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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



BUÑUEL, LUIS - UN PERRO ANDALUZ - NAZARÍN - VIRIDIANA - LOS OLVIDADOS - TRABAJO/CAPITAL -

Luis Buñuel (o los modos de inquietar el ver)*

Laura Martins

La afirmación de Jacques Derrida en The Gift of Death: "no hay responsabilidad sin una ruptura disidente e inventiva respecto de la tradición, la autoridad, la ortodoxia, la regla o la doctrina" podría aplicarse con justeza a Buñuel


Desde el
ojo seccionado de Un perro andaluz (1929) hasta la explosión en y de la imagen de Ese oscuro objeto del deseo (1977) el nombre de Buñuel (1900-1983) remite a una de las experiencias (audio)visuales más tajantes y corrosivas de la historia del cine. Lo que Jean-Luc Godard, otro de los grandes realizadores del siglo XX, señala respecto del nexo entre pintura moderna y cinematógrafo es aplicable a Buñuel: su imagen, su cine, es una "forma que piensa" ("formas que avanzan hacia la palabra") (54-55). Una imagen que nos devuelve la mirada, que nos desafía interpelándonos (como ya, según el propio Godard, lo habían hecho pioneramente Berthe Morisot y Edouard Manet en plástica). Pero en el cineasta aragonés se transforma en una imagen que excede la fijeza del marco y se precipita rebasada contra la exterioridad del sujeto vidente, contra la barrera invisible que lo quiere mantener, precisamente, en ese estado de invisibilidad.
En contra de lo estético como mero ornamento, los filmes de Buñuel establecen un contrato activo de lectura audio-visual y vehiculizan problemáticas e interrogantes sobre la representación artística, a la vez que reivindican la
imaginación frente "a las catástrofes del espíritu público que la represión", entre otras formas de gobernabilidad, "ha provocado y sigue provocando"(Negri 20). A la pregunta ¿qué es lo que hace de Buñuel un gran artista? habría que responder: su ejercicio consciente y permanente de su responsabilidad como tal. En este sentido la afirmación de Jacques Derrida en The Gift of Death: "no hay responsabilidad sin una ruptura disidente e inventiva respecto de la tradición, la autoridad, la ortodoxia, la regla o la doctrina" (27) podría aplicarse con justeza a Buñuel (1). Y es, precisamente, de ese rasgo pertinente de la moral buñueliana que quiere dar cuenta el presente trabajo. A tal fin me serviré de algunos motivos, varios planos, ciertas secuencias y unas pocas anécdotas que resultan centrales para observar su decidida voluntad en desvirtuar el juicio burgués de ciencia como lo "racional-productivo" y de arte como lo "irracional-suntuario"(2). Buñuel en su carácter de cineasta, pero también como pensador y dada su capacidad productiva, construye una de las trayectorias estéticas más vitales e insolentes del siglo XX.

Quizá la empresa más desafiante acometida por Buñuel haya sido la de la conformación de una "imagen dialéctica", una "imagen crítica" de la imagen, una imagen que critica nuestros modos de verla porque en el
momento en que nos mira, nos fuerza a mirarla verdaderamente (Didi-Huberman 113). Buñuel pretende mostrar un vacío y hacer de este acto una forma que nos mira, pero sobre todo lo hace para (d)enunciar que ni el objeto ni el sujeto del ver se detienen nunca en lo que es visible, porque el acto de ver "no es el acto de una máquina de percibir lo real en tanto que compuesto por evidencias tautológicas"(47) (3), sino que ver/dar a ver es siempre inquietar el ver. Podría pensarse, incluso, que la imagen inaugural del corte lacerante del globo ocular de Un perro andaluz -que aloja su mirada en la nuestra- remitiría a la operación hendida que efectivamente contiene el ver como ademán del sujeto: una operación siempre agitada, fundamentalmente inestable.

