La
tarea de
una crítica
de la
violencia puede
definirse como
la exposición de su
relación con el derecho
y con
la justicia.
Porque una
causa
eficiente se
convierte en
violencia,
en el sentido
exacto de
la palabra,
sólo cuando
incide sobre
relaciones
morales. La
esfera de tales
relaciones es
definida por
los conceptos
de derecho y
justicia. Sobre
todo en
lo que respecta al primero
de estos
dos conceptos,
es evidente
que la
relación fundamental
y más elemental
de todo
ordenamiento jurídico es
la de
fin y
medio; y
que la
violencia,
para comenzar, sólo
puede ser
buscada en
el reino
de los
medios
y no
en
el
de los
fines.
Estas
comprobaciones nos
dan ya, para la
crítica de
la violencia,
algo más, e
incluso diverso, que lo que
acaso
nos parece.
Puesto que
si la
violencia
es un medio, podría
parecer que
el criterio
para
su
crítica
esta
ya dado,
sin
más.
Esto
se
plantea
en la
pregunta
acerca de
si
la violencia,
en cada
caso
específico, constituye
un medio para
fines justos
o injustos.
En un sistema
de
fines
justos,
las
bases
para
su crítica
estarían ya
dadas
implícitamente. Pero las cosas
no son
así. Pues
lo
que este sistema nos daría,
si se
hallara más
allá de toda duda, no es
un criterio
de la
violencia
misma como
principio,
sino un criterio
respecto a
los casos
de su
aplicación. Permanecería
sin respuesta el
problema
de si
la
violencia
en general,
como principio, es moral,
aun cuando
sea un
medio para
fines justos.
Pero para
decidir
respecto a
este problema
se necesita
un criterio
más pertinente, una distinción
en la
esfera misma de
los medios, sin
tener
en cuenta
los fines
a los
que
éstos sirven.
La
exclusión preliminar
de este
más exacto
planteo crítico
caracteriza
a una gran corriente de
la filosofía
del derecho,
de la
cual el
rasgo
más
destacado quizás
es el
derecho natural.
En el empleo de
medios
violentos
para lograr
fines justos
el derecho
natural
ve escasamente
un problema,
como el
hombre en
el "derecho"
a dirigir
su propio
cuerpo hacia
la meta hacia la cual
marcha. Según
la concepción
jusnaturalista (que sirvió
de base
ideológica para el
terrorismo
de la Revolución
Francesa) la
violencia es un producto natural, por así
decir una
materia
prima, cuyo
empleo no
plantea
problemas, con tal
de que
no se
abuse poniendo
la
violencia al servicio
de fines
injustos. Si
en la
teoría
jusnaturalista del
Estado
las personas se
despojan de
toda su
autoridad a
favor del
Estado, ello
ocurre
sobre
la base
del supuesto
(explícitamente
enunciado
por Spinoza
en su tratado
teológico-político)
de que el individuo
como tal,
y
antes
de
la conclusión
de este
contrato
racional, ejercite
también de
jure todo
poder que
inviste de
facto.
Quizás estas
concepciones
han sido vueltas a
estimular
a continuación
por
la biología
darwinista, que
considera en
forma del
todo dogmática,
junto con la
selección
natural,
sólo a la
violencia
como medio
originario y
único adecuado
a todos los fines
vitales
de la
naturaleza. La filosofía popular
darwinista ha demostrado
a menudo
lo fácil
que resulta
pasar de
este dogma
de la historia
natural al
dogma
aún
más
grosero de la
filosofía del
derecho, para
la cual
aquella violencia
que se adecua casi
exclusivamente a los fines
naturales sería
por ello
mismo también
jurídicamente
legítima.
A esta tesis
jusnaturalista de la
violencia como
dato natural
se opone
diametralmente la del derecho
positivo, que
considera al
poder
en
su transformación
histórica. Así
como el
derecho
natural puede
juzgar todo
derecho existente
sólo mediante
la crítica
de sus
fines,
de
igual modo
el derecho
positivo puede
juzgar todo
derecho
en
transformación sólo
mediante la
crítica de
sus medios. Si
la justicia
es
el criterio
de los
fines, la
legalidad es el criterio de
los
medios.
Pero si se prescinde
de esta
oposición,
las dos
escuelas
se encuentran en
el común
dogma fundamental:
los fines
justos pueden
ser alcanzados
por medios
legítimos, los medios legítimos
pueden ser
empleados al
servicio de
fines justos.
El derecho
natural tiende
a "justificar"
los medios legítimos con la
justicia de
los fines, el derecho
positivo
a "garantizar"
la justicia
de los fines con
la legitimidad
de los medios.
La antinomia resultaría
insoluble
si se
demostrase
que el
común supuesto
dogmático es falso y
que
los medios
legítimos, por
una parte, y
los fines
justos, por
la otra,
se hallan
entre sí en
términos
de contradicción
irreductibles. Pero no
se podrá
llegar nunca
a esta
comprensión mientras
no se
abandone
el círculo
y no
se establezcan
criterios recíprocos
independientes para fines
justos y
para
medios
legítimos.
El
reino de
los fines,
y por
lo tanto
también el
problema de
un criterio
de la
justicia,
queda por el
momento
excluido de
esta
investigación. En el
centro de
la misma ponemos
en cambio
el problema de la
legitimidad de ciertos
medios, que
constituyen la
violencia.
Los principios
jusnaturalistas no
pueden decidir
este problema,
sino solamente
llevarlo a
una casuística sin fin.
Porque
si el
derecho positivo
es ciego
para la
incondicionalidad de los
fines, el
derecho natural es
ciego para
el condicionamiento
de los medios.
La teoría
positiva
del derecho puede tomarse como
hipótesis de
partida al
comienzo de
la investigación,
porque establece una distinción de
principio entre
los diversos
géneros de
violencia, independientemente de
los casos
de su
aplicación.
Se
establece una
distinción
entre la violencia
históricamente reconocida,
es decir
la violencia
sancionada como
poder, y
la violencia
no sancionada. Si
los análisis
que
siguen parten
de esta
distinción, ello
naturalmente no significa
que
los poderes
sean ordenados
y valorados
de acuerdo
con el hecho
de que
estén
sancionados o
no.
Pues en
una
crítica de
la violencia
no se
trata de
la simple aplicación
del criterio
del derecho
positivo, sino
más bien de
juzgar
a su
vez al derecho
positivo. Se
trata de ver qué
consecuencias tiene, para
la esencia
de la
violencia, el
hecho mismo
de
que
sea posible
establecer respecto
de ella
tal criterio
o diferencia. O,
en otras palabras, qué
consecuencias tiene
el
significado
de
esa
distinción.
Puesto
que veremos
en seguida
que
esa distinción
del derecho positivo tiene
sentido,
está plenamente
fundada en sí y
no es
sustituible
por ninguna otra;
pero con
ello mismo
se arrojará
luz sobre esa
esfera
en
la
cual
puede realizarse
dicha distinción.
En suma: si
el
criterio establecido
por el
derecho
positivo
respecto a
la legitimidad de la
violencia puede ser analizado
sólo
según su
significado, la
esfera de su
aplicación
debe ser
criticada según
su valor. Por
lo tanto,
se trata
de hallar
para esta
crítica un
criterio
fuera
de la
filosofía
positiva del derecho,
pero también
fuera del
derecho natural.
Veremos a
continuación cómo
este criterio
puede ser
proporcionado sólo si
se considera
el derecho
desde el punto de vista
de la
filosofía de
la historia.
El significado
de la
distinción de la
violencia en
legítima e
ilegítima no
es evidente sin
más. Hay que
cuidarse firmemente
del equívoco
jusnaturalista para el
cual dicho
significado
consistiría
en la
distinción
entre violencia
con fines
justos o
injustos.
Más bien
se ha
señalado
ya
que
el derecho positivo exige
a todo
poder
un testimonio
de su origen
histórico, que
implica
en ciertas
condiciones
su sanción
y legitimidad.
