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ISSN 1688-1672

 



MONTEVIDEO - URUGUAY - ROCK URUGUAYO - ROCK AND ROLL - PELÁEZ, FERNANDO - DE LAS CUEVAS AL SOLÍS -

Shake it All (La música popular de los años 60 y 70)*

Alexander Laluz

En los primeros años de la década del setenta, aquel prolífico movimiento de rock que sacudió las cuevas montevideanas e incluso al propio teatro Solís fue dramáticamente silenciado y borrado del mapa. Los discos de Los Shakers, Los Mockers, El Sindikato, Opus Alfa, Tótem, Los Moonlight, El Kinto fueron arrumbados en el olvido


Los últimos diez años del siglo pasado y los primeros del actual bien podrían definirse, al menos en materia musical, como un tiempo de resurrecciones y reconstrucción histórica. Viejos discos de
Psiglo, Los Shakers, Mateo, El Kinto, Tótem, Días de Blues, Opus Alfa, Opa, Génesis, y otros más, fueron reeditados en disco compacto. Algunas bandas de rock que se separaron hace más de 30 años, volvieron a reunirse. Y algunos periodistas e investigadores se lanzaron a la aventura de recuperar las memorias, las vidas, que cruzaron por nuestra música popular en los años sesenta y setenta. Aquellos sonidos y estos relatos nos devolvieron un mapa de símbolos, sensibilidades e historias de un Uruguay distinto que, para muchos, había quedado arrumbado en el olvido o en el desconocimiento. Pero también sirvieron para (re)construir puentes intergeneracionales y, una vez más, revisar nuestras formas —no siempre saludables— de relacionarnos con el pasado.

 

1. No puede ser mentira(1)

 

1980. La ciudad de La Paz, ubicada a pocos kilómetros del último núcleo urbano de Montevideo, siempre respiró música de las ondas que llegaban de la capital. No podía ser de otra manera. En esos años, las antenas de radio y televisión miraban hacia el sur siguiendo el mismo peregrinaje laboral diario de nuestros padres. Desde el norte y por la Ruta 5 venían otros ómnibus pero casi ninguna sintonía digna que permitiera completar una banda sonora adolescente. Las opciones estaban atadas al mundo de los bailes y allí reinaba el último sonido anglosajón. En la intimidad doméstica, “Zamba de mi esperanza” era el premio —o el castigo— si pasábamos la segunda o tercera clase de guitarra. Sabíamos bien que el repertorio estaba forzosamente limitado, pero si la profesora o profesor, o quizá algún conocido de la familia, se animaba, podíamos llegar a Los Olimareños o Zitarrosa. La otra alternativa eran las canciones de un señor de voz algo apagada, casi susurrante, que hacía una suerte de crossover con milonga, tango, candombe y ciertos aires ¿folk dylanianos? que flotaban en las guitarras con cuerdas de acero. “Vientos del sur” fue un hallazgo, no se parecía en nada a lo que escuchábamos regularmente. Después supimos que este señor era Gastón Ciarlo o simplemente Dino y que podía silenciar multitudes con sus pequeños paisajes de la intimidad urbana. Casi al mismo tiempo fue el descubrimiento de Los que Iban Cantando, Pareceres, Los Zucará. Pero ese repertorio llegaba a las ruedas de amigos si algún avezado guitarrista —que siempre era alguien mayor que nosotros— lograba descifrar los acordes raros de Lazaroff o el candombeado de Pareceres (está demás decir que pedirle canciones así a la profesora de guitarra era un exceso que ultrajaba el honor del manual de Sagreras).

Otro hallazgo de esos años fue un programa de la desaparecida Emisora del Palacio que pasaba “música progresiva”. Aquello era más eléctrico y extraño; sus letras crípticas no cuajaban con la ansiedad adolescente pero inexplicablemente terminaron por adherirse a la cinta de los casetes: Opa destilaba adrenalina con la virtuosística introducción de “Montevideo”, Los Delfines roqueaban con “Amigo sigue igual”. Eran sonidos que irradiaban una luz diferente, no sólo se integraron a un íntimo ritual roquero en castellano, también servían para justificar el fastidio que provocaba la irrupción en la pista de baile de las envejecidas melodías de Los Iracundos.

