Casino Atlántico
el estilo es el hombre
La experiencia que suscita leer por primera vez
Casino Atlántico, largo poema escrito por
R. Echavarren al
final de la década de
1980, sin estar empapado de la estética
neobarroca, produce una sensación singular: un chorro oscuro de
versos prosaicos, una voz que se diluye en la diversidad del
discurso, una aparente incoherencia del signo que dispara un
decir frenético, no obstante esta resistencia, el ojo lector
continúa recorriendo los grafemas casi imantado, alucinado, como
hipnotizado por un poder raro que no alcanza a descifrar. El
hechizo que se desprende de la
palabra echavarriana, extendido
en esa fulguración oscura y fascinante de un signo que se
despliega como un abanico que alterna las posibilidades
haciéndolas oscilar impidiendo su clausura, tiene el poder del
fetiche, ese objeto nimio que parado en la sombra nos seduce con
su talismán secreto, un zapato que fulgura, el cabello de una
muñeca antigua, y no sabemos por qué, nos preguntamos qué habrá
en ese objeto que relumbra de esa manera inquietante, ungiéndolo
de una fuerza que nos atrae de manera irresistible.
En
“Performance,
Género y Transgénero”, el autor realiza una
descripción del proceso creativo de Casino Atlántico. La
confección del poema surge en conexión con la inquietud del
autor sobre la problemática del
género y su manifestación por
medio del estilo. Vinculado a los movimientos que se producían
en las dos últimas décadas del siglo XX de las minorías gays,
feministas, negristas, indigenistas que claman por el
reconocimiento de sus derechos y de una voz que durante siglos
había permanecido ofuscada por el poder hegemónico blanco,
masculino y occidental,
Echavarren parte de los fenómenos
culturales que habían producido un resquebrajamiento en el
monolito de una cultura normativa y de sujeción de los
individuos a un decir(se) dictaminado desde los ámbitos del
poder socioeconómico y cultural. Estos movimientos, que se
manifiestan en la segunda mitad del siglo, socavan estos
dictados, oponiendo al macrodiscurso de normalización y
compartimentación social escenificado por la moda, el estilo
libertario del sujeto. El curso del
estilo, lo investigaría
Echavarren profundamente en un ensayo posterior en donde propone
su tesis del estilo en oposición a la moda
como tensiones subyacentes en la sociedad que la
develan como territorio de conflictos de distintos grupos de
convivencia. La manifestación del
estilo de las minorías que
oponen su diversidad a la homogeneización interesada de las
esferas del dominio, se avizora claramente en los fenómenos
musicales aparejados en la revolución sexual de
la
década de
1960.
La fisura comienza con Elvis, quien con sus
ajustados pantalones blancos y el jopo, entromete su estilo en
la esfera de lo hasta el momento considerado estrictamente
femenino, continuando con el flower power de los hippies en
donde la mixturización de los géneros es aún mayor, para
culminar con el glam-rock
de la década de
1980
de David Bowie o Las muñecas neoyorkinas, que conjugaría perfectamente
lo masculino y lo
femenino, en una construcción que inaugura el nuevo tipo de
subjetividad inédita como estilo: el andrógino en donde femenino
y masculino trascienden su categorización esquemática. Pero esta
consagración clara en la música, propuesta como una
cultura de
la rebeldía muchas veces en franca disensión con el dictamen
social, calzadura ideal de las agrupaciones juveniles, no tenía
según el autor su correlato en el discurso literario.
Para llevar a cabo la unción del nuevo signo que estuviera en
consonancia con el estilo de los tiempos, y hablara con la voz
de estas manifestaciones contraculturales que se generaban con
enorme fuerza en la música y en el vestuario de sus integrantes,
el autor comienza a investigar la
escritura de las revistas
musicales de la época, sobre todo las británicas que detentan un
discurso más elaborado y salpicado de modismos estilísticos.
De esta
particular disección o extraña cacería en las notas sobre
performances musicales o reseñas discográficas surge
Casino
Atlántico. Empero Echavarren no estaría conforme con su factura,
pues en la recitación del poema alegaba que
el medio neoyorkino no
receptaría al poema completamente, dadas sus características
singulares más el acento extranjero del poeta. Elaboró
entonces un filme homónimo, de contextura experimental, que le valdría dos
premios en festivales alternativos en los
Estados Unidos
y varias exposiciones internacionales en donde los críticos
hallaron en este filme un valor de
manifiesto. El poema y el filme
constituyen un díptico que cierra la obra y se extrapone en un
diálogo entre diferentes leguajes artísticos superando la
barrera comúnmente asignada a las disciplinas artísticas y que
es una manifestación cabal de postmodernidad. El análisis del
filme rebasa el objetivo de este trabajo que se centrará
solamente en el poema.
