Esta historia apareció de casualidad, luego de años
de buscar testimonios directos de violencia infantil en Uruguay
y encontrar la pared de silencio de las autoridades correspondientes,
en nombre de la defensa de los protagonistas; año a año,
prolijas estadísticas oficiales hablan de un mundo que
no muestra su carnadura. El autor entrevistó reiteradamente
a esta mujer, a su hija, a su hijo adoptivo, y comprobó
que la historia es así como se cuenta. Sus nombres reales
se omiten, claro, para amparar su pudor. Pero en el trámite
de comprobar la historia, en el cronista se instaló la
fuerte sospecha de que este caso no es una excepción.
A ella, oriental, divorciada,
de 47 años, le dijeron que había una familia que
estaba regalando hijos. Se lo dijo una compañera de trabajo
de la mutualista médica, como esas cosas que se comentan.
Pero algo pasó por su cara; tal vez fue porque la compañera
se permitió un silencio que ella se quedó inmóvil
ante el relato, o tal vez se le vio una mirada de las que calibran,
porque aquella se metió en lo que a nadie le importa,
con esa impunidad verbal que pueden ejercer las mujeres. Y así
agregó: ¿Por qué no te agarrás uno?,
y era claro para ambas que hablaban de algo nunca mencionado
en tantas tardes y noches juntas, con todo el tedio de hablar
por hablar que hubo.
La compañera de trabajo sabía sobre los hijos que
se regalaban porque su hermana trabaja en el Instituto Nacional
del Menor, Iname. Aunque después resultó que nada
hay gratis y que esa madre quería una radio a cambio del
nene. Y también sabía del nombre de la jueza a
cargo de la repartija y su teléfono, y apareció
un papelito que le entregó a ella con los ojos bajos pero
con el gesto solemne que acompaña el mirar a los ojos.
La compañera de trabajo le adivinaba el alma a María,
porque cuando ella volvió a su casa pasadas las doce de
la noche se fue derecho al cuarto de su hija a hablar del asunto.
Como solía hacer: aunque la hija estuviese dormida y cansada
de estudiar todo el día, se despertaba para conversar
y luego seguía durmiendo, algo que se logra con solvencia
a los 16 años. Pero esa noche en particular ella aún
estaba despierta y la madre le contó la escueta novedad
que cambiaría sus vidas, y lo hizo sin dudas ni preguntas.
Sin preámbulos le descerrajó: "pero mirá
que lo vamos a adoptar las dos. Y no hay vuelta atrás
porque no vamos a estar jugando con los sentimientos de un niño".
Y de esa manera fue que Gloria adquirió a los 16 años
el compromiso para toda la vida de tener un hijo sin partenogénesis
ni la delicia del tiempo de la noche a la mañana sino tan
solo una respuesta a su madre, la que esperó su nacimiento
con ropa celeste y la que hizo todo por ella, con lo que la vida,
que había sido muy dura con la madre, sólo es dura
con la hija. Ahora había llegado el tiempo de conquistar
el afecto fuera de ese núcleo acerado que aún hoy
conforman madre e hija. Sólo después de cinco años,
casi seis, de cuando María decidió de improviso
que el momento había
llegado, dicen, se permiten diferencias de opinión.
Ellas cuentan esta historia y Luis, el chico que fueron a buscar,
asiente con la mirada grave de sus grandes ojos. No se oculta
nada en esa casa, porque el secreto más doloroso entre
tantos dolores resultó ser el de Luis, y ése ya
buscó la luz, más no sea en la anécdota.
El relato que hacen lo pueden repetir hasta el cansancio sin
variar detalle, porque no hay ficción que supere esa realidad.
Y si Luis asiente, serio, es porque tras esos grandes ojos negros
tristes, en su mente, están las heridas que tal vez algún
día cierren de ese infierno por cierto tan temido.
* * *
La puerta del infierno
fue durante cinco años la tercera de un rancho de adobe
puesto perpendicular al camino y no paralelo como se suele, tal
como si quisieran disimular algo, tras una cuneta y un alambrado;
en las afueras nomás del pueblo. María llegó
acompañada de la hermana de su peluquero, Myriam, y estrenando
un blazer azul muy lindo con el detalle de un águila
en rojo en el bolsillo. Las cosas empezaron de mal agüero
apenas llegó a la capital del departamento y se enteró
de que el pueblo quedaba lejísimo y sólo se llegaba
con un ómnibus imposible. Hasta entonces, el trámite
legal con la jueza del departamento para que se le otorgara la
tenencia había fluido y el papeleo se había movido
extraordinariamente rápido en el Iname, tal vez porque
alguien tenía apuro en algún lado, y en cuestión
de días se distribuyó la tenencia de los 13 hijos
de esa mujer.
