Desde el ojo seccionado de Un
perro andaluz (1929) hasta la explosión
en y de la imagen de Ese oscuro objeto del deseo (1977) el nombre de Buñuel
(1900-1983) remite a una de
las experiencias (audio)visuales más tajantes y corrosivas
de la historia
del cine.
Lo que Jean-Luc Godard, otro de los grandes realizadores del siglo
XX, señala respecto del nexo entre pintura moderna y cinematógrafo
es aplicable a Buñuel: su imagen, su cine, es una
"forma que piensa" ("formas que avanzan hacia la palabra") (54-55). Una imagen que nos devuelve la mirada, que nos desafía
interpelándonos (como
ya, según el propio Godard, lo habían hecho pioneramente
Berthe Morisot y Edouard Manet en plástica). Pero en el cineasta
aragonés se transforma en una imagen que excede la fijeza
del marco y se precipita rebasada contra la exterioridad del sujeto
vidente, contra la barrera invisible que lo quiere mantener, precisamente,
en ese estado de invisibilidad.
En contra de lo estético como mero ornamento, los filmes
de Buñuel establecen un contrato activo de lectura audio-visual
y vehiculizan problemáticas e interrogantes sobre la representación
artística, a la vez que reivindican la imaginación frente "a
las catástrofes del espíritu público que
la represión", entre otras formas de gobernabilidad,
"ha provocado y sigue provocando"(Negri 20). A la pregunta
¿qué es lo que hace de Buñuel un gran artista? habría
que responder: su ejercicio consciente y permanente de su responsabilidad
como tal. En este sentido la afirmación de Jacques Derrida
en The Gift of Death: "no hay responsabilidad sin
una ruptura disidente e inventiva respecto de la tradición,
la autoridad, la ortodoxia, la regla o la doctrina" (27) podría aplicarse
con justeza a Buñuel (1). Y es, precisamente, de ese rasgo
pertinente de la moral buñueliana que quiere dar cuenta
el presente trabajo. A tal fin me serviré de algunos motivos,
varios planos, ciertas secuencias y unas pocas anécdotas
que resultan centrales para observar su decidida voluntad en desvirtuar
el juicio burgués de ciencia como lo "racional-productivo"
y de arte como lo "irracional-suntuario"(2). Buñuel
en su carácter de cineasta, pero también como pensador
y dada su capacidad productiva, construye una de las trayectorias
estéticas más vitales e insolentes del siglo XX.
Quizá la empresa más desafiante acometida por Buñuel
haya sido la de la conformación de una "imagen
dialéctica", una "imagen crítica"
de la imagen, una imagen que critica nuestros modos de verla porque
en el momento en que nos mira,
nos fuerza a mirarla verdaderamente (Didi-Huberman 113). Buñuel
pretende mostrar un vacío y hacer de este
acto una forma que nos mira, pero sobre todo lo hace para (d)enunciar
que ni el objeto ni el sujeto del ver se detienen nunca en lo
que es visible, porque el acto de ver "no es el acto de
una máquina de percibir lo
real en tanto que compuesto por evidencias tautológicas"(47) (3), sino que ver/dar
a ver es siempre inquietar el ver. Podría
pensarse, incluso, que la imagen inaugural del corte lacerante
del globo ocular de Un perro andaluz -que aloja su mirada
en la nuestra- remitiría a la operación hendida
que efectivamente contiene el ver como ademán del sujeto: una operación
siempre agitada, fundamentalmente inestable.
La búsqueda de Buñuel
se orienta a la desestabilización del sujeto que audio-ve. En
este sentido Los olvidados (1950), por ejemplo, contiene uno de los gestos
más provocadores de su cine en particular y, quizá,
del cine de occidente en general: se sabe que ese filme adhiere
a ciertos dispositivos del neorrealismo que él mismo
se encarga de socavar mediante secuencias fuertemente oníricas,
entre otros artilugios. Pero ese gesto provocador aparece con
Pedro, uno de los personajes (un
niño de diez años), quien, inmediatamente
después de que en esa especie de reformatorio progresista
lo sorprenden robando un huevo, se gira y mirando la cámara lo arroja con fuerza
y furia hacia ella. Vemos la clara y la yema, amalgamadas, deslizarse
por su superficie lustrosa y transparente, y ese chorrear del
huevo nubla la imagen, la de-forma, la des-figura.