Si para
Perlongher el barroco configura una poética de la desterritorialización: “una
desterritorialización fabulosa”
Casino
Atlántico es la geografía misma del margen, un locus móvil y
transitorio donde no llega la irradiación cegadora del poder y
el estilo se confecciona. Es el taller de un sastre alternativo,
que hila la voz secreta y auténtica de la alteridad, que intenta
enhebrar con un gesto entre lúdico y desesperado,
– sin jamás
lograrlo amén de ser consciente de ello –la utopía.
Originalmente la palabra Casino, pequeña casa elegante,
designa en italiano los clubes masculinos de reunión o de recreo
a distintos fines, luego sufre un corrimiento semántico en su
aplicación internacional de casa de recreación, en donde tienen
cabida diferentes entretenimientos, entre ellos los juegos de
azar. La noción de juego, presente en la estética del neobarroco
postmoderno sustituye al de “meta o propósito” propio de la
modernidad, marca que caracteriza al poema y que constituye uno
de los centros de su poética:
Más que comunicarse, esquivan el cuerpo y juegan
con las formalidades del poder, midiendo y
propendiendo,
para visitar varios sitios sobre la entretela a veces horizontal
que mide la distancia entre las caricaturas de la
emancipación y de la posesión,
un grumo generoso de no
especificidad.
El sujeto de los verbos del primer verso aparece
más arriba; son “las cosas” del poema, las distintas acciones y
personajes que aparecen en él como los escombros de una
narrativa que no conjuga una estructura y las voces de unos
actantes que tampoco asumen una identidad fija y que se
manifiestan apenas delineados por el esbozo de un discurso
mutante. Pero este jocus no es un ejercicio pueril e
inútil, una de las formas descriptibles del hastío, es un
jocus político, que burla el poder birlando su propio modus operandi para cortar un nuevo
género no incluido entre
las redes de sentido. Ese lugar aún indefinido, que se niega a
encajar en los macro-estilos que se disponen como opción de
libertad en los hipermercados de la sociedad de consumo, es la
distancia que existe entre las identidades fijas, sean estas de
emancipación o de dominio. Estas identidades, poses impostadas
por los roles asignados a los sexos y consagrados como
verdaderos
tótems
de la biología no son más que caricaturas: ridículos
estereotipos en los cuales no termina de encajar el
sujeto. El
juego entonces es la creación de una subjetividad que se niega a
entrar en las molduras, un devenir de sí que se configura como
desastre, derruisión de arquetipos estables de identidad
construidos por las políticas sociales del
deber ser. A la
disolución romántica del
yo, el neobarroco opone un
yo esquizo
que se licúa en todos los pliegues y
pieles, que se ríe de su
propia rotura gozando en la tortura del no ser. A la dicotómica
duda barroca de Hamlet, inmiscuye la cabeza del clown que salta
intempestivamente de la caja como asalto al lector al que
propone un no ser siendo.
Además de proponer una ética del juego, en donde
la asunción de cualquier identidad es una capitulación en la
búsqueda integrando un retablo exhibido como espectáculo,
artificio tras el que se oculta un sistema de conductas
provistas por la sociedad, Casino Atlántico diseña una
estructura combinatoria en donde distintas voces sin una
asignación fija se disponen en un tapiz que fractura el poema
fragmentando una narratividad incipiente. Los treinta y siete
fragmentos que integran Casino Atlántico componen un collage de
voces: un personaje principal líder de una
banda de rock que
encarna escenas entre patéticas y sublimes, un grupo de
seguidores, a la manera de una tribu urbana que asola los
espacios en una embestida glam y por último una pareja que al
final se separa sin excesivo dramatismo conforman algunos de los
rasgos sobresalientes del locus poético desde donde se enuncia
el poema:
El período es evocado sin plan de ilación
Rinde una cosecha abundante de cabezas de rock
tropezando en un pantano,
refregándose las manos no demasiado exquisitas
cualquiera de estos ñatos, descompuesto, purgando el mismo
pegote de oro.