Cuando María llega a la sede judicial del pueblo el asunto
se complica porque la aguacil, cuenta, le niega la tenencia alegando
que el chiquilín está adjudicado "a un
estanciero" y ella debe replicar que su trato es con
la jueza. Pide, exige ver al niño, y reclama que la acompañe
un policía en la gestión. La jueza accede, tal
vez especulando -y esto se puede inferir de la segunda ronda
de negociaciones con la jueza, ya con Luis en el juzgado- con
que la mera visión de ese rancho atravesado como la vida
de todos los que lo ocupaban iba a bastar para disuadir a esta
señora de blazer azul flamante.
Al volver con el policía, María vuelve también
con Luis en brazos y entonces la jueza no la quiere recibir,
y lo que alega nuevamente la aguacil es que "hubo cambio
de planes y este chico se le da a un estanciero". Y
además le cuestiona la posibilidad de hacerse cargo de
Luis, en tanto María es divorciada y no tiene familia
constituida, como si esa hija capaz de despertarse para hablar
con la madre que vuelve del trabajo y compartir en un segundo
decisiones para toda la vida no fuese una familia entera.
Así que los inconvenientes no funcionan. La tenencia estaba
otorgada a María con antelación al viaje, más
no sea de palabra, y ella estaba lanzada con la claridad de propósitos
que acumuló en sus años vividos y la seguridad
en sí misma que logró en esa carrera de obstáculos,
lo cual fue otra hazaña; no la iba a parar la puerta de
un despacho. Y cuando al fin habló con la jueza, ésta
le dijo: "¿Pero usted sabe qué clase de
chico se está llevando? Este chico tiene deficiencias".
Esta parte de la historia suena extraña, y no responde
a la imagen generalizada ni de la Justicia ni del Iname, y sugiere
tráfico de niños, tal como especuló en un
momento el abogado contratado después por María;
o al menos criterios no basados estrictamente en el interés
del menor. En todo caso ése es el relato.
María pone su respuesta a la jueza en el bello marco de
sus palabras de hoy; quizá tal como fue. "Yo vine
a llevarme a un chico que precisa amor y una casa; yo no vine
a elegir. Y además soy enfermera y sé lo que precisa
un chico así. Pero también le digo a usted, que
ya dio varios de estos chicos: ¿es a mí que me
dice esto?", en alusión a los demás, que
adoptaron en la ignorancia.
"Vamos a dejar que se lo lleve. Pero usted a mí
no me conoce, no me vio, no me trató", la condiciona
la jueza. "Yo la vi, la traté, la conozco",
replicó María. Tras esta discusión inútil,
la aguacil no la quería dejar salir con Luis del juzgado
sin autorización escrita, y la jueza se negaba a expedirla.
Finalmente autorizó la salida, pero sólo verbalmente.
En cambio, María obtuvo una autorización escrita
de la madre y de la policía como testigo de esa última
voluntad de la progenitora, y con esos papeles inició
luego el trámite de la tenencia legal de Luis.
* * *
María recordará
toda esta situación una y otra vez a lo largo de cuatro
extensas entrevistas cada vez que se le pide; y la valora, alegórica,
"como un parto". Pero para que esa figura del lenguaje
refleje la expresión de deseos que transparenta, el relato
debe incluir el momento en que se acerca al alambrado que la
separa de ese rancho atravesado, viendo cantidad de chiquilines
y sólo la tercera puerta del rancho abierta. "No
veo hombre alguno allí sino niños, y sin que yo
haya siquiera saludado hay una voz que dice `Luis, te vinieron
a buscar´, y yo no logro identificarlo porque hay muchos
(chiquilines), pues pese a que ya se llevaron
a varios de los trece y quedan de edades bien diferentes, también
hay vecinitos allí, y yo me confundo y me empiezo a desesperar".
A esa altura ya se habían entregado nueve de los trece
y quedaban sólo de 12, 9, 8 y de 5 años, y éste
es Luis, "al que finalmente identifico porque era el
menor". La imagen la persigue. "Estaba descalzo
y tenía puesto un jardinero de jean, con los breteles
atados a la espalda con un piolín y la parte de la cola
rasgada, para que hiciera sus necesidades sin sacarse la ropa".
Ella lo levanta, lo abraza y llora. "Ahí se prendió
de mí como si me conociera de más tiempo",
sostiene, como si eso fuese creíble. La madre, la madre
que efectivamente parió a Luis, tenía rasgos bonitos
y miraba la escena con calma. "Yo voy a ver a la jueza
a la una
(de la tarde) y después lo paso a
buscar. Pero cámbielo de ropa", la instruyó María,
en un esfuerzo innecesario por dominar la iniciativa.
Para su sorpresa, la madre que estaba a punto de dejar de serlo
apura los plazos y lo trae inmediatamente de vuelta, tras haberle
puesto unos zapatos embarrados. Ella, María, le saca los
zapatos y lo alza. "Pero mire que sabe caminar",
insistió la madre, en la certeza de que el niño
se alejaría de ella. Y luego dijo lo de la radio. "No
tengo radio, señora. Quiero tener una radio".
No se despidió de su hijo pero los siguió hasta
la calle, donde reiteró su pedido, para peor sin morbo,
con voz llana.
