducción y notas
de Julián Marías, Ed.
Alianza, Madrid 1986 (artículo original en "Revista
de Occidente",
1942).
- Teodicea, ensayo sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre
y el
origen del mal, Ed. Claridad, Bs. As. 1946.
- Observaciones críticas sobre los Principios de filosofía
cartesianos, Ed.
Gredos, Madrid 1989.
ESTUDIOS Y CONSULTA
- RUSSELL, Bertrand,
Exposición crítica de la filosofía de Leibniz,
Siglo
Veinte, Bs. As. 1977.
- BURNHAM, Douglas, G. W. Leibniz (1646-1716) Metaphysics, The
internet Encyclopedia of Philosophy.
- COPLESTON, Frederick, Historia de la Filosofía vol.
IV, Ariel, Barcelona 1996.
* Artículo
publicado originalmente en la Revista "mandala" -cuaderno
de artes y letras-, abril 2002.
(*) La primera fue una secta adoradora del hashish. Nació
en Arabia en el siglo XI y a sus jefes se les daba indistintamente
el apelativo de Hombre Viejo de la Montaña. Asolaron Siria
bajo las órdenes de Hassan ben Sebbah y asesinaron, propiamente,
al cruzado Conrad de Montferrat. (Hay testimonios de ello en
el libro Description of the World, atribuido a Marco Polo). Respecto
al dictador de Alba, nos referimos a Meto, despedazado por dos
cuadrigas. Traicionó a los romanos en tiempos de Tulio
Hostilio ("Albano infiel, ¿por qué no cumplías
tus juramentos?" Eneida, VII, 705). Por último, Antíoco
Epífanes mandó exterminar a los judíos aproximadamente
en el siglo IV a.C. (Véase Primer libro de los Macabeos).
|
|