El
discurso poético alterna las distintas voces que se expresan
indistintamente en las tres personas gramaticales. Así, el líder
de la banda, ora es focalizado desde una tercera persona
externa, ora toma la primera o el discurso directo:
Vestido de harapos driblea y masculla las
palabras,
trabado por el equipo, pero con abandono:
“No rebajes la gloria burbujeante
a un carril
de pasos arrastrados, paveando alrededor
de un hervidero de gente”
El grupo es visionado externamente desde la
tercera persona o también desde la primera del plural en donde
el sujeto lírico se incluye para formar parte del mismo:
Viviendo de prestado, un gusto barato nos basurea
a nosotros, desequilibrados
genios de los trastes de guitarra,
un tris primitivos
Más adelante:
Así transfiguran un lugar común
En una demostración que en sí resalta
a los desequilibrados genios de los trastes de
guitarra
sudando como chanchos, avanzando erráticos
a velocidad anormal por la pista, pirados,
un regodeo a poco precio, limpiándonos de escoria.
Justo un tris primitivos.
Y por último para aludir a la pareja, la voz
alterna la primera y la segunda persona:
“Hay una
sombra en mi corazón”
Te vas. Un maldito episodio.
En el
poema se opera una transmigración entre las personas y
personajes, máscaras de un devenir, actores fragmentarios de la
ilusión de lo mismo, que apenas cuajan entre las sombras del
análisis, proponiendo sus almas como estados burbujeantes, no
específicos, pasibles de mixturarse en subjetividades que
trascienden el límite de las tres personas de la lengua.
Roberto Echavarren realizando un análisis crítico de la poética de
Marosa Di Giorgio, hablaba del locus poético de esta autora: “El
yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe”
aserto que a nuestro entender se puede aplicar al propio autor.
La poética neobarrosa de Echavarren aniquila el yo situado en
esa jaula craneana, es una energía penetrante que atraviesa y
enristra a otros seres u objetos, es según E. Milán “ese
hablante que de tan ficticio es evidente –alterna entre la
subjetividad más intensa y la objetividad más intensa”.
Más que sujeto u objeto, es un discurso de participación, en
donde las compuertas que separan estas entidades se hallan
abiertas permitiendo el flujo de sentido que trashuma entre uno
y otro. Es un yo nómade situado más allá del yo en algo que
tampoco es el tú o él. Esta energía poética que es la verdadera
voz se acerca a las cosmovisiones animistas propias de las
culturas no occidentales, que operan con los núcleos del mito y
rituales de ingestión de plantas mágicas para la explicación del
universo. El chamanismo propio de algunas tribus indígenas
sobrevivientes
del Amazonas o de otras partes de la América
meridional es un aspecto que también se deja traslucir en Casino
Atlántico.
El
estado “chamánico” que se manifiesta en el poema es la capacidad
de penetración de la mirada poética en el interior de las
materias y de los seres atravesados en todo su espesor. Esta
capacidad de metamorfosis, el devenir en otra cosa sin solución
de continuidad caracteriza la abolición del yo propio del estado
de trance del chamán que puede encarnar en pájaro o en coyote
adquiriendo la perspectiva de la transformación. En este
aspecto el poema ostenta puntos de contacto con la novela Ave Roc que se centra en la figura del mítico cantante de los
sesenta Jim Morrison en una cruzada que lo lleva a deambular por
los Estados Unidos entre conciertos,
drogas y parajes
alternativos. El narrador intradiegético, amigo y amante de la
estrella de rock, llega a participar del ritual de los indios
gabrielinos en el estado de California, en donde transcurre la
celebración de la Danza Fantasma en el templo de las ceremonias.
En dicha celebración, los personajes trascienden sus calidades
de género masculino o femenino, introduciéndose en otra visión
del universo en donde la cosmovisión occidental deja de operar
ayudados por las sustancias psicoactivas que forman parte del
ritual. Así, el cantante rockero de Casino Atlántico corresponde
a una imagen mutante y alucinatoria de ribetes chamánicos, en
donde su voz, alter del artista, es capaz de operar
transformaciones en el entorno:
Un descuidado chorrete desparrama una oscilación
fastidiosa
de sobremadura baratija por
una cinta en loop
de modo que el bailarín se va quitando de a poco,
un bailarín a gogó en un minivestido plateado
un tipejo balanceándose, papagayo estrujado verde lima
retozando sobre la superficie de metal pulido
abriéndose paso hasta el centro del living
para fulminar un árbol próximo con un rayo.
El líder es quien está destinado a producir el
cambio en los demás con una actuación que escenifica su propia
transformación y que intenta impedir que “la gloria burbujeante
sea rebajada a un carril de pasos arrastrados” es decir que
habilita las energías destinadas a la propia performance:
una farsa impasible, rara, mordaz
contoneándose con violencia
por la pista
me pone en órbita de golpe.
Puso dinamita en el marrón.
Nunca aplasté ese moco.
Estoy sudando como un chancho
y la adrenalina arde.