Dado que
el reconocimiento de
poderes
jurídicos se
expresa en
la forma
más
concreta
mediante
la sumisión pasiva -como
principio- a sus
fines,
como
criterio
hipotético de subdivisión
de los diversos
tipos de
autoridad es
preciso
suponer la
presencia o la falta
de un reconocimiento histórico
universal
de sus
fines. Los fines
que faltan
en
ese
reconocimiento se llamarán fines naturales;
los otros, fines
jurídicos. Y la
función
diversa de
la violencia, según
sirva a
fines
naturales o
a fines
jurídicos,
se
puede mostrar
en la forma más evidente sobre
la realidad
de cualquier
sistema de
relaciones jurídicas
determinadas. Para mayor simplicidad las
consideraciones que
siguen se
referirán a las
actuales
relaciones europeas.
Estas
relaciones
jurídicas se
caracterizan -en lo
que
respecta a
la persona como
sujeto jurídico- por la
tendencia
a no
admitir
fines naturales de
las personas
en
todos los
casos
en que
tales fines
pudieran ser
incidentalmente
perseguidos
con coherencia
mediante la violencia. Es decir
que este
ordenamiento
jurídico, en todos
los campos en los
que los fines de
personas aisladas
podrían ser
coherentemente
perseguidos
con violencia,
tiende a
establecer fines
jurídicos que pueden
ser realizados de esta
forma
sólo por
el
poder jurídico. Además tiende a
reducir,
mediante fines
jurídicos, incluso las regiones
donde
los fines naturales son consentidos
dentro
de amplios
límites, no
bien tales
fines naturales
son perseguidos con un
grado excesivo
de violencia,
como ocurre
por ejemplo,
en las
leyes sobre los límites
del castigo
educativo. Como
principio
universal de
la actual legislación
europea puede formularse
el de
que todos
los
fines
naturales
de personas
singulares chocan necesariamente con
los fines
jurídicos no bien son
perseguidos con mayor
o menor
violencia. (La contradicción en
que
el derecho
de legítima
defensa se
halla respecto
a lo dicho
hasta ahora debería
explicarse
por sí
en el
curso de
los
análisis
siguientes.) De esta
máxima se
deduce que
el derecho
considera la
violencia en manos
de
la persona
aislada como
un riesgo o
una
amenaza
de perturbación para el
ordenamiento jurídico. ¿Cómo
un riesgo y
una amenaza
de
que
se frustren
los fines
jurídicos y
la
ejecución
jurídica? No:
porque en
tal caso
no
se
condenaría la
violencia en
sí misma,
sino sólo
aquella
dirigida hacia
fines antijurídicos. Se dirá
que un
sistema
de fines
jurídicos no
podría mantenerse
si en cualquier
punto se pudiera perseguir con
violencia fines
naturales.
Pero
esto,
por el momento,
es sólo
un dogma.
Será necesario
en cambio
tomar en
consideración
la sorprendente
posibilidad
de que
el
interés
del
derecho por
monopolizar
la violencia
respecto a la persona
aislada no
tenga como
explicación
la intención
de
salvaguardar
fines jurídicos, sino más
bien la
de salvaguardar
al derecho
mismo. Y
que
la violencia,
cuando no se
halla
en
posesión del
derecho a la sazón
existente,
represente
para
éste una
amenaza,
no a
causa de los fines
que
la violencia
persigue, sino
por su
simple
existencia fuera del derecho. La
misma
suposición puede ser
sugerida, en
forma más
concreta, por
el recuerdo
de las
numerosas
ocasiones en
que la
figura del
"gran"
delincuente, por bajos que
hayan podido ser sus fines,
ha conquistado
la secreta admiración
popular.
Ello
no puede deberse
a sus
acciones, sino
a la violencia
de la
cual son
testimonio. En
este
caso,
por lo
tanto,
la violencia,
que el
derecho actual
trata de
prohibir a
las personas
aisladas
en
todos
los
campos de
la praxis,
surge
de verdad
amenazante
y suscita,
incluso en
su derrota,
la
simpatía
de la
multitud contra
el derecho.
La función
de la
violencia por
la cual ésta
es tan
temida
y
se
aparece, con
razón, para
el derecho
como tan
peligrosa, se presentará
justamente allí donde todavía
le es
permitido manifestarse
según el ordenamiento jurídico actual.
Esto
se comprueba
sobre todo en
la lucha
de clases,
bajo la
forma de
derecho
a la
huelga oficialmente garantizado a
los obreros.
La clase
obrera organizada
es hoy,
junto con
los Estados, el único sujeto
jurídico que
tiene derecho
a la
violencia. Contra
esta
tesis
se
puede ciertamente
objetar
que
una omisión
en la
acción,
un no-obrar,
como lo es
en última
instancia la huelga, no
puede ser
definido
como
violencia.
Tal consideración
ha facilitado
al poder estatal la
concesión del derecho
a la
huelga, cuando
ello ya
no podía
ser evitado.
Pero dicha consideración
no tiene
valor ilimitado,
porque
no
tiene valor
incondicional.
Es verdad
que la
omisión de
una
acción
e incluso de
un
servicio,
que
equivale
sencillamente a una
"ruptura de
relaciones", puede
ser un
medio del
todo puro
y libre
de
violencia. Y como, según
la concepción
del Estado
(o del
derecho), con
el derecho a
la huelga se
concede a
las asociaciones
obreras no tanto
un
derecho
a la
violencia sino
más bien
el derecho
a sustraerse a
la violencia,
en el
caso de
que ésta
fuera ejercida
indirectamente por
el
patrono, puede
producirse,
de vez
en
cuando,
una huelga
que
corresponde a
este
modelo
y que
pretende ser
sólo un
"apartamiento", una
"separación"
respecto del patrono. Pero el
momento de
la violencia se
presenta, como extorsión, en
una omisión como
la antedicha,
cuando
se produce
respecto a
la fundamental
disposición a retomar
como antes
la
acción interrumpida, en ciertas condiciones
que no
tienen
absolutamente nada
que
ver con
ella o
modifican sólo
algún aspecto
exterior.
Y en
este sentido,
según
la concepción
de la
clase obrera
–opuesta a
la del Estado-,
el derecho
de huelga es el derecho
a usar la
violencia
para
imponer
determinados propósitos.
El contraste
entre las
dos concepciones aparece
en
todo su
rigor
en relación
con la
huelga general revolucionaria. En
ella la
clase
obrera
apelará siempre
a su
derecho a
la huelga, pero el Estado
dirá que
esa apelación es
un abuso, porque
–dirá el
derecho de
huelga no había
sido
entendido
en ese
sentido, y
tomará sus
medidas
extraordinarias.
Porque
nada le impide
declarar que
una
puesta en práctica simultánea de
la
huelga
en
todas las
empresas es inconstitucional, dado
que no
reúne
en cada
una de
las empresas
el motivo
particular
presupuesto por
el
legislador.
En
esta diferencia
de
interpretación se
expresa
la contradicción objetiva
de una
situación
jurídica a
la que
el Estado
reconoce un
poder cuyos fines,
en cuanto
fines
naturales,
pueden resultarle
a veces
indiferentes, pero que
en los casos
graves (en el
caso,
justamente,
de la
huelga
general revolucionaria) suscitan
su decidida hostilidad.
Y
en efecto,
a pesar
de que
a primera
vista pueda
parecernos
paradójico, es posible
definir
en ciertas
condiciones como violencia
incluso una
actitud asumida en ejercicio de
un derecho.
Y precisamente
esa
actitud, cuando
es activa,
podrá ser llamada
violencia en la medida
en que
ejerce un
derecho
que posee
para subvertir
el ordenamiento jurídico en
virtud del
cual tal
derecho le
ha sido conferido;
cuando es
pasiva, podrá
ser definida
en la
misma
forma, si
representa una extorsión en
el sentido
de las consideraciones
precedentes. Que
el derecho
se oponga,
en ciertas
condiciones,
con
violencia
a
la
violencia de
los huelguistas es
testimonio sólo de una
contradicción
objetiva
en la
situación jurídica
y no
de una
contradicción lógica
en el
derecho. Puesto
que en
la
huelga el
Estado teme
más
que
ninguna otra cosa aquella
función de
la violencia
que
esta investigación
se propone
precisamente determinar,
como único
fundamento seguro
para su crítica.
Porque
si la
violencia, como
parece a primera
vista,
no fuese
más que
el medio para
asegurarse directamente aquello
que se
quiere, podría
lograr
su
fin sólo
como violencia de robo.
