En 1961 se realizó en Jerusalén un juicio contra
Otto Adolf Eichmann (*), nacido en Solingen en 1906, quien fue
uno de los principales oficiales nazis en lo que tiene relación
con la administración de la 'cuestión judía'
durante la Segunda Guerra. Cumpliendo diferentes roles dentro
de su partido, Eichmann -capturado por un comando israelí
en Buenos Aires y trasladado a Israel para el proceso- había
estado en contacto con las comunidades judías desde el
año 1939, y desde 1942 participó más o menos
directamente en la administración de la 'Solución
Final'.
En 1963 se publicó, en las páginas del New Yorker,
una primera versión del libro que la filósofa alemana
de origen judío Hanna Arendt (1906-1975) escribiera a
partir de la información y los sucesos emergidos de aquel
juicio. En estos días, la editorial Lumen acaba de publicar
una segunda edición, corregida y aumentada, de aquel texto
fundamental para comprender las complejidades terribles de lo
que aconteció en Europa entre 1939 y 1945.
Como se expresa en la presentación del libro -del que
ofrecemos un adelanto exclusivo en este número de Insomnia-
Arendt "estudia en este ensayo las causas que propiciaron
el holocausto, el papel equívoco que jugaron en tal genocidio
los consejos judíos -cuestión que, en su época,
fue motivo de una airada controversia-, así como la naturaleza
y la función de la justicia, aspecto que la lleva a plantear
la necesidad de instituir un tribunal internacional capaz de
juzgar crímenes contra la humanidad."
Capítulo
6: La
Solución final: matar
(fragmentos)
[...]
El miembro de la jerarquía nazi más dotado para
la resolución de problemas de conciencia era Himmler.
Himmler ideaba eslóganes, como el famoso lema de las SS,
tomado de un discurso de Hitler dirigido a estas tropas especiales,
en 1931, "Mi honor es mi lealtad" -frases pegadizas
a las que Eichmann llamaba "palabras aladas",
y los jueces de Jerusalem denominaban "banalidades"-,
y los difundía, tal como Eichmann recordaba, a finales
de año, seguramente acompañadas de una gratificación
de Navidad. Eichmann únicamente recordaba uno de estos
eslóganes. Y lo repetía constantemente: "Éstas
son batallas que las futuras generaciones no tendrán que
librar".
Se refería a las batallas contra las mujeres, los niños,
los viejos y las "bocas improductivas". He aquí
otras frases tomadas de los discursos que Himmler dirigía
a los comandantes de los Einsatzgruppen y a los altos
jefes de las SS y de la policía: "Haber dado el
paso al frente y haber permanecido íntegros, salvo excepcionales
casos explicables por la humana debilidad, es lo que nos ha hecho
fuertes. Ésta es una gloriosa página de nuestra
historia que jamás había sido escrita y que no
volverá a escribirse", "La orden de solucionar
el problema judío es la más terrible orden que
una organización podía jamás recibir",
"Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es
algo sobrehumano, esperamos que seáis sobrehumanamente
inhumanos".
Aquí, nosotros, tan sólo podemos decir que las esperanzas
de Himmler no fueron defraudadas. Sin embargo, debemos poner de
relieve que Himmler casi nunca intentó hallar justificaciones
desde un punto de vista ideológico, y que, cuando lo hizo,
ello pronto cayó en el olvido. Lo que se grababa en las
mentes de aquellos hombres que se habían convertido en
asesinos era la simple idea de estar dedicados a una tarea histórica,
grandiosa, única ("una gran misión
que se realiza una sola vez en dos mil años"), que, en consecuencia,
constituía una pesada carga. Esto último tiene gran
importancia, ya que los asesinos no eran sádicos, ni tampoco homicidas
por naturaleza, y los jefes hacían un esfuerzo sistemático
para eliminar de las organizaciones a aquellos que experimentaban
un placer físico al cumplir con su misión.
Las tropas de los Einsatzgruppen procedían de las
SS armadas, unidad militar a la que no cabe atribuir más
crímenes que los cometidos por cualquier otra unidad del
ejército alemán, y sus jefes habían sido
elegidos por Heydrich entre los mejores de las SS, todos ellos
con título universitario.
