La respiración del viaje,
la alternada inspiración y expiración evocada por
el ritmo del antiguo viajante de a pie que también quería
decir un aire de nuevas regiones que entraba y salía cambiando
al viajero, se ha perdido casi por completo.
Esa impredecible mutabilidad
del viaje, ese capricho del aire ajeno, que ha quedado reservado
para un porcentaje mínimo del total de viajeros, fue reemplazado
por cartelerías iterativas en los grandes galpones de lujo
llamados aeropuertos, por compulsivas lecturas
de folletos turísticos en las largas cintas de goma en
donde se apoyan las valijas, que ominosamente ayudan a los actuales
peregrinos a dirigirse a una dirección predeterminada,
a un exacto, medido y ya interpretado ángulo, desde el
cual se puede lograr la visión típica de la avenida,
el Palacio o el Duomo que sea.
La anterior observación es vulgar. Ya se sabe que lo nuevo
no es peor que lo viejo, sino meramente no habitado por el prestigio
de lo que murió y desconocemos. Sin embargo, algo de raíz
es verdadero en el lamento por la imposibilidad de peregrinar.
No hay más peregrinos por razones innumerables. Dos de
ellas: ahora el tiempo que insume un viaje es irrelevante; ahora,
la incertidumbre de un viaje tiende a cero.
Un viaje entre sitios tan lejanos como Montevideo y New York
implica una pérdida de tiempo imposible de registrar -e
s decir, nos dormimos en Ezeiza a las 10 de la noche y nos despertamos
en J.F.Kennedy a las 7 de la mañana, habiendo perdido
en el viaje el mismo tiempo que perdemos cualquier noche de nuestra
vida en dormir.
Un viaje de un mes al Lejano Oriente es mucho menos riesgoso
que un paseo de una hora al Cercano Occidente, al Cerro de Montevideo.
La única razón para ello no es que la gente que
vive en el Cerro sea menos civilizada que la que vive en Tailandia,
sino que el Cerro no ha sido aún previsto por ninguna
agencia de viaje.
Las agencias de viaje son, entre otras cosas, apéndices
ejecutivos de una visión del mundo no formulada por nadie,
pero que probablemente supone que es mejor prevenir que viajar.
También, que es mejor ver que experimentar. Dado que la
cultura de ver -la televisión, la pantalla de la computadora,
la ecografía del nene, la filmación de los abuelos
en Florencia- es casi la única cultura que ahora sostenemos,
el corolario natural es que el único tipo de viaje que
se puede hacer es el de ir a ver, fotografiar
y filmar cosas.
De allí los programas televisivos de viajes, de allí
tal vez, en el futuro, la posibilidad de que una agencia de viajes
no venda ya viajes, sino tan sólo fotos de los viajeros
en los lugares a donde piensan no viajar físicamente. De
hecho, lo último ya puede hacerse, y es bastante barato.
Y los efectos en el espíritu no serían a menudo
inferiores a los que se consiguen con un tour. Pues en
realidad, lo único que no importa en un viaje es ver lo
que hay allá. Eso se puede hacer mirando en fotos.
Pero la modificación del ánimo para siempre, eso
que preparaba y si Dios quiso conseguía el peregrino,
ampliando su mundo al experimentar con la carne y los huesos
un mundo diferente, una sucesión de cambios y seres inesperados,
es algo raro ahora que ya hemos creído poder entender
los símbolos interminables de lo extranjero, y los convertimos
en alegorías ni siquiera lejanas.
*Publicado originalmente en Insomnia
Nº41
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