Desde hace ya buen tiempo, la sospecha de estar siendo paso a
paso filmados ha borrado ciertas bases de la percepción
del mundo. "Sonríe, estás en cámara
totalmente oculta" era el el leit motiv de cierto
programa estadounidense. La solicitud de la sonrisa tiene una
lógica implacable. La víctima es expuesta -gracias
a cómplices, actores y cámaras escondidas- a recordar
durante un buen rato que el mundo hace tiempo perdió su
sentido.
La complicidad del chiste, y de multitudinarias teleaudiencias,
nos repite que se acabó el pretendido y burgués
autogobierno de la privacidad y, shakespereanamente, somos sólo
modestísimos actores estirando nuestro discurrir -furibundo,
estrepitoso y vacuo- sobre un escenario que alguien (en estos casos, una producción
televisiva) ha
dispuesto para nosotros.
Sonreímos porque finalmente alguien ha guionado (aunque sea por un lapso ínfimo) nuestros pasos, y quedamos
ahí agradecidos. La producción del programa de
turno nos recuerda, además, la gratuidad del mundo. Cuando
llega, la sonrisa marca nuestra bienvenida a la revelación.
Y junto con ella nos hemos ganado viajes, prebendas y diversos
regalos, porque ya hemos aprendido cuán gratuito -al tiempo
que espectacular-es nuestro pasaje por el reino de estos mundos.
Lo sorprendente, de todos modos, es que con frecuencia olvidemos
que esa epifanía nos había sido otorgada desde
el principio de los tiempos, como nos recuerda, con insuperada
belleza, cierta historia del Libro de Libros.
Se trata del Libro de Job, esa pieza del Génesis
que publicita la costumbre del Altísimo, Aquel que balconea
nuestros destinos, de azuzar a su ángel predilecto, Lucifer,
para que nos haga la vida imposible. Mientras Jehová pega
un ojo distraído a lo que ocurre por allá abajo,
Lucifer se encarga de quitarle al mejor servidor de Jehová,
en este caso cierto señor Job, todo lo que posee a ritmo
de commedia buffa.
Job solía vivir en la riqueza, y en un relato alevosamente
atropellado descubrimos junto a él que todo le ha sido
quitado. No sólo eso gana Job, todavía obediente
de su creador, sino una sarna que llega a hacerlo renegar no
sólo de Jehová, sino del mismísimo vientre
que lo parió.
Condolidos, llegan a él sus mejores amigos, a intercambiar
con el sarnoso varios de los más bellos argumentos que,
sobre la existencia del mundo, se hayan jamás escrito.
Al final, cuando llega la incomprensible revelación (porque el Altísimo tiene hábito
de revelarse desde el trueno),
sólo queda por aprender que casi todo lo que consideramos
logros o derechos son ciertamente inanidades.
Aquellos que se llegaron a Job quedan expuestos en su lugar de
comparsas, o de cómplices de un guión que ignoran,
pero el llagado Job se ve recompensado no sólo con multitud
de presentes sino con la dicha -arduamente comparable- de morir
"saciado de días".
Es que, si bien es de sospechar que el trueno no se ecualizó
lo suficiente como para hacerle saber la naturaleza del cosmos
(y tampoco la del caos), Job con su ejemplo nos dejó
muestra imborrable de que la naturaleza del bien
(como la de su mentida contracara) es la gratuidad. Es un don, una
dádiva tremebunda que deberíamos compartir hasta
el hartazgo.
* Publicado
originalmente en Insomnia. |
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