III. Estrategias para recuperar la memoria
Publicado
en 1983, la versión libro del audiovisual Una ciudad
sin memoria es aun hoy uno de los pocos documentos gráficos
que testimonia(1)
Montevideo,
la ciudad, su historia, la agresión de que es objeto,
y que el texto llama a frenar y a revertir.
Una ciudad sin memoria está armado sobre la base de un
conjunto de resúmenes anticipatorios, dedicatorias, comentarios,
citas, prólogos y reflexiones finales (detrás de la portada, en las
primeras páginas, luego de la bibliografía, detrás
de la contratapa, en la contratapa) que forman un "marco",
dentro del cual se hallan dos textos paralelos e interconectados
-un texto visual y un texto escrito-, y cuyo clímax es
la sentencia:
"Sólo
mediante una toma de conciencia colectiva, la ciudad actual podrá
preservar su identidad y su memoria" (93)
Muchos textos forman el "marco": un texto del Grupo
de Estudios Urbanos, una nota de la escritora Alicia Migdal publicada
en La Semana de El Día en 1981, una felicitación
del Instituto Argentino de Investigaciones de Historia de la
Arquitectura y Urbanismo, una consigna tomada del Correo de la
UNESCO relacionada al patrimonio cultural y natural de la humanidad,
una cita del Arq. Antonio Cravotto, otra del Arq. Leonardo Benevolo
(autor del
ya clásico Historia de la Arquitectura Moderna), una cita
de SUMMA con motivo de su campaña para la preservación
del patrimonio, y finalmente un prólogo del propio Arana.
Hacia
el final del libro, y luego de la sentencia transcripta más
arriba, cierra el texto una reflexión del historiador
Luis Bausero, miembro de la Comisión del Patrimonio Histórico.
En su conjunto, este marco exhibe la autoridad profesional y
moral de los autores y patrocinantes, legitimando de esta manera
la propuesta. No se trataría pues ni de un álbum
de fotos ni de una guía turística, sino de un testimonio,
y en este sentido, una narración histórica, una
serie de reflexiones y denuncias, y un alegato en favor de una
urgente toma de conciencia y cambio de rumbo político.
El relato visual, por su parte, consiste en una serie de fotografías
en blanco y negro que ofrece al lector la posibilidad de re/conocerse,
re/encontrarse y re/apropiarse de su ciudad. El relato escrito
consiste en frases y párrafos, muy breves y concisos.
No tienen por función explicar las fotos en el sentido
de dar información sobre lo que estamos viendo (cosa que ocurre en una
enciclopedia o en un libro de historia del arte).
La única información que tenemos del hecho urbano
presentado es su imagen (aunque
al final del libro hay una lista en la que se explica a qué
corresponde cada foto). Intercalados en el libro -debajo, yuxtapuestos,
o en las páginas opuestas a las fotos- las frases y párrafos
cortos forman un texto independiente y paralelo, estableciendo
un contrapunto con las imágenes, pero en el sentido de
aportar ideas, conceptos y categorías que nos permiten
"leer" el texto visual, y sobre todo, comprender el
proceso histórico urbano, su lógica dinamizante,
sus contradicciones y fuerzas opuestas.
Si
por un lado forman una narrativa lineal, están diagramados
como si fueran un elemento gráfico más, flotando
al centro de una página blanca, o inscriptas en blanco
al centro de un campo negro, adquiriendo por esta vía
el status de conceptos que nunca debieron ser olvidados, y que
según mecanismos de la percepción, han de quedar
grabados y titilando en la mente/en el campo visual mientras
el lector continúa su viaje por el libro -a través
del tiempo y el espacio de la ciudad.
Tras el marco mencionado, el relato comienza con la impresión
del origen, el aleph, el punto cero, el locus constante
a todos los Montevideos posibles: el principio concéntrico
de la fuente de la Plaza Matriz, al centro de la Ciudad Vieja.
Sin embargo, la idea del nacimiento pronto contradice la imagen
de la plaza casi vacía, vaciada. Un árbol invernal
asiste al gris espectáculo de ese útero deshojado.
Una perspectiva en fuga nos lleva hacia el título del libro.
La foto siguiente es un detalle ornamental: parte de la memoria
de una ciudad también reside en sus detalles, en sus pequeñas
cosas, en sus texturas cotidianas.
