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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ESCRITURA - ARISTÓFANES -

Escribir vida (III)*

Amir Hamed
En el íntimo podio o panteón de aquel que ha leído, a veces puede resultar indispensable la memoria de un soneto de Quevedo, pero en otras puede serlo Bob Dylan o la letra de un semienterrado éxito de Panchito y la sonora colorada


En el mundo de los muertos y, como se sabe, en juicio público, litigaron Esquilo y Eurípides sobre quién de los dos era el mejor trágico. El hecho de que semejante litigio póstumo sea un paso primerizo de la comedia occidental, argumento de Las ranas de Aristófanes, no obstaculiza una percepción capital de cómo se ha vivido la práctica literaria entre oficiantes y usuarios: como una olimpíada.

Así Aristóteles, por ejemplo, establecía -porque las reglas que extraía para su poética se acomodaban mejor a Edipo rey- que Sófocles era el mejor de los trágicos y todavía recientemente, el profesor Harold Bloom, empecinado en establecer medalleros en El canon occidental, machacó silogismos para establecer que en el podio deberían figurar, por orden, Shakespeare y luego Dante y Cervantes.

Cualquier lector suele realizar -incluso de forma inadvertida- su propio ranking; y más aún, probablemente éste se vaya modificando con el transcurso del tiempo, en razón de que no hay individuo que no cambie y varíe de necesidades. En el íntimo podio o panteón de aquel que ha leído, a veces puede resultar indispensable la memoria de un soneto de Quevedo, pero en otras puede serlo Bob Dylan o la letra de un semienterrado éxito de Panchito y la sonora colorada.

Esto, por supuesto, implica que, en la memoria, al lector se le confunden escritores yertos y muertos con escritores semovientes. Esquilo, por ejemplo, señala a su favor el haber sido él (y no los demás), aquel a quien sus contemporáneos seguían representando ya muerto. Con esto, estaba señalando que la memoria era esa forma de sobrevida, donde algo del occiso seguía palpitando; de ahí, qué duda cabe, un millón de malentendidos, como creer que se escribe -fiambre de antemano- para la posteridad.

Pero quien lea las argumentaciones verá que los dos litigantes de Aristófanes defienden sus respectivas obras en base al bien que provocan en sus contemporáneos. A ningún ateniense instruido -público del comediógrafo- se le escapaba ese rasgo que muchos, después, enviándose romanticones a la eternidad de las obras, han desapercibido: las obras más memorables siempre han sido escritas para hoy. Y esto para nada niega la estadística de que los más recordados suelen ser entendidos de forma tardía: es que suele darse que eso que para el escritor es ya mismo acostumbra ser el traspasado mañana tanto del lector despreocupado como del crítico que siga creyendo que la literatura es una efímera competencia de ballet acuático.

* Publicado originalmente en Insomnia

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