Myriam, que la acompañaba en silencio, habló recién
cuando dejaron a la madre atrás, con María abriendo
senda con Luis en brazos, porque se negaba a que usara esos zapatos
embarrados y tal vez enormes, y se negaba a que su chico caminara
descalzo; porque lo sintió realmente suyo desde que él
la abrazó como a un salvavidas. Entonces Myriam le hizo
notar a María el olor que despedía el chico, tal
vez de su ropa, y también por su piel. "Te vas
a arruinar la ropa", le apuntó, concreta en medio
de aquel caos emocional. "Qué le vamos a hacer´,
le contesté, y allí ya no me desprendí más
de él y fuimos juntos al juzgado" recuerda María,
tratando de abreviar su memoria del episodio.
Pero pasaría mucho más en ese día de mayo
antes de llegar al juzgado y aún después; situaciones
en las que aprendería su primera lección sobre
la vida que llevó Luis antes que ella lo alzara en sus
brazos para siempre, en ese instante cósmico en el que
su mundo entraba en contacto con el mundo de la miseria y de
la marginalidad sólo para separarse de él lo más
rápido posible con Luis en brazos. Y aprendería
que hay veces que la memoria no acepta atajos y regurgita, imposibles
de digerir, los hechos tal cual fueron.
María sabe que mientras caminaba por esa calle vecinal
todo lo apurada que le permitía el chico, más liviano
de lo debido, huyendo ambos de ese rancho atravesado como las
vidas que lo habitaban, sintió que lo estaba salvando
y que sus piernas eran las de él. Y María también
pensaba que era mayo, y día de San Pancracio, el santo
de los pobres, y él la iba a ayudar. Porque pobre era
ella y lo que dejaba atrás era miseria.
Así llegaron hasta el pueblo y entraron por una puerta
lateral al hospedaje, tal como habían acordado con el
dueño apenas salió del juzgado, porque María
no quería que vieran al chiquilín sucio sino vestido
de punta en blanco, la única manera en que ella admitía
que estuviese, y todo estaba razonado como el plan de una batalla.
Aunque todo el pueblo sabía lo que habría de pasar
en ese San Pancracio, todos fueron discretos y ella pudo llegar
a esa pieza para gente de paso y abierta esta vez para la transfiguración
de Luis. Con la tela del paraguas, María le midió
los pies para comprarle zapatos como parte de una actividad febril
en la que ambas mujeres coordinaban esfuerzos sin planificarlo,
como si estuviesen en medio de una gran limpieza general. Pronto
le llegó el turno a la ropa y abajo de la jardinera María
encontró que Luis tenía puesto un buzo de lana
gruesa que le quedaba chico porque lo llevaba desde hacía
tanto que había crecido en él. Era imposible sacárselo
y no había tijera para cortarlo.
Entonces, recién entonces, María se echó
a llorar y su amiga Myriam inmediatamente la retó, porque
para ese instante había venido. Y todo volvió a
funcionar: apareció un alicate y una a una fueron cortando
las hebras del tejido, "que estaban agarrotadas y duras
como cartón y chasqueaban al cortarlas, por la mugre".
Abrieron luego la ducha y vieron que el chiquilín le temía
al agua, con lo que conocieron el primero de sus terrores. "Entonces
lo agarré como a un bebé", que era lo
que María había estado esperando hacer todo el
tiempo; luego lo paró en la pileta y lo fue lavando, una
y otra vez, hasta que quedó limpio, y cuando lo empezó
a vestir se dio cuenta que se había olvidado de lavarle
los pies, ocultos en el agua negra de la pileta. Le refregó
entonces los pies de piel compenetrada de barro, y lo hizo con
la fuerza de su rechazo a ese mundo de mugre y miseria en el
que ella también podría estar de no haber tenido
la fuerza que la sacó adelante luego de haber sido no
violada pero sí violentada por la vida y sufrido el estrago
de la carencia de afectos.
Todo eso estaba en la fuerza de su mano al cepillarle la planta
de los pies a Luis, sin percibir que tras las capas de mugre
estaba la piel llagada, tierna, de cinco añitos, que no
se había llegado a curtir caminando descalzo. Entonces
Luis se quejó, suave, y ella se horrorizó de sí
misma. Para compensarlo, María secó a Luis despacito
con la toalla, sin refregarlo, presionando la tela para que absorbiera
la humedad. Luego, tal como había ya imaginado y repasado
en su cabeza hasta saber incluso el gesto con que abotonaría
esos pequeños ojales, lo vistió de tenis azules,
vaquero, camisa escocesa y bucito gris. Y él caminaba
por la pieza con las manos en el bolsillo, paseándose
tal vez por primera vez en la vida; sin mirarse en el espejo
sino sintiendo que su piel respiraba por los poros limpios y
el olor de la ropa nueva y cómoda, "porque se
ve que se sentía distinto".
Sólo entonces María lo presentó en sociedad,
y lo hizo -tal vez de casualidad- en el lugar adecuado, preciso
como una parábola, porque a ese salón comedor él
entraba a mendigar y ahora los mismos de siempre, desde las mismas
mesas, lo vieron entrar de manos en los bolsillos y lo aplaudieron.