Lo que se produce no radica tanto en lo que declara la lectura psicoanalítica
de Peter Evans, esto es: el ataque simultáneo de Pedro
a la perspectiva de quienes lo observan y a su propia percepción
que lo ha cegado al tratar, vanamente, de amar y ser amado por
su despechada madre. Quizá tampoco en lo que
concluye el mismo Evans a través de Oms: el huevo lanzado
a la cámara representa un acto agresivo contra la percepción
burguesa de la realidad (sic) (85). Más bien, el fuerte embate
del huevo supondría, por una parte, quebrar con la naturalización
de la imagen propia del Modo de Representación Institucional(4), es decir, interrumpir
el borramiento del carácter de artefacto del cine y su
estatuto de construcción retórica, suprimir el disimulo
del artificio y de los medios y modos de producción puestos en juego
y, por la otra, desocultar la fuente de la enunciación
como forma de desenmascaramiento tanto del lugar del poder como
de nuestro sitio de meros espectadores.
Algo, entonces, sale de la sombra, nos interpela desafiándonos
y nos mira en su desborde y, al mismo tiempo, esa aparición
(esa visualidad) no cesa de exhibir
su extrañeza (la
extrañeza de lo que debía permanecer oculto). Tal como anota
Didi-Huberman: la experiencia de la mirada unifica dos momentos
complementarios, engarzados dialécticamente: "[
] por una parte, ver perdiendo, por
decirlo así, y por la otra ver aparecer lo que se disimula"
(159). De este modo Buñuel, una vez más,
ejerce un corte, pero si en su filme de 1929, por la diégesis
en que queda sumergido y por las reacciones causadas, tal corte
no había interrumpido la "suspensión
de la incredulidad", en Los olvidados lo que precisamente
se manifiesta (se
da a ver) es
la credulidad (tanto
como la complicidad) en
la que se asienta nuestro mirar y que se ve arrebatada por el
pacto tronchado y, al mismo tiempo, por el sacudir, por el despertar
del ver. Buñuel enfoca certeramente contra la "ilusión
de realidad" porque funciona
como máscara que oculta "la existencia
de un sistema racionalmente selectivo de intercambio simbólico"
(Zunzunegui/Burch
12).
Por otro lado, al descorrer el velo de la enunciación,
busca sacarnos de ese "viaje inmóvil"
de la experiencia institucional que nos lleva siempre a la identificación
constante con el punto de vista de la cámara, con la mirada
que ve, que "está ahí". Ahora bien,
¿cómo nos hace desembarcar de ese viaje? Se sabe que la
película clásica maximaliza el proceso diegético
mediante la invisibilidad del espectador suscitada por el tabú
de los actores de mirar el objetivo de la cámara, de manera
tal que seamos interpelados en tanto individuos incorpóreos.
El huevo que desciende por la superficie deslizante de la cámara
no sólo desbarata (corta,
secciona)
la identificación con el personaje (situada del lado del significado) y con la de la
cámara (situada
del lado del significante), sino que, al producir ese quiebre, Buñuel
nos devuelve la corporeidad (la visibilidad) sustraída por el modo de
representación espacio-temporal de la Institución.
Ahí somos interpelados por lo que vemos en lo que nos mira,
por la simultánea y, a la vez, momentánea maniobra
de apertura y pérdida, practicada como incisión,
como hendidura en la certidumbre de lo que ve el sujeto. He aquí
la significativa imagen dialéctica del director de Los
olvidados.