Y sería
completamente incapaz de
fundar o
modificar relaciones
en forma
relativamente estable.
Pero la
huelga demuestra
que puede
hacerlo,
aun cuando
el sentimiento de justicia pueda
resultar ofendido
por ello.
Se podría
objetar
que tal
función de la
violencia
es casual
y aislada.
El examen
de la
violencia
bélica bastará
para refutar
esta obligación.
La
posibilidad de
un derecho
de guerra
descansa exactamente
sobre
las mismas
contradicciones
objetivas en
la situación jurídica
sobre las
que se
funda la
de un
derecho de huelga,
es
decir sobre
el hecho
de
que
sujetos jurídicos
sancionan poderes
cuyos fines
-para
quienes
los
sancionan-
siguen siendo
naturales
y, en
caso grave,
pueden por lo
tanto
entrar en
conflicto con
sus propios
fines jurídicos
o naturales. Es verdad
que
la violencia
bélica
encara en
principio sus
fines en
forma por
completo directa
y como violencia de robo.
Pero existe
el hecho
sorprendente de
que
incluso -o
más bien justamente-
en condiciones
primitivas,
que en
otros sentidos
apenas tienen
noción de
los rudimentos
de relaciones de derecho
público,
e incluso
cuando el
vencedor se
ha adueñado de
una posesión ya
inamovible, es necesaria
e imprescindible
aun una paz en
el sentido
ceremonial. La palabra "paz",
en el
sentido en
que está
relacionada con
el término
"guerra" (pues
existe otro,
por
completo
diferente,
enteramente
concreto y político:
aquel en
que Kant
habla
de
"paz perpetua"),
indica
justamente
esta
sanción
necesaria
a priori
–independiente
de todas
las
otras
relaciones jurídicas-
de toda
victoria.
Esta sanción
consiste
precisamente
en que las
nuevas
relaciones
sean
reconocidas como
nuevo "derecho",
independientemente del
hecho de que
de facto
necesitan
más
o menos
ciertas garantías
de subsistencia. Y
si
es
lícito extraer de
la
violencia
bélica,
como violencia originaria
y prototípica,
conclusiones
aplicables a toda
violencia con
fines naturales,
existe por
lo tanto implícito
en toda
violencia un carácter
de creación
jurídica. Luego
deberemos volver a
considerar el
alcance
de esta
noción. Ello
explica
la mencionada
tendencia
del derecho moderno a
vedar toda
violencia, incluso aquella
dirigida
hacia fines
naturales,
por lo menos
a la
persona aislada
como sujeto
jurídico.
En el
gran delincuente esta violencia se le
aparece como
la amenaza
de fundar un nuevo
derecho, frente
a la
cual (y
aunque
sea impotente) el pueblo
se
estremece aún
hoy,
en
los casos
de importancia,
como en los tiempos míticos. Pero
el
Estado
teme a
esta
violencia
en su
carácter de
creadora de derecho, así
como debe
reconocerla
como
creadora de derecho allí
donde fuerzas
externas lo obligan a
conceder el
derecho de
guerrear o
de hacer
huelga.
Si
en la
última
guerra
la
crítica
a la
violencia
militar se convirtió
en punto de partida
para una crítica
apasionada de
la
violencia en general,
que muestra
por lo menos
que la
violencia no
es ya ejercida
o tolerada
ingenuamente, sin embargo,
no se
le ha
sometido a
crítica sólo
como violencia
creadora de
derecho, sino que
ha sido
juzgada en
forma tal
vez
más despiadada
también en
cuanto a
otra función.
Una duplicidad
en la
función de
la violencia
es en
efecto
característica del militarismo,
que ha
podido formarse
sólo con
el servicio
militar
obligatorio. El
militarismo es la
obligación del
empleo universal de
la violencia como medio
para los
fines del
Estado.
Esta coacción
hacia el
uso
de la
violencia ha sido juzgada
recientemente
en forma
más resuelta
que el
uso mismo
de la
violencia. En
ella la violencia aparece en
una
función
por completo
distinta de
la que
desempeña cuando se la emplea
sencillamente para
la
conquista
de fines
naturales. Tal coacción consiste
en el
uso de
la violencia
como medio para
fines
jurídicos. Pues la sumisión del
ciudadano a las leyes
-en este
caso a
la ley
del servicio
militar obligatorio-
es un
fin jurídico.
Si
la
primera
función de
la
violencia
puede ser
definida
como creadora de derecho, esta
segunda es la
que lo conserva. Y
dado
que
el servicio
militar es
un caso
de aplicación, en principio, en
nada distinto
de la violencia conservadora
del derecho, una crítica a
él verdaderamente
eficaz no
resulta en
modo alguno
tan fácil
como podrían
hacer creer las declaraciones de
los pacifistas
y
de
los
activistas. Tal
crítica coincide
más bien con la
crítica de
todo poder
jurídico, es
decir con
la
crítica al
poder legal
o ejecutivo,
y no puede
ser realizada
mediante un programa menor.
Es
también
obvio
que
no se
la pueda
realizar, si
no
se
quiere
incurrir en
un anarquismo
por completo
infantil,
rechazando
toda coacción respecto
a la
persona y
declarando
que "es
lícito aquello que
gusta".
Un principio de
este tipo
no hace
más que
eliminar
la reflexión
sobre la
esfera
histórico-moral,
y
por
lo tanto
sobre todo
significado del actuar, e incluso
sobre todo
significado de lo real,
que no puede
constituirse si la
"acción" se
ha sustraído
al ámbito
de la
realidad.
Más importante
resulta quizás el
hecho de
que incluso
la apelación a
menudo hecha al
imperativo categórico,
con
su programa
mínimo
indudable -"obra
en forma
de tratar
a la
humanidad, ya sea en
tu
persona o
en la
persona de
cualquier
otro, siempre
como
fin y
nunca
sólo como medio"-
no
es de
por
sí
suficiente
para
esta
crítica(1).
Pues el derecho
positivo, cuando es consciente
de sus
raíces, pretenderá sin más reconocer
y promover
el interés
de la humanidad por la
persona de
todo individuo
aislado.
El derecho
positivo ve
ese interés
en la exposición
y en
la conservación de
un orden establecido por
el destino.
Y aun
si este orden -que
el derecho
afirma
con razón
que
custodia- no
puede eludir la
crítica,
resulta impotente
respecto a
él toda impugnación
que
se base
sólo en
una "libertad"
informe,
sin capacidad para
definir
un orden superior de
libertad.
Y tanto más
impotente si
no impugna el ordenamiento jurídico
mismo en todas
sus partes,
sino
sólo
leyes o
hábitos
jurídicos, que
luego por
lo demás
el derecho
toma
bajo
la custodia
de
su
poder,
que consiste en que
hay un
solo destino
y que
justamente lo
que existe, y
sobre todo
lo que amenaza,
pertenece irrevocablemente a
su ordenamiento. Pues el
poder
que conserva
el derecho es
el que
amenaza. Y
su amenaza
no tiene
el sentido
de intimidación,
según interpretan teóricos
liberales desorientados. La
intimidación, en
sentido estricto,
se
caracterizaría por
una precisión,
una determinación
que contradice
la esencia
de la amenaza, y que
ninguna
ley puede
alcanzar, pues
subsiste
siempre
la
esperanza
de
escapar a
su brazo.
Resulta tan
amenazadora
como
el destino,
del cual
en efecto
depende
si el
delincuente incurre en
sus rigores.
El significado
más profundo
de la
indeterminación
de
la amenaza
jurídica surgirá
sólo a
través del
análisis de
la esfera del
destino, de
la que la amenaza
deriva. Una
preciosa referencia a esta
esfera se
encuentra en el campo
de las penas,
entre las cuales, desde
que
se
ha puesto
en cuestión
la validez
del
derecho
positivo, la
pena
de
muerte es
la
que
ha suscitado
más la
crítica. Aun
cuando los
argumentos de la crítica no han
sido en
la mayor
parte de
los casos
en modo
alguno decisivos,
sus causas han sido
y siguen
siendo decisivas.