Entonces vino la comida y él no hablaba, con lo que María
temió que fuera mudo y amagó a llorar; hubiera
sido todo un papelón en medio de la gente pero la amiga
la retó a tiempo, porque para eso estaba. Es que Luis
no hablaba porque comía, y como chasqueaba la lengua disfrutando
de los sabores "yo temía que tuviese frenillo;
cosas de enfermera", se disculpa ahora que las emociones
ya no rebasan su voz y las anécdotas y los meandros de
las circunstancias son simplemente duras como la vida, y caen
una tras otra desde el castigo de su memoria.
Después de comer se recostaron un ratito, tal como estaba
planeado; había sido una jornada larga, intensa, que cambiaría
para siempre las vidas de esa mujer y de ese chiquilín
tirados en la cama con los ojos abiertos, esperando la hora de
ir a tomar el ómnibus de las cuatro y media de la tarde.
Pero María no pensaba entonces en el futuro sino en el
pasado, y se dio cuenta de que quería cerrar esa etapa
lo antes posible. Así que a las cuatro menos cuarto ya
estaban en la estación de ómnibus con Luis de la
mano, y su amiga le compró caramelos y ella un paquete
de galletitas y una visera.
Se sientan en un banco, claro, porque no quedaba otra que esperar
que pasara ese tiempo vacío. Pero el destino aprovecharía
ese tiempo y por delante del banco pasa un chiquilín harapiento
y Luis deja la bolsa de caramelos en su falda y lo saluda agitando
con torpeza de bebé la palma abierta, sin emitir sonido.
El otro no responde sino con una larga mirada de asombro pero
María sabe, se da cuenta, de que algo importante pasa,
que ese chico harapiento como estaba Luis hacía sólo
unas horas es hermano de Luis y teme, con razón, que vaya
a buscar al padre, al progenitor que no estaba cuando ella fue
casi hasta la puerta de ese rancho sin hombres.
No pasan demasiados minutos de ese tiempo interminable hasta que
aparece efectivamente un hombre sin llevar de la mano al chico
que regresa. "Yo no alcancé a hablar con usted
porque no lo vi", se apresura María, antes de
toda presentación. Y le espeta: "yo le pido que
me lo deje llevar". Entonces sucede lo inesperado: en
esa casualidad lógica, inoportuna e inevitable, propia
de tragedia griega, no hay obstáculo
sino apoyo a María. "Señora, qué
puedo yo decirle viendo el cambio que ha hecho (en Luis).
Simplemente vengo a despedirme; a mí nadie me dijo que
se lo llevaban pero yo no le puedo dar nada" a Luis.
Las palabras del hombre lo habían acercado al banco y
recién entonces extendió la mano y tocó
al que dejaba de ser su hijo. "¿Vio lo que tiene
en la cabecita?", mostró, y abajo de su mano
izquierda curtida, enmarcado por el dorso del pulgar y el índice,
destaca una zona circular en la que no crece el pelo. En esa
cabeza los piojos proliferaron hasta anidar exactamente allí
bajo el cuero cabelludo, con lo que "el chico se infectó
y casi se muere. La madre es muy sucia", dijo y con
eso explicó todo. Después lagrimeó y María
también, mientras Luis y el hermano harapiento miraban,
serios.
"Lo único que quiero saber es que tendrá
futuro", dijo
el hombre, como explicándose. Y María, que no daba
puntada sin hilo, le pide entonces que firme el permiso de tenencia
mientras llora y así lo hace llorar más. "¿Usted
está de acuerdo?", le insiste María, sin
miramientos con la falta de opciones de ese hombre, que efectivamente
un mes después firmaría el papel que otorgaba la
tenencia de Luis a María a todos los efectos tal como lo
hubiera firmado en ese momento si todo hubiese estado dispuesto,
y nada menos que en el andén de una estación de
ómnibus, de todos los lugares.
Mucho después, cuando el primer psicólogo que examinó
a Luis le propuso vestir un dibujo desnudo, el chiquilín
que había dejado atrás los harapos reprodujo parte
de la escena en la estación de ómnibus, tal vez
(pero sólo tal vez) como su único recuerdo
no conflictivo de ese pasado. Al muñeco le hizo una viserita
como la que le compraron para entretenerlo, la bolsa de caramelos,
la bolsa de galletitas, el ómnibus en que se fue y el
puente que cruzó el ómnibus al dejar el pueblo.
El padre que lloraba no estaba, y el hermano harapiento que no
pronunciaba palabra pero que fue a buscar al padre, tampoco.
Cuenta María que Luis le explicó al psicólogo:
"¿Sabés que mi mamita me salvó a
mí?".
Al principio, María fue "che", pero ella quería
tanto que le dijera mamá o mamita que él accedió
a decirle "mi mamita"; en las conversaciones
en las que era llevado a recordar, porque por sí mismo
no volvía al pasado. Y la señora que quedó
en la pieza de la tercera puerta del rancho esperando una radio
era para Luis "mamita", en una trampa semántica
que sugiere que su aceptar la nueva realidad no era claudicar.