Ahora bien, la impronta desasosegante de muchos de sus filmes
(manifestada
unas veces de manera directa, otras de forma más sutil,
menos expuesta, pero siempre enfocando contra alguna hegemonía
[Kinder
291], o contra
la autoridad, la ortodoxia, la doctrina), aparece indefectiblemente en los
relatos, en las anécdotas de las que se sirven esos filmes.
Si en muchos casos se pone en juego un grado notorio de independencia
de algunos dispositivos formales o estilísticos respecto
de la motivación narrativa (como en el caso analizado de Los olvidados),
el proceso de seccionamiento anteriormente aludido también
se presenta en las historias que nos cuenta Buñuel, cuya
producción cinematográfica, de ningún modo,
podría reducirse a un inventario de los procedimientos
transgresores a nivel formal, aunque éstos linden con la
genialidad.
En función de observar lo dicho y sin desatender igualmente
tales procedimientos dado el juego dialéctico en el que participan,
conviene volver sobre algo ya sabido: su cinematografía
se asienta decididamente en la referencia inescapable al discurso,
rituales e iconografía del cristianismo.
Pero mientras que por una parte señalaría, de uno
u otro modo, el carácter imperial y omnipresente de la
primera religión evangélica y católica en
cuanto a su anhelo de expansión universal, dada su pretendida
verdad, única y absoluta, Buñuel no va a exponer
una contra-verdad porque implicaría operar con esa misma
lógica. Su filmografía no intentará otorgar
respuestas correctas, sino formular problemas en virtud de impedir
una "imagen" dogmática del pensamiento. De todas maneras
se podría sostener que si se tratara de buscar con porfía
un tipo de respuesta desde lo estético, esta se encontraría
en los múltiples umbrales e intersticios que la figura
infinitamente facetada de sus filmes suscita, y desde lo empírico,
en lo que fue su empeño, firme y mordaz, de contradecir
y contradecirse siempre.
Buñuel expuso vivamente que la imagen de un rebelde crucificado
aún continúa organizando la subjetividad occidental.
Su propia producción se halla en gran parte ordenada (y gira) en torno a esta
problemática. Podría decirse que el director de
Viridiana adhiere a la pregunta que se formula León
Rozitchner en La cosa y la cruz. Cristianismo y capitalismo. En torno a las
Confesiones de san Agustín: "si todo el fundamento
religioso cristiano no es necesariamente fundamento de dominación
en lo que tiene precisamente de religioso" (11). El cineasta de
Calanda es consciente de que el imaginario de la subjetividad
occidental -judíos y no religiosos incluidos- está
sólidamente amasado en la cultura cristiana.
Entre otros tantos aspectos de la teología cristiana esparcidos
en su filmografía, lo que late en un filme como Viridiana
(al que retornaré)
es
la complementariedad existente entre las premisas metafísicas
del espíritu cristiano y el capital. Como puntualiza Rozitchner, Karl
Marx
había analizado la expropiación del cuerpo del obrero en el
proceso productivo, pero se había olvidado de examinar
el previo y conveniente embargo "mítico-religioso
del cuerpo vivo, imaginario y arcaico, que constituye [
] el presupuesto
también de toda relación económica" (12) (5). El trabajo indiferenciado
(que requiere
un sistema productor de mercancías) procede del cuerpo
des-valorizado y le cupo al cristianismo des-preciar el "uso
de los cuerpos" que el capital (valor y precio) se encargará
de expropiar. No en vano (San) Agustín sentenciaba: "mediante
el ahorro en carne podréis invertir
en Espíritu" (cit.
por Rozitchner 12)
(negritas
del autor).
La "economía libidinal" hace su entrada
triunfal. Se niega la materialidad ya que debe ser
conjurada para que no haga tambalear el ordo universalis
(Grüner
10).
De aquí a la muerte como instrumento del orden social,
histórico y político cristiano hay un exiguo trecho.