La
búsqueda de Buñuel se orienta a la desestabilización del sujeto que audio-ve. En este sentido Los olvidados (1950), por ejemplo, contiene uno de los gestos más provocadores de su cine en particular y, quizá, del cine de occidente en general: se sabe que ese filme adhiere a ciertos dispositivos del neorrealismo que él mismo se encarga de socavar mediante secuencias fuertemente oníricas, entre otros artilugios. Pero ese gesto provocador aparece con Pedro, uno de los personajes (un niño de diez años), quien, inmediatamente después de que en esa especie de reformatorio progresista lo sorprenden robando un huevo, se gira y mirando la cámara lo arroja con fuerza y furia hacia ella. Vemos la clara y la yema, amalgamadas, deslizarse por su superficie lustrosa y transparente, y ese chorrear del huevo nubla la imagen, la de-forma, la des-figura.

Lo que se produce no radica tanto en lo que declara la
lectura psicoanalítica de Peter Evans, esto es: el ataque simultáneo de Pedro a la perspectiva de quienes lo observan y a su propia percepción que lo ha cegado al tratar, vanamente, de amar y ser amado por su despechada madre. Quizá tampoco en lo que concluye el mismo Evans a través de Oms: el huevo lanzado a la cámara representa un acto agresivo contra la percepción burguesa de la realidad (sic) (85). Más bien, el fuerte embate del huevo supondría, por una parte, quebrar con la naturalización de la imagen propia del Modo de Representación Institucional(4), es decir, interrumpir el borramiento del carácter de artefacto del cine y su estatuto de construcción retórica, suprimir el disimulo del artificio y de los medios y modos de producción puestos en juego y, por la otra, desocultar la fuente de la enunciación como forma de desenmascaramiento tanto del lugar del poder como de nuestro sitio de meros espectadores.

Algo, entonces, sale de la
sombra, nos interpela desafiándonos y nos mira en su desborde y, al mismo tiempo, esa aparición (esa visualidad) no cesa de exhibir su extrañeza (la extrañeza de lo que debía permanecer oculto). Tal como anota Didi-Huberman: la experiencia de la mirada unifica dos momentos complementarios, engarzados dialécticamente: "[…] por una parte, ver perdiendo, por decirlo así, y por la otra ver aparecer lo que se disimula" (159). De este modo Buñuel, una vez más, ejerce un corte, pero si en su filme de 1929, por la diégesis en que queda sumergido y por las reacciones causadas, tal corte no había interrumpido la "suspensión de la incredulidad", en Los olvidados lo que precisamente se manifiesta (se da a ver) es la credulidad (tanto como la complicidad) en la que se asienta nuestro mirar y que se ve arrebatada por el pacto tronchado y, al mismo tiempo, por el sacudir, por el despertar del ver. Buñuel enfoca certeramente contra la "ilusión de realidad" porque funciona como máscara que oculta "la existencia de un sistema racionalmente selectivo de intercambio simbólico" (Zunzunegui/Burch 12).

Por otro lado, al descorrer el velo de la enunciación, busca sacarnos de ese "viaje inmóvil" de la experiencia institucional que nos lleva siempre a la identificación constante con el punto de vista de la cámara, con la mirada que ve, que "está ahí". Ahora bien, ¿cómo nos hace desembarcar de ese
viaje? Se sabe que la película clásica maximaliza el proceso diegético mediante la invisibilidad del espectador suscitada por el tabú de los actores de mirar el objetivo de la cámara, de manera tal que seamos interpelados en tanto individuos incorpóreos. El huevo que desciende por la superficie deslizante de la cámara no sólo desbarata (corta, secciona) la identificación con el personaje (situada del lado del significado) y con la de la cámara (situada del lado del significante), sino que, al producir ese quiebre, Buñuel nos devuelve la corporeidad (la visibilidad) sustraída por el modo de representación espacio-temporal de la Institución. Ahí somos interpelados por lo que vemos en lo que nos mira, por la simultánea y, a la vez, momentánea maniobra de apertura y pérdida, practicada como incisión, como hendidura en la certidumbre de lo que ve el sujeto. He aquí la significativa imagen dialéctica del director de Los olvidados.