A ese lugar alude ahora, las pocas veces que lo hace, como "el
campo".
* * *
Que a María tampoco vengan a decirle que la juventud
es la edad más hermosa de la vida. La mujer que resolvió
adoptar un chico de la noche a la mañana y no encuentra
razones para explicar su decisión es hija de un peón
de una cooperativa láctea que todo lo arreglaba a golpes.
Lo recuerda incapaz de un gesto de cariño y muy capaz de
dejarla vestida y sin ir al baile por el capricho de decir que
no.
María también se describe como la más relegada
de los tres hermanos. Su hermana era todo para su padre y a ella
le hicieron cumpleaños de quince; en cambio, María
recibió una libra esterlina y con ella en el bolsillo
y sentada en el cordón de la vereda la encontraron sus
amigos, que le improvisaron una fiesta.
Ella se describe como un ser sociable, y conserva amigos de aquella
época en Paso de la Arena. Su madre la llevaba a bailar
al "club de los paperos", al Defensa Agraria, porque
sin esa compañía su padre no autorizaba la salida.
Pero María tenía y conserva su carácter
fuerte: si esas eran las condiciones, ella no bailaba; y así,
sentada junto a su madre, se pasaba toda la noche.
Lo mismo pasaba con la música. El padre quería
que María estudiara acordeón a piano "y
a mí siempre me gustó la guitarra, pero él
no me dejaba. Así que no estudié nada".
Su carácter debía ser realmente fuerte, porque
él le pegaba si ella le contestaba, con lo que ella le
seguía contestando hasta que él se cansaba de pegar,
siempre con el puño cerrado.
El hombre se sabía vengar de la venganza. En el fondo
de la casa había quinta, que María aprendió
a carpir desde muy chica, tal vez de seis años. Y con
el tiempo hizo un jardín "con flores que no se
ven más, como jacintos, caramelo de París y azucenas.
Hasta sacamos una vez un premio al mejor jardín".
Y con la pubertad llegó la edad de cultivar rosales y
justo bajo su ventana creció "una rosa roja terciopelo
que yo adoraba. Un día volvimos a casa (con la madre) y mi padre había arrancado todos
los rosales. Yo la adoraba a esa rosa". La memoria todavía le
causa pesadillas, porque hasta la maldad precisa de explicación.
"Y eso que él no era alcohólico. Me pregunto
por qué mi mamá aceptaba esas cosas. Ella bajaba
la cabeza por amor a mi padre", medita. "Si tuve
educación y maneras y lenguaje,
fue por mi madre". Es cierto que en esa educación
materna "fui criada con montones de prejuicios, con cosas
que no nos decían", pero allí subsistió
también la semilla de bondad que terminaría por
germinar y procuraría ser una rosa roja terciopelo. Aun
en la pobreza no le faltaba ropa a María niña, cuenta,
porque su madre hacía maravillas con la aguja, y lavaba
y planchaba para que estuviera siempre limpia, como años
después ella determinó que debía estar Luisito
desde el momento en que lo tomara en brazos.
Hay una foto que la muestra de tal vez siete años, en
un ambiente rural que podía ser el fondo de su casa y
junto a su madre que sonríe en ropas modestas, ella estrenando
una capelina blanca como parte del juego de femineidad al que
jugaban madre e hija, si no a escondidas por lo menos a espaldas
del padre. Él no participaba ni de los juegos ni de las
penurias "porque siempre era primero él".
Hoy María recuerda que cuando faltaba comida su madre
armaba una trampa para palomas torcaza con una puerta con tejido
de alambre, y hacía un arroz y salían adelante,
así que ella siempre supo que saldría adelante.
Pero no le fue fácil encontrar el camino. Se fue de la
casa de sus padres de la manera más expeditiva que encontró,
sin entender todavía que en la vida no hay atajos: se
casó. Y como marido, esa lotería del apuro le dio
un repartidor de diarios, noble ocupación, del que quedó
inmediatamente embarazada. Entonces supo que ser cristiana resultaba
inaceptable para la familia de quien fue su marido, que es judío.
La familia de él se reunió en asamblea y le preguntó
cuánto dinero quería para acceder a abortar, pues
la religión les impedía aceptar -le explicaron,
razonables y generosos- un descendiente de vientre goi,
gentil.
"Me pregunté que clase de hombre era él,
y no tenía otra respuesta que convencerme de que era una
persona totalmente deshumana. Entendí entonces que si
aceptaba nunca podría tener una familia propia, así
que el tiempo de la gestación fue el tiempo de mi separación".
Los hechos mostraron que no sólo la religión hacía
de ésta una mala pareja, pues el padre no quiso donar
sangre para eventuales complicaciones en el parto pese a que
María tiene un tipo de sangre poco común, ni quiso
después ver a su hija, jamás, ni por supuesto cumplir
su deber legal de contribuir a su manutención.
