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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



VIOLENCIA INFANTIL EN URUGUAY -

La torta de cumpleaños (I)

Andrés Alsina
La compañera de trabajo sabía sobre los hijos que se regalaban porque su hermana trabaja en el Instituto Nacional del Menor, Iname. Aunque después resultó que nada hay gratis y que esa madre quería una radio a cambio del nene

Esta historia apareció de casualidad, luego de años de buscar testimonios directos de violencia infantil en Uruguay y encontrar la pared de silencio de las autoridades correspondientes, en nombre de la defensa de los protagonistas; año a año, prolijas estadísticas oficiales hablan de un mundo que no muestra su carnadura. El autor entrevistó reiteradamente a esta mujer, a su hija, a su hijo adoptivo, y comprobó que la historia es así como se cuenta. Sus nombres reales se omiten, claro, para amparar su pudor. Pero en el trámite de comprobar la historia, en el cronista se instaló la fuerte sospecha de que este caso no es una excepción.

A ella, oriental, divorciada, de 47 años, le dijeron que había una familia que estaba regalando hijos. Se lo dijo una compañera de trabajo de la mutualista médica, como esas cosas que se comentan. Pero algo pasó por su cara; tal vez fue porque la compañera se permitió un silencio que ella se quedó inmóvil ante el relato, o tal vez se le vio una mirada de las que calibran, porque aquella se metió en lo que a nadie le importa, con esa impunidad verbal que pueden ejercer las mujeres. Y así agregó: ¿Por qué no te agarrás uno?, y era claro para ambas que hablaban de algo nunca mencionado en tantas tardes y noches juntas, con todo el tedio de hablar por hablar que hubo.

La compañera de trabajo sabía sobre los hijos que se regalaban porque su hermana trabaja en el Instituto Nacional del Menor, Iname. Aunque después resultó que nada hay gratis y que esa madre quería una radio a cambio del nene. Y también sabía del nombre de la jueza a cargo de la repartija y su teléfono, y apareció un papelito que le entregó a ella con los ojos bajos pero con el gesto solemne que acompaña el mirar a los ojos.

La compañera de trabajo le adivinaba el alma a María, porque cuando ella volvió a su casa pasadas las doce de la noche se fue derecho al cuarto de su hija a hablar del asunto. Como solía hacer: aunque la hija estuviese dormida y cansada de estudiar todo el día, se despertaba para conversar y luego seguía durmiendo, algo que se logra con solvencia a los 16 años. Pero esa noche en particular ella aún estaba despierta y la madre le contó la escueta novedad que cambiaría sus vidas, y lo hizo sin dudas ni preguntas. Sin preámbulos le descerrajó: "pero mirá que lo vamos a adoptar las dos. Y no hay vuelta atrás porque no vamos a estar jugando con los sentimientos de un niño".

Y de esa manera fue que Gloria adquirió a los 16 años el compromiso para toda la vida de tener un hijo sin partenogénesis ni la delicia del tiempo de la noche a la mañana sino tan solo una respuesta a su madre, la que esperó su nacimiento con ropa celeste y la que hizo todo por ella, con lo que la vida, que había sido muy dura con la madre, sólo es dura con la hija. Ahora había llegado el tiempo de conquistar el afecto fuera de ese núcleo acerado que aún hoy conforman madre e hija. Sólo después de cinco años, casi seis, de cuando María decidió de improviso que el momento había llegado, dicen, se permiten diferencias de opinión.

Ellas cuentan esta historia y Luis, el chico que fueron a buscar, asiente con la mirada grave de sus grandes ojos. No se oculta nada en esa casa, porque el secreto más doloroso entre tantos dolores resultó ser el de Luis, y ése ya buscó la luz, más no sea en la anécdota. El relato que hacen lo pueden repetir hasta el cansancio sin variar detalle, porque no hay ficción que supere esa realidad. Y si Luis asiente, serio, es porque tras esos grandes ojos negros tristes, en su mente, están las heridas que tal vez algún día cierren de ese infierno por cierto tan temido.


* * *

La puerta del infierno fue durante cinco años la tercera de un rancho de adobe puesto perpendicular al camino y no paralelo como se suele, tal como si quisieran disimular algo, tras una cuneta y un alambrado; en las afueras nomás del pueblo. María llegó acompañada de la hermana de su peluquero, Myriam, y estrenando un blazer azul muy lindo con el detalle de un águila en rojo en el bolsillo. Las cosas empezaron de mal agüero apenas llegó a la capital del departamento y se enteró de que el pueblo quedaba lejísimo y sólo se llegaba con un ómnibus imposible. Hasta entonces, el trámite legal con la jueza del departamento para que se le otorgara la tenencia había fluido y el papeleo se había movido extraordinariamente rápido en el Iname, tal vez porque alguien tenía apuro en algún lado, y en cuestión de días se distribuyó la tenencia de los 13 hijos de esa mujer.