Ahora bien, la impronta desasosegante de muchos de sus filmes
(manifestada unas veces de manera directa, otras de forma más sutil, menos expuesta, pero siempre enfocando contra alguna hegemonía [Kinder 291], o contra la autoridad, la ortodoxia, la doctrina), aparece indefectiblemente en los relatos, en las anécdotas de las que se sirven esos filmes. Si en muchos casos se pone en juego un grado notorio de independencia de algunos dispositivos formales o estilísticos respecto de la motivación narrativa (como en el caso analizado de Los olvidados), el proceso de seccionamiento anteriormente aludido también se presenta en las historias que nos cuenta Buñuel, cuya producción cinematográfica, de ningún modo, podría reducirse a un inventario de los procedimientos transgresores a nivel formal, aunque éstos linden con la genialidad.

En función de observar lo dicho y sin desatender igualmente tales procedimientos dado el
juego dialéctico en el que participan, conviene volver sobre algo ya sabido: su cinematografía se asienta decididamente en la referencia inescapable al discurso, rituales e iconografía del cristianismo. Pero mientras que por una parte señalaría, de uno u otro modo, el carácter imperial y omnipresente de la primera religión evangélica y católica en cuanto a su anhelo de expansión universal, dada su pretendida verdad, única y absoluta, Buñuel no va a exponer una contra-verdad porque implicaría operar con esa misma lógica. Su filmografía no intentará otorgar respuestas correctas, sino formular problemas en virtud de impedir una "imagen" dogmática del pensamiento. De todas maneras se podría sostener que si se tratara de buscar con porfía un tipo de respuesta desde lo estético, esta se encontraría en los múltiples umbrales e intersticios que la figura infinitamente facetada de sus filmes suscita, y desde lo empírico, en lo que fue su empeño, firme y mordaz, de contradecir y contradecirse siempre.

Buñuel expuso vivamente que la imagen de un rebelde crucificado aún continúa organizando la subjetividad occidental. Su propia producción se halla en gran parte ordenada
(y gira) en torno a esta problemática. Podría decirse que el director de Viridiana adhiere a la pregunta que se formula León Rozitchner en La cosa y la cruz. Cristianismo y capitalismo. En torno a las Confesiones de san Agustín: "si todo el fundamento religioso cristiano no es necesariamente fundamento de dominación en lo que tiene precisamente de religioso" (11). El cineasta de Calanda es consciente de que el imaginario de la subjetividad occidental -judíos y no religiosos incluidos- está sólidamente amasado en la cultura cristiana.

Entre otros tantos aspectos de la teología cristiana esparcidos en su filmografía, lo que late en un filme como Viridiana
(al que retornaré) es la complementariedad existente entre las premisas metafísicas del espíritu cristiano y el capital. Como puntualiza Rozitchner, Karl Marx había analizado la expropiación del cuerpo del obrero en el proceso productivo, pero se había olvidado de examinar el previo y conveniente embargo "mítico-religioso del cuerpo vivo, imaginario y arcaico, que constituye […] el presupuesto también de toda relación económica" (12) (5). El trabajo indiferenciado (que requiere un sistema productor de mercancías) procede del cuerpo des-valorizado y le cupo al cristianismo des-preciar el "uso de los cuerpos" que el capital (valor y precio) se encargará de expropiar. No en vano (San) Agustín sentenciaba: "mediante el ahorro en carne podréis invertir en Espíritu" (cit. por Rozitchner 12) (negritas del autor). La "economía libidinal" hace su entrada triunfal. Se niega la materialidad ya que debe ser conjurada para que no haga tambalear el ordo universalis (Grüner 10). De aquí a la muerte como instrumento del orden social, histórico y político cristiano hay un exiguo trecho. Así lo dispone una teología que tiene su centro en un torturado a muerte como modelo de salvación pero que renace en otra vida: la rebelión colectiva transmutada en solución religiosa, subjetiva, individual; la mayor rebeldía, la de Cristo, "también sirve para profundizar la sumisión y convertirla en un instrumento nuevo del poder renaciente" (Rozitchner 51).(6)