Es cierto, con la perspectiva de los años es fácil darse cuenta de lo disparatado que era juntar a Los Delfines, Psiglo, Opa o incluso a Spinetta y Pescado Rabioso, Almendra, en una misma categoría. Pero los recorridos perceptivos de la adolescencia no reparan en clasificaciones musicológicas, ni tienen tiempo para organizar cronologías rigurosas. Todo vibra en un presente atemporal. Por eso, que algunos de esos grupos fueron parte de un movimiento roquero local, o que habían existido Los Shakers, Los Mockers en los sesenta o algo como el candombe-beat años después, era una historia nunca contada. Una porción pequeña de esos sonidos estaban ahí, colándose en esa adolescencia de música disco y Canto Popular, pero para nosotros no tenían memoria. Eran una fascinante excepción que muchos años después logramos ensamblar en un relato histórico con Jesús Figueroa, El Sindikato, Psiglo, Tótem, El Kinto, Días de Blues.

2003. Eduardo tiene 52 años y hace más de quince que dedica el escaso tiempo libre que le deja su profesión a una envidiable colección de discos. Tiene de todo. Quizás la apreciación suene exagerada, pero al menos ésa es la sensación que provoca la enorme estantería que está detrás de su escritorio. “Estos los conseguí en la feria. Si no me acuerdo mal, comencé a buscarlos después ir a uno de los recitales De memoria de Níquel. Fue en 1991, ¿no? Nunca me imaginé que iba a escuchar así esas canciones de mi adolescencia”, dice mientras saca de una de las estanterías Descarga (De la Planta, 1972) de Tótem. “Este fue uno de los primeros que conseguí. Después compré uno de Moonlights… acá está, es del mismo año que el de Tótem, pero éste salió en diciembre”. En esos años, Eduardo descubrió a Moonlights, Tótem, Opus Alfa, en la radio. Esos sonidos lo atraparon al punto de convertirse en un fanático de aquel rock uruguayo. Pocos años después esa pasión se transformó en silencio o en olvido. Eran tiempos difíciles, no había espacio para esa música. “Nunca más supe lo que pasó con toda esa gente. Creo que algunos se fueron del país o se dedicaron a otra cosa. Claro, las únicas pistas que pude seguir fueron las de Rada y Mateo. Hace unos cuantos años un amigo me consiguió en España unas reediciones increíbles de Los Mockers. Qué banda, por favor. Resulta que se habían convertido en un grupo de culto”.  

Cuando Eduardo tuvo en sus manos el libro de Fernando Peláez, De las cuevas al Solís, fue como reconstruir una historia forzosamente fragmentada. El primer tomo lo compró ni bien llegó a las librerías. Allí estaban los músicos que había escuchado en su adolescencia. No faltaba ninguno. “Fijate que las listas de los discos originales me sirvieron para seguir rastreando los que me faltaban. Después fui corriendo a comprar los cedés que no tenía de la colección de la revista Posdata: el de Discodromo, el de Canzani, Diane Denoir y alguno más. Pero ese libro me cambió la cabeza: allí estaba reunida casi toda mi historia musical”.
 

2. Ahora que todo gira(2)
 

En los primeros años de la década del setenta, aquel prolífico movimiento de rock que sacudió las cuevas montevideanas e incluso al propio teatro Solís fue dramáticamente silenciado y borrado del mapa. Los discos de Los Shakers, Los Mockers, El Sindikato, Opus Alfa, Tótem, Los Moonlight, El Kinto fueron arrumbados en el olvido o en algún puesto de la feria de Tristán Narvaja, y los músicos forzados al exilio interior y exterior. Con el folklorismo o la canción de proyección folklórica, ocurrió lo mismo aunque en este caso también pesaron otras variables políticas y sociales. Con el advenimiento del llamado Canto Popular, en el último tramo de esa década, parte de estas expresiones encontraron cierta continuidad y otras apenas un reciclaje parcial, pero siempre pautadas por una resignificación del sonido acústico como símbolo de resistencia activa ante la nueva coyuntura. Dentro de este nuevo movimiento se fueron diferenciando distintas vertientes, algunas exploraron territorios estéticos más arriesgados —MonTRESvideo, Fernando Cabrera, Los que Iban Cantando, Leo Maslíah, Rumbo, entre otros—. otras se apegaron más al modelo de la canción folklórica. En el medio quedaron otros exponentes, como Jaime Roos, Dino, Jorge Galemire, o el propio Eduardo Mateo, que continuaron algunas líneas inauguradas por El Kinto o Tótem.