Cuando María llega a la sede judicial del pueblo el asunto se complica porque la aguacil, cuenta, le niega la tenencia alegando que el chiquilín está adjudicado "a un estanciero" y ella debe replicar que su trato es con la jueza. Pide, exige ver al niño, y reclama que la acompañe un policía en la gestión. La jueza accede, tal vez especulando -y esto se puede inferir de la segunda ronda de negociaciones con la jueza, ya con Luis en el juzgado- con que la mera visión de ese rancho atravesado como la vida de todos los que lo ocupaban iba a bastar para disuadir a esta señora de blazer azul flamante.
Al volver con el policía, María vuelve también con Luis en brazos y entonces la jueza no la quiere recibir, y lo que alega nuevamente la aguacil es que "hubo cambio de planes y este chico se le da a un estanciero". Y además le cuestiona la posibilidad de hacerse cargo de Luis, en tanto María es divorciada y no tiene familia constituida, como si esa hija capaz de despertarse para hablar con la madre que vuelve del trabajo y compartir en un segundo decisiones para toda la vida no fuese una familia entera.

Así que los inconvenientes no funcionan. La tenencia estaba otorgada a María con antelación al viaje, más no sea de palabra, y ella estaba lanzada con la claridad de propósitos que acumuló en sus años vividos y la seguridad en sí misma que logró en esa carrera de obstáculos, lo cual fue otra hazaña; no la iba a parar la puerta de un despacho. Y cuando al fin habló con la jueza, ésta le dijo: "¿Pero usted sabe qué clase de chico se está llevando? Este chico tiene deficiencias".

Esta parte de la historia suena extraña, y no responde a la imagen generalizada ni de la Justicia ni del Iname, y sugiere tráfico de niños, tal como especuló en un momento el abogado contratado después por María; o al menos criterios no basados estrictamente en el interés del menor. En todo caso ése es el relato.

María pone su respuesta a la jueza en el bello marco de sus palabras de hoy; quizá tal como fue. "Yo vine a llevarme a un chico que precisa amor y una casa; yo no vine a elegir. Y además soy enfermera y sé lo que precisa un chico así. Pero también le digo a usted, que ya dio varios de estos chicos: ¿es a mí que me dice esto?", en alusión a los demás, que adoptaron en la ignorancia.

"Vamos a dejar que se lo lleve. Pero usted a mí no me conoce, no me vio, no me trató", la condiciona la jueza. "Yo la vi, la traté, la conozco", replicó María. Tras esta discusión inútil, la aguacil no la quería dejar salir con Luis del juzgado sin autorización escrita, y la jueza se negaba a expedirla. Finalmente autorizó la salida, pero sólo verbalmente. En cambio, María obtuvo una autorización escrita de la madre y de la policía como testigo de esa última voluntad de la progenitora, y con esos papeles inició luego el trámite de la tenencia legal de Luis.


* * *

María recordará toda esta situación una y otra vez a lo largo de cuatro extensas entrevistas cada vez que se le pide; y la valora, alegórica, "como un parto". Pero para que esa figura del lenguaje refleje la expresión de deseos que transparenta, el relato debe incluir el momento en que se acerca al alambrado que la separa de ese rancho atravesado, viendo cantidad de chiquilines y sólo la tercera puerta del rancho abierta. "No veo hombre alguno allí sino niños, y sin que yo haya siquiera saludado hay una voz que dice `Luis, te vinieron a buscar´, y yo no logro identificarlo porque hay muchos (chiquilines), pues pese a que ya se llevaron a varios de los trece y quedan de edades bien diferentes, también hay vecinitos allí, y yo me confundo y me empiezo a desesperar".

A esa altura ya se habían entregado nueve de los trece y quedaban sólo de 12, 9, 8 y de 5 años, y éste es Luis, "al que finalmente identifico porque era el menor". La imagen la persigue. "Estaba descalzo y tenía puesto un jardinero de jean, con los breteles atados a la espalda con un piolín y la parte de la cola rasgada, para que hiciera sus necesidades sin sacarse la ropa". Ella lo levanta, lo abraza y llora. "Ahí se prendió de mí como si me conociera de más tiempo", sostiene, como si eso fuese creíble. La madre, la madre que efectivamente parió a Luis, tenía rasgos bonitos y miraba la escena con calma. "Yo voy a ver a la jueza a la una
(de la tarde) y después lo paso a buscar. Pero cámbielo de ropa", la instruyó María, en un esfuerzo innecesario por dominar la iniciativa.

Para su sorpresa, la madre que estaba a punto de dejar de serlo apura los plazos y lo trae inmediatamente de vuelta, tras haberle puesto unos zapatos embarrados. Ella, María, le saca los zapatos y lo alza. "Pero mire que sabe caminar", insistió la madre, en la certeza de que el niño se alejaría de ella. Y luego dijo lo de la radio. "No tengo radio, señora. Quiero tener una radio". No se despidió de su hijo pero los siguió hasta la calle, donde reiteró su pedido, para peor sin morbo, con voz llana.