Tal solución subjetiva se exhibe por medio del personaje de Nazarín
(del filme homónimo, realizado en México, 1958) quien, como "santo varón, no es menos nocivo que el perverso y el degenerado" (Deleuze, Imagen Movimiento 184-5) al participar con sus "buenas obras" de la obra de degradación, tratando de vivir el evangelio a través de la prédica y la práctica del desprendimiento y la negación de lo pulsional. Hundido en un individualismo atroz llega a ser capaz hasta de convertirse en rompehuelgas después de que, hambriento en su peregrinaje en busca del sustento de la caridad, decide ponerse a trabajar frente al decisivo encono de los trabajadores del lugar que terminan agrediéndolo con justicia. El añadido de esta secuencia tanto como el desplazamiento espacio-temporal al México del porfiriato conforman sugerentes cambios efectuados por Buñuel respecto del original galdosiano (más apegado a la idea de un Cristo contemporáneo redivivo). Precisamente la atrocidad del Nazarín buñueliano se revela aún más terminante cuando, ya alejado del conflicto que origina, oye varios disparos provenientes de la lucha entre el capataz y los huelguistas, mientras que, ajeno e imperturbable, arranca unas hojitas de olivo. Y la contundencia de este plano se establece a partir de la dialéctica entre los estentóreos tiros (en sonido fuera de campo) y la liviandad de su gesto. Parasitismo regresivo por un lado y acción perversa por el otro. Su individualismo, su indiferencia y su posicionamiento como marginal -frente al sistema capitalista pero también frente a las condiciones de represión y persecución imperantes bajo la dictadura de Porfirio Díaz- lo instalan en el lugar donde se niega toda aptitud contestataria, y que la figura de Simón (Simón del desierto, México, 1965), encaramado durante años en una fina y elevada columna, extremaría hasta el absurdo. Cuerpos desvalorizados mediante, ambos, Nazarín y Simón, sufren la vida histórica sin chistar, "[…] aceptando el martirio que el capital y el estado y la iglesia le imponen, para certificar que su fantasía es un mandato divino" (Rozitchner 201). Protegido en su "refugio subjetivo imaginario", hombre vencido en vida por la muerte, Nazarín, por desinterés y omisión, se separa de todos los otros desheredados de la tierra.

Por iniciativa de Uninci y treinta años después de comenzada su carrera, Buñuel dirige Viridiana cuya importancia radica en que constituye la primer película que rueda, como
exiliado, en suelo español. Al igual que en Nazarín, el filme es la exposición de una subjetividad afincada en lo religioso, aunque, al mismo tiempo, pone en escena su faz autoritaria a través de los ritos y rígidas modalidades que impone a los indigentes que ha recogido. Si bien Viridiana va a proceder posteriormente a esconder y luego a quemar los fetiches de la crucifixión, al principio, acata, rodeada por ellos, la dimensión de muerte (la carnalidad retaceada) inserta en la vida por la norma religiosa.

A pesar de que el recorrido emocional de la novicia se traslada desde la negación de todas sus pulsiones hasta su incipiente autorreconocimiento como
máquina deseante, éste se efectiviza en tanto lo que lleva a cabo es el pasaje de sujeción de una ley a otra: de la territorialidad edípica de la ley cristiana al poder falocrático encarnado en su primo Jorge, el hijo heredero de su tío político, quien va a planificar, sobre lo heredado, el desarrollo y modernización capitalistas. Es respecto de este último proceso que en Viridiana asistimos a una sugestiva secuencia que engarza con la hora de oración (donde la cita de la tela de Jean-François Millet no pasa inadvertida): la joven devota convoca a sus mendigos para el Angelus y no lejos de allí, maquinarias y tractores, palas y carretillas abarrotadas de distintos materiales, trabajan con denuedo cumpliendo con las tareas de tecnificación emprendidas por Jorge.