Es más, él modificó la cuota de publicaciones
que retiraba del sindicato de distribuidores de diarios y revistas
para que no se lo pudiera obligar por ley a pagar lo que le hubiera
correspondido por manutención de su hija. En cambio, en
esos meses de la separación le robó a María
lo poco que tenía; y entre ello lo único que le
importaba de ese poco, la pulsera que le había regalado
su padrino para sus 15 años. Su valor material no podía
ser muy importante, algo que ayuda a entender allí un
simple acto de maldad.
Vino entonces lo que recuerda como la peor época de su
vida, de las muchas malas que pasó. Tardó un tiempo
en realmente entender que se le había querido comprar
su hija en gestación. "Fue horrible, el planteo
fue horrible", comenta todavía, y aún
hoy no encuentra más palabras para describir el avasallamiento
del que se sintió víctima, la impudicia de la propuesta,
la violencia de ese ultraje a su confianza, a toda idea de futuro
en común. "Como hice esta hija puedo hacer otras",
le dijo su marido, adelantándole que no la apoyaría
en su decisión de separarse, ni a ella ni a la hija que
no quiso.
El escape hacia el casamiento resultó así mucho
peor que la cotidiana lesión espiritual y física
de vivir en casa de sus padres, así que a ella tuvo que
volver, porque no había alternativa, en peores condiciones
de las que salió: con 25 años y una hija. Allí
estuvo otros 9 años más, hasta que murió
su madre y la convivencia con su padre resultó francamente
imposible. Ya no sólo sufría violencia, que tuvo
que frenar con la mentira de haber hecho una denuncia policial
que supuestamente se negaba a retirar, sino también promiscuidad.
Su padre propasándose con una amiga, su padre teniendo
relaciones con la empleada doméstica que ella pagaba de
su primer sueldo, de su primera baza de independencia; en definitiva,
una promiscuidad de distinto grado pero con los mismos valores
de los que años después vendría a rescatar
a Luis, o de la de ese consejo familiar presidido por su marido
tasando su feto en gestación. De todo eso se divorció.
Tal vez fue con la amenaza de denuncia policial; lo cierto es
que María empezó a reaccionar y a poner límites
definitivos. Porque algo pasó en ella a partir de los 25
años que le hizo buscar una salida por el largo camino
de la madurez, buscando en sí misma los viejos valores
del corazón, como honor y amor
y piedad y orgullo y compasión y sacrificio, para hacerlos
la realidad central de su vida.
Ella nunca entenderá a su padre, pese a que fue a asistirlo
en su lecho de muerte cuando se enteró de su agonía.
Es que María sentía hacia él una obligación
afectiva que va más allá del hecho en sí
trascendente, porque ese es el valor de las pequeñas cosas,
de no tener su foto
en la billetera. Por las mismas razones, María no puede
entender aún hoy a la madre natural de Luis, que dio a
su hijo por una radio que ni siquiera recibió. Si la hubiera
entendido le hubiera dado la radio, pues es lo que ella quería;
pero ese valor le resultaba inaceptable a María, así
que le mandó un paquete con víveres y ropa al poco
tiempo de regresar a Montevideo. Y si se enterara que ella vendió
lo recibido, se sorprendería.
De ese mundo de gente que creía que podía comprarle
la muerte del hijo que gestaba, emergió María.
El primer gran paso lo dio impulsada por la soledad y la desesperanza
de verse acorralada en tener que retornar al único lugar
del que había querido salir, la casa de sus padres; y
lo hizo bien, lo hizo a través de algo suyo, de un amigo,
que le abrió el mundo del yoga.
Ella no hace disquisición alguna sobre esta filosofía
hindú. La cosa es que el yoga la ayudó: "sigo
teniendo el carácter fuerte pero soy muy pasiva",
se enorgullece María. Toda esa agresividad, que le hacía
contestarle a su padre mientras él le pegaba hasta cansarle
el puño, que la mantenía sin bailar en el "club
de los paperos" y que la dejó sin saber música
porque no la dejaban estudiar guitarra, ahora empezaba a ser
controlada.
"El problema mío era que no trabajaba":
ya está hablando de la siguiente etapa de su plan de fuga.
Pudo conseguir su primer trabajo, en Aldeas Infantiles, como
una especie de líder de campamento; fueron 9 meses de
trabajo y su hija cumplió allí el año, pero
bastó para reafirmar que a ella le gustaban los niños,
como dice con sencillez inapelable. Y el trabajo era independencia;
era la posibilidad de una vida propia.
Ese trabajo terminó "pero yo tampoco me iba a
encerrar en Aldeas Infantiles; yo quería una vida distinta",
comenta, así que en definitiva fue bueno que aquello terminara.
Sin trabajo pero con la energía que hoy, tras 25 años
de yoga todavía destella en su voz calma, pidió
una entrevista con el interventor militar de una mutualista,
porque le habían dicho que había algún puesto
libre de telefonista. El coronel en cuestión la rechazó
de mal modo, recuerda, momento en que ella desenfundó
una carta de un militar estadounidense, amigo suyo, quien la
invitaba a ir a trabajar a EEUU. Era 1975. "No me quiero
ir del país pero si no consigo trabajo me voy a tener
que ir, le espetó, por más que ustedes digan que
no hay que irse". El coronel se encontró así
con los dedos agarrados en la puerta del discurso del gobierno
militar de la época, y gruñó que volviera
al día siguiente.