Diez o quince años después de aquel silenciamiento, y ya en el contexto de la recuperación democrática, otra nueva camada de roqueros comenzó a agitar la escena musical tomando como referentes al sonido punk y los grupos de la España posfranquista. Para muchos, era una especie de exabrupto adolescente capitalizado por algún oportunista de turno. Otros, en cambio, lo veían como una alternativa para narrar vivencias y símbolos generacionales que en ese momento no tenían cabida en otras expresiones de la llamada cultura popular. Paralelamente, los emergentes rituales de la nostalgia musical, alimentados por eficaces estrategias comerciales y comunicacionales, comenzaban a remapear parte de nuestra memoria roquera con un nuevo fetiche: “los éxitos que marcaron una época”. Al poco tiempo se erigieron en fiesta, en tradición —quién lo puede dudar a esta altura—, al punto de convertir al país, cada 24 de agosto, en un santuario de los old hits del pop y del rock anglosajón.

En este contexto, del que apenas se esbozaron aquí algunos aspectos, parecía imposible reestablecer los lazos con aquellas experiencias musicales de los sesenta y setenta. Sin embargo, la historia se las ingenió para encontrar otros caminos —incluso por fuera de los saberes institucionalizados— para reconstruir aquel fenómeno que efectivamente marcó a buena parte de nuestra sociedad. A comienzos de la década de 1990, Níquel devolvió parte de aquel pasado roquero con los conciertos y el disco De memoria. En 1994, el periodista Guilherme de Alencar Pinto publicaba la primera biografía de Eduardo Mateo: Razones locas. El paso de Eduardo Mateo por la música uruguaya (Productora Editorial/Metro). En ese tiempo, Fernando Peláez se lanzaba, con matemática precisión y pasión roquera, a la aventura de reconstruir una cronología del rock uruguayo entre 1960 y 1975, que luego se publicó en los dos voluminosos tomos De las cuevas al Solís. Hacia 1998, otros dos libros revisitaron aquellas décadas: Los Beatles en Uruguay (Ediciones de la Plaza) de José Núñez y Eduardo Rivero, y El jazz en Uruguay (Melibea Ediciones) de Rodolfo Schuster.(3) Y en materia discográfica, varios títulos de Psiglo, El Kinto, Rada, Mateo, Tótem, Dino, Génesis, Los Shakers, Opa, entre otros, fueron reeditados en formato digital; y la revista Posdata lanzaba la valiosísima colección 30 años de música uruguaya en dos series: “Los pioneros del beat” y “Los cantautores”. Con estos nuevos signos, parte del mapa simbólico de nuestra cultura fue redibujando sus rutas y contornos desde sus propios sonidos, testimonios e imágenes: era una memoria rescatada de la indiferencia y la pérdida total.
 

3. Déjame intentarlo(4): de las cuevas al Solís
 

La investigación de Fernando Peláez fue, sin lugar a dudas, una piedra de toque en esta recuperación histórica. Su libro, De las cuevas al Solís, nos permitió ordenar y comprender los hechos, los discos, las experiencias, desde una perspectiva singular: la de un aficionado a la música, apasionado seguidor de aquellas bandas, que, separando tiempo de su trabajo como matemático y docente, emprendió el difícil camino de ubicar a los protagonistas, recoger sus testimonios, acercarlos, y recopilar las distintas recepciones que tuvo el movimiento en la sociedad de la época. Lo que sigue es parte del extenso diálogo que Peláez mantuvo con Dossier y en el que repasó parte de este proceso de investigación y sus vivencias personales con la música que marcó su adolescencia.

¿Cómo fue su primera experiencia con el rock?

Fue en el año 1970 o quizá a fines de 1969. Después de escuchar en una radio portátil a transistores la transmisión de un partido en el que jugaba Peñarol, cambio de estación y escucho una música que me dejó flechado. Estaban pasando a Santana, pero no estoy seguro si era de su primer disco o de la actuación en Woodstock. Esa radio era CX 42 Vanguardia, y el programa seguramente era de Carlos Martins o de algún otro comunicador conocido de la época, como Lalo Menafra o Esteban Leivas. En casa ya había visto y escuchado Discodromo o programas parecidos en que tocaban bandas locales, pero nunca me había metido de lleno en esa movida. Pero, en ese momento, con once años, me zambullí de lleno en esos que eran absolutamente nuevos sonidos para mí, y me dediqué a buscar otros programas de radio que pasaran esa música. Así aparecieron en mi vida Led Zeppelin, Los Beatles, y sobre todo los Creedence que fue una puerta de entrada brutal al rock. No hay que olvidarse que nosotros veníamos de escuchar y bailar porteñadas, y los Credence tenían mucha base de blues, rock and roll, pero tampoco era demasiado complicado para aprender a tocarlos en la guitarra.

¿En esa época tocabas la guitarra?