Al travestismo subjetivo de Casino Atlántico
corresponde una alteración en los espacios que se conjugan en el
poema. Distintos espacios, evocaciones de la selva, del río y el
pantano, se filtran en el presente poético de los personajes en
plena urbe o en habitaciones como si la memoria no trabajara por
análisis temporal sino que actualizara todas las vivencias que
se van colando al momento en que se las enuncia. El lenguaje
grávido de la memoria, explota salpicando o chorreando un signo
líquido, que aún no ha decantado en el proceso de su
transformación infinita y que tienen el objetivo de “poner a
rodar” al lector. Así, las cabezas de rock tropiezan en el
pantano, y territorios alejados en el espacio y el tiempo son
evocados como rayos que se van filtrando por un vidrio oscuro:
Una mente con un interés no directo habla aquí
A través de signos alterados
Que se filtran como los rayos del sol,
A través de un vidrio oscuro
que los vuelve inofensivos
meramente extraños aunque captados a medias.
El indio se filtra a través
de su ropa de concierto,
filtra el sol del Pacífico, mónadas de territorio embellecidas
en tanto rechazan sus antecedentes raciales
para adoptar el hechizo terraja del vencido, con
subtítulo occidental.
Los espacios filtran otros espacios: el mundo
musical de la cultura pop y rock de la década de
1980 se combina
con otro más solapado, apenas entrevisto que se licúa por los
intersticios de un lenguaje que convoca: el pantano, el río, el
Pacífico, los chanchos, los papagayos, un potro blanco, el
mamboretá acuático, un delfín entre calamares, el mundo
primitivo que parece encarnar en la banda: un tris primitivos.
Ese ámbito de los márgenes, de la periferia geográfica del
indio
vencido, el plano del mundo sometido geopolíticamente, engarza
con otro borde, otra formas de exilio político y social, el de
los seres que no se someten al imperio de las identidades, que
habitan minorías desterradas del canon oficialista de las
subjetividades que definen e inscriben en sus normativas una
forma de ser.
En el poema se plantean intensidades rizomáticas
–término aplicado por
Deleuze– excrecencias de las luchas
micropolíticas que invisten las figuras de dominación y
emancipación traspasándolas, y que van enhebrando con una
voz
funambulesca, el grito subterráneo que emerge y se dispara
rasgando los tejidos del lenguaje desde adentro para provocar el
advenimiento de una marca violenta en la tersura de la
superficie: la impronta del estilo. El territorio del poema es
un territorio continuo en el que la energía del lenguaje –a la
manera de un elam chamánico– atraviesa sus estructuras
verticales plisando el paradigma que va anulando todo sentido
trascendente, un territorio construido en la autoreferencialidad.
Una guerra sorda y subterfugia se está llevando a
cabo, se libra en las calles y en las esquinas, desde los clubes
nocturnos y los cafetines asciende su corrosión hasta alcanzar
las oficinas de los más altos rascacielos de Wall Street.
Plantea una rebelión callada pero contumaz, apenas visible no
obstante persistente, más eficaz que las habituales olas de
sangre que levantan las revoluciones. Esta guerrilla es la que
se libra en los márgenes, en el límite que la sociedad oficial
impone para la construcción del sujeto y su arma sustantiva va
horadando las fronteras y escenificando modos alternativos de
ser que encarnan al sujeto político: el estilo se esgrime como
estilete subversivo contra la mesocracia ciudadana. La banda de
Casino Atlántico, esa voz plural que inviste los ribetes de un
salvajismo festivo, concientiza su marginalidad, identidades
despreciadas por una mitología asentada en supuestas verdades
reveladas por la religión y extendidas al derecho natural que
fundamenta un sujeto político-social cuyo diseño propone al
hombre blanco, occidental y heterosexual como patrón dominante y
excluyente. A este modelo responden los sujetos de la
marginalidad:
“¡Somos ratas! ¡Somos ratas! ¡Somos mugre!
¡Somos cerdos! ¡Somos chusma! ¡Somos degenerados!
¡Somos perras! ¡Hasta nuestros managers son cerdos!”
Antes fusilados que olvidados.