Inmediatamente después, la totalidad, la visión
desde arriba del laberinto -la perspectiva
del historiador, del urbanista-: la foto panorámica del
conjunto, de la unidad. Como la ciudad, la memoria y la historia
también son una unidad; fragmentar u olvidar esa unidad,
esa totalidad, es contar sólo una parte de la historia,
es recordar a medias, es no ver al otro.
Luego de estas primeras tramoyas semióticas, una nueva
advertencia antes de "entrar", esta vez de Graziano
Gasparini, nos recuerda que la defensa del patrimonio, de la
ciudad -de la memoria- no obedece a la nostalgia sino a una exigencia
vital de la ciudad nueva, de la vida moderna. En la página
opuesta, la perspectiva con el horizonte bajo, a la altura de
dos personas conversando en el banco de la plaza, sitúa
al lector participando vicariamente de una escena en que diversas
parejas -paseando, charlando- disfrutan colectivamente de la
Plaza Zabala (recordando
la fundación de Montevideo), e ilustrando de este modo
la contemporaneidad de lo que fuera uno de sus primeros espacios.
Girando la página, nos asalta la serie de mazazos. Sin
advertencia alguna, una ráfaga de imágenes se depliega
sobre las dos páginas siguientes retratando escenas de
edificios en ruinas, vaciamientos, derrumbes, demoliciones, destrozos,
muros ciegos. Por la forma de sus huellas, entonces, se hace
presente el espectro, el Moloch invisible y voraz.
Habiendo así planteado las premisas y conflictos principales
-su origen, el presente, la posibilidad de la armonía
entre la ciudad y su gente, las monstruosidades que se interponen
y amenazan esa felicidad- culmina allí el primer círculo
del relato, dando paso a una narración histórica
más convencional. Entre grabados, fotos y texto se pasa
a contar la historia de la ciudad, desde su fundación,
hasta el presente, pasando por sucesivas transformaciones que
hicieron de Montevideo, primero una base militar, luego poblado,
puerto y plaza de intercambio comercial, y luego, con la demolición
de las murallas, ciudad abierta "a los inmigrantes y
a las ideas del mundo [...]"(22).
Al relato de la ciudad le sigue un relato del modo en que su
arquitectura va adquiriendo su fisonomía propia, su escenografía
montevideana, como síntesis de diversas influencias: sus
miradores, azoteas y cornisas mirando al mar -no chimeneas ni
techos inclinados, guiñan los autores-, sus patios, reuniones
y tertulias familiares, las claraboyas de vidrio que haciendo
uso de las nuevas tecnologías sirven para "aclimatar"
las tipologías correspondientes a las formas de vida mediterránea
al contexto más frío del Río de la Plata.
La perspectiva aérea, extranjera, distante, que recorre
el mapa, que visualiza el conjunto, que vigila la plaza, se va
humanizando hasta transformar al lector en un transeúnte,
en el flanêur de Benjamin(2) , desde cuya perspectiva continúa
ahora el tránsito por las veredas hacia sus perspectivas
y horizontes posibles: a través de arcadas y pasivas,
frente a sus fachadas y esquinas, debajo de sus balcones, asomando
en sus venecianas, postigones y patios, recorriendo sus ferias,
mercados y calles arboladas, disfrutando de las cornisas de sus
terrazas y azoteas, de sus torres, de sus cúpulas. La
ciudad re/aparece a los ojos del lector como nunca antes la había
visto, a pesar de haber pasado por allí mil veces, sin
darse cuenta, sin detenerse, sin levantar la cabeza, sin haber
podido escapar a la telaraña de carteles, anuncios comerciales
y tapias que ocultan sus edificios, o eludir la tiranía
de la mandala que gobierna el estéril circuito cotidiano.
Llegado a este punto el relato ya se las ha ingeniado para crear
un suspenso y melo/dramatismo previo al flashback de la
fundación, ofreciendo presagios del fin -el invierno del
espacio público-, la premisa de la posibilidad de la armonía
entre lo moderno y lo antiguo, entre la ciudad y sus habitantes,
y planteando desde un principio el conflicto entre la ciudad
y los procesos destructivos que la acosan, que la lastiman, y
que a modo de fantasmagoría fatal acompañará
a los lectores hasta el final.
Trazado el escenario aparece el teatro de la vida: sus habitantes.