En la década del sesenta estaba muy arraigada la moda de que en todas las casas el nene tenía que aprender guitarra española, y había muchos profesores que daban clases en sus casas o iban a las de los alumnos. Y bueno, la primer canción siempre era “Zamba de mi esperanza” y otras canciones del folklore argentino. Pero en esas clases no se enseñaba nada de rock, quizá por eso mi madre me preguntaba: “¿por qué no avanzaba con las clases de guitarra?, ¿qué te gusta tocar?” Entonces le hice escuchar al profesor una canción de los Creedence. En realidad debería tener tres acordes, pero el hombre no sabía cómo enseñármela. Después le puse otra canción pero de Led Zeppelin pero tampoco tuve suerte.

Así que la fuente principal para conocer lo que pasaba con el rock era la radio y los discos.

Ya en 1971, cuando estaba en el liceo, por esos programas de radios descubrí que aquí también estaba pasando algo con el rock. Yo no tenía ni idea de la existencia de El Kinto o Los Shakers, tal vez alguna referencia de alguien mayor. Así fue que escuché el primer disco de Dino y de El Sindikato, y me enteraba de los espectáculos con bandas uruguayas. Había una camada de comunicadores que apoyaban mucho ese movimiento: además de los que ya mencioné, estaban Eduardo Nogareda, Hamlet Faux, Macunaíma, el corto Buscaglia. En esa época empecé a ir a recitales y me vinculé con un circuito musical diferente. Pero éramos a lo sumo como dos por clase del liceo que escuchábamos esa música, la amplia mayoría todavía estaba para las porteñadas o para la música que venía de los Estados Unidos y de Europa.

¿Qué pasaba con la televisión?

Discodromo fue un programa pionero que venía de principios de la década del 60. La apertura de Rubén Castillo fue clave: difundía de todo, desde tango hasta rock, melódico. Después, cuando inicié mi investigación, supe que a comienzos o mediados de los sesenta, con el auge de Los Beatles, todos los programas de entretenimiento llevaban a muchos grupos de la época. Después aparecieron algunos programas dedicados a esta música, como el que conducía Leivas que se llamaba Prohibido para Mayores. Claro, los productores siempre querían llevar a Los Iracundos, y sí: Leivas llevaba a Los Iracundos pero también a Días de Blues y a otros grupos más under. Lamentablemente, de aquellos programas pioneros no ha quedado casi ningún registro. Al principio los programas eran en vivo y, más adelante, cuando se comenzó a grabar, las cintas siempre se volvían a usar para grabar otros programas. Pero algunas cosas se pudieron recuperar porque los grupos tocaban en televisión haciendo playback. Esas grabaciones se hacían en Sondor, y gracias que muchas de ellas se conservaron se pudo conocer lo que hacían, por ejemplo, El Kinto o Mateo.

En aquellos años, ¿Los Iracundos seguían siendo un grupo exitoso, con aceptación en el público masivo?

En Montevideo, hacia 1970 o 1971, no tenían tanto éxito. Ellos trabajaban mucho en los bailes del interior, y después se convirtieron en héroes en otros países como Ecuador o Perú. Aquí, los que antes habían bailado con Los Iracundos o el Sexteto Electrónico Moderno, comenzaban a ir a las discotecas y escuchaban programas como Impactos de la radio de la familia Rupenián, que programaban únicamente pop anglosajón. Aún así, la música que más vendida seguía siendo la de los folkloristas como Viglietti, Zitarrosa o Los Olimareños. Otro circuito importante, pero totalmente excluyente, era el de la música tropical. Y también estaba la movida de las porteñadas con sus programas de televisión como Alta Tensión, Música en libertad, etcétera.

¿Cuándo fue el momento de mayor auge de este movimiento de rock uruguayo? ¿Pudo conocer aquellas cuevas en las que tocaban?

Por un tema de edad yo no pude visitar muchas cuevas, pero estaba informado de todos los recitales, conciertos, festivales que se realizaron entre 1971 y 1972, año en el que alcanzó su momento de mayor auge. Muchos grupos ya habían grabado sus primeros discos, habían tocado en numerosos lugares y ahora apostaban a un escenario diferente y de mayor proyección: el teatro Solís. Esas bandas eran Opus Alfa, Tótem, Psiglo, Días de Blues. Los Moonlight, Los Killers. A pesar que los signos de la crisis ya eran muy evidentes, no imaginábamos que todo aquello se iba a acabar tan rápido. La situación social era cada vez más difícil, las influencias del rock sinfónico comenzaba a desplazar al rock y al blues más cuadrado. Después del golpe de estado ya casi no se podía salir, había muy pocos conciertos y en 1975 ya no había nada. Muchos nos refugiamos en esas músicas en soledad, enterándonos que por ahí había un grupo virtuoso del jazz-rock que se llamaba Siddhartha, en el que estaban José Pedro Beledo, José Luís Perez, e íbamos a algunos de sus conciertos. Aparecieron los discos de Opa, de los hermanos Fattoruso, que venían de Estados Unidos pero no teníamos mucha información sobre ellos. Esa época, de 1970 a 1974, fue una época que yo viví con mucha intensidad, me volví un militante del rock uruguayo.