De ahí que el problema radicara, no tanto en dormir su
conciencia, como en eliminar la piedad meramente instintiva que
todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del
sufrimiento físico. El truco utilizado por Himmler -quien,
al parecer, padecía muy fuertemente los efectos de aquellas
reacciones instintivas- era muy simple y probablemente muy eficaz.
Consistía en invertir la dirección de estos instintos,
o sea, en dirigirlos hacia el propio sujeto activo. Por esto,
los asesinos, en vez de decir:
"¡Qué horrible es lo que hago a los demás!",
decían: "¡Qué horribles espectáculos
tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán
dura es mi misión!".
El hecho de que Eichmann recordara mal las ingeniosas frases de
Himmler quizá sea un indicio de que existían otros
medios más eficaces para resolver los problemas de con-ciencia.
Entre todos ellos destacaba, como Hitler había previsto
certeramente, el simple hecho de la guerra.
Eichmann repitió una y otra vez la existencia de "una
actitud personal diferente" con respecto a la muerte, "cuando
uno ve muertos en todas partes", y cuando todos esperaban
con indiferencia la propia muerte. "No nos importaba morir
hoy o morir mañana, y, en ocasiones, maldecíamos
el amanecer que nos pillaba todavía vivos."
En este ambiente dominado por la presencia de la muerte violenta,
tenía especial eficacia, a los efectos antes citados,
el hecho de que la Solución Final, en sus últimas
etapas, no se llevara a cabo mediante armas de fuego, es decir,
con violencia, sino en cámaras de gas, las cuales, desde
el primer momento hasta el último, estuvieron estrechamente
relacionadas con el "programa de eutanasia"
ordenado por Hitler en las primeras semanas de la guerra, y del
que fueron sujeto pasivo los enfermos mentales alemanes, hasta
el momento de la invasión de Rusia.
El programa de exterminio, que se inició en el otoño
de 1941, se llevó a la práctica mediante dos canales
distintos. Uno de ellos conducía a las cámaras
de gas, y el otro a los Einsatzgruppen, cuyas actuaciones
tras las primeras lineas del ejército, especialmente en
el frente ruso, eran justificadas con el pretexto de la presencia
de guerrilleros, y cuyas víctimas no fueron, ni mucho
menos, tan sólo los judíos. Además de luchar
con los guerrilleros que verdaderamente pululaban por allí,
los Einsatzgruppen se ocupaban de los funcionarios rusos,
los gitanos, los individuos antisociales, los enfermos mentales
y los judíos.
Los judíos formaban parte de la clasificación "enemigos
potenciales", y, por desgracia, pasaron varios meses
antes de que los judíos rusos lo comprendieran, y, cuando
lo supieron, ya era demasiado tarde para que pudieran ocultarse.
(Los judíos
de la vieja generación recordaban que en la Primera Guerra
Mundial los alemanes fueron recibidos como si de liberadores
se tratara; por otra parte, ni los viejos ni los jóvenes
habían oído hablar del modo "en que los
judíos eran tratados en Alemania, y menos aún en
Varsovia"; los judíos estaban "notablemente
mal informados" al respecto, tal como el servicio de
espionaje alemán comunicó a sus jefes desde la
Rusia Blanca (Hilberg). Más notable es todavía
que los judíos alemanes que, de vez en cuando, llegaban
a estas regiones tuvieran la falsa creencia de que el Tercer
Reich les había mandado allí en concepto de "pioneros".)
Las
unidades móviles de matanza, de las que allí había
cuatro, cada una de ellas de la magnitud de un batallón
regular, con una dotación total que no rebasaba la cifra
de tres mil hombres, necesitaban, y obtuvieron, la colaboración
de las fuerzas armadas regulares. Las relaciones entre las unidades
móviles de matanza y las tropas regulares eran, por lo
general, "excelentes" y, a veces, "afectuosas"
(herzlich).