Significativamente, sin embargo, ocurren dos cosas. Primero,
en el relato de la evolución arquitectónica de
la ciudad, de sus funciones, de sus edificios, de sus detalles,
de sus significados, los hechos arquitectónicos no son
presentados como resultado de individualidades identificadas,
sino como resultado de procesos históricos, culturales,
generacionales, y de su encuentro o choque con fuerzas económicas,
políticas y hasta naturales-geográficas. Segundo,
el relato desciende a lo largo del eje de las escalas -región,
bahía, ciudad, espacios públicos, casas con terrazas,
patios con claraboyas, balcones a la calle- para lograr el efecto
de introducir, casi maliciosamente, el discurso de lo social
en lo que había comenzado como un relato histórico-geográfico
y una disertación arquitectónica.
Porque
los espacios públicos, las terrazas, los balcones, las
veredas no son sino el soporte físico, la escena del espectáculo
social(3)
,
del "amplio conjunto de actividades" a que da pie Montevideo:
las ferias, los pequeños comercios, los artesanos, los
cafés, la peluquería, las reuniones de amigos en
el Mercado del Puerto, las casas de antigüedades, los músicos
de la calle, la gente paseando, jugando en la plaza, o sentada
al aire libre, o reunida en lo que parece ser -valga la picardía
política- ... ¡una asamblea parlamentaria! (49) Espectáculo
urbano que es vital porque es sobre él que toma forma
y sentido la identidad personal.
A diferencia
de la identidad anglosajona, la cual se construye primariamente,
y aun si mediada por la cultura de masas, en la relación
pastoril/bucólica individuo-naturaleza e individuo-divinidad
(propio de
las culturas suburbanas), en las culturas mediterráneas
(lo mismo
que en las culturas mediterráneas transplantadas) la persona
se constituye mediatizada por el caldo de la tragicomedia colectiva
urbana(4)
.
Una vez que reaparece la gente se pasa a narrar la forma de vida
social, su identidad cultural, su diversidad, su unidad, sus
tradiciones, etc. -todo lo cual, dicho en el contexto de la dictadura,
adquiere significados que podrían estimular la imaginación
de cualquier ciudadano y la paranoia de cualquier oficial.
Paralelamente, otra noción fundamental comienza a volverse
nítida y a fundamentar el resto del relato. Me refiero
a la noción de la ciudad como una persona, como un organismo,
unas veces diferente a nosotros, y otras veces, parte de nosotros.
El funcionamiento combinado de ambas posiciones produce una cadena
de desplazamientos e identificaciones amorosas y dolorosas que
nos involucran como ciudadanos-lectores. Por una parte, ese organismo,
ese ser querido, "ella", la ciudad, es una entidad
diferente a sus habitantes, y conduce a reflexionar acerca del
carácter de nuestra relación "con ella".
Para Luis Bausero se trata de una relación de amor, de
amor colectivo:
La
ciudad quiere que la miremos con amor, que sintamos el latido
de su vida secular; que la miremos con el mismo afecto, con el
mismo propósito con que miramos el interior de nuestra
casa -aquí nos duele aquellos que no tienen techo y que
también a igual título que nosotros son también
ciudadanos de Montevideo- y sentimos su calor, sus recuerdos,
sus horas soñadas y sufridas en ellas. La ciudad tiene
que ser la unidad ennoblecida -no humillada- de todos sus habitantes
[...] (101).
Esta
relación de reciprocidad -la ciudad quiere que la amemos
como nosotros queremos ser amados-, y de equivalencia y de continuidad
entre la ciudad -generosa, afectuosa, acogedora- y la casa propia
-lugar respetado por ser propio-, aparte de fundarse en una relación
de amor/dolor colectivamente compartidos, reelabora la relación
entre lo personal y lo colectivo, y cuestiona la desarticulación
tajante entre intimidad, espacio doméstico y ciudad. La
perspectiva individualista enajenada de lo colectivo y de la
ciudad -de la cual uno es una parte con o sin conciencia de ello-,
da paso a una perspectiva colectivista en que la ciudad es re/apropiada
y compartida amorosamente, respetuosamente.
