En
el proceso a que fue sometido después de la Segunda
Guerra Mundial,
Albert Speer, el ministro de Armamentos de Hitler, pronunció
un largo discurso en el que, con notable sagacidad, describió
la tiranía
nazi
y analizó sus métodos. "La dictadura de
Hitler -dijo- difirió
en un punto fundamental de todas sus predecesoras en la historia. Fue la primera
dictadura del presente periodo de desarrollo técnico moderno,
una dictadura que hizo un
uso completo de todos los medios técnicos para la dominación
de su propio país. Mediante elementos técnicos
como la radio y el alto-parlante,
ochenta millones de personas fueron privadas del pensamiento
independiente. Es así como se pudo someterlas a la voluntad
de un hombre... Los dictadores anteriores habían necesitado
colaboradores muy calificados hasta en el más bajo de
los niveles, hombres que pudieran pensar y actuar con independencia.
En el periodo del desarrollo técnico moderno, el sistema
totalitario puede prescindir de tales hombres; gracias a
los modernos
métodos de comunicación, es posible mecanizar las
jefaturas de los grados inferiores. Como consecuencia de esto,
ha surgido el nuevo tipo de recibidor de órdenes sin espíritu
crítico".
En el Mundo Feliz de mi fábula profética, la tecnología había
avanzado mucho más allá del punto que había
alcanzado en los días de Hitler; consiguientemente, los
recibidores de órdenes tenían mucho menos sentido
crítico que sus colegas nazis y obedecían mucho
más al escogido grupo de donde las órdenes partían.
Además, habían sido uniformados genéticamente
y condicionados postnatalmente para que cumplieran sus funciones
subordinadas, y cabía confiar, por tanto, en que se comportaran
en forma casi tan previsible como se comportan las máquinas.
Como veremos en un capítulo posterior, este acondicionamiento
de las "jefaturas de los grados inferiores" está
ya en marcha en las dictaduras comunistas. Los chinos y los rusos
no se limitan a confiar en los efectos indirectos de la tecnología
creciente; trabajan directamente en los organismos psicofísicos
de sus dirigentes subalternos, sometiéndolos, en mentes
y cuerpos,
a un sistema de implacable y, desde todos los puntos de vista,
muy efectivo acondicionamiento. "Muchos hombres -dijo
Speer-se han sentido obsesionados por la pesadilla de que llegue
un día en que las naciones puedan ser dominadas por medios
técnicos. Esta pesadilla casi fue realizada en el sistema
totalitario de Hitler". Casi, pero no completamente.
Los nazis no tuvieron tiempo -y tal vez no tuvieron la inteligencia ni el necesario
conocimiento-para lavar cerebralmente y acondicionar a sus dirigentes
subalternos. Cabe que sea esta una de las razones de su fracaso.
Desde los tiempos de Hitler, el arsenal de elementos técnicos
a disposición de un presunto dictador ha aumentado mucho.
Además de la radio, el altoparlante, la cámara
cinematográfica y la prensa rotativa, el propagandista
contemporáneo puede utilizar la televisión para difundir
la imagen de su cliente al mismo tiempo que su voz y puede registrar
tanto la imagen como la voz
en carretes de cinta magnética.
Gracias al proceso tecnológico, el Gran Hermano puede
actualmente ser casi tan ubicuo como Dios. Y no es solamente en el frente
técnico donde los brazos del presunto dictador se han
fortalecido. Se ha trabajado mucho desde la época de Hitler
en esos campos de la psicología y la neurología
aplicadas que son el dominio especial del propagandista: el [a]doctrinante
y lavador de cerebros. En lo pasado, estos especialistas
en el arte de cambiar mentalmente a la gente eran empíricos.
Con el método de ensayo y error, elaboraron cierto número
de técnicas y procedimientos y los utilizaron con mucha
eficacia, aunque no supieran con precisión por qué
eran eficaces.
Actualmente, el arte de gobernar las mentes ajenas lleva camino
de convertirse en ciencia. Quienes practican esta ciencia saben
lo que están haciendo y por qué lo hacen. Tienen
como guías de su tarea teorías e hipótesis
que han quedado sólidamente establecidas sobre macizos
cimientos de pruebas experimentales. Gracias a las nuevas percepciones y a las nuevas
técnicas que estas percepciones permiten, la pesadilla
que "casi fue realizada en el sistema totalitario de
Hitler" puede hacerse antes de mucho completamente realizable.