Los generales adoptaban una actitud "sorprendentemente
buena con respecto a los judíos"; no sólo
entregaban sus judíos a los Einsatzgruppen, sino
que prestaban sus propios hombres, soldados ordinarios, para
ayudar en la tarea de matarlos. Hilberg estima que el número
total de victimas judías llegó casi a la suma de
millón y medio; sin embargo, esto no fue el resultado
de la orden de exterminio físico de la totalidad del pueblo
judío, dada por Hitler, sino que fue resultado de una
orden anterior, que Hitler dio a Himmler en mano de 1941, de
adiestrar a las SS y a la policía "para llevar
a cabo una misión especial en Rusia".
La orden de exterminio de todos los judíos, no sólo
los rusos y los polacos, dada por Hitler, aun cuando fue promulgada
más tarde, tuvo sus orígenes en época muy
anterior. No nació en las oficinas de la RSHA, ni en ninguna
de las restantes organizaciones burocráticas al frente
de las que estaban Heydrich o Himmler, sino en la mismísima
Cancillería del Führer, en la oficina personal de
Hitler.
Esta orden no guardaba ninguna relación con la guerra,
ni se basaba, a modo de pretexto, en necesidades de naturaleza
militar. Uno de los grandes méritos de la obra The
Final Solution, de Gerald Reitlinger, es haber demostrado,
con pruebas documentales que no dejan lugar a dudas, que el programa
de exterminio en las cámaras de gas de la zona oriental
nació a consecuencia del programa de eutanasia de Hitler,
y es muy de lamentar que el juicio contra Eichmann, tan atento
a la "verdad histórica", no prestara
la menor atención a la relación antes citada. Si
lo hubiera hecho, posiblemente habría conseguido arrojar
luz sobre la tan debatida cuestión de determinar si Eichmann,
o la RSHA, se ocuparon de Gasgeschichten.
No parece probable que Eichmann se ocupara de este asunto, aun
cuando uno de sus hombres, Rolf Günther, se interesó
en ello por propia voluntad. Para demostrar lo dicho, basta recordar
que Globocnik, por ejemplo, que fue quien montó las instalaciones
de gaseamiento en la zona de Lublin, y a quien Eichmann visitaba
de vez en cuando, no se dirigía a Himmler o a cualquier
otra autoridad de las SS o de la policía, cuando necesitaba
más personal, sino que escribía a Viktor Brack,
de la Cancillería del Führer, quien trasladaba la
petición a Himmler.
Las primeras cámaras de gas fueron construidas en 1939,
para cumplimentar el decreto de Hitler, dictado el lº de
setiembre del mismo año, que decía que "debemos
conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin
dolor" (probablemente
éste es el origen "médico" de
la muerte por gas, que inspiró al doctor Servatius la
sorprendente convicción de que la muerte por gas debía
considerarse como un "asunto médico"). La idea contenida
en este decreto era, sin embargo, mucho más antigua. Ya
en 1935, Hitler había dicho al director general de medicina
del Reich, Gerhard Wagner, que "si estallaba la guerra,
volvería a poner sobre el tapete la cuestión de
la eutanasia, y la impondría, ya que en tiempo de guerra
es más fácil hacerlo que en tiempo de paz".
El decreto fue inmediatamente puesto en ejecución, en
cuanto hacia referencia a los enfermos mentales. Entre el mes
de diciembre de 1939 y el de agosto de 1941, alrededor de cincuenta
mil alemanes fueron muertos mediante gas monóxido de carbono,
en instituciones en las que las cámaras de la muerte tenían
las mismas engañosas apariencias que las de Auschwitz,
es decir, parecían duchas y cuartos de baño. El
programa fracasó. Era imposible evitar que la población
alemana de los alrededores de estas instituciones no desentrañara
el secreto de la muerte por gas que en ellas se daba. De todos
lados llovieron protestas de gentes que, al parecer, aún
no habían llegado a tener una visión puramente
"objetiva" de la finalidad de la medicina y
de la misión de los médicos. La matanza por gas
en el Este -o, dicho sea en el lenguaje de los nazis, la manera
"humanitaria" de matar, "a fin de dar
al pueblo el derecho a la muerte sin dolor"- comenzó
casi el mismo día en que se abandonó tal práctica
en Alemania.