Los
críticos de la
pena de
muerte sentían
tal vez sin saberlo explicar
y probablemente
sin
siquiera
quererlo sentir,
que sus
impugnaciones no se dirigían
a un
determinado grado de
la pena,
no
ponían en
cuestión determinadas leyes, sino el
derecho mismo
en
su origen.
Pues si
su origen
es la
violencia, la
violencia coronada por el destino, es
lógico suponer
que en el poder
supremo, el de vida
y muerte,
en el
que aparece en el
ordenamiento jurídico,
los orígenes
de
este
ordenamiento
afloren en forma representativa
en la
realidad actual
y se
revelen
aterradoramente.
Con
ello concuerda
el hecho de
que la pena
de muerte
sea aplicada,
en condiciones
jurídicas
primitivas,
incluso
a delitos tales como
la
violación
de la
propiedad,
para los
cuales
parece
absolutamente
"desproporcionada".
Pero
su significado no es
el de
castigar
la infracción
jurídica, sino
el
de establecer el
nuevo
derecho. Pues
en el
ejercicio del
poder de
vida y
muerte el
derecho se
confirma más
que
en cualquier
otro acto
jurídico. Pero
en este
ejercicio,
al mismo
tiempo, una sensibilidad más
desarrollada advierte con
máxima claridad algo corrompido
en el
derecho al
percibir
que
se halla
infinitamente lejos
de las condiciones
en las
cuales, en un
caso similar, el
destino se
hubiera manifestado
en su
majestad. Y
el intelecto, si
quiere
llevar a término la
crítica
tanto
de
la violencia
que
funda el
derecho como
la de la que
lo conserva,
debe tratar
de reconstruir
en la
mayor medida
tales condiciones.
En
una combinación
mucho más innatural
que
en la
pena de
muerte, en
una mezcolanza
casi espectral,
estas dos
especies de
violencia se
hallan presentes
en otra institución del
Estado moderno: en
la policía.
La policía
es
un
poder con
fines jurídicos
(con poder
para disponer), pero
también con
la posibilidad de
establecer para
sí misma, dentro
de vastos
límites, tales fines (poder
para ordenar).
El aspecto
ignominioso de esta
autoridad -que
es advertido por
pocos
sólo porque
sus atribuciones
en raros casos
justifican las
intervenciones más brutales,
pero pueden
operar con
tanta mayor
ceguera en
los sectores más
indefensos
y contra
las personas
sagaces
a las
que
no protegen
las leyes
del Estado-
consiste en que
en ella
se ha
suprimido la
división entre
violencia que
funda y
violencia que conserva la
ley. Si
se exige a
la primera
que muestre
sus títulos
de victoria,
la segunda está sometida
a la
limitación
de no
deber proponerse
nuevos fines. La policía
se halla
emancipada de ambas
condiciones. La policía
es un
poder que
funda -pues
la función específica de
este
último
no
es la
de promulgar
leyes,
sino
decretos emitidos
con
fuerza
de ley- y es un
poder que
conserva el
derecho, dado
que se
pone a
disposición
de aquellos fines.
La afirmación
de
que
los fines
del poder
de la
policía son
siempre idénticos
o que se hallan
conectados
con los
del derecho
remanente
es profundamente
falsa. Incluso
"el derecho" de la
policía
marca
justamente el
punto en que
el Estado,
sea por
impotencia, sea por
las conexiones
inmanentes de
todo
ordenamiento jurídico,
no se halla
ya en
grado de
garantizarse -mediante
el ordenamiento jurídico-
los
fines
empíricos
que pretende
alcanzar
a toda
costa.
Por
ello la
policía interviene
"por razones
de seguridad"
en casos
innumerables en
los
que
no subsiste
una clara situación
jurídica cuando no
acompaña al
ciudadano, como una
vejación brutal,
sin relación
alguna con
fines jurídicos, a
lo largo
de una vida
regulada por
ordenanzas,
o directamente no
lo vigila.
A
diferencia del derecho,
que
reconoce
en
la "decisión"
local o
temporalmente determinada,
una categoría
metafísica, con lo
cual exige
la crítica
y se
presta
a
ella,
el análisis
de la
policía
no
encuentra nada sustancial.
Su poder
es informe
así como
su presencia
es espectral,
inaferrable y
difusa
por doquier, en la
vida de
los Estados
civilizados. Y si
bien
la
policía
se parece
en todos
lados en los
detalles,
no se
puede,
sin
embargo
dejar de
reconocer que su espíritu
es menos
destructivo allí
donde encarna
(en la monarquía
absoluta) el poder
del soberano, en el
cual se reúne
la plenitud
del poder
legislativo
y ejecutivo,
que
en
las democracias,
donde su presencia, no
enaltecida
por una
relación
de
esa
índole,
testimonia
la máxima
degeneración posible
de la violencia.
Toda
violencia es,
como medio,
poder que
funda
o conserva
el derecho. Si
no aspira
a ninguno de
estos dos
atributos, renuncia
por sí misma
a toda
validez. Pero
de ello se desprende que
toda violencia
como
medio, incluso
en el
caso más
favorable
se halla sometida a
la problematicidad del
derecho en general.
Y cuando
el significado
de esa
problematicidad no está
todavía claro
a esta
altura de
la investigación, el
derecho, sin
embargo, surge después
de lo
que
se ha
dicho con
una luz
moral tan
equívoca que se plantea
espontáneamente
la pregunta
de si
no
existirán
otros medios
que
no sean
los violentos para armonizar intereses
humanos en conflicto.
Tal
pregunta
nos lleva,
en principio, a
comprobar
que
un
reglamento de
conflictos
totalmente
desprovisto de violencia no puede
nunca desembocar
en un
contrato jurídico.
Porque éste,
aun en
el caso de
que
las
partes
contratantes hayan
llegado al
acuerdo
en
forma
pacífica,
conduce siempre
en última instancia
a una
posible violencia.
Pues concede
a cada
parte el
derecho a
recurrir, de algún
modo, a
la violencia
contra la otra,
en
el
caso de
que ésta
violase el
contrato. Aun más:
al igual
que
el resultado,
también
el origen de
todo contrato conduce
a la violencia. Pese a
que
no sea
necesario
que
la violencia
esté inmediatamente presente
en el
contrato como presencia
creadora, se
halla sin
embargo representada siempre,
en la medida
en que el
poder que
garantiza el
contrato es
a su
vez de
origen violento,
cuando no es
sancionado
jurídicamente
mediante la violencia
en ese
mismo contrato.
Si decae la conciencia de
la
presencia
latente de la
violencia en una
institución jurídica, ésta
se
debilita. Un ejemplo
de tal
proceso lo
proporcionan
en este período los
parlamentos. Los parlamentos presentan un
notorio
y triste espectáculo
porque no
han
conservado la
conciencia de las
fuerzas revolucionarias a
las
que deben
su existencia.
En Alemania
en particular, incluso la
última manifestación
de tales
fuerzas no
ha logrado
efecto en
los parlamentos. Les
falta
a éstos
el sentido
de la
violencia creadora
de derecho
que se
halla
representada en ellos.
No hay
que
asombrarse,
por lo tanto, de
que
no lleguen
a decisiones
dignas de este
poder y
de
que
se consagren
mediante
el compromiso
a una conducción de los
problemas
políticos que
desearía ser
no violenta.
Pero el
compromiso,
"si bien
repudia
toda
violencia
abierta
es,
sin
embargo,
un
producto
siempre
comprendido en la mentalidad
de
la
violencia
pues
la
aspiración
que
lleva
al compromiso
no encuentra motivación
en sí misma, sino en el exterior, es decir
en la aspiración
opuesta;
por
ello
todo
compromiso,
aun cuando
se
lo
acepte
libremente,
tiene esencialmente un
carácter
coactivo.
«Mejor sería de otra forma»
es
el
sentimiento fundamental de todo compromiso".(2)
Resulta
significativo que la
decadencia de
los parlamentos haya
quitado
al ideal de la conducción
pacífica
de los
conflictos
políticos
tantas simpatías
como las
que
le había
procurado la guerra. A
los pacifistas
se oponen
los bolcheviques
y los
sindicalistas. Estos han
sometido
los parlamentos
actuales
a una
crítica
radical
y, en
general, exacta.