Al día siguiente allí estaba ella, y lo que le
ofrecieron no fue un puesto de telefonista sino de auxiliar de
servicio. Y ella dejó asentada su opinión ante
el coronel al aceptar el trabajo: "para mí no
es ninguna ofensa limpiar un piso pero yo le voy a demostrar
que sirvo para algo más".
Y así fue pero para lograrlo tardó un año
entero de sacrificios: se puso a estudiar enfermería en
la Cruz Roja y tomaba el ómnibus a las cinco menos cuarto
de la mañana para entrar a las seis en el trabajo, salía
a la una y hasta las cinco de la tarde estudiaba en la Cruz Roja.
En su casa, a la que había tenido que volver como madre
sola, quiso explicar que en esas horas ausentes ella estaba estudiando
pero no le creyeron. No sólo eso, "tampoco se preocuparon
en averiguar". Ella debió sentir que no le importaba
nada a nadie. "Yo iba a estudiar y mis padres pensaban
que andaba en la calle. Y en la calle veían una divorciada
y pensaban que había un puesto libre. Es que yo tenía
otro cuerpo y todo era
distinto".
Finalmente logró su título, se lo refregó
por la cara al coronel y logró su pase al block quirúrgico
de la mutualista. Fue en verdad una suerte haber empezado a estudiar
en aquellos años, medita ahora, porque entonces sólo
exigían primaria completa para hacer el curso. Cuando
terminó sexto en la escuela 250 de Paso de la Arena, el
maestro, o tal vez la dirección de la escuela, decidió
que ella debería cursar escuela industrial y no liceo.
María no parece molesta por esa interferencia en sus estudios,
tal vez porque fueron tantas las veces que se inmiscuyeron en
su vida. "Yo quería formarme un futuro, no me
importaba de qué manera". Lo mismo quiso años
después el padre natural de Luis para el hijo, en esa
estación de ómnibus, terminal de su paternidad.
Es curioso como la vida pone espejos.
* * *
En la escuela industrial
María hizo el "curso básico femenino",
y eligió cocina, decoración y manualidades. Mal
no le vino, porque cuando hubo necesidad se sumó a la moda
y se puso a hacer "esos muñecos de patas largas
que ya no hay más, y con eso me revolvía".
Eso de los muñecos fue sin duda una forma de ganar un
dinero imprescindible pero el objeto elegido también tiene
algo de amor por los niños, que nunca estuvo demasiado
lejos de su vida. Haber quedado embarazada apenas se casó
con ese ser que ella describe como tan ruin era -no es un exceso
imaginarlo así- una manera de tener afectos propios. Y
por algo su primer trabajo fue en Aldeas Infantiles, institución
que alberga a niños abandonados por sus familias. Pues
hay que procurar elementos de juicio en lo que María cuenta
de su vida para explicar la súbita decisión de
adoptar un chico, porque ella no los da.
Tal vez la resolución empezó a germinar cuando
ella enfrentaba a su padre pese a los golpes, en la determinación
de que algo debía estar bien en la vida. Tal vez no, o
tal vez fue antes. "Yo era mucho de ponerme tacos altos
y salir a la calle, y ponerme trapos en la panza como si estuviese
embarazada", cuenta de su niñez. "Y tenía
unas muñecas de loza, preciosas". Es casi el
único recuerdo grato de su niñez que nombra en
las largas horas de entrevista.
A Luis "lo adopté por cariño a los chicos",
explica, pero lo general no explica lo particular. "Quizá
haya sido por la falta de cariño que tuve. Me hubiera
gustado estar alguna vez en la falda de mi padre o de mi madre.
Y yo no sé por qué, pero de mi padre nunca tuve
un gesto de cariño, nunca. Y en eso fue parejo con los
tres hijos".
Ella, la menos querida, no logró como su hermana formar
con el tiempo una familia tipo; su hermana, que María
encuentra tan parecida a su padre, hoy vive en La Teja, casada
y con tres hijos. Ni le fue fácil a María hacerse
una vida independiente, como su hermano, que a los 18 años
(o sea, lo antes que pudo) fue a abrirse camino en la
vida y hoy parece ser con quien mejor contacto mantiene María,
a pesar de que vive en San Pablo. "Pero quien supo encaminarse,
abrirse paso y ser alguien, fui yo", dice sin hesitar.
Para abrirse paso y tener un mundo de afectos en lugar de esa
casa que sólo por instantes era hogar, acumuló
energía como una hormiga en esos sus últimos nueve
años allí, con su hija que crecía, aprendiendo
control mental con el yoga y desempeñándose en
la profesión que logró a pulso en el puesto que
obtuvo "a puro pecho", según sus palabras. "Yo
nunca recibí nada. Todo es mi obra. Nunca nadie me dio
nada, ni familia ni amigos".
