En
el mundo de los muertos y, como se sabe, en juicio público,
litigaron Esquilo y Eurípides sobre quién de los
dos era el mejor trágico. El hecho de que semejante litigio
póstumo sea un paso primerizo de la comedia occidental,
argumento de Las ranas de Aristófanes, no obstaculiza
una percepción capital de cómo se ha vivido la práctica
literaria entre oficiantes y usuarios: como una olimpíada.
Así Aristóteles,
por ejemplo, establecía -porque las reglas que extraía
para su poética se acomodaban mejor a Edipo rey-
que Sófocles era el mejor de los trágicos y todavía
recientemente, el profesor Harold Bloom, empecinado en establecer
medalleros en El canon occidental, machacó silogismos
para establecer que en el podio deberían figurar, por orden,
Shakespeare y luego Dante y Cervantes.
Cualquier lector
suele realizar -incluso de forma inadvertida- su propio ranking;
y más aún, probablemente éste se vaya modificando
con el transcurso del tiempo, en razón de que no hay individuo
que no cambie y varíe de necesidades. En el íntimo
podio o panteón de aquel que ha leído, a veces puede
resultar indispensable la memoria de un soneto de Quevedo, pero
en otras puede serlo Bob Dylan o la letra
de un semienterrado éxito de Panchito y la sonora colorada.
Esto, por supuesto, implica
que, en la memoria, al lector se le confunden escritores
yertos y muertos con escritores semovientes. Esquilo, por ejemplo,
señala a su favor el haber sido él (y no los demás), aquel a quien sus contemporáneos
seguían representando ya muerto. Con esto, estaba señalando
que la memoria era esa forma de sobrevida, donde algo del occiso
seguía palpitando; de ahí, qué duda cabe,
un millón de malentendidos, como creer que se escribe -fiambre
de antemano- para la posteridad.
Pero quien lea las argumentaciones
verá que los dos litigantes de Aristófanes defienden
sus respectivas obras en base al bien
que provocan en sus contemporáneos. A ningún ateniense
instruido -público del comediógrafo- se le escapaba
ese rasgo que muchos, después, enviándose romanticones
a la eternidad de las obras, han desapercibido: las obras
más memorables siempre han sido escritas para hoy. Y esto
para nada niega la estadística de que los más recordados
suelen ser entendidos de forma tardía: es que suele darse
que eso que para el escritor es ya mismo acostumbra ser el traspasado
mañana tanto del lector despreocupado como del crítico
que siga creyendo que la literatura
es una efímera competencia de ballet acuático.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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