Pese a todo
lo deseable y
placentero que pueda
resultar, a
título de
comparación, un
parlamento dotado
de gran
prestigio no será
posible en
el análisis
de los
medios
fundamentalmente
no violentos de acuerdo
político, que se ocupe del parlamentarismo.
Porque lo que
el
parlamentarismo obtiene
en cuestiones
vitales no
puede
ser más
que
aquellos
ordenamientos
jurídicos afectados
por
la violencia
en su
origen y
en su
desenlace.
¿Es
posible, en
general, una
regulación no
violenta
de los conflictos? Sin duda.
Las relaciones entre
personas
privadas nos
ofrecen
ejemplos en cantidad. El
acuerdo no
violento surge dondequiera que la
cultura
de
los
sentimientos pone
a disposición de
los hombres medios
puros de
entendimiento.
A
los
medios
legales
e ilegales
de toda índole, que son
siempre todos
violentos, es lícito por
lo tanto
oponer,
como puros,
los medios
no violentos. Delicadeza, simpatía,
amor
a la
paz, confianza,
y todo
lo que
se podría
aun añadir, constituyen su
fundamento
subjetivo. Pero
su
manifestación
objetiva se halla determinada
por la
ley (cuyo
inmenso alcance
no es
el caso
de ilustrar
aquí) que
establece
que
los
medios
puros no
son
nunca medios
de solución
inmediata,
sino siempre de soluciones mediatas.
Por
consiguiente, esos
medios
no se
refieren
nunca directamente
a la resolución de los conflictos
entre hombre
y hombre,
sino solo
a través
de la
intermediación de
las cosas. En
la referencia
más concreta de
los conflictos humanos a
bienes
objetivos,
se revela
la esfera
de los
medios puros.
Por ello
la técnica, en
el sentido más amplio de
la palabra, es su
campo propio
y adecuado.
El ejemplo
más agudo
de ello
lo constituye
tal vez la
conversación considerada
como
técnica de
entendimiento
civil. Pues
en ella
el acuerdo no
violento no
sólo es
posible, sino
que la
exclusión
por principio
de la
violencia se halla expresamente
confirmada por
una circunstancia significativa: la
impunidad de
la mentira. No
existe
legislación
alguna
en la
tierra que
originariamente
la castigue. Ello significa
que hay
una
esfera
hasta
tal
punto no
violenta de
entendimiento
humano
que
es por
completo
inaccesible
a la
violencia:
la verdadera
y propia
esfera del
"entenderse",
la lengua. Sólo
ulteriormente,
y en
un característico
proceso de decadencia,
la violencia jurídica
penetró
también en
esta
esfera,
declarando punible
el engaño. En
efecto, si
el ordenamiento jurídico
en sus
orígenes, confiando
en su
potencia victoriosa,
se limita
a rechazar la
violencia
ilegal donde
y cuando se
presenta, y el
engaño, por
no tener en
sí nada de
violento,
era
considerado
como
no
punible
en
el
derecho
romano
y
en
el germánico
antiguo, según
los principios
respectivos de
ius civile
vigilantibus scriptum est
y "ojo
al dinero",
el derecho
de edades
posteriores, menos confiado
en su
propia fuerza,
no
se sintió
ya
en condición
de
hacer
frente a
toda
violencia extraña. El
temor
a la
violencia y la falta de
confianza
en sí
mismo constituyen precisamente su
crisis. El
derecho comienza
así a plantearse determinados
fines con
la intención
de evitar
manifestaciones más enérgicas de
la violencia
conservadora del derecho. Y
se vuelve
contra el
engaño no
ya
por consideraciones morales,
sino por
temor a
la violencia
que podría
desencadenar en
el engañado. Pues como
este temor
se opone al
carácter
de violencia
del derecho
mismo, que lo
caracteriza
desde sus
orígenes, los
fines de
esta índole son
inadecuados para
los medios legítimos del
derecho.
En
ellos se
expresa no
sólo
la decadencia
de su
esfera,
sino
también
a la
vez una
reducción de
los medios
puros. Al
prohibir el engaño,
el derecho
limita el
uso de los
medios enteramente no violentos, debido
a que
éstos, por
reacción, podrían engendrar
violencia. Tal
tendencia
del
derecho
ha contribuido
también a la concesión
del derecho de huelga,
que contradice
los intereses del
Estado. El
derecho lo
admite porque
retarda y aleja
acciones violentas
a las
que
teme
tener que
oponerse. Antes,
en efecto,
los trabajadores pasaban súbitamente
al sabotaje
y prendían
fuego a
las fábricas.
Para inducir a
los
hombres a
la
pacífica
armonización
de sus
intereses
antes
y
más
acá
de
todo ordenamiento
jurídico, existe
en fin,
si se
prescinde de
toda virtud,
un motivo
eficaz,
que sugiere muy a menudo,
incluso a
la voluntad más
reacia, la
necesidad de
usar medios
puros en lugar
de los
violentos,
y
ello
es el
temor
a las
desventajas
comunes que
podrían surgir de una
solución violenta,
cualquiera
que fuese
su signo.
Tales desventajas
son evidentes en
muchísimos casos, cuando se
trata
de conflictos
de intereses
entre
personas privadas. Pero
es diferente
cuando están
en litigio
clases y
naciones, casos
en que
aquellos
ordenamientos
superiores
que
amenazan
con perjudicar
en la misma forma
a vencedor
y vencido están
aún ocultos
al sentimiento
de la mayoría
y a
la inteligencia
de casi
todos. Pero la
búsqueda
de estos
ordenamientos
superiores y
de los
correspondientes intereses comunes a
ellos, que
representan el
motivo más
eficaz de
una política
de medios
puros, nos
conduciría demasiado lejos(3).
Por consiguiente, basta con
mencionar los
medios
puros de
la política como
análogos
a aquellos
que gobiernan las relaciones
pacíficas entre
las personas privadas.
En
lo
que
respecta a
las luchas
de clase,
la huelga
debe ser
considerada en
ellas,
en
ciertas condiciones,
como un
medio puro.
A continuación
definiremos dos tipos
esencialmente diversos
de huelga,
cuya posibilidad
ya ha
sido examinada.
El mérito de haberlos
diferenciado por primera
vez -más
sobre la
base de
consideraciones políticas
que sobre consideraciones puramente
teóricas- le
corresponde
a Sorel. Sorel
opone estos dos
tipos
de huelga como huelga
general política
y
huelga
general
revolucionaria. Ambas
son antitéticas
incluso
en relación
con
la
violencia. De
los partidarios
de la primera
se puede
decir que:
"el
reforzamiento
del Estado
se halla
en la
base
de
todas
sus
concepciones;
en
sus organizaciones
actuales
los
políticos
(es
decir,
los
socialistas
moderados)
preparan
ya
las
bases de
un
poder fuerte,
centralizado
y disciplinado
que no se dejará
perturbar
por
las
críticas
de la oposición, que
sabrá
imponer
el silencio,
y promulgará
por decreto
sus
propias mentiras"(4).
"La
huelga
general
política
nos muestra
que
el Estado
no perdería
nada
de
su
fuerza,
que el poder pasaría de privilegiados
a otros privilegiados,
que la masa
de los productores cambiaría
a sus patrones."
Frente
a esta
huelga general
política (cuya
fórmula parece,
por lo
demás,
la misma
que
la de la
pasada
revolución alemana) la huelga
proletaria se plantea
como único
objetivo la
destrucción del
poder del
Estado.
La huelga general
proletaria
"suprime
todas las
consecuencias
ideológicas
de cualquier política
social posible,
sus
partidarios consideran como
reformas
burguesas
incluso las
reformas
más
populares".
"Esta
huelga
general muestra claramente
su indiferencia respecto
a las ventajas materiales
de la conquista, en cuanto
declara
querer suprimir
al
Estado; y el Estado
era
precisamente (...)
la razón de ser de
los grupos dominantes,
que sacan
provecho de todas las
empresas de
las que el conjunto
de la
sociedad
debe
soportar
los gastos."