Quienes habían trabajado en el programa de eutanasia en
Alemania fueron enviados al Este para construir nuevas instalaciones,
a fin de exterminar en ellas a pueblos enteros. Quienes tal hicieron
procedían de la Cancillería de Hitler o del Departamento
de Salud Pública del Reich, y únicamente entonces
fueron puestos bajo la autoridad administrativa de Himmler. Ninguna
de las diversas "normas idiomáticas",
cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo
un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos
que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra,
en el que la palabra "asesinato" fue sustituida
por "el derecho a una muerte sin dolor".
Cuando el interrogador de la policía israelí preguntó
a Eichmann si no creía que la orden de "evitar
sufrimientos innecesarios" era un tanto irónica,
habida cuenta de que el destino de sus víctimas no podía
ser otro que la muerte, Eichmann ni siquiera comprendió
el significado de la pregunta, debido a que en su mente llevaba
todavía firmemente anclada la idea de que el pecado imperdonable
no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario.
En el curso del juicio, Eichmann dio inconfundibles muestras
de indignación siempre que los testigos contaron atrocidades
y crueldades cometidas por los hombres de las SS -pese a que
el tribunal y la mayoría del público no supo interpretar
la actitud de Eichmann, debido a que el esfuerzo realizado por
éste para conservar el dominio de si mismo los había
inducido, erróneamente, a creer que el acusado era un
hombre "inconmovible" e indiferente a todo-,
y no fue la acusación de haber enviado a millones de seres
humanos a la muerte lo que verdaderamente le conmovió,
sino la acusación (desechada
por el tribunal)
contenida en la declaración de un testigo, según
la cual Eichmann había matado a palos a un muchacho judío.
Cierto es que Eichmann había enviado expediciones a las
zonas en que actuaban los Einsatzgruppen, que no daban
una muerte sin dolor, sino que mataban a tiros, pero seguramente
experimentó una sensación de alivio cuando, en
las últimas etapas de la operación, ello dejó
de ser necesario debido a la siempre creciente capacidad de absorción
de las cámaras de gas. Segurarnente pensó también
que el nuevo método de matar indicaba una clara mejora
de la actitud adoptada por el gobierno nazi para con los judíos,
puesto que al principio del programa de muerte por gas se expresó
taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran privilegio
de los verdaderos alemanes.
A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas
en todas partes -en el frente ruso, en los desiertos de África,
en Italia, en las playas de Francia, en las minas de las ciudades
alemanas-, los centros de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno,
Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente
parecer aquellas "fundaciones caritativas del Estado"
de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor.
Además, a partir del mes de enero de 1942, había
equipos dedicados a la eutanasia que operaban en el Este, con
la misión de "ayudar a los heridos, en la nieve
y el hielo"; y aun cuando esta matanza de soldados heridos
era "alto secreto", muchos estaban al corriente
de ella, y entre éstos no podían faltar los ejecutores
de la Solución Final.
Con frecuencia se ha dicho que la matanza, mediante gas, de los
enfermos mentales tuvo que ser detenida en Alemania, debido a
las protestas de la población y de unos cuantos, pocos,
dignatarios de las iglesias cristianas, y que tales protestas
no surgieron cuando el gas se empleó para matar judíos,
pese a que algunos de los centros en que se realizaba esta tarea
estaban situados en lo que, en aquel entonces, era territorio
alemán, y se hallaban rodeados de centros de población
alemanes. Sin embargo, debemos señalar que las protestas
se produjeron al principio de la guerra. Abstracción hecha
de los efectos de la "educación en materia de
eutanasia", la actitud hacia "la muerte sin
dolor, mediante gases" probablemente cambió de
gran manera en el curso de la guerra. Es dificil demostrar dicha
afirmación.