Myriam, que la acompañaba en silencio, habló recién cuando dejaron a la madre atrás, con María abriendo senda con Luis en brazos, porque se negaba a que usara esos zapatos embarrados y tal vez enormes, y se negaba a que su chico caminara descalzo; porque lo sintió realmente suyo desde que él la abrazó como a un salvavidas. Entonces Myriam le hizo notar a María el olor que despedía el chico, tal vez de su ropa, y también por su piel. "Te vas a arruinar la ropa", le apuntó, concreta en medio de aquel caos emocional. "Qué le vamos a hacer´, le contesté, y allí ya no me desprendí más de él y fuimos juntos al juzgado" recuerda María, tratando de abreviar su memoria del episodio.

Pero pasaría mucho más en ese día de mayo antes de llegar al juzgado y aún después; situaciones en las que aprendería su primera lección sobre la vida que llevó Luis antes que ella lo alzara en sus brazos para siempre, en ese instante cósmico en el que su mundo entraba en contacto con el mundo de la miseria y de la marginalidad sólo para separarse de él lo más rápido posible con Luis en brazos. Y aprendería que hay veces que la memoria no acepta atajos y regurgita, imposibles de digerir, los hechos tal cual fueron.

María sabe que mientras caminaba por esa calle vecinal todo lo apurada que le permitía el chico, más liviano de lo debido, huyendo ambos de ese rancho atravesado como las vidas que lo habitaban, sintió que lo estaba salvando y que sus piernas eran las de él. Y María también pensaba que era mayo, y día de San Pancracio, el santo de los pobres, y él la iba a ayudar. Porque pobre era ella y lo que dejaba atrás era miseria.

Así llegaron hasta el pueblo y entraron por una puerta lateral al hospedaje, tal como habían acordado con el dueño apenas salió del juzgado, porque María no quería que vieran al chiquilín sucio sino vestido de punta en blanco, la única manera en que ella admitía que estuviese, y todo estaba razonado como el plan de una batalla.

Aunque todo el pueblo sabía lo que habría de pasar en ese San Pancracio, todos fueron discretos y ella pudo llegar a esa pieza para gente de paso y abierta esta vez para la transfiguración de Luis. Con la tela del paraguas, María le midió los pies para comprarle zapatos como parte de una actividad febril en la que ambas mujeres coordinaban esfuerzos sin planificarlo, como si estuviesen en medio de una gran limpieza general. Pronto le llegó el turno a la ropa y abajo de la jardinera María encontró que Luis tenía puesto un buzo de lana gruesa que le quedaba chico porque lo llevaba desde hacía tanto que había crecido en él. Era imposible sacárselo y no había tijera para cortarlo.

Entonces, recién entonces, María se echó a llorar y su amiga Myriam inmediatamente la retó, porque para ese instante había venido. Y todo volvió a funcionar: apareció un alicate y una a una fueron cortando las hebras del tejido, "que estaban agarrotadas y duras como cartón y chasqueaban al cortarlas, por la mugre".

Abrieron luego la ducha y vieron que el chiquilín le temía al agua, con lo que conocieron el primero de sus terrores. "Entonces lo agarré como a un bebé", que era lo que María había estado esperando hacer todo el tiempo; luego lo paró en la pileta y lo fue lavando, una y otra vez, hasta que quedó limpio, y cuando lo empezó a vestir se dio cuenta que se había olvidado de lavarle los pies, ocultos en el agua negra de la pileta. Le refregó entonces los pies de piel compenetrada de barro, y lo hizo con la fuerza de su rechazo a ese mundo de mugre y miseria en el que ella también podría estar de no haber tenido la fuerza que la sacó adelante luego de haber sido no violada pero sí violentada por la vida y sufrido el estrago de la carencia de afectos.

Todo eso estaba en la fuerza de su mano al cepillarle la planta de los pies a Luis, sin percibir que tras las capas de mugre estaba la piel llagada, tierna, de cinco añitos, que no se había llegado a curtir caminando descalzo. Entonces Luis se quejó, suave, y ella se horrorizó de sí misma. Para compensarlo, María secó a Luis despacito con la toalla, sin refregarlo, presionando la tela para que absorbiera la humedad. Luego, tal como había ya imaginado y repasado en su cabeza hasta saber incluso el gesto con que abotonaría esos pequeños ojales, lo vistió de tenis azules, vaquero, camisa escocesa y bucito gris. Y él caminaba por la pieza con las manos en el bolsillo, paseándose tal vez por primera vez en la vida; sin mirarse en el espejo sino sintiendo que su piel respiraba por los poros limpios y el olor de la ropa nueva y cómoda, "porque se ve que se sentía distinto".

