"La voz del culo
que llamamos pedo/- ruiseñor de los putos -/con pullas
y con risas da la vida/ y con puf y con asco siendo quedo",
es estrofa que verifica que un solemne como Don Francisco
de Quevedo y Villegas, tenía todo para ser gracioso. En
lo superficial puede resultar paradójico su humor, moralista
recordado como personaje de picaresca, héroe de chistes.
Paradójico, pero en rigor bien ganado, ya que nadie, al
menos en castellano, logró detallar tan escrupulosamente
los derroches de ese ojo tercero que llamamos del culo. Hablando
de sus bondades, Don Francisco, enemigo de sodomitas, explicaba
que "no hay placer
más exquisito/ que cagar bien despacito/ ni placer mejor
probado/ que después de haber cagado".
Es en instancias como
ésta cuando estamos casi a punto de amar al amonestador
crónico (que escribiera
tratados de moral para el rey).
Prefiere, sin embargo, que lo admiremos. Por eso, invariablemente
se distancia, y en medio del festejo, imprime su lejanía,
para que no intentemos tocarlo. Por eso el verso que emblematiza
al ruiseñor, por eso puede escribir
un soneto donde consigna un puto en cada verso y se excluye, en
el último, advirtiendo que "puto fuera yo si no
dijera, que sois puta vos, señora mía"
(había avisado, en
el primero, "puto es el hombre que de putas fía"). Debemos admirarlo porque no es
puto (ni sodomita ni putañero),
porque nos da la limosna de sus versos (no
los comparte). Ésta,
en definitiva, es la función de la sátira, un género
soberbio y en último término antipático.
Se dice que el humor es patrimonio de los
dioses, y que su mejor manifestación es reírse de
uno mismo. Los satíricos -es decir los moralistas- no logran
hacerlo. La risa de la sátira -invariable- esconde un pedestal.
Distinto es Lázaro
de Tormes, que sufre y prodiga porrazos. A todo le ve mala cara
hasta que le dan de comer. Nos hace reír todo el tiempo;
a lo lejos, está juzgando, pero se involucra en el chiquero.
No hay que olvidar, en último término, que escribe
para que lo exculpen. Todos en alguna medida tenemos memoria
del hambre; es algo que hace llorar.
El anónimo Lazarillo
de Tormes es disfrute inusual en castellano. Salió de
nada e inventó la novela. En su memorable Buscón,
Quevedo quiso seguirlo: mal podía. El hambre no era hambre;
era hipérbole y adefesio. Lázaro ríe con
nosotros, y pide que nos riamos con él. El otro se ríe
de su buscón; acaso lo padece, pero nunca padece con él.
De la risa, el siglo veinte
dijo un par de cosas: Bergson afirmó que revelaba los automatismos
del mundo y de los humanos que lo conformaban; Bajtin, que abría
una distancia con el objeto. Era, como se sabe, un siglo de crítica,
y en ese sentido, ambos la veían como crisis. Ellos, y
también Freud, la consideraban instrumento liberador, en
una edad que sigue instigando la liberación. Ahora bien,
el que se rió primero, crítico y desafiante (de
sobra es sabido, precursor de todo emancipado)
fue el Señor Satanás.
Lugar común es la carcajada satánica. Como se sabe,
cuando el caído carcajea es porque ha propinado un chiste
que nadie más entiende; pero éste, se puede decir,
es su avatar romántico. Hay una variante más siglo
veinte (es decir menos romántica): en ocasiones se ríe -incluso
con nosotros-, pero Satanás se tapa el rostro para que
no lo veamos. Acaso, si no lo hiciera, llegaríamos a quererlo.
Pero es ángel intocable y, aunque humorista riguroso, e
incluso si comparte, no quiere que lo involucren: de las dos variantes
del pedo, elige ese último, el siempre quedo.
* Publicado originalmente en Insomnia
|
|