Finalmente, esta relación romántica de amor/dolor
da paso a la idea de la simbiosis o de la transmutación
mimética entre nosotros, los espacios que habitamos, las
relaciones que establecemos: nos transformamos en los que habitamos,
y construimos los espacios que reflejan lo que somos. Por eso,
"proteger el patrimonio cultural y natural [...] es proteger
las raíces mismas de la persona, aquello de que está
hecha y de lo que vive"(3).
Pero
además de esta tendencia a ser transformado a semejanza
del medio, y a producir el medio a nuestra imagen, existiría
otro proceso más simple y especular: al construir el mundo
y relacionarnos con él, indirectamente, nos construimos
a nosotros mismos. Por lo anterior, dice Elizabeth Grosz, al
final, más que hablar de ciudades deberíamos hablar
simplemente de ciudades-cuerpos -o
cuerpos-ciudades(5); o más
precisamente, como advierte Anthony Leeds, de cuerpos-regiones(6).
En
otras partes del relato, la ciudad nos incluye como partes de
su propia masa viva -la ciudad es "su gente, sus trabajos,
sus sueños" (dedicatoria). O a la inversa,
la ciudad es una extensión de nuestro cuerpo: lo que "le"
hacemos "a ella" nos afecta; no porque nos duele lo
que le pase al otro, al ser amado, sino que "nos duele"
porque nos lo hacemos a nosotros mismos.
Connotando lo anterior, antes, y a lo largo de su historia, dice
el relato: "la ciudad mantuvo su congruencia y unidad
de conjunto"(40), supo "afirmar
su escala, respetarse a sí misma"(41), su proceso,
la continuidad que es la memoria del origen y que aporta una
parte del sentido de la existencia y de la identidad colectiva.
Incluso, acogiendo lo austero, lo indigente (legitimado por ser la estética
del patriciado y de la situación colonial en general) y lo opulento (producto y depositorio
del esfuerzo y del sacrificio de la sociedad), las nuevas tecnologías
y las intervenciones de las vanguardias, y hasta los intereses
del capital financiero/inmobiliario -pienso en el caso del constructor
Emilio Reus.
Ahora ya no es igual; ahora a la ciudad "la mutilan"(84), "la
hieren", le faltan el respeto, le quiebran su unidad, y
por eso la expresión «Montevideo, [es] una ciudad
que nos duele» (contratapa). Sus ruinas y derrumbes se
convierten en amputaciones y lobotomías a nosotros mismos.
No sólo porque nos lastima y recorta los cuerpos sino
porque los transforma en cuerpos privados de ese territorio de
la imaginación y de la memoria que sólo se activa
"estando allí", estableciendo una relación
estética (sensual)
y
vivencial con el entorno físico. Dice a este respecto
Alicia Migdal:
¿Qué
ciudad [sociedad] se está haciendo ahora? ... al margen
y en contra de nosotros mismos ... ¿qué ciudad
futura modelará la fábula y la imaginación
[...] de los niños que ahora deslizan sus vidas entre
torres congruentes? Hay una ciudad y una calidad del recuerdo
personal y colectivo que se ha borrado ya definitivamente del
ámbito físico de la ciudad, una cantidad y una
calidad del recuerdo que no se llega ni se hereda a través
de las palabras ni de la memoria ajena, que no es transmisible
por los lenguajes articulados, sino únicamente por la
existencia de lo real, por estar allí [...] (Pliegue de tapa).
IV. La memoria
de la modernidad.
La
imagen de que "todo lo que es sólido se desvance
en el aire"(7), y de que
no habrá de quedar piedra sobre piedra, es el recurso
que usa Marx en el Manifiesto Comunista para representar
las transformaciones del mundo por obra de la Revolución
Burguesa, del capital, y de la conversión completa de
la vida en mercancía, en valor de cambio.
Tal
Revolución Moderna, tal colapso y erradicación
de todo lo existente, sin embargo, sería la que luego
haría posible otros cambios, otras revoluciones. Hace
unos años un libro de poemas del escritor uruguayo Hugo
Achugar llevaba el mismo título: Todo lo que es sólido
se disuelve en el aire. Apenas algo antes, y también celebrando
el gesto fáustico, moderno, del developer, del destructor-creador,
del creador-destructor, el libro de Marshall Berman(8) se titulaba de la misma manera.
