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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA VÍCTIMA AL FINAL DE LA UTOPÍA

Patrulleros del lenguaje

Aldo Mazzucchelli

Me llama la atención y a la vez
tiendo a celebrar lo que me parece cierta imposibilidad de nuestra cultura rioplatense para lo políticamente correcto. Tomaré como ejemplo el tango y el fútbol, aunque cualquiera de las cosas que hacemos colectivamente desde la gastronomía a la televisión, cuando es auténtico, no puede evitar revelar las hilachas de una actitud refractaria a la corrección política.

¿A qué llamo “corrección política” ahora? A una buena intención estropeada por una torpe política. Al deseo de que las minorías obtengan un respeto impulsado desde fuera de ellas mismas, minorías que se convierten entonces, de un agregado de gente digna que tenia con qué defenderse sola, a una “identidad” que es objeto público de un acartonado respeto —una situación no muy envidiable, que guarda con la dignidad humana una relación parecida a la que guarda la naturaleza con las “áreas naturales protegidas”.

El producto más problemático de la corrección política es una teoría del lenguaje desastrosa, que insiste en olvidar la intención y la dimensión pragmática del discurso para reducirlas al control de una lista de elementos semánticos definidos políticamente. Dicho más simple: sus impulsores no aceptan que la intención de una conversación es algo libremente determinable por sus participantes, sino que pretenden que alguna organización supraindividual debe dictaminar el contenido de las conversaciones privadas —sin consultar o tener en cuenta la intención declarada por los hablantes—, supuestamente velando por el “respeto debido” a las minorías.

Esta estrategia podrá ser muy adecuada para sociedades que realmente creen en una didáctica colectiva eficaz —o acaso, para sociedades que han hecho las cosas tan mal históricamente con sus minorías que no tienen más remedio que recurrir ahora a semejante ortopedia discursiva. Pero nosotros en el Río de la Plata, que cuando queremos no somos menos educados que nadie, siempre hemos hecho las cosas distinto. Como notaba Jorge Luis Borges —siento citarlo, sé que está de moda no citarlo, y probablemente sea políticamente incorrecto hacerlo además— en “Nuestro pobre individualismo”, a los rioplatenses no nos gustan los que denuncian y “reportan” a los demás. Sospecho que intuitivamente no vemos —y con razón— una gran diferencia entre un agente de lo políticamente correcto y un buchón cualquiera.

Por ejemplo, el tango me parece que natural y salvajemente discrepa con las morales rengas. Derecho viejo, al tiempo que exhibe su abyecto machismo y su violencia, también sabe que hay “violencia de género” de ambos géneros, violencia simbólica y física de ambos lados. Sabe que hay el tipo cobarde que le pega a la mina, pero también sabe que hay la mina que vive cruelmente, engañando tipos para sacarles la guita. Dudo que reducir tales y otros problemas similares a la miopía de lo genérico haya ayudado o vaya a ayudar a corregirlos.

La ironía y el humor rioplatenses, por su parte, ayudan a defenderse de la estulticia de los políticamente correctos, los educadores vocacionales de almas ajenas. El Uruguay entero reaccionó intuitivamente bien ante el famoso affaire de Luis Suárez con Patrice Evra. Los ingleses pretendieron hacer pasar una conversación en español, reportada a las autoridades por Evra —quien la inició en español gritándole “la concha de tu hermana” a Suárez, único elemento seguro pues fue el único registrado por las cámaras y admitido hasta por el propio Evra en el “juicio” montado por la Football Association inglesa— como una cuestión de moral pública y ejemplo. Los propios ingleses aun dotados de algún sentido de decencia y de humor, que son muchos, en todos los foros que se ocuparon del tema no tardaron en llamarle “kangaroo court” a semejante “corte”.