Carecemos de pruebas documentales, debido al secreto de que tal
empresa fue rodeada, y, por otra parte, ningún criminal
de guerra se refirió a este aspecto del asunto, ni siquiera
los acusados en el llamado "juicio de los Doctores",
celebrado también en Nuremberg, quienes no dejaron de
citar constantemente frases de estudios de fama internacional
efectuados sobre la materia. Quizás hablan olvidado cuál
era la opinión pública imperante en el período
en que se dedicaban a matar, quizá jamás se preocuparan
de saberlo, puesto que creían, equívocamente, que
su actitud "objetiva y científica" era
mucho más avanzada que las opiniones sustentadas por los
ciudadanos ordinarios.
Sin embargo, a la debacle moral de toda una nación han
sobrevivido unas cuantas historias verdaderas, de inapreciable
valor, que constan en los diarios de guerra escritos por hombres
dignos de confianza, que tenían conciencia de que sus
contemporáneos no experimentaban la sorpresa e indignación
que ellos sentían.
Reck-Malleczewen, a quien he mencionado anteriormente, cuenta
que una dirigente nazi acudió a Baviera para pronunciar
ante los campesinos unas cuantas charlas encaminadas a elevarles
la moral, en el verano de 1944. Al parecer, dicha señora
no dedicó mucho tiempo a referirse a las "armas
milagrosas" y a la victoria, sino que se enfrentó
francamente con la perspectiva de la derrota, derrota que no
debía inquietar a ningún buen alemán porque
"el Führer, en su gran bondad, tiene preparada para
todo el pueblo alemán una muerte sin dolor, mediante gases,
en caso de que la guerra no termine con nuestra victoria".
Y el escritor añade: "No, no son imaginaciones
mías, esta amable señora no es un espejismo, la
vi con mis propios ojos. Era una mujer de piel amarillenta, de
poco más de cuarenta años, con mirada de loca...
¿Y qué ocurrió? ¿Los campesinos bávaros
tuvieron por lo menos el buen sentido de arrojarla de cabeza
al lago más próximo, para que se le enfriaran un
poco sus entusiastas deseos de morir? No, nada de eso. Regresaron
a sus casas, meneando la cabeza".
La historia siguiente es todavía más pertinente
al tema de que nos ocupamos, por cuanto su protagonista no era
un "dirigente", y posiblemente ni siquiera pertenecía
al partido. Ocurrió en Königsberg, en la Prusia Oriental,
es decir, en una zona alemana muy distinta a la anterior, en
enero de 1945, pocos días antes de que los rusos destruyeran
la ciudad, ocuparan sus minas y se anexionaran la provincia.
Esta anécdota la cuenta el conde Hans von Lehnsdorff,
en su Ostpreusi¡sches Tagebuch (1961). Por ser médico, el conde se
quedó en la ciudad a fin de cuidar a los soldados heridos
que no podían ser evacuados. Fue llamado a uno de los
grandes centros de alojamiento de refugiados procedentes del
campo, es decir, procedentes de las zonas que ya habían
sido ocupadas por el Ejército Rojo. Allí se le
acercó una mujer que le mostró unas varices que
había tenido durante años, peso que ahora quería
someter a tratamiento, ya que disponía de tiempo para
ello. «Procuré explicarle que, para ella, era
mucho más importante salir cuanto antes de Königsberg,
y dejar el tratamiento de las varices para más adelante.
Le pregunté: "¿Dónde quiere ir?".
No supo qué responder, pero sí sabía que
todos serían transportados al Reich. Y ante mi sorpresa
añadió: "Los rusos nunca nos cogerán.
El Führer no lo permitirá. Antes nos gaseará
a todos".
Miré con disimulo alrededor, y advertí que las
palabras de la mujer a nadie le habían parecido extraordinarias.
Uno tiene la sensación de que esta historia, como todas
las historias reales, no es completa. Hubiera debido haber allí
una voz, preferentemente femenina, que tras lanzar un profundo
suspiro añadiera: "Y pensar que hemos malgastado
tanto y tanto gas, bueno y caro, suministrándolo a los
judíos...".
(*): EICHMANN EN JERUSALÉN.
UN ESTUDIO SOBRE LA BANALIDAD DEL MAL - Hannah Arendt - Lumen, Barcelona, 1999 - 460 págs.
- Distribuye Blanes.
* Publicado originalmente en Insomnia
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