Mientras
la primera
forma de
suspensión
del trabajo
es violencia,
pues determina
sólo una
modificación
extrínseca de
las condiciones
de trabajo,
la segunda,
como medio
puro, está
exenta de violencia. Porque ésta
no se
produce
con la
disposición de retomar -tras
concesiones exteriores y
algunas modificaciones en
las
condiciones
laborables- el
trabajo anterior,
sino con
la decisión
de retomar
sólo un
trabajo enteramente
cambiado,
un trabajo no
impuesto por el
Estado, inversión que este tipo
de
huelga
no
tanto
provoca
sino
que realiza directamente.
De ello
se desprende
que
la primera
de estas
empresas da
existencia a
un derecho,
mientras
que
la segunda
es anárquica.
Apoyándose en observaciones ocasionales de
Marx,
Sorel
rechaza
toda
clase
de
programas,
utopías y,
en
suma, creaciones
jurídicas
para el
movimiento revolucionario:
"Con
la
huelga
general
todas
estas
bellas cosas
desaparecen; la revolución se
presenta como una
revuelta
pura
y
simple,
y
no
hay
ya
lugar
para
los sociólogos,
para
los amantes de
las
reformas
sociales
o para
los intelectuales
que
han
elegido
la
profesión de
pensar
por el proletariado."
A esta concepción profunda,
moral y
claramente revolucionaria
no se
le puede
oponer un
razonamiento destinado
a calificar
como violencia esta
huelga
general a
causa de
sus eventuales consecuencias catastróficas. Incluso si
pudiera
decirse
con
razón
que
la economía actual
en conjunto se
asemeja
menos
a una
locomotora que se
detiene
porque
el maquinista la abandona,
que
a una
fiera que
se precipita
apenas el
domador le
vuelve
las espaldas; queda
además el
hecho de
que respecto
a la
violencia de una acción
se puede juzgar
tan poco
a partir
de sus
efectos
como a
partir de
sus fines, y
que
sólo es
posible
hacerlo a
partir
de las
leyes
de sus
medios.
Es obvio
que el
poder del
Estado que
atiende
sólo a
las consecuencias, se
oponga a esta
huelga
-y no
a las
huelgas parciales,
en general
efectivamente
extorsivas- como
a una
pretendida
violencia.
Pero, por
lo demás,
Sorel ha
demostrado con argumentos
muy agudos
que
una
concepción así rigurosa
de la
huelga general resulta de por
sí apta
para reducir
el empleo
efectivo de la
violencia en las revoluciones.
Viceversa, un caso
eminente de
omisión violenta,
más inmoral
que
la huelga
general política,
similar
al
bloqueo
económico,
es la
huelga
de médicos que
se
ha producido
en
muchas
ciudades alemanas.
Aparece en
tal
caso,
en
la
forma
más repugnante, el empleo
sin escrúpulos
de la
violencia, verdaderamente
abyecto en
una clase profesional que
durante años,
sin el
menor intento
de resistencia,
"ha garantizado
a la muerte su presa",
para luego,
en la primera ocasión,
dejar
a la
vida abandonada
por unas monedas.
Con
más
claridad
que
en las
recientes luchas
de clases,
en la historia milenaria de
los Estados
se han
constituido
medios de acuerdo
no violentos.
La tarea
de los
diplomáticos en su
comercio
recíproco
consiste sólo
ocasionalmente en
la modificación
de ordenamientos jurídicos.
En
general
deben, en
perfecta analogía
con los
acuerdos entre
personas privadas,
regular pacíficamente
y sin
tratados,
caso
por caso,
en nombre
de sus Estados,
los conflictos que
surgen
entre ellos.
Tarea delicada,
que cumplen
más drásticamente las Cortes
de arbitraje,
pero que
constituye un
método
de
solución
superior como
principio, que el del
arbitraje, pues
se
cumple
más allá de
todo
ordenamiento
jurídico y por lo
tanto
de
toda violencia.
Como el comercio entre
personas
privadas, el de los diplomáticos ha
producido
formas y
virtudes
propias,
que, aunque
se
hayan convertido en exteriores, no lo
han sido
siempre.
En
todo el ámbito
de los poderes previstos
por el derecho natural y por
el derecho positivo no hay
ninguno
que
se encuentre
libre de
esta grave
problematicidad de todo
poder jurídico. Puesto
que
toda
forma de
concebir una
solución de
las tareas
humanas -para no hablar
de un
rescate de
la esclavitud de
todas las
condiciones históricas
de vida
pasadas- resulta irrealizable si
se excluye
absolutamente
y por principio
toda y
cualquier violencia;
se plantea
el problema
de la
existencia de
otras formas
de violencia
que no
sean las
que toma
en consideración toda
teoría
jurídica. Y
se plantea a
la vez
el problema
de la
verdad del dogma fundamental
común a
esas teorías:
fines justos
pueden
ser
alcanzados
con medios legítimos, medios
legítimos pueden
ser empleados para fines justos.
Y si
toda especie de violencia
destinada, en cuanto
que emplea
medios legítimos,
resultase por
sí
misma en
contradicción inconciliable
con fines
justos,
pero
al mismo
tiempo se
pudiese distinguir una violencia de
otra índole,
que sin duda
no podría ser
el medio
legítimo o
ilegítimo para
tales fines y
que
sin embargo no
se hallase
en
general
con
éstos
en relación
de medio,
¿en qué
otra relación
se hallaría?
Se iluminaría
así la singular
y en
principio desalentadora
experiencia de
la final
insolubilidad
de todos los problemas
jurídicos (que quizás, en
su falta
de perspectivas puede
compararse
sólo con
la imposibilidad
de una clara
decisión respecto a lo
que es
"justo" o
"falso"
en las
lenguas
en desarrollo).
Porque lo cierto es
que respecto a la
legitimidad de los
medios y
a la
justicia
de los
fines no decide jamás
la razón, sino
la violencia destinada
sobre la primera y
Dios sobre
la segunda.
Noción
esta tan
rara porque tiene vigencia el
obstinado hábito
de concebir
aquellos fines
justos
como fines
de
un derecho
posible, es
decir
no
sólo
como
universalmente
válidos
(lo
que
surge
analíticamente
del atributo
de
la
justicia),
sino
también
como
susceptible de
universalización,
lo
cual,
como se
podría mostrar,
contradice a dicho
atributo.
Pues fines que
son justos, universalmente
válidos y universalmente
reconocibles para
una situación,
no lo
son para ninguna
otra, pese
a lo
similar
que
pueda resultar. Una función
no mediada por
la violencia,
como esta
sobre la
que se
discute,
nos
es ya
mostrada por
la experiencia cotidiana. Así,
en lo
que
se refiere
al hombre,
la cólera
lo arrastra
a los
fines más
cargados de violencia, la
cual como
medio no
se refiere
a un
fin preestablecido. Esa violencia
no es un
medio, sino una
manifestación. Y esta
violencia tiene
manifestaciones
por completo objetivas,
a través
de las
cuales puede
ser sometida
a la
crítica. Tales
manifestaciones
se encuentran en forma
altamente
significativa sobre todo
en el
mito.
La
violencia mítica
en su
forma ejemplar
es una
simple manifestación de
los dioses.
Tal violencia no constituye un medio para
sus
fines,
es
apenas
una
manifestación
de su voluntad y, sobre todo,
manifestación
de su ser. La leyenda de Níobe
constituye un
ejemplo evidente de ello.
Podría parecer
que la
acción de
Apolo y
Artemis es
sólo
un castigo. Pero su violencia instituye
más bien
un derecho
que no castiga
por la infracción
de un derecho existente. El
orgullo de
Níobe atrae sobre
sí la
desventura, no porque
ofenda el
derecho, sino porque
desafía al
destino a
una lucha
de la
cual éste
sale necesariamente victorioso y
sólo mediante la
victoria, en
todo
caso, engendra
un derecho. El que
esta violencia divina,
para el
espíritu antiguo,
no era
aquella
-que conserva
el derecho-
de la pena,
es algo
que
surge de
los mitos
heroicos en
los que el
héroe, como
por ejemplo
Prometeo, desafía
con valeroso
ánimo al
destino,
lucha contra
él con
variada fortuna
y el mito
no lo deja
del todo
sin esperanzas
de
que
algún día
pueda entregar
a los
hombres un
nuevo derecho.
Es
en
el fondo
este héroe,
y la
violencia jurídica
del mito congénita a
él, lo
que
el pueblo busca aún
hoy
representarse en
su
admiración
por el
delincuente. La violencia cae
por lo
tanto sobre
Níobe desde
la incierta,
ambigua esfera del destino.