Así lo dispone una teología que tiene su centro
en un torturado a muerte como modelo de salvación pero
que renace en otra vida: la rebelión colectiva transmutada
en solución religiosa, subjetiva, individual; la mayor
rebeldía, la de Cristo, "también sirve para
profundizar la sumisión y convertirla en un instrumento
nuevo del poder renaciente" (Rozitchner 51).(6)
Tal solución subjetiva se exhibe por medio del personaje
de Nazarín (del
filme homónimo, realizado en México, 1958) quien, como "santo
varón, no es menos nocivo que el perverso y el degenerado"
(Deleuze,
Imagen Movimiento 184-5) al participar con sus "buenas obras"
de la obra de degradación, tratando de vivir el evangelio
a través de la prédica y la práctica del
desprendimiento y la negación de lo pulsional. Hundido
en un individualismo atroz llega a ser capaz hasta de convertirse
en rompehuelgas después de que, hambriento en su peregrinaje en busca del sustento
de la caridad, decide ponerse a trabajar frente al decisivo encono
de los trabajadores del lugar que terminan agrediéndolo
con justicia. El añadido de esta secuencia tanto como el
desplazamiento espacio-temporal al México del porfiriato
conforman sugerentes cambios efectuados por Buñuel respecto
del original galdosiano (más
apegado a la idea de un Cristo contemporáneo
redivivo).
Precisamente la atrocidad del Nazarín buñueliano
se revela aún más terminante cuando, ya alejado
del conflicto que origina, oye varios disparos provenientes de
la lucha entre el capataz y los huelguistas, mientras que, ajeno
e imperturbable, arranca unas hojitas de olivo. Y la contundencia
de este plano se establece a partir de la dialéctica entre
los estentóreos tiros (en
sonido fuera de campo) y la liviandad de su gesto. Parasitismo regresivo
por un lado y acción perversa por el otro. Su individualismo,
su indiferencia y su posicionamiento como marginal -frente al sistema
capitalista pero también frente a las condiciones de represión
y persecución imperantes bajo la dictadura de Porfirio
Díaz- lo instalan en el lugar donde se niega toda aptitud
contestataria, y que la figura de Simón (Simón del desierto,
México, 1965), encaramado durante años
en una fina y elevada columna, extremaría hasta el absurdo.
Cuerpos desvalorizados mediante, ambos, Nazarín y Simón,
sufren la vida histórica sin chistar, "[
] aceptando el martirio
que el capital y el estado y la iglesia le
imponen, para certificar que su fantasía es un mandato
divino"
(Rozitchner
201).
Protegido en su "refugio subjetivo imaginario",
hombre vencido en vida por la muerte, Nazarín, por desinterés
y omisión, se separa de todos los otros desheredados de
la tierra.
Por iniciativa de Uninci y treinta años después
de comenzada su carrera, Buñuel dirige Viridiana
cuya importancia radica en que constituye la primer película
que rueda, como exiliado, en suelo español. Al igual
que en Nazarín, el filme es la exposición
de una subjetividad afincada en lo religioso, aunque, al mismo
tiempo, pone en escena su faz autoritaria a través de los
ritos y rígidas modalidades que impone a los indigentes
que ha recogido. Si bien Viridiana va a proceder posteriormente
a esconder y luego a quemar los fetiches de la crucifixión, al principio,
acata, rodeada por ellos, la dimensión de muerte (la carnalidad retaceada) inserta en la vida
por la norma religiosa.
A pesar de que el recorrido emocional de la novicia se traslada
desde la negación de todas sus pulsiones hasta su incipiente
autorreconocimiento como máquina deseante, éste se
efectiviza en tanto lo que lleva a cabo es el pasaje de sujeción
de una ley a otra: de la territorialidad edípica de la
ley cristiana al poder falocrático encarnado en su primo
Jorge, el hijo heredero de su tío político, quien
va a planificar, sobre lo heredado, el desarrollo y modernización capitalistas. Es
respecto de este último proceso que en Viridiana
asistimos a una sugestiva secuencia que engarza con la hora de
oración (donde
la cita de la tela de Jean-François Millet no pasa inadvertida): la joven devota
convoca a sus mendigos para el Angelus y no lejos de allí,
maquinarias y tractores, palas y carretillas abarrotadas de distintos
materiales, trabajan con denuedo cumpliendo con las tareas de
tecnificación emprendidas por Jorge.