En tales planteamientos, que se hallan en el límite entre
el espanto y la satisfacción, hay quizás la idea
que, para bien o para mal, la modernidad es sinónimo de
evaporación de todo lo existente hasta ese momento -y
viceversa, que tirar abajo y borrar es modernizar. Es claro que
ni Marx, ni Berman, ni Achugar están en posición
de frenar el proceso de revolución cultural burguesa a
que hacen referencia, y mucho menos de dirigirlo -por lo cual
sería absurdo responsabilizarlos de dichos procesos.
Sin
embargo, no es conveniente reducir toda transformación
cultural moderna a posturas totalitarias, futuristas y adánicas(9) -de hacer tabula rasa con
la cultura, de hacer borrón y cuenta nueva. Parafraseando
al Habermas de "Modernidad: un proyecto inconcluso"(10), así como hay muchos
proyectos post-modernos, también hubo muchos proyectos
modernos.
No todos implican la destrucción absurda o el olvido,
por el contrario, es también con la modernidad que resurge
la conciencia histórica, la memoria encapsulada en forma
de experiencia y de ciencia, de la posibilidad y de la necesidad
del progreso y de la emancipación. Si bien nuestra condición
post-moderna nos obliga a no repetir ciertas simplificaciones,
ingenuidades y errores asociados a lo moderno, tampoco podemos
olvidar lo que la modernidad hizo y hace posible.
No cabe duda de que, como Una ciudad sin memoria pone
bien claro, "la contracara del dinamismo y del poder
económico (asociados a una idea de modernidad) es la marginalidad
social y la degradación física de la ciudad"(51); o que el
revés del progreso y del crecimiento económico
son las modificaciones insensatas, la política constante
de vaciamiento y abandono, la derogación de las leyes
que protegen al patrimonio cultural y natural, la demolición
de monumentos históricos, ya sea para transformarlos en
escenografías vaciadas de significado, de uso, de valor,
o para dar paso a negocios inmobiliarios de valor social y estético
nulo.
O que,
como resultado de tal reorganización espacial, el actual
modelo cultural descansa sobre la base del aumento de la desigualdad,
la polarización y la degradación urbana.
Sin embargo, de la mano del neoliberalismo periférico
(que es una
forma de post-modernidad) este proceso desemboca en el propio
desmantelamiento del corazón del modelo cultural anterior,
de la escena moderna, es decir, del centro, el espacio de la
continuidad de la memoria, el espacio ciudadano que toma cuerpo
en la vida social y política, y que dio lugar a formas
inclusivas, participativas y democráticas -que la post-modernidad
todavía no ha podido generar.
Escena moderna hoy desplazada por la escena neoliberal, lugar
de espectáculos, fantasías y mundos virtuales,
pantomimas orientadas a vender, entretener y apaciguar(11), y por la obscenidad neoliberal,
escena urbana degradada, vaciada y viciada por la miseria, el
abandono, el crimen, la vigilancia, la prohibición o la
represión policial.
Por otro lado, como también lo plantea Una ciudad sin
memoria (que
es un proyecto moderno), quizás haya otras formas de
imaginar la modernidad -o la post-modernidad- que no pasen por
la farsa, la destrucción y el olvido. No se trata de transformar
a la ciudad en un museo o en un desfile de monumentos. De lo
que se trata es de que las transformaciones y rupturas culturales,
con todo lo radicales que es preciso que sean, garanticen poder
siempre volver a leer con claridad el texto físico del
proceso histórico, y de ese modo ejercer "el derecho
a la conciencia de la continuidad con la historia" (Migdal) -y con la
humanidad-, y de evitar el desgarramiento del tejido de referentes
compartidos que constituyen la cultura nacional (3).
Para terminar, lo mismo que la destrucción de la ciudad/la
construcción de una ciudad desmemoriada es una de las
estrategias del olvido, su re/construcción es una de las
estrategias de la memorización y de la imaginación.
Para hacer reaparecer a la verdad, lo mismo que para hacer posible
nuevas ideas, precisamos darles un espacio en la ciudad. Porque
para volver a disfrutar de las formas de vida de las que nos
han privado, así como para dar lugar a cuerpos, relaciones
y formas de vida propias de un mundo por venir, además
de desearlas o imaginarlas es preciso asignarles un lugar, darles
una forma, construirles un soporte físico que las haga
posibles, reales, imprescindibles, cotidianas.
Lo mismo que la imaginación, la conciencia histórica
precisa de mediaciones, de vivencias que nos conduzcan a ella.
