Dice la leyenda que, en 1924, luego de cruzar el Atlántico
en barco, los footballers de la selección uruguaya practicaban
en Colombes antes del partido clasificatorio con Yugoslavia.
Esa misma leyenda dice que, como se sabían observados,
los uruguayos se fingieron chambones, y que incluso algunos jugaron
descalzos.
Al día siguiente, el partido terminó con goleada
a favor de los de camiseta celeste, y yugoslavos y observadores
se asombraron por los dribblings de los sudamericanos,
algo que nunca habían podido observar. ¿Cómo
habían desarrollado ese juego, la impronta que por décadas
habría de marcar al fútbol de este país?
La razón que entonces dieron los celestes, según
la misma leyenda, era la costumbre que en su país tenían
de "corretear gallinas".
Como se advierte, desde el mismo comienzo del fútbol uruguayo
ha habido una explicación falsa. Aquellos que navegaron
rumbo a lo desconocido y se descubrieron campeones olímpicos
no supieron cómo explicarlo, y algo similar sucedió
cuando inventaron el ritual de la victoria. Según los
registros, el desconcierto y la aclamación del público
frente su juego suntuoso llevó a los de celeste -que no
sabían cómo responder ante esa nueva exigencia-
a ir saludando tribuna por tribuna, dando origen a la vuelta
olímpica.
Y en general, a lo largo de las décadas, el fútbol
uruguayo fue una rareza. Los argentinos se ungían favoritos,
lo mismo hacían los brasileños, pero se repetía
-siempre que había paridad de fuerzas- la victoria celeste.
La explicación decididamente mitológica que fue
encontrando el fenómeno remitió, según dice
también la leyenda, a un periodista de un país
entonces poco desarrollado futbolísticamente, que habló
de "garra charrúa" para explicar el resultado
de una final sudamericana: Uruguay 3 contra 0 del favorito de
siempre, Argentina.
El maracanazo vino a asentar esta fórmula desquiciante,
porque, una vez más, los otros creyeron que Uruguay iba
a ser goleado. Pero el temple deportivo es algo connatural a
los campeones de cualquier deporte (a
nadie se le ocurre hablar de la garra charrúa del antigravitacional
Michael Jordan) y
se suele olvidar que, cuando se enfrentaron Brasil y Uruguay
en 1950, entre otras cosas, los celestes tenían una prosapia
deportiva mucho más importante que sus rivales.
Aunque lo ignoraran, cuando vencían, los uruguayos eran
técnica y estratégicamente superiores, porque,
como sucediera en 1924 o con el Peñarol de los sesenta,
desarrollaban un juego al que los demás no encontraban
respuesta. Al juego de los argentinos, cuyo desempeño
estaba basado exclusivamente en el dribbling y el pase
corto, los uruguayos añadían el pase largo.
Todo terminaría medio siglo después de la primera
gran victoria, cuando Holanda vapuleó a un paralítico
equipo uruguayo en 1974. Eso, si se quiere, fue un golpe epistemológico
del que no hemos logrado salir.
Se confundió, definitivamente, dinámica y potencia
con patadones y poca cintura, se confundió defensa con
"ir al bulto" y ataque con pelotazos.
En 1974, Argentina había recibido de los holandeses una
idéntica paliza, pero por suerte para ellos no pesaba
sobre su selección, por entonces inocente de triunfos
mundialistas, el peso de "garra" alguna. Los argentinos
apelaron a sus recursos de siempre, pero desarrollados a la velocidad
que exigía el fútbol contemporáneo.
De ahí en más,
los argentinos salieron campeones dos veces, y luego vicecampeones
del mundo. Los uruguayos (que
recién con la selección juvenil de Púa han
vuelto a encontrar un juego para los rivales exótico y
no controlable)
hemos venido padeciendo un fútbol desgarrado y desgarrador.
En cada enfrentamiento internacional los otros no son gallinas
-son halcones- y los de acá terminan, con las manos vacías,
revolcados en el barro.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 36
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