Las irregularidades del caso son extraordinarias. Si la conversación no hubiese sido reportada, no habría sido pública jamás, para empezar, pues cualquier diálogo que haya existido no fue registrado de ningún modo —salvo el inicio antes citado. Para seguir, fue una conversación privada en español tenida en suelo inglés. Es evidente que, para juzgar su contenido, hay que hacerlo o en español, u obteniendo primero una versión lingüística y culturalmente precisa, que garantice que el sentido y la connotación de los términos empleados en español sea vertida a sus equivalentes más exactos en inglés. De haber sido ése el caso, lo que supuestamente dijo Suárez (la pregunta, “¿Por qué, negro?”) debería haber sido traducido como “Why, mate?” o “Why, pal?”, es decir, eliminando las connotaciones racistas de la palabra black en inglés, ésas que, según Suárez, que fue quien las dijo, no estuvieron presentes ni en su intención ni en su lengua. En tercer lugar, para que hubiera un caso público de algún tipo, habría que haber contado con alguna forma de constatar cuál de las dos versiones, la de Evra o la de Suárez, era la cierta. No habiendo testigo alguno, ni habiendo las cámaras registrado lo que pasó, lo único que quedó era la palabra de uno contra la del otro.

Sobre esos “fundamentos” se dio material para que los tabloides ingleses construyeran un racista de Luis Suárez, al que aun hoy medio estadio silba y denigra en Inglaterra cada vez que toca la pelota. Como prueba del conflicto entre el Suárez real en privado, y el monstruo inventado en público, el jugador fue espontánea y abiertamente defendido por sus compañeros de raza negra (Álvaro Pereira, Glen Johnson, o una serie de ex compañeros nacidos en Surinam y que jugaron con él en el Ajax de Holanda). En cambio, un idiota lleno de iniciativa, de nombre Jonathan Norcroft, periodista del Daily Telegraph, dio el tono al que había llegado la cosa cuando tuvo espacio para ironizar en un artículo el 12 de febrero pasado: “Luis Suárez, most charming SouthAmerican since General Pinochet” (“Luis Suárez, el sudamericano más encantador desde el General Pinochet”).

El acreedor y su policía

El episodio Suárez da el más difundido ejemplo contemporáneo de policías del lenguaje operando a mansalva. No importó cuál era la intencionalidad ni el marco pragmático de la conversación, ni importó que uno la haya empezado en un lenguaje ajeno con un insulto soez. Lo único que importó es la presencia o no de un término en ese intercambio, la palabra “black”, que ha sido aislada de los demás y a la que se le ha dado, en los códigos de lo políticamente correcto, estatus de pecado capital. Una palabra que se pueda patrullar, y que estos patrulleros del lenguaje vigilan incesantemente. No importa que la palabra realmente usada no haya sido “black” sino “negro” en el sentido rioplatense y sudamericano de la expresión, que es usado por negros, blancos, y por gente de todo color y credo en miles de situaciones distintas sin la más mínima intención racista, como nombre que da trato de confianza y cercanía. Mágicamente, la palabra “black”, jamás existente en la conversación, fue introducida en ella, vía traducción, por los teóricos y los jueces de la corrección política, para a continuación usarla contra un chivo expiatorio a la vez suficientemente visible a nivel público y suficientemente desprotegido a nivel simbólico.

Es que lo políticamente correcto no se ocupa de gente, sino de ideas, de nacionalidades, de “identidades”. Su “justicia” con supuestas y, a menudo, autodeclaradas víctimas es una justicia ajena a la persona y al caso particular, interesada solamente en lo que pueda darle algún rédito discursivo, caiga quien caiga. Como ha dicho Eric Gans, “el pensamiento victimizante es el reemplazo post-milenarista al pensamiento utópico”. Los ejemplos se van multiplicando a una tasa exponencial. Cualquiera que encuentre algún mínimo nicho para clamar que el mundo le debe algo encontrará en las nuevas instituciones de la falsa mala conciencia, un nido, y en los patrulleros del lenguaje (últimamente muy presentes en las instituciones del neo-estado progresista), eficientes aliados para seguir viviendo en un pasado que siempre resulta, de algún modo (o de muchos modos) falso, pero que permite vivir en él cómodamente, y por todo el tiempo que uno así lo quiera.

 

 

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