Pero, antes de examinar estas nuevas percepciones y técnicas,
echemos una mirada a la pesadilla que casi se
convirtió en realidad en la Alemania nazi. Cuáles
fueron los métodos que utilizaron Hitler y Goebbels para
"privar a ochenta millones de personas del pensamiento
independiente y someterlas a la voluntad de un hombre"?
Y, cuál fue la teoría de la naturaleza humana sobre
la que se basaron estos métodos terriblemente eficaces?
Estas preguntas pueden ser contestadas, en su mayor parte, con
las propias palabras de Hitler. Y qué palabras más
claras y astutas son!
Cuando escribe acerca de
esas vastas abstracciones como Raza, Historia y Providencia,
Hitler es estrictamente ilegible. Pero, cuando escribe acerca de
las masas alemanas y de los métodos que utilizó
para dominarlas y dirigirlas, su estilo cambia. La insensatez
cede el sitio al buen sentido y las jactancias a una lucidez
dura y cínica. En sus lucubraciones filosóficas,
Hitler se limitaba a soñar despierto o a reproducir las
nociones a medio cocinar de otras personas. En sus comentarios
sobre las multitudes y la propaganda, escribía de cosas
que conocía por una experiencia inmediata. Según
las palabras de su biógrafo más
capaz, el señor Alan Bullock, "Hitler fue el más
grande demagogo de la historia. Quienes añaden 'sólo
un demagogo', no tienen en cuenta la naturaleza del poder político
en la era de la política de masas. Como él mismo
dijo, ser un jefe significa ser capaz de mover a las masas".
La finalidad de Hitler era en primer lugar mover a las masas
y, luego, una vez apartadas las masas de sus fidelidades y su
moral tradicionales, imponerles (con el hipnotizado consentimiento de
la mayoría)
un nuevo orden autoritario de [su] creación personal.
Hermann Rauschning escribió en 1939: "Hitler tenía
un profundo respeto por la Iglesia católica y la orden
de los jesuitas; no a causa de su doctrina cristiana, sino a causa de la maquinaria
que habían elaborado y dirigían, de su sistema
jerárquico, de sus tácticas en extremo inteligentes,
de su conocimiento de la naturaleza humana y de su sabio empleo
de las debilidades humanas para gobernar a los creyentes".
Clericalismo sin cristianismo, la disciplina
de una orden monástica, no en aras de Dios o para el
logro de la salvación personal, sino en aras del Estado y para la
gloria y el poder del demagogo convertido en Jefe: tal fue la
meta a donde debía dirigirse el sistemático desplazamiento
de las masas.
Veamos qué pensaba Hitler de las masas que movía
y cómo lograba moverlas. El primer principio del que partía
era un juicio de valoración: las masas son merecedoras
de un desprecio absoluto. Son incapaces de todo pensamiento abstracto
y se desinteresan de cuanto esté fuera del círculo
de su experiencia inmediata. Su comportamiento está determinado
no por el conocimiento y la razón, sino por los sentimientos
e impulsos inconscientes. Es en estos impulsos y sentimientos
donde "están las raíces de sus actitudes,
positivas o negativas". Para triunfar, un propagandista
debe aprender el manipuleo de estos instintos y emociones.
"La fuerza impulsora que ha provocado
las más tremendas revoluciones en el mundo nunca ha sido
un cuerpo de doctrina científica que haya conquistado
a las masas, sino invariablemente, una devoción que las
ha inspirado y, con frecuencia, una especie de histeria que las
ha arrastrado a la acción. Quien desee conquistar a las
masas debe saber dónde está la llave que ha de
abrir la puerta de sus corazones". En la jerga postfreudiana,
la puerta de su inconsciente.
Hitler atrajo especialmente a aquellos miembros de las capas
inferiores de la clase media, que habían sido arruinados
por la inflación de 1923 y, arruinados por segunda vez
por la depresión de 1929 y de los años siguientes.
Las "masas" de las que Hitler habla son esos millones
de seres perplejos, frustrados y crónicamente angustiados.
Para hacerlos más masa todavía, más homogéneamente
subhumanos, los reunía, por miles y decenas de miles en
vastos locales y estadios, donde el individuo podía perder
su identidad personal y
hasta su humanidad elemental y quedar fusionado con la multitud.