Avanzada ya la década de 1970 y cuando se afirmó el movimiento del Canto Popular, los sonidos de las guitarras acústicas desplazaron definitivamente a los sonidos eléctricos y cambiaron radicalmente las formas de hacer y escuchar música…

Y sí. Yo dejé de escuchar rock, estuve varios años con todos los discos ahí, quietos. Creo que a los últimos conciertos que fui por aquellos años fueron los de Siddhartha por el 77 o 78, y los de La máquina de hacer pájaros de Charly García que vino acá en el 77, antes de Serú Girán. Después me metí con todo con el Canto Popular. Y me parece que no fue disparatado, por algo pasó así: se entendió que esa era la mejor forma de resistencia a la dictadura.

¿Cómo surgió la idea de reconstruir aquella historia roquera?

Una de las motivaciones puntuales fueron los conciertos De memoria de Niquel en 1991. Me acuerdo que en ese momento le contaba a algunos compañeros anécdotas de esa época y, sobre todo los que eran menores que yo, me decían: ”no te puedo creer, ¿eso pasó acá?” Otro impulso importante fue el libro que publicó Guilherme de Alencar Pinto sobre Mateo. Me pareció que ese trabajo de reconstrucción había que hacerlo de forma urgente porque si pasaba más tiempo iba a ser más difícil, muchas más cosas se iban a perder.

Ubicar a todos aquellos músicos no debe haber sido tarea sencilla.

Cuando empecé con esto no estaba para nada popularizado el uso del correo electrónico, así que muchos contactos se hicieron por carta. En esto tuve mucha suerte. Muchos músicos y comunicadores de esa época estaban en España, otros en Estados Unidos, así que aproveché un viaje a Helsinki, en 1997, que hice para participar en un campeonato de maxibásquetbol, y me quedé un tiempo en España. Los contactos los conseguí gracias al cuñado de un colega matemático que era actor y vivía en ese país. Él tenía los teléfonos de Hamlet Faux, Barral y así los fui contactando a todos.

¿Cuál fue la reacción de estos músicos ante su proyecto?

Se sorprendieron mucho, sobre todo porque era un matemático y no un periodista o escritor. Pero el apoyo de todos fue increíble, al punto que hasta hoy sigo siendo amigo de muchos de ellos. Después, cuando regresé a Uruguay, conseguí los contactos de los músicos que estaban en Estados Unidos. Así fue que me encontré con Jesús Figueroa, el cantante de Opus Alfa. Gracias a esos trabajos también se produjeron algunos emotivos encuentros entre músicos que no se veían desde hacía muchos años. Ese es el caso de Dino y Kano que vivía en Buenos Aires. Lo más interesante es que casi ninguno demostró estar arrepentido de lo que habían hecho. Fue una etapa que la sintieron como muy positiva, divertida incluso a pesar de las carencias técnicas que había. Los músicos de la movida del sesenta, como los integrantes de Los Delfines que después se dedicaron a otra cosa, lo recuerdan como mucho cariño. Con los músicos de los setenta la sensación fue la misma.

 

Notas:

1. Canción de Jorge “Polo” Pereira y Esteban Hirschfeld, que Los Mockers grabaron para su disco larga duración (sí, el viejo Long Play) Los Mockers, editado por EMI Odeón en 1967 (Surco 3, Lado B).

2. Canción que Gastón Ciarlo “Dino” compuso sobre un poema de Humberto Megget y grabó en el disco Vientos del sur (Ayuí, 1977).

3. A esta breve e incompleta lista también habría que agregar el libro Rock que me hiciste mal (Banda Oriental, 2006), escrito por Gabriel Peveroni y Fernando Peláez.

4. Título de una de las dos canciones —la otra: “El harén está vacío”— grabadas por el grupo Los Mockers para el disco simple Los Mockers (Odeón, 1966).
 

* Publicado originalmente en la Revista Dossier Nº 11.

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