Sólo entonces María lo presentó en sociedad, y lo hizo -tal vez de casualidad- en el lugar adecuado, preciso como una parábola, porque a ese salón comedor él entraba a mendigar y ahora los mismos de siempre, desde las mismas mesas, lo vieron entrar de manos en los bolsillos y lo aplaudieron.
Entonces vino la comida y él no hablaba, con lo que María temió que fuera mudo y amagó a llorar; hubiera sido todo un papelón en medio de la gente pero la amiga la retó a tiempo, porque para eso estaba. Es que Luis no hablaba porque comía, y como chasqueaba la lengua disfrutando de los sabores "yo temía que tuviese frenillo; cosas de enfermera", se disculpa ahora que las emociones ya no rebasan su voz y las anécdotas y los meandros de las circunstancias son simplemente duras como la vida, y caen una tras otra desde el castigo de su memoria.

Después de comer se recostaron un ratito, tal como estaba planeado; había sido una jornada larga, intensa, que cambiaría para siempre las vidas de esa mujer y de ese chiquilín tirados en la cama con los ojos abiertos, esperando la hora de ir a tomar el ómnibus de las cuatro y media de la tarde. Pero María no pensaba entonces en el futuro sino en el pasado, y se dio cuenta de que quería cerrar esa etapa lo antes posible. Así que a las cuatro menos cuarto ya estaban en la estación de ómnibus con Luis de la mano, y su amiga le compró caramelos y ella un paquete de galletitas y una visera.

Se sientan en un banco, claro, porque no quedaba otra que esperar que pasara ese tiempo vacío. Pero el destino aprovecharía ese tiempo y por delante del banco pasa un chiquilín harapiento y Luis deja la bolsa de caramelos en su falda y lo saluda agitando con torpeza de bebé la palma abierta, sin emitir sonido. El otro no responde sino con una larga mirada de asombro pero María sabe, se da cuenta, de que algo importante pasa, que ese chico harapiento como estaba Luis hacía sólo unas horas es hermano de Luis y teme, con razón, que vaya a buscar al padre, al progenitor que no estaba cuando ella fue casi hasta la puerta de ese rancho sin hombres.

No pasan demasiados minutos de ese tiempo interminable hasta que aparece efectivamente un hombre sin llevar de la mano al chico que regresa. "Yo no alcancé a hablar con usted porque no lo vi", se apresura María, antes de toda presentación. Y le espeta: "yo le pido que me lo deje llevar". Entonces sucede lo inesperado: en esa casualidad lógica, inoportuna e inevitable, propia de tragedia griega, no hay obstáculo sino apoyo a María. "Señora, qué puedo yo decirle viendo el cambio que ha hecho
(en Luis). Simplemente vengo a despedirme; a mí nadie me dijo que se lo llevaban pero yo no le puedo dar nada" a Luis.

Las palabras del hombre lo habían acercado al banco y recién entonces extendió la mano y tocó al que dejaba de ser su hijo. "¿Vio lo que tiene en la cabecita?", mostró, y abajo de su mano izquierda curtida, enmarcado por el dorso del pulgar y el índice, destaca una zona circular en la que no crece el pelo. En esa cabeza los piojos proliferaron hasta anidar exactamente allí bajo el cuero cabelludo, con lo que "el chico se infectó y casi se muere. La madre es muy sucia", dijo y con eso explicó todo. Después lagrimeó y María también, mientras Luis y el hermano harapiento miraban, serios.

"Lo único que quiero saber es que tendrá futuro", dijo el hombre, como explicándose. Y María, que no daba puntada sin hilo, le pide entonces que firme el permiso de tenencia mientras llora y así lo hace llorar más. "¿Usted está de acuerdo?", le insiste María, sin miramientos con la falta de opciones de ese hombre, que efectivamente un mes después firmaría el papel que otorgaba la tenencia de Luis a María a todos los efectos tal como lo hubiera firmado en ese momento si todo hubiese estado dispuesto, y nada menos que en el andén de una estación de ómnibus, de todos los lugares.

Mucho después, cuando el primer psicólogo que examinó a Luis le propuso vestir un dibujo desnudo, el chiquilín que había dejado atrás los harapos reprodujo parte de la escena en la estación de ómnibus, tal vez
(pero sólo tal vez) como su único recuerdo no conflictivo de ese pasado. Al muñeco le hizo una viserita como la que le compraron para entretenerlo, la bolsa de caramelos, la bolsa de galletitas, el ómnibus en que se fue y el puente que cruzó el ómnibus al dejar el pueblo. El padre que lloraba no estaba, y el hermano harapiento que no pronunciaba palabra pero que fue a buscar al padre, tampoco. Cuenta María que Luis le explicó al psicólogo: "¿Sabés que mi mamita me salvó a mí?".