La posibilidad de la memoria reside en la posibilidad de la ciudadanía,
y esta última depende de una ciudad que la acoja, que
la cultive, que la haga posible.
Notas:
(1) Declaraciones
de Ramón Gutiérrez y Ricardo Jesse Alexander, director
y subdirector, respectivamente, del Instituto Argentino de Investigaciones
de Historia de la Arquitectura y el Urbanismo.
(2) Walter Benjamin, Reflections. New York: Schocken, 1986.
(3) Donald Pitkin, "Italian Urbanscape: Intersection of
Private and Public", en The Cultural Meaning of Urban Space,
Robert Rotenberg y Gary McDonogh, eds. (Contemporary Urban Studies
Series) Westport, Conn: Bergin & Garvey, 1993.
(4) Pitkin, op. cit.
(5) Elizabeth Grosz, op. cit.
(6) Anthony Leeds, Cities, Classes and the Social Order, Roger
Sanjek, ed. Ithaca, New York: Cornell University Press, 1994.
(7) Hugo Achugar, Todo lo que es sólido se disuelve en
el aire. Montevideo: Arca, 1989.
(8) Marshall Berman, All that is solid melts into air. The experience
of modernity. (1982). New York, Penguin, 1988.
(9) El mito adánico, imaginar la realidad circundante
como una tabula rasa, un punto cero, sin pasado, donde no existe
nada -o por lo menos nada que deba valorarse o conservarse- es
una constante de la ideología liberal, y es discutido
por Hernán Vidal en Literatura hispanoamericana e ideología
liberal. Surgimiento y crisis. Buenos Aires: Hispamérica,
1976.
(10) Jürgen Habermas, "Modernity---An Incomplete Project",
en The Anti-Aesthetic. Essays on Postmodern Culture, Hal Foster,
Editor. Seattle: Bay Press, 1983.
(11) A la privatización y al repliegue estatal de la esfera
pública, y a la pérdida de control sobre el espacio
cultural doméstico -en gran medida invadido por las corporaciones
de la industria cultural global- se suma ahora la pérdida
del espacio cultural público, y la emergencia, en su lugar,
de plazas, calles, escuelas, museos, tablados privatizados. El
lugar central de la vida cultural de este fin de siglo lo ocupan,
por supuesto, las nuevas calles, plazas y lugares de paseo y
de reunión que son los shopping centers, puntos de actividad
social y cultural que compiten y desplazan a los antiguos espacios
públicos, hoy degradados y semi-abandonados. Sin embargo,
pese a la ilusión de equivalencia que posan los shopping,
haciéndose pasar por plazas y calles más modernas,
limpias, lindas, ascépticas y tranquilas (en contraste
con el espacio público viejo, sucio, feo, contaminado
y peligroso), como advierte Herbert Schiller (en Culture. Inc.
The Corporate Takeover of Public Expression. New York: Oxford
University Press, 1989), lo cierto es que "allí"
la ciudadanía deja de ser ciudadanía, deja de ser
público, y se convierte en masa de consumidores. Los derechos
del ciudadano quedan recortados al entrar en territorios privados,
regidos por los propietarios, los gerentes, sus técnicos
y consejeros, sus administradores, superintendentes y policías
propios. El consumidor allí es apenas un visitante temporal
sometido a los designios del propietario. Aun si dentro de ciertos
límites legales, es éste y no aquél quien
fija el orden de esta «micro-ciudad-estado», sus
leyes, su clima, su paisaje, sus horarios, su población,
lo que está permitido hacer y lo que no, lo que se puede
decir y lo que no, cómo ha de vestirse, cómo ha
de comportarse, qué se puede vender y qué no se
puede vender, a qué hora se entra y a qué hora
se sale. Hasta la vigilancia y la policía responden al
dueño y no al Estado o al ciudadano. En otras palabras,
lo que se presenta en apariencia como un espacio civil, abierto
y democrático o un espectáculo de masas donde «el
pueblo es el protagonista», no es sino un gran supermercado,
privado, cerrado y gobernado por intereses privados, cuyo principio
rector es el del beneficio económico, la rentabilidad,
por sobre toda consideración estética, ética,
política o de otra índole. En Gustavo Remedi, "Cultura
S. A.: Acercamiento al nuevo mapa de la industria cultural global"
(1995), s/p.
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