Esta violencia no es
estrictamente destructora. Si bien
somete a
los hijos
a una
muerte sangrienta,
se
detiene
ante
la vida
de la
madre,
a la
que
deja -por
el fin
de los
hijos-
más culpable aún que
antes,
casi un eterno
y mudo
sostén
de
la culpa, mojón
entre los
hombres
y los
dioses. Si
se pudiese
demostrar que esta violencia inmediata en
las
manifestaciones
míticas es estrechamente
afín, o
por completo idéntica, a
la violencia
que funda el
derecho, su problematicidad
se reflejaría sobre la
violencia
creadora de
derecho en
la medida
en que
ésta ha
sido definida
antes,
al
analizar
la violencia
bélica, como una
violencia que
tiene las características de
medio.
Al mismo
tiempo esta
relación promete
arrojar más luz
sobre el destino,
que se
halla siempre
en la base
del
poder jurídico,
y de
llevar a
su fin,
en grandes líneas, la
crítica de
este último.
La función
de la
violencia en
la creación
jurídica es, en efecto,
doble en
el sentido
de que
la creación
jurídica,
si bien
persigue lo que es instaurado como
derecho, como
fin, con
la violencia
como medio,
sin embargo
-en el
acto de fundar
como derecho
el fin
perseguido- no depone en modo
alguno la
violencia, sino
que sólo
ahora hace
de ella
en sentido
estricto,
es decir inmediatamente,
violencia creadora de
derecho, en
cuanto instaura
como derecho,
con el
nombre
de poder,
no
ya un
fin inmune e independiente
de la
violencia,
sino
íntima
y
necesariamente
ligado a
ésta.
Creación de
derecho
es creación de
poder,
y
en
tal
medida,
un
acto
de
inmediata
manifestación
de violencia.
Justicia es
el principio
de toda
finalidad divina, poder,
el
principio
de todo
derecho
mítico. Este
último
principio tiene
una aplicación
de consecuencias
extremadamente graves
en el
derecho público,
en el
ámbito del
cual la
fijación de límites
tal como
se establece
mediante "la
paz"
en
todas las
guerras de
la edad mítica, es el
arquetipo de la violencia
creadora
de derecho.
En ella
se
ve
en la
forma
más clara
que es
el poder
(más
que
la ganancia
incluso
más ingente
de
posesión)
lo
que debe ser
garantizado
por la
violencia creadora
de derecho. Donde
se
establece
límites,
el adversario
no es sencillamente
destruido, por
el
contrario,
incluso
si el
vencedor dispone
de la
máxima
superioridad, se reconocen al
vencido ciertos derechos. Es
decir, en
forma demoníacamente ambigua:
"iguales" derechos;
es
la
misma
línea
la
que
no
debe
ser
traspasada por
ambas partes
contratantes.
Y
en
ello aparece,
en su
forma más
temible
y originaria, la misma
ambigüedad
mítica
de las
leyes que
no pueden
ser "transgredidas", y de
las cuales
Anatole France
dice
satíricamente que
prohíben
por igual
a ricos
y a
pobres pernoctar bajo los puentes.
Y al
parecer Sorel
roza una
verdad
no sólo
histórico-cultural, sino
metafísica,
cuando plantea
la hipótesis de
que
en los
comienzos todo derecho
ha
sido privilegio
del rey
o de
los grandes,
en una
palabra de
los poderosos.
Y eso
seguirá siendo,
mutatis mutandis,
mientras subsista.
Pues desde el
punto de
vista de
la violencia,
que es la única que
puede
garantizar el
derecho
no
existe
igualdad,
sino
-en
la
mejor
de
las hipótesis-
poderes igualmente
grandes. Pero
el acto de
la fijación
de límites
es importante,
para la inteligencia del derecho,
incluso en
otro aspecto.
Los
límites trazados
y definidos
permanecen, al
menos en
las épocas
primitivas,
como leyes
no escritas.
El hombre
puede traspasarlos sin saber
e incurrir
así en
el castigo.
Porque toda
intervención del
derecho provocado por
una infracción
a la
ley no
escrita
y no
conocida
es, a
diferencia
de la
pena, castigo. Y pese
a la
crueldad con
que pueda
golpear
al ignorante, su
intervención no
es desde el
punto de
vista del
derecho, azar
sino más
bien destino,
que se manifiesta
aquí
una vez más
en
su
plena
ambigüedad. Ya Hermann Cohen, en
un
rápido
análisis de la
concepción antigua del
destino(5),
ha definido
como "conocimiento al
que
no se
escapa" aquel
"cuyos
ordenamientos
mismos parecen ocasionar
y producir
esta
infracción, este apartamiento".
El principio
moderno
de que
la ignorancia
de la
ley no
protege
respecto a la
pena es
testimonio de ese
espíritu del
derecho,
así como
la lucha
por
el derecho
escrito en los primeros
tiempos de
las comunidades
antiguas debe
ser entendido
como una revuelta dirigida contra
el espíritu
de los
estatutos
míticos.
Lejos
de abrirnos
una esfera más pura,
la manifestación mítica de
la violencia
inmediata
se nos aparece
como profundamente idéntica
a todo
poder y
transforma la
sospecha
respecto a
su problematicidad en una certeza
respecto al
carácter pernicioso
de su función histórica, que
se trata
por lo
tanto de
destruir.
Y esta
tarea
plantea en
última instancia
una vez
más el
problema de una violencia
pura inmediata
que
pueda detener
el curso
de la
violencia mítica. Así como
en todos
los campos Dios
se opone al
mito, de
igual modo,
a la
violencia mítica
se
opone
la divina.
La violencia
divina
constituye en
todos
los puntos
la antítesis de
la violencia
mítica. Si
la violencia
mítica funda
el derecho,
la divina
lo destruye; si
aquélla
establece límites y confines, esta
destruye sin
límites,
si la
violencia mítica culpa y
castiga,
la divina
exculpa; si
aquélla es
tonante,
ésta es
fulmínea; si
aquélla es
sangrienta, ésta
es letal sin derramar
sangre.
A
la leyenda
de Níobe
se le
puede oponer,
como ejemplo
de esta violencia,
el juicio
de Dios
sobre la
tribu
de Korah.
El juicio
de Dios
golpea a
los privilegiados, levitas,
los golpea
sin preaviso,
sin amenaza,
fulmíneamente, y
no se detiene frente
a la
destrucción.
Pero
el juicio
de Dios
es también,
justamente
en la
destrucción,
purificante, y no
se puede
dejar de
percibir un
nexo profundo entre
el carácter
no sangriento y el
purificante de esta
violencia. Porque
la sangre
es el
símbolo de
la vida desnuda.
La disolución de la
violencia jurídica
se remonta,
por lo tanto,
a la
culpabilidad de la desnuda vida
natural,
que confía al
viviente,
inocente e
infeliz al
castigo
que "expía"
su culpa,
y expurga
también al
culpable, pero no de
una culpa,
sino del
derecho. Pues
con la vida desnuda cesa
el
dominio
del derecho
sobre
el
viviente. La violencia mítica
es violencia sangrienta sobre
la desnuda
vida en
nombre
de la
violencia,
la pura
violencia
divina es violencia
sobre toda
vida en
nombre del
viviente.
La primera
exige sacrificios,
la segunda los
acepta.
Existen
testimonios de esta violencia
divina no
sólo en
la tradición
religiosa,
sino también -por
lo menos
en una
manifestación
reconocida en la
vida actual.
Tal manifestación
es la
de aquella violencia
que,
como
violencia
educativa
en
su
forma
perfecta,
cae
fuera
del derecho.
Por
lo tanto,
las
manifestaciones
de la
violencia divina no
se
definen
por
el
hecho de que Dios
mismo las
ejercita directamente
en
los actos
milagrosos, sino
por el
carácter
no sanguinario, fulminante, purificador
de
la
ejecución. En fin, por la
ausencia de
toda creación de derecho.