Un
hombre o una mujer establecen contacto directo con la sociedad
de dos modos: como miembro de algún grupo familiar, profesional
o religioso, o como miembro
de una multitud. Los grupos pueden ser tan morales e inteligentes
como los individuos que los forman; una multitud es caótica,
no tiene propósitos propios y es capaz de cualquier cosa,
salvo de acción inteligente y de sentido realista. Reunidas
en una multitud, las personas pierden su poder de razonamiento
y su capacidad de opción moral. Se hacen más sugestionables
hasta el punto de que dejan de pensar o querer por cuenta propia.
Se excitan muchísimo, pierden todo sentido de la responsabilidad
individual o colectiva y suelen tener repentinos accesos de rabia,
entusiasmo y pánico. En pocas palabras, un hombre en una
multitud se comporta como si hubiese ingerido una fuerte dosis
de algún poderoso tóxico. Es víctima
de lo que yo he denominado "envenenamiento de rebaño".
Como el alcohol, el veneno de rebaño es una droga activa,
extrovertida. El individuo con embriaguez de multitud escapa
de la responsabilidad, la inteligencia y la moral y entra en
una especie de irracional animalidad frenética.
Durante su larga carrera de agitador, Hitler había estudiado
los efectos del veneno de rebaño y aprendido cómo
explotarlos para sus propios fines. Había descubierto
que el orador puede apelar a esas "fuerzas ocultas"
que motivan los actos de los hombres con mucha más eficacia
que el escritor. Leer es una actividad
privada, no colectiva. El escritor habla únicamente a
individuos, instalados a solas, en un estado de sobriedad normal.
El orador habla a masas de individuos, ya muy afectados por el
veneno de rebaño.
Son gente a la merced del orador y, si este conoce su oficio,
puede hacer con ellos lo que quiera. Como orador, Hitler conocía
su oficio maravillosamente bien. Podía, según sus
propias palabras: "Dejarse guiar por la gran masa de
tal modo que la emoción viva de sus oyentes le sugería
la palabra apta que necesitaba,
palabra que a su vez
iba [directamente] al corazón del auditorio". Otto
Strasser llamó a Hitler "un altoparlante que proclamaba
los deseos más secretos, los instintos menos admisibles,
los padecimientos y revueltas personales de toda una nación".
Veinte años antes de que Madison Avenue se lanzara a la
"investigación de las motivaciones", a la llamada
motivational research, Hitler estaba ya explorando y explotando
sistemáticamente los miedos y esperanzas secretos, las
aspiraciones, las angustias y las frustraciones de las masas
alemanas. Es manipulando "fuerzas ocultas" como los
peritos en publicidad nos inducen
a comprar
sus mercancías: una pasta de dientes, una marca de cigarrillos,
un
candidato político. Y fue acudiendo a las mismas fuerzas
ocultas -y a otras demasiado peligrosas para que la Madison Avenue
recurra a ellas- como Hitler indujo a las masas alemanas a que
se compraran un Führer, una insana filosofía y la
Segunda Guerra
Mundial.
En contraste con las masas, los intelectuales tienen afición
a la racionalidad e interés por los hechos. Su hábito
mental crítico los hace resistentes a la clase de propaganda
que funciona también sobre la mayoría.
Entre las masas "el instinto es supremo y del instinto
surge la fe... Mientras
la sana gente común estrecha instintivamente sus filas
para formar la comunidad de un pueblo (bajo un Jefe,
sobra decirlo), los intelectuales van de un
lado a otro, como gallinas en un gallinero. Con ellos no se puede
hacer historia; no pueden ser utilizados como elementos componentes
de una comunidad".
Los intelectuales son esa clase
de gente que reclama pruebas y se escandaliza con las incoherencias
y falacias lógicas. Ven en la simplificación excesiva
el pecado original de la inteligencia y no saben qué hacer
con los lemas, los asertos no calificados y las generalizaciones
radicales que son la mercancía del propagandista.
Hitler escribió: "Toda propaganda efectiva debe
limitarse a unas cuantas necesidades desnudas y expresarse luego
en unas cuantas fórmulas estereotipadas". Estas
fórmulas estereotipadas deben ser repetidas constantemente,
porque "sólo la repetición constante logrará
finalmente grabar una idea en la memoria
de una multitud".
La filosofía nos enseña
a sentir incertidumbre ante las cosas que nos parecen evidentes.