Mientras la beata Viridiana reza junto a sus indigentes, se electrifica y se desarrolla el campo. Para mostrar este contrapunto, Buñuel recurre a la sintaxis del montaje paralelo: a cada plano
(general) de la lánguida oración con sus inmóviles proferidores, le sigue un (primer) plano con los movimientos rápidos y espasmódicos propios de la nueva productividad. Sin embargo, más que constituir, como sostiene Sánchez-Biosca, una "clara oposición" entre "[d]os mundos, dos grupos de personajes que parecen no coexistir en el tiempo [y que] aparecen, así, frente a frente por obra y arte del montaje" (71), Buñuel pone en juego las premisas (ideo)lógicas del reino del Capital(7) o, como adelanté más arriba, la índole complementaria de ambas premisas, la del espíritu cristiano y la del capital.

En efecto, después de inculcar preceptos, impartir órdenes y establecer una rigurosidad entre los mendigos lindante con lo militar, en esta secuencia se muestra a Viridiana orando con ellos, es decir, invirtiendo en lo espiritual, ahorrando en
carne (Agustín dixit), acumulando cuantitativamente para obtener la magna ganancia de la vida eterna; Viridiana como una cripta, un sarcófago, un cuerpo in-sensible, cuya identidad expropiada se conforma con la búsqueda de obtención de esos dividendos celestiales. Mientras tanto Jorge invierte capital para hacer rendir el campo y usufructuar sus réditos, lo tecnifica porque pretende convertirlo de suelo parasitario, de feudo abandonado, a terreno productivo con el esfuerzo de todos los trabajadores -productores de plusvalía- que aparecen, como digno broche, al término de la secuencia. A través de este contrapunto Buñuel de/muestra, mediante imágenes, que el orden capitalista al igual que la subjetividad religiosa cristiana de la que aquél deviene, imponen un vivir para un "sistema cambista". De lo cual puede colegirse que cada individuo, en función de esa norma, debe asumir "[…] los mecanismos de control, de represión, de modelización del orden dominante" (Guattari 53).

Según Carl Einstein "[el
arte] es una defensa contra la fuga del tiempo y con ello una defensa contra la muerte" (cit. en Didi-Huberman 153), contra la muerte natural, biológica, histórica, inexorable, pero también contra una de las formas de la muerte, contra esa forma suscitada en las terribles aguas del exilio que Luis Buñuel, sorteando sus duros golpes, supo y pudo resistir -como fue observado- a fuerza de imaginación. Una imaginación desplegada con mordacidad, lucidez y humor. Abocado a la tarea de desenmascarar las formas siempre renovadas de la opresión y exhibir otras problemáticas que atañen a la libertad (ese fantasma tan perseguido), como las de todos los discursos que se pretenden hegemónicos, su cine nunca dejó de exponer la potencialidad revolucionaria del arte. Sin duda, una responsabilidad ejercida desde la ruptura disidente e inventiva.

 

Notas:

(1)Traducción de David Oubiña aparecida en su excelente nota sobre Jean-Luc Godard. Su lectura me permitió reflexionar sobre algunas cuestiones de la filmografía de Buñuel desde una nueva perspectiva.
(2) Me hago eco de las palabras de Nelly Richard (18) quien, en otro contexto, observa cómo la investigación social echa mano de la misma división para abordar cuestiones relacionadas con la problemática de la mujer.
(3) La forma tautológica implica un "lo que ves es lo que ves" que comporta tanto la estabilidad del objeto visual (lo que es es lo que es) como la estabilidad del sujeto vidente (tú eres tú). Una verificación tautológica se encontraría en una afirmación del tipo: "La encajera de Vermeer es una encajera, nada más ni nada menos" o del tipo: "La encajera no es nada más que una superficie plana cubierta de colores dispuestos en cierto orden" (46-7). Si bien el estudio de Didi-Huberman analiza las condiciones estéticas y epistémicas de la experiencia visual en relación con trabajos escultóricos (y, en menor medida, plásticos), lo que sostiene puede muy bien desplazarse a la imagen cinematográfica. De él, precisamente, he tomado prestado el título para asignárselo, en otro artículo, a Buñuel
(4) Remito al desmenuzamiento teórico y a los ejemplos de Noël Burch respecto del MRI en El tragaluz del infinito.
(5) Marx pensaba ilusoriamente que el advenimiento de la racionalidad científica traería aparejado el derrumbe de los mitos y las religiones.
(6) De hecho con el cristianismo se conforma una nueva forma de dominio: el emperador Constantino se percata de que la nueva religión "puede aparecer cumpliendo subjetivamente esa tarea de protección imaginaria en cada súbdito […] ¿Cómo no adoptar una religión donde la figura divina hecha hombre romano aparece crucificada por el poder de la ley del Estado?" (267).
(7) Sintagma que usa Eduardo Grüner (10) en su lectura del texto citado de Rozitchner cuando repara en su audaz tesis de que no es necesario esperar al protestantismo para contar con tales premisas, no hace falta que se reúnan todas las condiciones materiales y que se produzca el despliegue completo de la "base económica". Hay que remontarse, eso sí, a la conformación de una economía libidinal. Al respecto, consúltese a Rozitchner (9-22).

