| En los 
                años ochenta, en plena era Reagan, los suplementos dominicales 
                de la prensa española emergían cuajados de reportajes 
                cenizos donde se daban continuos repasos a los efectos devastadores 
                de una guerra nuclear; se cuantificaban 
                los arsenales balísticos de soviéticos y americanos; 
                se mostraban mapas del mundo con países agrupados en colores 
                rojo y azul; se ofrecían hipótesis plausibles de 
                cómo tensiones mal sofocadas en Alemania Oriental, Cuba 
                o el estrecho de Bering podían degenerar en una guerra de exterminio total. 
                El cine y la televisión redundaban en ejemplos 
                similares: El Día Después, Amanecer Rojo, 
                Juegos de Guerra, Amerika... Los ratos libres de 
                mi niñez transcurrieron 
                ocupados en calcular la distancia a la que debería alejarme 
                del centro de Barcelona para evitar la onda expansiva de la primera 
                ojiva nuclear que hiciese explosión sobre él. Coleccionaba fascículos 
                donde se catalogaban tipos de arma según megatones y área 
                de destrucción, donde se especificaba el tiempo que deberíamos 
                permenecer enterrados en un refugio dependiendo del tipo de lluvia 
                radioactiva desencadenada.
 Cayó el muro, el Alzheimer sometió a Ronald Reagan 
                y se desvaneció el fantasma de la guerra atómica. 
                Pero el gusanillo 
                apocalíptico permaneció emboscado a la espera de 
                tiempos mejores, eso sí, latente: cabe recordar que desde 
                la inauguración de la Era Atómica con las masacres 
                de Hiroshima y Nakasaki, los Estados 
                Unidos 
                han aprovechado numerosas ocasiones para amenazar a sus adversarios 
                con un bombardeo nuclear con motivo de conflictos regionales en 
                Irán (1946), Yugoslavia (1946), Uruguay (1947), Alemania (1948 y 1961), Corea del Norte (1950 y 2003), China (1953 y 1958), Guatemala (1954), Egipto (1956), Iraq (1958, 2003), Cuba (1962), Vietnam (1969), Oriente Medio (1973), Irán (1980)... Un buen número de falsas alarmas 
                que no llegaron a consumarse. La decepción sufrida por 
                la población mundial, tras haber superado ilesa la barrera 
                psicológica del tercer milenio, exigía una reparación.
 
 Desde que Albert Einstein enunciase su ingeniosa frase: "No 
                sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero 
                seguro que la Cuarta se hará 
                con piedras 
                y palos", 
                una interminable lista de comentaristas ha dado por segura la 
                inevitabilidad de la catástrofe. El mundo no ha hecho más 
                que prepararse para ello. No sé qué pensará 
                un indio o un bosquimano, pero yo, como occidental de mente occidental 
                nacido y residente en Occidente, veo muy claro que la necesidad 
                del advenimiento de una Tercera Guerra Mundial se nutre 
                en el cáliz más esencial del pensamiento judeocristiano: 
                la linealidad inexorable del tiempo, el sentido histórico. 
                La consecución de una Segunda Gran Guerra programó 
                nuestro inconsciente colectivo para concebir como necesaria una 
                Tercera, porque no podemos soportar la angustiosa constatación 
                de que no haya dos sin tres: un pasado, un presente y un futuro; 
                una introducción, un nudo y un desenlace; un Padre, un 
                Hijo y un Espíritu Santo; tres guerras púnicas; 
                tres reyes magos; tres guerras mundiales.
 
 Durante décadas nos hemos esforzado en evitarla, impedirla, 
                neutralizarla, dotando a la idea Tercera Guerra 
                Mundial de estatus de cosa-en-sí y para-sí, de objeto 
                real insorteable. Está presente en nuestras vidas, en nuestro 
                pensamiento, en el horizonte de nuestro porvenir, como un muro 
                al que antes o después deberemos enfrentarnos, ya sea para 
                atravesarlo o para incrustarnos en él.
 
 El complejo militar-industrial de Estados Unidos urde cada pocos 
                años una excusa, más o menos inverosímil, 
                para sanear su economía: rendido el comunismo 
                y olvidada la Guerra de las Galaxias, se recurre al terrorismo islámico. 
                Los intereses 
                económicos 
                del imperio americano -el petróleo, la socavación 
                de la unidad del competidor europeo, la reactivación de 
                la industria armamentística, etc.- explican la existencia 
                de una interminable guerra de baja intensidad diseminada por todo 
                el globo, a la que ya estamos acostumbrados. Pero ni en la era 
                Eisenhower, ni en la era Reagan, ni en la actual era W. 
                Bush, 
                ha sido ni es necesaria una guerra generalizada. Hasta 
                el neanderthal más lento puede colegir que echar el guante 
                a un agente de la CIA -retirado o no- apellidado Bin 
                Laden 
                no implica necesariamente hacer saltar el todo planeta por los 
                aires. Sin embargo, los líderes del mundo, henchidos de 
                sentido histórico, no pueden cejar en su empeño 
                de arrimarse una y otra vez al abismo, de coquetear con la destrucción 
                total, invocando al tan fuertemente arraigado miedo colectivo 
                al que he hecho referencia: han sido, son, demasiadas las voces 
                que profetizan lo inevitable, haciéndolo inevitable a fuerza 
                de tanto profetizarlo.
 
 Milan Kundera, en La Insoportable Levedad del Ser, no definía 
                el vértigo como al miedo a caer al vacío, 
                sino como el miedo a dejarse vencer por el deseo de 
                arrojarse en él. La Tercera Guerra Mundial lleva más 
                de medio siglo siendo inevitable, adopte una forma u otra. Las 
                causas que la motiven serán irrelevantes, innecesarias 
                incluso. La espera, desde hace dos mil años, de un final 
                espectacular para la película secuencial de nuestra historia 
                es suficiente justificación. El Apocalipsis es inevitable 
                porque nosotros, frutos del árbol judeocristiano, lo deseamos 
                secretamente, como deseamos dejarnos caer desde lo alto de un 
                rascacielos. Sabiéndolo -pues lo sabe- el imperio americano 
                es quien ha resuelto desempeñar, a estas alturas de la 
                historia, el papel no sólo de constructor de rascacielos, 
                sino también -con la ayuda de sus virreyezuelos acólitos- 
                de quien nos lleva de visita a la azotea y, empujándonos 
                al borde del precipicio, nos sujeta por los hombros: provocándonos 
                miedo, salvándonos de nuestro miedo. ¡Salvándonos 
                la vida!, en definitiva...
 
 Barcelona,
            febrero 2003
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