Nadie habrá dejado de observar que el chiste de los perros
de Pavlov es intensamente edificante. Dos perros se encuentran
en una congelada calle invernal de Moscú: plena Revolución,
hambruna, a los perros antes que darles de comer se los comían.
Uno de los perros mostraba las terribles señales de la
penuria; el otro, en cambio, trotaba orondo, satisfecho y despreocupado.
Sorpresa del perro flaco al encontrarse con su viejo amigo. "Pero
Vañka, ¿cómo haces para mantenerte tan saludable?"
pregunta el famélico can, luego de las salutaciones de
rigor. "Nada, Piotr", contesta el gordito, mostrando
unos perfectos dientes limpios de sarro, "cada día,
cuando siento apetito, voy hasta el Instituto Pavlov. Entro a
un laboratorio, me pongo a salivar, y de inmediato aparece un
hombre de bata blanca que hace sonar una campana y me da comida".
La diferencia entre el perro gordo y el científico es
que éste será capaz, luego, de escribir un informe,
y aquél, en cambio, convertirá el experimento en
una suculenta deposición. Como diferencia, por cierto,
no es gran cosa.
No es un secreto que la publicidad
ha sido la disciplina que más ha aprovechado las tesis
de Pavlov. Escucho la radio,
donde un conjunto de sonidos envuelve el nombre
de un producto, luego veo el producto en el anaquel del supermercado,
y salta el gatillo de la memoria hasta aquel conjunto de sonidos,
seductor o cómico, y me apropio de ellos con la compra
del producto.
En El hombre demolido, de Alfred Bester, el protagonista
sólo podía protegerse de los malvados telépatas
que lo perseguían si bloqueaba su mente con un jingle
publicitario. No existe ser humano que no se haya sentido horrorizado
al descubrirse tarareando involuntariamente una melodía
machacosa y estúpida que se resiste a abandonar su cabeza.
Y nada puede hacerse: comprar el producto es peor, pues luego,
al verlo en la heladera, sobre la mesa del desayuno o cuando
se rocía sobre los mosquitos, brota el estribillo, endiabladamente
amalgamado con el recuerdo del primer beso o con la demostración
del teorema de Massera. ¿Qué hacer, en esta Moscú
barrida por el viento helado del progreso?
Aquí el perro es el cliente del publicista, que saliva
como Alien ante el aumento de las ventas. La salivación
estimula al creativo, que cree estar produciendo un efecto, cuando
en realidad él es el efecto producido. Lo cierto es que
la publicidad funciona por saturación, ya que resulta
evidente que no es lícito hablar de calidad. Sólo
así el protagonista de Bester puede llenar su cabeza de
basura, desplazando a Telemann o a Bártok. Pero ¿dónde
estamos nosotros, soportes de la mano trémula que se estira
hacia el estante lleno de objetos de consumo? No hace falta extenderse:
nosotros somos la comida.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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