Mientras la beata Viridiana reza junto a sus indigentes, se electrifica
y se desarrolla el campo. Para mostrar este contrapunto, Buñuel
recurre a la sintaxis del montaje paralelo: a cada plano (general) de la lánguida
oración con sus inmóviles proferidores, le sigue
un (primer) plano con
los movimientos rápidos y espasmódicos propios
de la nueva productividad. Sin embargo, más que constituir,
como sostiene Sánchez-Biosca, una "clara oposición"
entre "[d]os mundos, dos grupos de personajes que parecen
no coexistir en el tiempo [y que] aparecen, así, frente
a frente por obra y arte del montaje" (71), Buñuel pone en juego
las premisas (ideo)lógicas del reino del Capital(7) o, como adelanté
más arriba, la índole complementaria de ambas premisas,
la del espíritu cristiano y la del capital.
En efecto, después de inculcar preceptos, impartir órdenes
y establecer una rigurosidad entre los mendigos lindante con lo
militar, en esta secuencia se muestra a Viridiana orando con ellos,
es decir, invirtiendo en lo espiritual, ahorrando en carne (Agustín dixit), acumulando
cuantitativamente para obtener la magna ganancia de la vida
eterna; Viridiana como una cripta, un sarcófago, un cuerpo
in-sensible, cuya identidad expropiada se conforma con la búsqueda
de obtención de esos dividendos celestiales. Mientras tanto
Jorge invierte capital para hacer rendir el campo y usufructuar
sus réditos, lo tecnifica porque pretende convertirlo de
suelo parasitario, de feudo abandonado, a terreno productivo con
el esfuerzo de todos los trabajadores -productores de plusvalía-
que aparecen, como digno broche, al término de la secuencia.
A través de este contrapunto Buñuel de/muestra,
mediante imágenes, que el orden capitalista al igual que
la subjetividad religiosa cristiana de la que aquél deviene,
imponen un vivir para un "sistema cambista".
De lo cual puede colegirse que cada individuo, en función
de esa norma, debe asumir "[
] los mecanismos
de control, de represión, de modelización del orden
dominante" (Guattari 53).
Según Carl Einstein "[el arte] es una defensa
contra la fuga del tiempo y con ello una defensa contra la muerte" (cit. en Didi-Huberman 153),
contra la muerte natural, biológica, histórica,
inexorable, pero también contra una de las formas de la
muerte, contra esa forma suscitada en las terribles aguas del
exilio que Luis Buñuel, sorteando sus duros golpes, supo
y pudo resistir -como fue observado- a fuerza de imaginación.
Una imaginación desplegada con mordacidad, lucidez y humor. Abocado a la tarea
de desenmascarar las formas siempre renovadas de la opresión
y exhibir otras problemáticas que atañen a la libertad
(ese fantasma tan perseguido), como las de todos
los discursos que se pretenden hegemónicos, su cine nunca
dejó de exponer la potencialidad revolucionaria del arte. Sin duda, una
responsabilidad ejercida desde la ruptura disidente e inventiva.
Notas:
(1)Traducción
de David Oubiña aparecida en su excelente nota sobre Jean-Luc
Godard. Su lectura me permitió reflexionar sobre algunas
cuestiones de la filmografía de Buñuel desde una
nueva perspectiva.
(2) Me hago eco de las palabras de Nelly Richard (18) quien,
en otro contexto, observa cómo la investigación
social echa mano de la misma división para abordar cuestiones
relacionadas con la problemática de la mujer.