En tanto que la moda se establece como dictado y
auto reconocimiento de las clases altas, el estilo por el
contrario nace como una aberración, un rasgo anómalo, a veces
paródico que se imprime como el signo de una rebelión. En el
ensayo citado,
Arte Andrógino: estilo versus moda en un siglo
corto,
el autor expone las principales tesis acerca de este
fenómeno contracultural en su huella política y de construcción
de subjetividades. En su genealogía del estilo Echavarren evoca
al dandy como su principal precursor. Al oponerse al modo de
vida burgués del honette home, el
dandy propone el gasto,
la pereza y la bohemia, ante el ahorro, la productividad y la
vida ordenada de la burguesía post-revolucionaria del
siglo
XIX. El
estilo del dandy, que hacía recordar a cierta aristocracia
venida a menos, con sus blusones drapeados, capines y sombreros
de alones un tanto demodé en la noche industrial de París,
dramatizaba una rebelión ante la
productividad del trabajo y del
sistema del capital encarnado en el burgués de reloj con
cadenilla y sombrero de copa alta:
“El
dandy constituye una nueva aristocracia, no de la sangre, señala
Baudelaire, sino del estilo. Encarna al individuo que se crea a
sí mismo, que adopta un estilo de vida que le permite disfrutar
de los momentos, abandonarse a un investigar y discriminar sin
vergüenzas sus propias inclinaciones. En vez de producir para el
patrón se produce a sí mismo. Esto se revela en el aspecto que
adquiere, su modo de vestir, de presentarse, de caminar, de
vivir, los lugares donde se lo encuentra y las horas a las que
concurre.”
El estilo se posiciona como franca antítesis de
la moda que tiende a la homogenización, diversificada por clases
sociales. La moda admite variaciones pero siempre dentro de lo
mismo. El estilo por el contrario, es una apropiación indebida,
un asalto a
mano
desarmada a los muros bien delineados del
capital. Es la opción del individuo que se niega a cumplir los
designios impositivos del capital que lo inscriben en su esfera
de clase.
Su filo de astucia volteó la máquina infame
que se apropia de lo mejor
en vos,
te mastica si te agarra alguna vez
impaciente por sacar ventaja
de cualquier infidencia y oportunidad.
No habrá tiempo de oponerse a ella
salvo por cuestiones singulares, no universales.
La singularidad del estilo es la única forma que
posee el individuo para oponerse a la máquina infame que lo
engulle a las formas estereotipadas que marca el capital. El
estilo no es simplemente una manera del vestido o del maquillaje
sino que se inscribe en una esfera específica de acción
indicando una nueva forma de hacer política:
“El
estilo en cambio es un modo de ser singular, es un diferir y, en
tanto existe o aparece, hace política. Pero no una política
partidista entendida como la estrategia de un grupo o de una
clase en vistas al control o toma de un poder central, de un
gobierno, sino la política como surge en los Estados Unidos en
los años sesenta: los movimientos de minorías que abren un
espacio propio, con sus consiguientes derechos.””
En los movimientos intraculturales de
la década de
1960 el
estilo irrumpe en la construcción de las identidades que ya no
tienen cabida en las viejas formas de la sociedad burguesa. La
introducción de la mujer en el mercado laboral y su paridad de
derechos con los hombres, luchas que se vienen gestando desde el
Romanticismo, toman cuerpo y dan una nueva faz a la conformación
de las sociedades. Otros grupos, como los gays o los negros –o
dentro de los EEUU los hispanos de migración reciente– desde
siempre sojuzgados por la religión y la moral emanada de ésta
comienzan a reivindicar sus derechos y sus espacios de
convivencia social. Todas estas importantes manifestaciones
surgían al mismo tiempo que la música rock como una expresión de
libertad que rechazaba la moral aplastante de unas formas
sociales que comenzaban a deteriorarse. El glam fue uno de estos
movimientos alternativos gestado luego del rock más duro y
territorial de
la década de
1970. El estilo pasa a jugarse en otros parajes
alternos a los de la clase social. Ahora comienza a socavar la
noción totémica de género, destruyendo los compartimentos
aislados de lo masculino y lo femenino.
La
revolución comienza con Elvis, continúa con los hippies y se
extiende a los gestos andróginos de
Mick Jagger, o el rostro
verdaderamente angelical de Jim Morrison. El glam de la
décad de 1980, vistosamente recreado en el filme
Velvet Goldmind proyectada hace algunos años en el
Uruguay, produce un cataclismo en la identidad de género desde
el punto de vista del comportamiento y la ornamentación. El
galicismo “glamour” de donde proviene el rótulo del glam, denota
“encanto sensual que fascina”. Asociado con una sensualidad
estetizante, el galmour feminiza al mundo. Las estrellas del pop
se maquillan como las mujeres, adornan sus cabellos y utilizan
tacos y plataformas. No obstante, esto no los convierte en el
travesti que encarna la transformación en supermujer. Por el
contrario, el glam conserva los rasgos masculinos, pero los
diluye entre volutas de gasa y make up. La tendencia es buscar
el andrógino, la hibridación de los géneros. Asimismo la mujer
toma usos y costumbres del hombre. La pollera fue paulatinamente
sustituida por el universal jean. En el trabajo la mujer viste
un tailleur, versión femenina del traje.