Al principio, María fue "che", pero ella quería tanto que le dijera mamá o mamita que él accedió a decirle "mi mamita"; en las conversaciones en las que era llevado a recordar, porque por sí mismo no volvía al pasado. Y la señora que quedó en la pieza de la tercera puerta del rancho esperando una radio era para Luis "mamita", en una trampa semántica que sugiere que su aceptar la nueva realidad no era claudicar. A ese lugar alude ahora, las pocas veces que lo hace, como "el campo".


* * *


Que a María tampoco vengan a decirle que la juventud es la edad más hermosa de la vida. La mujer que resolvió adoptar un chico de la noche a la mañana y no encuentra razones para explicar su decisión es hija de un peón de una cooperativa láctea que todo lo arreglaba a golpes. Lo recuerda incapaz de un gesto de cariño y muy capaz de dejarla vestida y sin ir al baile por el capricho de decir que no.

María también se describe como la más relegada de los tres hermanos. Su hermana era todo para su padre y a ella le hicieron cumpleaños de quince; en cambio, María recibió una libra esterlina y con ella en el bolsillo y sentada en el cordón de la vereda la encontraron sus amigos, que le improvisaron una fiesta.

Ella se describe como un ser sociable, y conserva amigos de aquella época en Paso de la Arena. Su madre la llevaba a bailar al "club de los paperos", al Defensa Agraria, porque sin esa compañía su padre no autorizaba la salida. Pero María tenía y conserva su carácter fuerte: si esas eran las condiciones, ella no bailaba; y así, sentada junto a su madre, se pasaba toda la noche.

Lo mismo pasaba con la música. El padre quería que María estudiara acordeón a piano "y a mí siempre me gustó la guitarra, pero él no me dejaba. Así que no estudié nada". Su carácter debía ser realmente fuerte, porque él le pegaba si ella le contestaba, con lo que ella le seguía contestando hasta que él se cansaba de pegar, siempre con el puño cerrado.

El hombre se sabía vengar de la venganza. En el fondo de la casa había quinta, que María aprendió a carpir desde muy chica, tal vez de seis años. Y con el tiempo hizo un jardín "con flores que no se ven más, como jacintos, caramelo de París y azucenas. Hasta sacamos una vez un premio al mejor jardín". Y con la pubertad llegó la edad de cultivar rosales y justo bajo su ventana creció "una rosa roja terciopelo que yo adoraba. Un día volvimos a casa
(con la madre) y mi padre había arrancado todos los rosales. Yo la adoraba a esa rosa". La memoria todavía le causa pesadillas, porque hasta la maldad precisa de explicación.

"Y eso que él no era alcohólico. Me pregunto por qué mi mamá aceptaba esas cosas. Ella bajaba la cabeza por amor a mi padre", medita. "Si tuve educación y maneras y lenguaje, fue por mi madre". Es cierto que en esa educación materna "fui criada con montones de prejuicios, con cosas que no nos decían", pero allí subsistió también la semilla de bondad que terminaría por germinar y procuraría ser una rosa roja terciopelo. Aun en la pobreza no le faltaba ropa a María niña, cuenta, porque su madre hacía maravillas con la aguja, y lavaba y planchaba para que estuviera siempre limpia, como años después ella determinó que debía estar Luisito desde el momento en que lo tomara en brazos.

Hay una foto que la muestra de tal vez siete años, en un ambiente rural que podía ser el fondo de su casa y junto a su madre que sonríe en ropas modestas, ella estrenando una capelina blanca como parte del juego de femineidad al que jugaban madre e hija, si no a escondidas por lo menos a espaldas del padre. Él no participaba ni de los juegos ni de las penurias "porque siempre era primero él". Hoy María recuerda que cuando faltaba comida su madre armaba una trampa para palomas torcaza con una puerta con tejido de alambre, y hacía un arroz y salían adelante, así que ella siempre supo que saldría adelante.

Pero no le fue fácil encontrar el camino. Se fue de la casa de sus padres de la manera más expeditiva que encontró, sin entender todavía que en la vida no hay atajos: se casó. Y como marido, esa lotería del apuro le dio un repartidor de diarios, noble ocupación, del que quedó inmediatamente embarazada. Entonces supo que ser cristiana resultaba inaceptable para la familia de quien fue su marido, que es judío. La familia de él se reunió en asamblea y le preguntó cuánto dinero quería para acceder a abortar, pues la religión les impedía aceptar -le explicaron, razonables y generosos- un descendiente de vientre goi, gentil.

"Me pregunté que clase de hombre era él, y no tenía otra respuesta que convencerme de que era una persona totalmente deshumana. Entendí entonces que si aceptaba nunca podría tener una familia propia, así que el tiempo de la gestación fue el tiempo de mi separación". Los hechos mostraron que no sólo la religión hacía de ésta una mala pareja, pues el padre no quiso donar sangre para eventuales complicaciones en el parto pese a que María tiene un tipo de sangre poco común, ni quiso después ver a su hija, jamás, ni por supuesto cumplir su deber legal de contribuir a su manutención.

