Me llama la atención y a la
vez
tiendo a celebrar lo que me parece cierta
imposibilidad de nuestra cultura rioplatense para lo políticamente
correcto. Tomaré como ejemplo el tango y el fútbol, aunque cualquiera de
las cosas que hacemos colectivamente desde la gastronomía a la
televisión, cuando es auténtico, no puede evitar revelar las hilachas de
una actitud refractaria a la corrección política.
¿A qué llamo “corrección
política” ahora? A una buena intención estropeada por una torpe
política. Al deseo de que las minorías obtengan un respeto impulsado
desde fuera de ellas mismas, minorías que se convierten entonces, de un
agregado de gente digna que tenia con qué defenderse sola, a una
“identidad” que es objeto público de un acartonado respeto —una
situación no muy envidiable, que guarda con la dignidad humana una
relación parecida a la que guarda la naturaleza con las “áreas naturales
protegidas”.
El producto más problemático
de la corrección política es una teoría del
lenguaje desastrosa, que
insiste en olvidar la intención y la dimensión pragmática del discurso
para reducirlas al control de una lista de elementos semánticos
definidos políticamente. Dicho más simple: sus impulsores no aceptan que la intención
de una conversación es algo libremente determinable por sus
participantes, sino que pretenden que alguna organización
supraindividual debe dictaminar el contenido de las conversaciones
privadas —sin consultar o tener en cuenta la intención declarada por los
hablantes—, supuestamente velando por el “respeto debido” a las
minorías.
Esta estrategia podrá ser muy
adecuada para sociedades que realmente creen en una didáctica colectiva
eficaz —o acaso, para sociedades que han hecho las cosas tan mal
históricamente con sus minorías que no tienen más remedio que recurrir
ahora a semejante ortopedia discursiva. Pero nosotros en el Río de la
Plata, que cuando queremos no somos menos educados que nadie, siempre
hemos hecho las cosas distinto. Como notaba
Jorge Luis Borges —siento
citarlo, sé que está de moda no citarlo, y probablemente sea
políticamente incorrecto hacerlo además— en “Nuestro
pobre individualismo”, a los rioplatenses no nos gustan los que
denuncian y “reportan” a los demás. Sospecho que intuitivamente no
vemos —y con razón— una gran diferencia entre un agente de lo
políticamente correcto y un buchón cualquiera.
Por ejemplo, el tango me
parece que natural y salvajemente discrepa con las morales rengas.
Derecho viejo, al tiempo que exhibe su abyecto machismo y su violencia,
también sabe que hay “violencia de género” de ambos géneros, violencia
simbólica y física de ambos lados. Sabe que hay el tipo cobarde que le
pega a la mina, pero también sabe que hay la mina que vive cruelmente,
engañando tipos para sacarles la guita. Dudo que reducir tales y otros
problemas similares a la miopía de lo genérico haya ayudado o vaya a
ayudar a corregirlos.
La ironía y el humor
rioplatenses, por su parte, ayudan a defenderse de la estulticia de los
políticamente correctos, los educadores vocacionales de almas ajenas. El
Uruguay entero reaccionó intuitivamente bien ante el famoso affaire de
Luis Suárez con Patrice Evra. Los ingleses pretendieron hacer pasar una
conversación en español, reportada a las autoridades por Evra —quien la
inició en español gritándole “la concha de tu hermana” a Suárez, único
elemento seguro pues fue el único registrado por las cámaras y admitido
hasta por el propio Evra en el “juicio” montado por la Football
Association inglesa— como una cuestión de moral pública y ejemplo.
Los propios ingleses aun dotados de algún sentido de decencia y de
humor, que son muchos, en todos los foros que se ocuparon del tema no
tardaron en llamarle “kangaroo
court” a semejante “corte”.
Las irregularidades del caso
son extraordinarias. Si la conversación no hubiese sido reportada, no
habría sido pública jamás, para empezar, pues cualquier diálogo que haya
existido no fue registrado de ningún modo —salvo el inicio antes citado.