Casino Atlántico recrea la estética del glam con
un ojo interior. Si en la película Velvet Goldmind por momentos
los personajes parecen cómicos de una tragicomedia interminable
que no escinde el escenario de la vida, en Casino Atlántico
la “embestida glam” es actualizada por medio del lenguaje y las
texturas que éste evoca sin hipérbole del artificio, en la
reverberación de los fetiches, introduciendo al lector en el
mundo de los estilos musicales:
Nos arrastramos a toda hora para
conseguir nuestra dosis
de papel lustroso
con enchapados o modas o berretines,
trapeados como Hermes esta semana,
y el revestimiento es descartado cuando se logra,
para reptar más rápido como jóvenes retardos
que se han vuelto mariposas al doblar la
esquina.”
el corazón medio palpitando
desde el suave zapateo, desde el cimbrar al reventar:
¡la embestida del glam!
No relegado en medio de los gorgoritos del alma.
El poder se ha vuelto bi,
abriendo la tapa
para escapar a los trucos del arrinconamiento,
de lejos más murrio y agresivo de lo que esperaban.
El estilo indica el devenir de los individuos sin
jamás cerrarse en un punto fijo donde pasaría a ser sujeto de la
moda. La banda errática de Casino Atlántico rehúsa alguna
definición precisa. El estilo es un estado de construcción, una
línea de fuga y no un significante discreto. Su estado es el de
metamorfosis constante, en donde una vez alcanzado el objetivo
vuelve a transformar sus aditamentos como las larvas que mutan
en mariposas. En este aspecto el estilo se corresponde a una
identidad en confección, un estado activo de búsqueda y
exploración del sí sin jamás admitirse en una estructura
completa y definida de una vez para siempre. El estilo, sastre
de sí mismo, configura un estado íntimo que puede ser pasajero,
un paisaje de la interioridad más que el sujeto definido y
numerado de la sociedad capitalista que se trapea de acuerdo al
género o a la clase social:
“El estilo en tanto producción de cuerpos es un
arte sin cordones, que invade los espacios de convivencia. No se
trata de representaciones fantasmales en un escenario segregado.
ES un arte de mutar que abre un espacio otro, o un espacio
autónomo, pero con vasos comunicantes dentro del mismo ámbito de
la convivencia: construye y expone una manera de vivir
alternativa.””
El
estilo como punta de lanza que derriba la noción estatuaria de
la identidad de género, tiende a mixturar en la estética glam lo
femenino y lo masculino produciendo la ambigüedad del andrógino.
No en vano se cita en el poema a Hermes, divinidad que hereda
antiquísimas tradiciones, entre ellas la hermética que lo evoca
como el andrógino, símbolo de la unidad y por tanto de la
divinidad perfecta que contiene los principios opuestos, en
tanto en las tradiciones alquimistas es considerado como el
hermafrodita, símbolo de la conjunción que supera la misma
muerte.
Es interesante también el rastreo etimológico de la voz Hermes,
proveniente de Egipto –Thot o Tut– que en su origen
significaría “mezclar”, “suavizar por la mezcla”, o “reunir en
uno solo”, “totalizar”. Para los herméticos Hermes proviene de
erma, “la serie” u orme “movimiento” surgido de la raíz
sánscrita ser, que da sirati, sisarti: “correr”, “fluir”.
La capacidad performativa del estilo implica
destruir aspectos que en forma de prejuicios socio-culturales
impedían al individuo escoger libremente su modo de ser y de
vivir. El estilo como creación del devenir, se asemeja al arte
en cuanto responde de forma auténtica y original a las preguntas
fundamentales de la condición histórica y humana desujetando al
individuo de los condicionamientos político-sociales que lo
inscriben en un momento particular de la historia y la
construcción de su identidad.
el verso como fetiche
Hasta aquí hemos comentado algunos aspectos del
asunto y las voces que pueblan Casino Atlántico. A continuación,
y para culminar este trabajo hemos de observar el lenguaje
poético particular de R. Echavarren quien imprimiendo su estilo
singular, alza una de las voces más originales de la poesía
americana de las últimas décadas del siglo.