La propaganda, en cambio, nos enseña a aceptar como evidentes
cosas sobre las cuales sería razonable suspender nuestro
juicio o sentir dudas. La finalidad del demagogo es crear la
cohesión social bajo su propia jefatura. Pero, como Bertrand
Russell ha señalado, "Los sistemas dogmáticos
sin cimientos empíricos, como el escolasticismo, el marxismo y el fascismo,
tienen la ventaja de producir una considerable cohesión
social
entre sus discípulos". El propagandista demagógico
debe, por tanto, ser consecuentemente dogmático. Todas
sus declaraciones deben hacerse sin calificación alguna.
No hay grises en su cuadro del mundo: todo es diabólicamente
negro o celestialmente blanco. Como dijo Hitler, el propagandista
debe adoptar "una actitud sistemáticamente unilateral
frente a cualquier problema que aborde". Nunca debe
admitir que tal vez esté equivocado o que las personas
con una opinión distinta tal vez tengan parcialmente [la]
razón. No se debe
discutir con los adversarios. Hay que atacarlos, callarlos a
gritos o, si molestan demasiado, liquidarlos. El intelectual,
moralmente remilgado, tal vez se escandalice de una cosa así.
Pero las masas siempre están convencidas de que "el
derecho está de parte del agresor activo".
Tal era, pues, la opinión que tenía Hitler de la
humanidad como masa.
Era una opinión muy baja. ¿Era también una
opinión inexacta? El árbol suele ser conocido por
sus frutos y una teoría de la naturaleza humana que inspiró
técnicas que demostraron tan horriblemente su eficacia
debe contener por lo menos un elemento de verdad. La virtud y
la inteligencia pertenecen a los seres humanos como individuos
que se asocian libremente con otros individuos en pequeños
grupos. Otro tanto sucede con el pecado y la estupidez. Pero la necesidad subhumana
a la que el demagogo recurre y la imbecilidad moral en la
que confía cuando aguijonea a sus víctimas para
que entren en acción son características, no de
los hombres y mujeres como individuos, sino de los hombres y
mujeres en masas. La necedad y el idiotismo moral no son atributos característicamente
humanos: son síntomas del envenenamiento de rebaño.
En todas las religiones superiores
del mundo, la salvación y la iluminación son para
los individuos. El reino de los cielos está dentro del
espíritu de una persona, no dentro del espíritu
colectivo de una multitud. Cristo prometió estar presente
allí donde dos o tres se congregaran.
No dijo nunca que estaría presente donde miles se estuvieran
intoxicando mutuamente con el veneno de rebaño. Bajo los
nazis, muchedumbres enormes se veían obligadas a pasar
una enorme cantidad de tiempo marchando en apretadas filas del
punto A al punto B y de nuevo al punto A.
Hermann Rauschning añade: "Esta manera de mantener
a toda una población en marcha pareció un insensato
derroche de tiempo y energía.
Sólo mucho después se reveló en ella una
sutil intención basada en una bien calculada adaptación
de medios afines. La marcha evita que los hombres piensen. La
marcha mata el pensamiento. La marcha pone término a la
individualidad. La marcha es el indispensable toque mágico
que acostumbra a la gente a una actividad mecánica y casi
ritual, a una actividad que acaba convirtiéndose en una
segunda naturaleza".
Desde su punto de vista y en el nivel en que decidió hacer
su espantoso trabajo, Hitler acertó perfectamente en su
estimación de la naturaleza humana. Para quienes ven en
los hombres y mujeres individuos, más que miembros de
una multitud o de colectividades uniformadas, estuvo odiosamente
equivocado. ¿Cómo podemos preservar la integridad
del individuo humano y reafirmar su valor en la época
de un exceso de población
y un exceso de organización
que se están acelerando, y de unos medios
de comunicación en masa cada vez más eficientes?
Es una pregunta que cabe hacer todavía y que tal vez pueda
ser efectivamente contestada. Transcurrida otra generación,
tal vez será demasiado tarde para contestarla y tal vez
imposible, en el sofocante clima colectivo
de ese tiempo futuro, hasta simplemente formularla.
T
Traducción de Luys Santa María.
* Tomado de
Brave New World Revisited ("Retorno a un Mundo Feliz"),
Capítulo V, 1958, publicado originalmente en web por http//:www.rebelion.org
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