(3) La forma tautológica implica un "lo que ves es
lo que ves" que comporta tanto la estabilidad del objeto
visual (lo que es es lo que es) como la estabilidad del sujeto
vidente (tú eres tú). Una verificación tautológica
se encontraría en una afirmación del tipo: "La
encajera de Vermeer es una encajera, nada más ni nada
menos" o del tipo: "La encajera no es nada más
que una superficie plana cubierta de colores dispuestos en cierto
orden" (46-7). Si bien el estudio de Didi-Huberman analiza
las condiciones estéticas y epistémicas de la experiencia
visual en relación con trabajos escultóricos (y,
en menor medida, plásticos), lo que sostiene puede muy
bien desplazarse a la imagen cinematográfica. De él,
precisamente, he tomado prestado el título para asignárselo,
en otro artículo, a Buñuel
(4) Remito al desmenuzamiento teórico y a los ejemplos
de Noël Burch respecto del MRI en El tragaluz del infinito.
(5) Marx pensaba ilusoriamente que el advenimiento de la racionalidad
científica traería aparejado el derrumbe de los
mitos y las religiones.
(6) De hecho con el cristianismo se conforma una nueva forma
de dominio: el emperador Constantino se percata de que la nueva
religión "puede aparecer cumpliendo subjetivamente
esa tarea de protección imaginaria en cada súbdito
[
] ¿Cómo no adoptar una religión donde
la figura divina hecha hombre romano aparece crucificada por
el poder de la ley del Estado?" (267).
(7) Sintagma que usa Eduardo Grüner (10) en su lectura del
texto citado de Rozitchner cuando repara en su audaz tesis de
que no es necesario esperar al protestantismo para contar con
tales premisas, no hace falta que se reúnan todas las
condiciones materiales y que se produzca el despliegue completo
de la "base económica". Hay que remontarse,
eso sí, a la conformación de una economía
libidinal. Al respecto, consúltese a Rozitchner (9-22).
Referencias:
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Burch, Noël. El tragaluz del infinito. 2a.ed. Francisco
Llinás trad. Madrid: Cátedra, 1991.
Cella, Susana. "Implacable mirada de un profeta". Reseña
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y nación 31 de octubre de 1999 <http://www.clarin.com/suplementos/cultura/ultimo/e-01001d.htm>
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Derrida, Jacques. The Gift of Death. David Wills trad. Chicago:
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Evans, Peter William. The Films of Luis Buñuel. Subjectivity
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Geirola, Gustavo "La Tristana de Buñuel". Cuadernos
hispanoamericanos 514-515 (1993): 227-237.
Godard, Jean-Luc. Historie(s) du cinéma. Paris: Gallimard,
1998.
Grüner, Eduardo. "Sobre La cosa y la cruz. Cristianismo
y capitalismo". La Gandhi. Argentina 2 (1997): 10.
Guattari, Félix. Cartografías del deseo. Miguel
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Negri, Toni. El exilio. Raúl Sánchez trad. Barcelona:
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Oubiña, David. "Las Historie(s) du cinéma
de Jean-Luc odard". Punto de vista 64 (1999): 17-23.
Pagels, Elaine. Adam, Eve, and the Serpent. New York: Vintage
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Richard, Nelly. Masculino/femenino. Prácticas de la diferencia
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1989.
Rozitchner, León. La cosa y la cruz. Cristianismo y capitalismo.
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Sánchez-Biosca, Vicente. Luis Buñuel. Viridiana.
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Sánchez Vidal, Agustín. Luis Buñuel. Madrid:
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Zunzunegui, Santos. Prólogo. El tragaluz del infinito
de Noël Burch. Madrid: Cátedra, 1991. 9-13.
* Originalmente
publicado (con algunas modificaciones) en La nueva literatura:
Crítica hispánica (1999) (Valladolid, España)
bajo el título de "Luis Buñuel: lo que vemos,
lo que nos mira".
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