El verso de Echavarren revela una superficie
prosaica, la esquirla de una narrativa en ruinas según
Perlongher. Esta poética
abandona el culto vanguardista de la metáfora que rigió a la
poesía durante la mayor parte del siglo XX, haciendo explotar a
la palabra por sus fueros. La generación de posvanguardia, que
surge
en
la década de
1960 y se consagra en
la
del
1980, se encontró con el
desafío de renovar las aguas de una estética que comenzaba a
perder su potencia. Esta progresión sintáctica del verso, una
hipersintaxis al estilo de Mallarmé, que obtura la función
referencial para desnudar la poética, ora explora
un modo coloquial en donde conciertan los sociolectos de
procedencias diversas ora un trobar clus, funda de
hermetismo. Más arriba apuntamos que la poética neobarrosa surge
en un contexto en donde impera una poesía de compromiso social
heredera de un Neruda que se embarrica en torno a los
acontecimientos histórico-políticos del aquel entonces, no
obstante su cabal ideología, esta poesía en muchos casos
sacrifica la forma en aras de un contenido explícito.
En la poesía de Echavarren encontramos una
verdadera renovación en cuanto a la forma que conlleva una
significatividad política más sutil. La textura del verso está
constituida por un registro polifónico que explora y explota al
máximo las posibilidades plásticas del lenguaje como la
musicalidad y la fuga del sentido en la delicuescencia de la
palabra poética. Este brillo fugaz, intenso pero evanescente
resbala sobre la piel del verso, se desprende de él como el
sudor de un cuerpo extremo. Pero el
cuerpo, como el verso, jamás
abdica ante la completud, antes bien el tapiz se compone por
fragmentos que no configuran un organismo y brillan en la
constelación absoluta de su soledad.
Este poder aislado de la
imagen, es la preciosidad de un escombro, la rotura
extrínseca de la superficie para hilar en un compuesto
subterráneo, en un mar detrás del nombre. En el filme
compuesto tras el poema, son recurrentes las tomas del agua de
Atlantic City en Nueva York. El verso
echavarriano
corrobora una densidad mercurial, en el
transcurso
fluye y diluye, como si fuera posible intuir las profundas
corrientes que pliegan y despliegan las olas formales de la
superficie. Esta poética del agua, constatable en Casino
Atlántico se confirma en la sintaxis prosaica de un verso que
conjura a la poesía con una musicalidad emanada del vocablo en
su retorno lúdico, en el registro mersa y fetichista, en el
regodeo sensual de los morfemas que gozan en sus homofonías
significantes. Un oleaje constante transparenta el paño
verde de la mesa de juego de la rula en donde el lector
hace sus apuestas.
Esta fruición del chorro contiene el impulso de
una pulsión erótica que empuja a la palabra a retorcerse en
derivaciones y homofonías, paronomasias que juegan a reencontrar
un sentido burlón con sus guiños detrás de la palabra:
sobre una cinta intratable y larguirucha con
humor procaz
que levanta un revoltijo
tarambana
hasta un climax sarcástico de filo sardónico.
Una veta del
deseo se cuela en las venas
hirvientes de la montaña del lenguaje. Impulso constructivo y
destructivo a una, abolición de la posibilidad de un sentido
unívoco que abre como el abanico de Mallarmé, las arborescencias
soterradas de los significantes. En esto radica tal vez, el
poder imantador del verso de Ehavarren, la posible contemplación
de un objeto arcaico, el laboratorio burbujeante y magmático del
signo engarzado a las crestas del
deseo antes de transformarse
en símbolo y pasar a las filas de la moda.
En
Echavarren el verso tiene las propiedades del fetiche. El
fetichismo, valor simbólico atribuido a los ídolos o fetiches
entre los pueblos primitivos, es tomado por Marx y Freud para el
análisis de las patologías en las sociedades modernas. En Marx,
el fetichismo de la mercancía es el valor agregado que oculta
las relaciones asimétricas de producción y de trabajo que la
hacen posible. En Freud, el fetichismo es la carga sexual de un
objeto que opera como sustituto del pene, gestada por el trauma
del horror ante la castración de la madre, que en última
instancia se traduce en la propia castración o el complejo de
Saturno (el temor a ser castrado por el padre). Es por ello que
entre los fetichistas son comunes la adoración a los zapatos o a
las felpas pues, según Freud, esto es lo primero que ve el niño
al espiar bajo las polleras de la madre y encontrarse con la
sorpresa de la amputación.
Echavarren retoma el concepto de fetiche para explicar el poder
de las imágenes que despiertan en la poética neobarrosa,
alejándose de la potencia creativa que planteaba la metáfora en
la vanguardia, pivote de su estructura:
Si bien
el fetiche puede ser descrito con palabras, y además, como el
ejemplo traído por Freud, vacila en las redes de una traducción,
creo que vale antes que nada como una imagen muda y tangible, o
como hendiduras y protuberancias al tacto, o como sonido, en el
caso de que se trate del grano de cierta voz. (…) Es un aura o
destello de cierto objeto, un aura que le presta – o que
descubre – una mirada. Es un universal ilógico, comparable al
juicio estético para Kant.