Es más, él modificó la cuota de publicaciones que retiraba del sindicato de distribuidores de diarios y revistas para que no se lo pudiera obligar por ley a pagar lo que le hubiera correspondido por manutención de su hija. En cambio, en esos meses de la separación le robó a María lo poco que tenía; y entre ello lo único que le importaba de ese poco, la pulsera que le había regalado su padrino para sus 15 años. Su valor material no podía ser muy importante, algo que ayuda a entender allí un simple acto de maldad.

Vino entonces lo que recuerda como la peor época de su vida, de las muchas malas que pasó. Tardó un tiempo en realmente entender que se le había querido comprar su hija en gestación. "Fue horrible, el planteo fue horrible", comenta todavía, y aún hoy no encuentra más palabras para describir el avasallamiento del que se sintió víctima, la impudicia de la propuesta, la violencia de ese ultraje a su confianza, a toda idea de futuro en común. "Como hice esta hija puedo hacer otras", le dijo su marido, adelantándole que no la apoyaría en su decisión de separarse, ni a ella ni a la hija que no quiso.

El escape hacia el casamiento resultó así mucho peor que la cotidiana lesión espiritual y física de vivir en casa de sus padres, así que a ella tuvo que volver, porque no había alternativa, en peores condiciones de las que salió: con 25 años y una hija. Allí estuvo otros 9 años más, hasta que murió su madre y la convivencia con su padre resultó francamente imposible. Ya no sólo sufría violencia, que tuvo que frenar con la mentira de haber hecho una denuncia policial que supuestamente se negaba a retirar, sino también promiscuidad. Su padre propasándose con una amiga, su padre teniendo relaciones con la empleada doméstica que ella pagaba de su primer sueldo, de su primera baza de independencia; en definitiva, una promiscuidad de distinto grado pero con los mismos valores de los que años después vendría a rescatar a Luis, o de la de ese consejo familiar presidido por su marido tasando su feto en gestación. De todo eso se divorció.

Tal vez fue con la amenaza de denuncia policial; lo cierto es que María empezó a reaccionar y a poner límites definitivos. Porque algo pasó en ella a partir de los 25 años que le hizo buscar una salida por el largo camino de la madurez, buscando en sí misma los viejos valores del corazón, como honor y amor y piedad y orgullo y compasión y sacrificio, para hacerlos la realidad central de su vida.

Ella nunca entenderá a su padre, pese a que fue a asistirlo en su lecho de muerte cuando se enteró de su agonía. Es que María sentía hacia él una obligación afectiva que va más allá del hecho en sí trascendente, porque ese es el valor de las pequeñas cosas, de no tener su foto en la billetera. Por las mismas razones, María no puede entender aún hoy a la madre natural de Luis, que dio a su hijo por una radio que ni siquiera recibió. Si la hubiera entendido le hubiera dado la radio, pues es lo que ella quería; pero ese valor le resultaba inaceptable a María, así que le mandó un paquete con víveres y ropa al poco tiempo de regresar a Montevideo. Y si se enterara que ella vendió lo recibido, se sorprendería.

De ese mundo de gente que creía que podía comprarle la muerte del hijo que gestaba, emergió María. El primer gran paso lo dio impulsada por la soledad y la desesperanza de verse acorralada en tener que retornar al único lugar del que había querido salir, la casa de sus padres; y lo hizo bien, lo hizo a través de algo suyo, de un amigo, que le abrió el mundo del yoga.

Ella no hace disquisición alguna sobre esta filosofía hindú. La cosa es que el yoga la ayudó: "sigo teniendo el carácter fuerte pero soy muy pasiva", se enorgullece María. Toda esa agresividad, que le hacía contestarle a su padre mientras él le pegaba hasta cansarle el puño, que la mantenía sin bailar en el "club de los paperos" y que la dejó sin saber música porque no la dejaban estudiar guitarra, ahora empezaba a ser controlada.

"El problema mío era que no trabajaba": ya está hablando de la siguiente etapa de su plan de fuga. Pudo conseguir su primer trabajo, en Aldeas Infantiles, como una especie de líder de campamento; fueron 9 meses de trabajo y su hija cumplió allí el año, pero bastó para reafirmar que a ella le gustaban los niños, como dice con sencillez inapelable. Y el trabajo era independencia; era la posibilidad de una vida propia.

Ese trabajo terminó "pero yo tampoco me iba a encerrar en Aldeas Infantiles; yo quería una vida distinta", comenta, así que en definitiva fue bueno que aquello terminara. Sin trabajo pero con la energía que hoy, tras 25 años de yoga todavía destella en su voz calma, pidió una entrevista con el interventor militar de una mutualista, porque le habían dicho que había algún puesto libre de telefonista. El coronel en cuestión la rechazó de mal modo, recuerda, momento en que ella desenfundó una carta de un militar estadounidense, amigo suyo, quien la invitaba a ir a trabajar a EEUU. Era 1975. "No me quiero ir del país pero si no consigo trabajo me voy a tener que ir, le espetó, por más que ustedes digan que no hay que irse". El coronel se encontró así con los dedos agarrados en la puerta del discurso del gobierno militar de la época, y gruñó que volviera al día siguiente.