Ella quiere de sí esa imagen de firmeza, que realza sus
triunfos. En aquellos primeros meses de sus últimos nueve
años, y también los últimos que viviría
su madre, la que le hizo la capelina; los iniciales, en fin,
de su embarazo y de su separación, y de la gestación
de una nueva etapa, tuvo una visión durante el trance
en que la ponía la meditación yoga. "Se
me apareció un lago de agua muy cristalina y un cisne
con un pichón. El viento todo lo arrasaba pero el agua
permanecía quieta. Una voz se escucha: lo que está
más adelante es tuyo, dice. Y más adelante hay
una flor de loto que se abre y muestra una perla. Yo le conté
al profesor de yoga y él me dijo: tendrás una hija
y será tu único tesoro. Y así fue".
En algún lado la firmeza alberga también al pensamiento
mágico, y no es cosa del momento. Pues cuando la madre
de María muere y ante la promiscuidad de su padre ella
decide forzar la realidad y lograr otro lugar para vivir, ese
lago y ese cisne con su pichón volverán a su vida,
como una confirmación de que la senda elegida era la adecuada.
Fue así. Cuando llegó el momento de no poder más,
le pidió a su hermano, que trabajaba en una línea
aérea y lograba pasajes baratos, que recibiera por un
tiempo a su hija en San Pablo, ya entonces de ocho años.
Salió entonces a pelear la vida y lo estaba haciendo bastante
bien cuando llegó Nochebuena, que había arreglado
pasar con una hermana de su madre. Ella compró muchos
regalos pero al llegar a la puerta de esa casa no había
nadie allí; se habían ido al interior.
No quedaban más timbres para tocar en su vida y nadie
más en el mundo que sus compañeros de trabajo,
en la mutualista. Tampoco había ya transporte en la ciudad,
así que por teléfono quedaron en mandarle una ambulancia
a buscarla apenas hubiera una disponible. Así que esa
Nochebuena la pasó sentada en el cordón de la vereda
de Colonia y Andes; llorando, claro.
Pero días después llega una tarjeta postal de su
hija, con la imagen de
un cisne y su pichón, que bien podrían ser los de
su ensoñación en la meditación yoga cuando
albergaba en su vientre a la hija que se negó a abortar
y que ahora le escribía: "si alguna vez me extrañas
o te olvidas de mí no te preocupes, yo estaré. Al
decir Mamá sentirás una bella dulzura materna".
Eso dice la letra infantil, que ella muestra como prueba incontrastable
de la rotación de la Tierra.
El año siguiente sería la mejor época de
la vida de María. Ella tenía 35 años. "Porque
lo de mi marido no fue enamoramiento, aunque luego la vida me
dio la oportunidad. Ahí (a
los 35) estuve
enamorada, y eso marcó
algo muy dulce, que superaba el pasado y (me)
dio ansia de
seguir viviendo. Ya me había ido a vivir sola y era yo
y mi mundo, sin que nadie me hubiese marcado nada. Y pese a que
luego no funcionara, fue; y eso es importante".
Así es. Fue capaz de tener su amor, tiene a su hija y logró
seguir en la profesión que logró porque a esa altura
había entrado a trabajar a una segunda mutualista, esforzándose
por salir adelante. "Creo que allí hice un análisis
de mí, y me di cuenta de que era una mujer
valiente, que había luchado sola; me valoré. Si
había podido superar lo del aborto, superaría cualquier
cosa".
Su hija Gloria, que pudo nacer porque ella se sobrepuso a la
situación, preguntó una sola vez por su padre natural.
Cuando Gloria cumplió quince, esa fecha trascendente que
resultó tan desgraciada para su madre, llamó a
su abuelo paterno y se enteró de que su padre estaba con
cáncer terminal. Que María sepa, jamás lo
fue a ver, no tiene su foto en la billetera y no lo conoce. Pero
la fiesta de quince de Gloria se hizo. El peluquero de María,
un verdadero amigo, la ayudó a prepararla y fue en el
Club Banco de Seguros. Eso ocurrió en setiembre y los
preparativos comenzaron en marzo. Si la vida daba una segunda
oportunidad con el cumpleaños de la hija, María
no la iba a desaprovechar.
Fue la hermana de ese
peluquero, Myriam, quien acompañó a María
a buscar a Luis en una época de la vida en que "yo
no pensaba ni por asomo en adoptar sino en criar a mi hija y
rehacer mi vida. Fue sorpresivo", cuenta María.
No hay explicaciones para la sorpresa que ella se dio a sí
misma. La conversación informal en el trabajo sobre la
madre que entregaba al viento sus trece hijos puso en juego decisiones
y deseos que se habían ido acumulando y decantando todos
esos años; algunos podrá confesarlos, otros seguramente
ni los identifica. "Desde el momento en que dijeron la
historia, lo decidí. Acá hay alguien que me precisa,
me dije. Tantas veces habíamos ayudado a gente que tal
vez precisaba, y éste realmente precisaba. Había
llegado el momento".
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