Referencias:

Adorno, Theodor. Minima Moralia: Reflections from Damaged Life. London: NLB, 1978.
Burch, Noël. El tragaluz del infinito. 2a.ed. Francisco Llinás trad. Madrid: Cátedra, 1991.
Cella, Susana. "Implacable mirada de un profeta". Reseña sobre Minima Moralia de Theodor Adorno. Clarín. Cultura y nación 31 de octubre de 1999 <http://www.clarin.com/suplementos/cultura/ultimo/e-01001d.htm>
Deleuze, Gilles. La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Irene Agoff trad. Barcelona-Buenos Aires: Paidós, 1983.
---. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona-Buenos Aires: Paidós, 1985.
---. El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. 1a reimpresión. Francisco Monge trad. Barcelona: Paidós, 1995.
Derrida, Jacques. The Gift of Death. David Wills trad. Chicago: The University of Chicago Press, 1995.
Didi-Huberman, Georges. Lo que vemos, lo que nos mira. Horacio Pons trad. Buenos Aires: Manantial, 1997.
Evans, Peter William. The Films of Luis Buñuel. Subjectivity and Desire. Oxford: Oxford University Press, 1995.
Geirola, Gustavo "La Tristana de Buñuel". Cuadernos hispanoamericanos 514-515 (1993): 227-237.
Godard, Jean-Luc. Historie(s) du cinéma. Paris: Gallimard, 1998.
Grüner, Eduardo. "Sobre La cosa y la cruz. Cristianismo y capitalismo". La Gandhi. Argentina 2 (1997): 10.
Guattari, Félix. Cartografías del deseo. Miguel Denis Norambuena trad. Buenos Aires: La Marca, 1995.
Negri, Toni. El exilio. Raúl Sánchez trad. Barcelona: El Viejo Topo, 1998.
Oubiña, David. "Las Historie(s) du cinéma de Jean-Luc odard". Punto de vista 64 (1999): 17-23.
Pagels, Elaine. Adam, Eve, and the Serpent. New York: Vintage Books, 1989.
Richard, Nelly. Masculino/femenino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática. Santiago: Francisco Zegers Editor, 1989.
Rozitchner, León. La cosa y la cruz. Cristianismo y capitalismo. En torno a las Confesiones de san Agustín. Buenos Aires: Losada, 1997.
Sánchez-Biosca, Vicente. Luis Buñuel. Viridiana. Barcelona: Paidós, 1999.
Sánchez Vidal, Agustín. Luis Buñuel. Madrid: Cátreda, 1994.
Zunzunegui, Santos. Prólogo. El tragaluz del infinito de Noël Burch. Madrid: Cátedra, 1991. 9-13.

* Originalmente publicado (con algunas modificaciones) en La nueva literatura: Crítica hispánica (1999) (Valladolid, España) bajo el título de "Luis Buñuel: lo que vemos, lo que nos mira".

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