En
ese sentido
es lícito
llamar
destructiva a
tal violencia;
pero
lo es sólo
relativamente, en
relación
con los
bienes, con
el derecho,
con la
vida y
similares,
y nunca absolutamente
en
relación con
el espíritu
de lo viviente. Una
extensión
tal de
la violencia pura o
divina
se halla
sin duda
destinada
a suscitar,
justamente
hoy, los
más violentos
ataques, y
se objetará
que esa
violencia, según
su deducción
lógica, acuerda
a los hombres, en
ciertas condiciones,
también la
violencia
total recíproca.
Pero no
es así
en modo alguno.
Pues a
la pregunta: "¿Puedo matar?",
sigue la
respuesta inmutable del mandamiento:
"No matarás."
El mandamiento es
anterior a
la acción, como
la "mirada"
de Dios contemplando el
acontecer. Pero
el mandamiento
resulta -si
no
es
que
el temor
a la pena
induce a obedecerlo-
inaplicable, inconmensurable
respecto a
la acción cumplida.
Del mandamiento
no se
deduce ningún
juicio
sobre
la acción.
Y
por
ello
a priori
no
se
puede conocer
ni el
juicio divino
sobre la
acción
ni el fundamento o motivo de
dicho juicio.
Por lo tanto, no están
en lo
justo
aquellos
que fundamentan
la condena de
toda
muerte violenta
de un
hombre a manos
de otro
hombre sobre
la base
del
quinto
mandamiento.
El mandamiento no
es un
criterio del
juicio, sino
una norma
de acción
para la
persona o
comunidad actuante
que
deben saldar
sus cuentas
con el
mandamiento
en soledad
y asumir en
casos extraordinarios la responsabilidad
de prescindir de él.
Así lo
entendía también el judaísmo
que rechaza
expresamente
la condena del homicidio
en casos
de legítima defensa.
Pero
esos
teóricos apelan
a un
axioma
ulterior, con
el cual
piensan
quizás
poder fundamentar el
mandamiento
mismo: es
decir,
apelan al
principio
del carácter
sacro
de la
vida, que
refieren a
toda vida animal
e incluso
vegetal o
bien limitan a
la vida
humana. Su
argumentación
se desarrolla,
en un caso extremo
-que
toma como
ejemplo
el asesinato
revolucionario de los
opresores-, en los
siguientes términos:
"Si
no mato,
no instauraré
nunca el
reino
de
la
justicia
(...)
así
piensa
el
terrorista
espiritual (...) Pero
nosotros
afirmamos
que
aún
más
alto
que la felicidad
y la justicia
de una existencia
se
halla
la
existencia misma
como tal"(6).
Si
bien esta
tesis es
ciertamente falsa e incluso
innoble, pone
de manifiesto
no obstante
la obligación de no
buscar el
motivo del
mandamiento en lo que
la acción
hace al
asesinato sino
en la
que
hace a
Dios y
al
agente
mismo.
Falsa y
miserable es la tesis
de
que
la existencia sería
superior
a la
existencia justa, si existencia
no quiere
decir
más que
vida desnuda, que es
el sentido
en
que
se la
usa en
la
reflexión
citada. Pero contiene
una gran verdad
si la existencia (o
mejor la
vida) –palabras
cuyo doble
sentido,
en forma
por completo análoga a
la de
la palabra
paz, debe
resolverse sobre la base
de su
relación con dos
esferas cada vez
distintas- designa el
contexto inamovible
del "hombre".
Es decir,
si la proposición significa
que el
no-ser del
hombre es
algo más
terrible que
el (además: sólo)
no-ser-aún del hombre justo.
La frase
mencionada
debe
su apariencia
de verdad
a esta
ambigüedad. En efecto,
el hombre
no coincide
de ningún
modo con
la desnuda
vida
del hombre; ni con la desnuda vida
en
él
ni
con
ninguno de
sus
restantes
estados
o propiedades
ni tampoco con
la unicidad
de su
persona física. Tan sagrado
es el
hombre (o esa
vida que en
él permanece
idéntica en la vida
terrestre, en
la muerte y
en la
supervivencia) como
poco sagrados
son sus Estados, como
poco lo
es
su
vida
física, vulnerable por los
otros.
En efecto
¿qué la
distingue de
la de los
animales y
plantas? E
incluso si éstos (animales
y plantas)
fueran sagrados, no
podrían
serlo por
su
vida desnuda, no podrían
serlo en
ella. Valdría
la
pena
investigar el origen del dogma
de la
sacralidad de la
vida. Quizás
sea de
fecha reciente,
última aberración de
la debilitada tradición
occidental, mediante
la cual se pretendería
buscar lo
sagrado, que
tal tradición ha
perdido, en
lo cosmológicamente impenetrable.
(La antigüedad
de todos
los preceptos
religiosos contra el
homicidio no significa nada
en contrario,
porque los preceptos
están fundados en ideas muy
distintas de
las del axioma
moderno.) En fin, da
que
pensar el hecho
de que lo que
aquí es
declarado sacro
sea, según
al
antiguo
pensamiento mítico, el portador
destinado de la
culpa: la
vida desnuda. La crítica de
la violencia
es la
filosofía de
su historia.
La "filosofía"
de esta
historia, en
la medida en
que sólo
la idea
de su
desenlace abre
una perspectiva
crítica separatoria y terminante
sobre sus
datos temporales.
Una mirada
vuelta sólo
hacia
lo más
cercano puede
permitir a
lo
sumo
un hamacarse
dialéctico entre las
formas de
la violencia
que fundan y
las que conservan
el derecho.
La ley
de
estas oscilaciones
se
funda
en el
hecho de que
toda violencia
conservadora debilita a
la larga
indirectamente,
mediante la
represión de las
fuerzas hostiles,
la violencia
creadora que
se halla
representada en ella.
(Se
han indicado ya en
el curso
de la
investigación
algunos síntomas
de este
hecho.)
Ello dura hasta el momento en el
cual nuevas fuerzas, o aquellas antes oprimidas, predominan
sobre la violencia que hasta entonces había fundado el derecho
y fundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia.
Sobre la interrupción de este ciclo que se desarrolla en el
ámbito de las formas míticas del derecho sobre la destitución
del derecho junto con las fuerzas en las cuales se apoya,
al igual que ellas en él, es decir, en definitiva del Estado, se
basa una nueva época histórica.
Si el imperio del mito se encuentra ya
quebrantado aquí y allá en el presente, lo nuevo no está en una
perspectiva tan lejana e inaccesible como para que una palabra
contra el derecho deba condenarse por sí. Pero si la violencia
tiene asegurada la realidad también allende el derecho, como
violencia pura e inmediata, resulta demostrado que es posible
también la violencia revolucionaria, que es el nombre a asignar
a la suprema manifestación de pura violencia por parte del
hombre. Pero no es igualmente posible ni igualmente urgente para
los hombres establecer si en un determinado caso se ha cumplido
la pura violencia. Pues sólo la violencia mítica, y no la
divina, se deja reconocer con certeza como tal; salvo quizás en
efectos incomparables, porque la fuerza purificadora de la
violencia no es evidente a los hombres. De nuevo están a
disposición de la pura violencia divina todas las formas
eternas que el mito ha bastardeado con el derecho. Tal violencia
puede aparecer en la verdadera guerra así como en el juicio
divino de la multitud sobre el delincuente. Pero es reprobable
toda violencia mítica, que funda el derecho y que se puede
llamar dominante. Y reprobable es también la violencia
que conserva el derecho, la violencia administrada, que la
sirve. La violencia divina, que es enseña y sello, nunca
instrumento de sacra ejecución, es la violencia que gobierna.
Notas:
1 En todo caso se
podría dudar respecto a si esta célebre fórmula no contiene
demasiado poco, es decir si es lícito servirse, o dejar que otro se
sirva, en cualquier sentido, de sí o de otro también, como un
medio. Se podrían aducir óptimas razones en favor de esta duda.
2 Unger, Politik und
Metaphysik, Berlin 1921, p. 8.
3 Sin embargo, cfr.
Unger, pág 18. y sigs.
4 Sorel, Reflexions sur
la violence. Va. edición, Paris, 1919, pág. 250
5 Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2a. ed.,
Berlin 1907, pág. 362.
6
Kurt Hiller
en un almanaque
del
"Ziel".
* Publicado originalmente en
http://www.philosophia.cl/biblioteca/Benjamin/violencia.pdf
|
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