Para seguir, fue una conversación privada en español tenida en suelo
inglés. Es evidente que, para juzgar su contenido, hay que hacerlo o en
español, u obteniendo primero una versión lingüística y culturalmente
precisa, que garantice que el sentido y la connotación de los términos
empleados en español sea vertida a sus equivalentes más exactos en
inglés. De haber sido ése el caso, lo que
supuestamente dijo Suárez (la pregunta, “¿Por qué, negro?”) debería haber
sido traducido como “Why, mate?” o “Why, pal?”,
es decir, eliminando las connotaciones racistas de la palabra
black
en inglés, ésas que, según Suárez, que fue quien las dijo, no estuvieron
presentes ni en su intención ni en su lengua. En tercer lugar, para que
hubiera un caso público de algún tipo, habría que haber contado con
alguna forma de constatar cuál de las dos versiones, la de Evra o la de
Suárez, era la cierta. No habiendo testigo alguno, ni habiendo las
cámaras registrado lo que pasó, lo único que quedó era la palabra de uno
contra la del otro.
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Sobre esos “fundamentos” se
dio material para que los tabloides ingleses construyeran un racista de
Luis Suárez, al que aun hoy medio estadio silba y denigra en Inglaterra
cada vez que toca la pelota. Como prueba del conflicto entre el Suárez
real en privado, y el monstruo inventado en público, el jugador fue
espontánea y abiertamente defendido por sus compañeros de raza negra (Álvaro
Pereira,
Glen Johnson,
o una serie de ex compañeros nacidos en Surinam y que jugaron con él en
el Ajax de Holanda). En cambio, un idiota lleno de iniciativa, de nombre
Jonathan Norcroft, periodista del Daily Telegraph, dio el tono al
que había llegado la cosa cuando tuvo espacio para ironizar en un
artículo el 12 de febrero pasado: “Luis Suárez, most charming
SouthAmerican since General Pinochet” (“Luis Suárez, el sudamericano
más encantador desde el General Pinochet”).
El acreedor y su policía
El episodio Suárez da el más
difundido ejemplo contemporáneo de policías
del lenguaje operando a mansalva. No importó cuál era la intencionalidad
ni el marco pragmático de la conversación, ni importó que uno la haya
empezado en un lenguaje ajeno con un insulto soez. Lo único que importó
es la presencia o no de un término en ese intercambio, la palabra “black”,
que ha sido aislada de los demás y a la que se le ha dado, en los
códigos de lo políticamente correcto, estatus de pecado capital. Una
palabra que se pueda patrullar, y que estos patrulleros del lenguaje
vigilan incesantemente. No importa que la palabra realmente usada no
haya sido “black” sino “negro” en el sentido rioplatense y sudamericano
de la expresión, que es usado por negros, blancos, y por gente de todo
color y credo en miles de situaciones distintas sin la más mínima
intención racista, como nombre que da trato de confianza y cercanía.
Mágicamente, la palabra “black”, jamás existente en la conversación, fue
introducida en ella, vía traducción, por los teóricos y los jueces de la
corrección política, para a continuación usarla contra un chivo
expiatorio a la vez suficientemente visible a nivel público y
suficientemente desprotegido a nivel simbólico.
Es que lo políticamente
correcto no se ocupa de gente, sino de ideas, de nacionalidades, de
“identidades”. Su “justicia” con supuestas y, a menudo, autodeclaradas
víctimas es una justicia ajena a la persona y al caso particular,
interesada solamente en lo que pueda darle algún rédito discursivo,
caiga quien caiga. Como ha dicho Eric Gans, “el
pensamiento victimizante es el reemplazo post-milenarista al pensamiento
utópico”. Los ejemplos se van
multiplicando a una tasa exponencial. Cualquiera que encuentre algún
mínimo nicho para clamar que el mundo le debe algo encontrará en las
nuevas instituciones de la falsa mala conciencia, un nido, y en los
patrulleros del lenguaje (últimamente muy presentes en las instituciones
del neo-estado progresista), eficientes aliados para seguir
viviendo en un pasado que siempre resulta, de algún modo (o de muchos
modos) falso, pero que permite vivir en él cómodamente, y por todo el
tiempo que uno así lo quiera.
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