Al día siguiente allí estaba ella, y lo que le ofrecieron no fue un puesto de telefonista sino de auxiliar de servicio. Y ella dejó asentada su opinión ante el coronel al aceptar el trabajo: "para mí no es ninguna ofensa limpiar un piso pero yo le voy a demostrar que sirvo para algo más".

Y así fue pero para lograrlo tardó un año entero de sacrificios: se puso a estudiar enfermería en la Cruz Roja y tomaba el ómnibus a las cinco menos cuarto de la mañana para entrar a las seis en el trabajo, salía a la una y hasta las cinco de la tarde estudiaba en la Cruz Roja. En su casa, a la que había tenido que volver como madre sola, quiso explicar que en esas horas ausentes ella estaba estudiando pero no le creyeron. No sólo eso, "tampoco se preocuparon en averiguar". Ella debió sentir que no le importaba nada a nadie. "Yo iba a estudiar y mis padres pensaban que andaba en la calle. Y en la calle veían una divorciada y pensaban que había un puesto libre. Es que yo tenía otro cuerpo y todo era distinto".

Finalmente logró su título, se lo refregó por la cara al coronel y logró su pase al block quirúrgico de la mutualista. Fue en verdad una suerte haber empezado a estudiar en aquellos años, medita ahora, porque entonces sólo exigían primaria completa para hacer el curso. Cuando terminó sexto en la escuela 250 de Paso de la Arena, el maestro, o tal vez la dirección de la escuela, decidió que ella debería cursar escuela industrial y no liceo.

María no parece molesta por esa interferencia en sus estudios, tal vez porque fueron tantas las veces que se inmiscuyeron en su vida. "Yo quería formarme un futuro, no me importaba de qué manera". Lo mismo quiso años después el padre natural de Luis para el hijo, en esa estación de ómnibus, terminal de su paternidad. Es curioso como la vida pone espejos.


* * *

En la escuela industrial María hizo el "curso básico femenino", y eligió cocina, decoración y manualidades. Mal no le vino, porque cuando hubo necesidad se sumó a la moda y se puso a hacer "esos muñecos de patas largas que ya no hay más, y con eso me revolvía".

Eso de los muñecos fue sin duda una forma de ganar un dinero imprescindible pero el objeto elegido también tiene algo de amor por los niños, que nunca estuvo demasiado lejos de su vida. Haber quedado embarazada apenas se casó con ese ser que ella describe como tan ruin era -no es un exceso imaginarlo así- una manera de tener afectos propios. Y por algo su primer trabajo fue en Aldeas Infantiles, institución que alberga a niños abandonados por sus familias. Pues hay que procurar elementos de juicio en lo que María cuenta de su vida para explicar la súbita decisión de adoptar un chico, porque ella no los da.

Tal vez la resolución empezó a germinar cuando ella enfrentaba a su padre pese a los golpes, en la determinación de que algo debía estar bien en la vida. Tal vez no, o tal vez fue antes. "Yo era mucho de ponerme tacos altos y salir a la calle, y ponerme trapos en la panza como si estuviese embarazada", cuenta de su niñez. "Y tenía unas muñecas de loza, preciosas". Es casi el único recuerdo grato de su niñez que nombra en las largas horas de entrevista.

A Luis "lo adopté por cariño a los chicos", explica, pero lo general no explica lo particular. "Quizá haya sido por la falta de cariño que tuve. Me hubiera gustado estar alguna vez en la falda de mi padre o de mi madre. Y yo no sé por qué, pero de mi padre nunca tuve un gesto de cariño, nunca. Y en eso fue parejo con los tres hijos".

Ella, la menos querida, no logró como su hermana formar con el tiempo una familia tipo; su hermana, que María encuentra tan parecida a su padre, hoy vive en La Teja, casada y con tres hijos. Ni le fue fácil a María hacerse una vida independiente, como su hermano, que a los 18 años
(o sea, lo antes que pudo) fue a abrirse camino en la vida y hoy parece ser con quien mejor contacto mantiene María, a pesar de que vive en San Pablo. "Pero quien supo encaminarse, abrirse paso y ser alguien, fui yo", dice sin hesitar.

Para abrirse paso y tener un mundo de afectos en lugar de esa casa que sólo por instantes era hogar, acumuló energía como una hormiga en esos sus últimos nueve años allí, con su hija que crecía, aprendiendo control mental con el yoga y desempeñándose en la profesión que logró a pulso en el puesto que obtuvo "a puro pecho", según sus palabras. "Yo nunca recibí nada. Todo es mi obra. Nunca nadie me dio nada, ni familia ni amigos".