El verso de Echavarren es un fetiche en la medida
que posee una calidad oscura de encantamiento que se desprende
de la plasticidad con que trabaja la materia lingüística. Y en
este sentido cabe traer a colación el concepto de Heidegger
sobre los fetiches y amuletos en el mundo primitivo. El análisis
de las señales muestra que la objetivación de la función sígnica
viene dada ante los ojos de una vez asociada a la cosa
significante y no como una prospección posterior que se adiciona
a la cosa. Para este autor el uso de las señales en el mundo
primitivo no tiene una función teorética sino de inmediato ser
en el mundo:
Mirando
el fenómeno de la señal, cabría hacer la siguiente exégesis:
para el hombre primitivo coincide la señal con lo señalado. La
señal misma puede representar lo señalado no sólo en el sentido
de reemplazarlo, sino de tal manera que la señal misma es
siempre lo señalado.
No es que se produzca una coincidencia entre la
señal con lo señalado en la misma región del ser sino que la
señal aún no se ha emancipado en la mente primitiva. Esta
condensación del signo coincide con la tendencia a la inmanencia
que más arriba observamos para los neobarrosos. La restricción
de la referencia al universo interior de la palabra concentra en
el signo, en la función poética su máxima potencialidad y esto
le confiere esa naturaleza de imantación.
Ha estado afilando nuevos cortes,
soliviantando gruñidos canturreados,
librando contrapesos,
la apabullante capacidad escénica para balancear tus tobillos
disolviéndose en lágrimas bajo un desolado
desenvuelto tamborileo
Clamor de robustas, aunque una pizca guarras, carcajadas
en la mezcla de contorsiones
Y sudor acre del conjunto,
cubriendo páginas con muy poco salvo la esencia
del convencimiento
y el compromiso con ideales
intrínsecos,
presentando el chorreo de cuerdas
para alzarse con unos reales y vintenes,
huronear subrepticio un soretito, un gorgojo
Llámale carnicero, llámale ululante
llámale el increíble exiguo trasero que era cuando pibe.
En este fragmento observamos algunos aspectos que
hemos apuntado más arriba. La materia fónica tallada por las
aliteraciones y reiteraciones anafóricas o catafóricas, arranca
los sonidos disarmónicos de una guitarra eléctrica, el chorreo
de las cuerdas que resbala por la textura de Casino Atlántico.
La vibrante /r/ reproduce los chirridos de la música del rock,
vibración eléctrica que repta por las páginas sin otro propósito
que cubrirlas con el sudor que provoca su exorcismo. El ideal se
juega en esta intensidad intrínseca.
Por otro lado la variación
del registro, vocablos tomados del lenguaje callejero y lumpen
sitúan a la poesía en una urbe moderna, ubicua y de múltiples
aristas. El contraste, es uno de las improntas del juego de los
registros, lágrimas y risas, ideales y vintenes, se entrelazan a
las texturas ricas o a los deshechos que expulsa el cuerpo así
como la ciudad también expide los residuos de la sociedad
postindustrial. Hombres-deshechos compaginan el festival de la
verdad en el borde de la urbe monstruosa, como poeta en Nueva
York. Este contraste neobarroco –barroso– diseña un espacio
disonante en donde los signos de la exclusión política social y
económica se transforman en la máscara tragicómica que posee a
los personajes de Casino Atlántico y los acentúa en una
ceremonia al límite.
Lo tragi-cómico,
las
categorías genéricas
dicotómicas y opuestas se atraen en un baile que jamás alcanza
su síntesis y que marca el costado sobresaliente de la
modernidad tardía en el continente. La poética planea en el
borde del signo tensando los recursos al máximo que se
descomponen y recomponen de acuerdo a sus propias leyes
internas. A esta descomposición de la imagen y fuga del sentido
que se asienta en los meandros inconclusos de un signo farfullante, iracundo por momentos, corresponde la fragmentación
del cuerpo. El
cuerpo humano ya no es un organismo unitario, un
trozo kinestésico en donde habitan los sentidos remitiéndose a
él, sino que se transforma en un sensorio pasible de volverse
una superficie y expedir la opacidad residual de sus materias.
Este territorio lúdico, border, salvaje y radical
que es Casino Atlántico nos lleva a posibilidades extremas de
sentido. Sentido que fulguran en el instante de lo nuevo y que
se acercan a los fundamentos más caros a la poesía: murmurar lo
no dicho que propone una heurística en el cielo del sentido.