Ella quiere de sí esa imagen de firmeza, que realza sus triunfos. En aquellos primeros meses de sus últimos nueve años, y también los últimos que viviría su madre, la que le hizo la capelina; los iniciales, en fin, de su embarazo y de su separación, y de la gestación de una nueva etapa, tuvo una visión durante el trance en que la ponía la meditación yoga. "Se me apareció un lago de agua muy cristalina y un cisne con un pichón. El viento todo lo arrasaba pero el agua permanecía quieta. Una voz se escucha: lo que está más adelante es tuyo, dice. Y más adelante hay una flor de loto que se abre y muestra una perla. Yo le conté al profesor de yoga y él me dijo: tendrás una hija y será tu único tesoro. Y así fue".

En algún lado la firmeza alberga también al pensamiento mágico, y no es cosa del momento. Pues cuando la madre de María muere y ante la promiscuidad de su padre ella decide forzar la realidad y lograr otro lugar para vivir, ese lago y ese cisne con su pichón volverán a su vida, como una confirmación de que la senda elegida era la adecuada.

Fue así. Cuando llegó el momento de no poder más, le pidió a su hermano, que trabajaba en una línea aérea y lograba pasajes baratos, que recibiera por un tiempo a su hija en San Pablo, ya entonces de ocho años. Salió entonces a pelear la vida y lo estaba haciendo bastante bien cuando llegó Nochebuena, que había arreglado pasar con una hermana de su madre. Ella compró muchos regalos pero al llegar a la puerta de esa casa no había nadie allí; se habían ido al interior.

No quedaban más timbres para tocar en su vida y nadie más en el mundo que sus compañeros de trabajo, en la mutualista. Tampoco había ya transporte en la ciudad, así que por teléfono quedaron en mandarle una ambulancia a buscarla apenas hubiera una disponible. Así que esa Nochebuena la pasó sentada en el cordón de la vereda de Colonia y Andes; llorando, claro.

Pero días después llega una tarjeta postal de su hija, con la imagen de un cisne y su pichón, que bien podrían ser los de su ensoñación en la meditación yoga cuando albergaba en su vientre a la hija que se negó a abortar y que ahora le escribía: "si alguna vez me extrañas o te olvidas de mí no te preocupes, yo estaré. Al decir Mamá sentirás una bella dulzura materna". Eso dice la letra infantil, que ella muestra como prueba incontrastable de la rotación de la Tierra.
El año siguiente sería la mejor época de la vida de María. Ella tenía 35 años. "Porque lo de mi marido no fue enamoramiento, aunque luego la vida me dio la oportunidad. Ahí
(a los 35) estuve enamorada, y eso marcó algo muy dulce, que superaba el pasado y (me) dio ansia de seguir viviendo. Ya me había ido a vivir sola y era yo y mi mundo, sin que nadie me hubiese marcado nada. Y pese a que luego no funcionara, fue; y eso es importante".

Así es. Fue capaz de tener su amor, tiene a su hija y logró seguir en la profesión que logró porque a esa altura había entrado a trabajar a una segunda mutualista, esforzándose por salir adelante. "Creo que allí hice un análisis de mí, y me di cuenta de que era una mujer valiente, que había luchado sola; me valoré. Si había podido superar lo del aborto, superaría cualquier cosa".

Su hija Gloria, que pudo nacer porque ella se sobrepuso a la situación, preguntó una sola vez por su padre natural. Cuando Gloria cumplió quince, esa fecha trascendente que resultó tan desgraciada para su madre, llamó a su abuelo paterno y se enteró de que su padre estaba con cáncer terminal. Que María sepa, jamás lo fue a ver, no tiene su foto en la billetera y no lo conoce. Pero la fiesta de quince de Gloria se hizo. El peluquero de María, un verdadero amigo, la ayudó a prepararla y fue en el Club Banco de Seguros. Eso ocurrió en setiembre y los preparativos comenzaron en marzo. Si la vida daba una segunda oportunidad con el cumpleaños de la hija, María no la iba a desaprovechar.

Fue la hermana de ese peluquero, Myriam, quien acompañó a María a buscar a Luis en una época de la vida en que "yo no pensaba ni por asomo en adoptar sino en criar a mi hija y rehacer mi vida. Fue sorpresivo", cuenta María. No hay explicaciones para la sorpresa que ella se dio a sí misma. La conversación informal en el trabajo sobre la madre que entregaba al viento sus trece hijos puso en juego decisiones y deseos que se habían ido acumulando y decantando todos esos años; algunos podrá confesarlos, otros seguramente ni los identifica. "Desde el momento en que dijeron la historia, lo decidí. Acá hay alguien que me precisa, me dije. Tantas veces habíamos ayudado a gente que tal vez precisaba, y éste realmente precisaba. Había llegado el momento".

 

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