Los
últimos diez años del siglo pasado y los primeros del actual
bien podrían definirse, al menos en materia musical, como un
tiempo de resurrecciones y reconstrucción histórica. Viejos
discos de Psiglo, Los Shakers, Mateo,
El Kinto, Tótem, Días de Blues, Opus Alfa,
Opa, Génesis, y otros más, fueron reeditados en
disco compacto. Algunas
bandas de rock que se separaron hace más de 30 años,
volvieron a reunirse. Y algunos periodistas e investigadores
se lanzaron a la aventura de recuperar las memorias, las
vidas, que cruzaron por nuestra música popular en los años
sesenta y setenta. Aquellos sonidos y estos relatos nos
devolvieron un mapa de símbolos, sensibilidades e historias de
un Uruguay
distinto que, para muchos, había quedado arrumbado en el
olvido o en el desconocimiento. Pero también sirvieron para (re)construir
puentes intergeneracionales y, una vez más, revisar nuestras
formas —no siempre saludables— de relacionarnos con el pasado.
1.
No puede ser mentira(1)
1980.
La ciudad de La Paz, ubicada a pocos kilómetros del último
núcleo urbano de Montevideo, siempre respiró
música de las
ondas que llegaban de la capital. No podía ser de otra manera.
En esos años, las antenas de radio y televisión miraban hacia
el sur siguiendo el mismo peregrinaje laboral diario de
nuestros padres. Desde el norte y por la Ruta 5 venían otros
ómnibus pero casi ninguna sintonía digna que permitiera
completar una banda sonora adolescente. Las opciones estaban
atadas al mundo de los bailes y allí reinaba el último sonido
anglosajón. En la intimidad doméstica, “Zamba de mi esperanza”
era el premio —o el castigo— si pasábamos la segunda o tercera
clase de guitarra. Sabíamos bien que el repertorio estaba
forzosamente limitado, pero si la profesora o profesor, o
quizá algún conocido de la familia, se animaba, podíamos
llegar a Los Olimareños o Zitarrosa. La otra alternativa eran
las canciones de un señor de voz algo apagada, casi
susurrante, que hacía una suerte de crossover con
milonga, tango, candombe y ciertos aires ¿folk dylanianos?
que flotaban en las guitarras con cuerdas de acero. “Vientos
del sur” fue un hallazgo, no se parecía en nada a lo que
escuchábamos regularmente. Después supimos que este señor era
Gastón Ciarlo o simplemente Dino y que podía silenciar
multitudes con sus pequeños paisajes de la intimidad urbana.
Casi al mismo tiempo fue el descubrimiento de Los que Iban
Cantando, Pareceres, Los Zucará. Pero ese repertorio llegaba a
las ruedas de amigos si algún avezado guitarrista —que siempre
era alguien mayor que nosotros— lograba descifrar los acordes
raros de Lazaroff o el candombeado de Pareceres
(está demás
decir que pedirle canciones así a la profesora de guitarra era
un exceso que ultrajaba el honor del manual de Sagreras).
Otro
hallazgo de esos años fue un programa de la desaparecida
Emisora del Palacio que pasaba “música progresiva”. Aquello
era más eléctrico y extraño; sus letras crípticas no cuajaban
con la ansiedad adolescente pero inexplicablemente terminaron
por adherirse a la cinta de los casetes: Opa destilaba
adrenalina con la virtuosística introducción de “Montevideo”,
Los Delfines roqueaban con “Amigo sigue igual”. Eran sonidos
que irradiaban una luz diferente, no sólo se integraron a un
íntimo ritual roquero en castellano, también servían para
justificar el fastidio que provocaba la irrupción en la pista
de baile de las envejecidas melodías de Los Iracundos.
Es
cierto, con la perspectiva de los años es fácil darse cuenta
de lo disparatado que era juntar a Los Delfines, Psiglo,
Opa o
incluso a Spinetta y Pescado Rabioso, Almendra, en una misma
categoría. Pero los recorridos perceptivos de la
adolescencia
no reparan en clasificaciones musicológicas, ni tienen tiempo
para organizar cronologías rigurosas. Todo vibra en un
presente atemporal. Por eso, que algunos de esos grupos fueron
parte de un movimiento roquero local, o que habían existido
Los Shakers, Los Mockers en los sesenta o algo como el
candombe-beat años después, era una historia nunca contada.
Una porción pequeña de esos sonidos estaban ahí, colándose en
esa adolescencia de música disco y Canto Popular, pero para
nosotros no tenían memoria. Eran una fascinante excepción que
muchos años después logramos ensamblar en un relato histórico
con Jesús Figueroa, El Sindikato, Psiglo, Tótem,
El Kinto,
Días de Blues.
2003.
Eduardo tiene 52 años y hace más de quince que dedica el
escaso tiempo libre que le deja su profesión a una envidiable
colección de discos. Tiene de todo. Quizás la apreciación
suene exagerada, pero al menos ésa es la sensación que provoca
la enorme estantería que está detrás de su escritorio. “Estos
los conseguí en la feria. Si no me acuerdo mal, comencé a
buscarlos después ir a uno de los recitales De memoria
de Níquel. Fue en 1991, ¿no? Nunca me imaginé que iba a
escuchar así esas canciones de mi adolescencia”, dice mientras
saca de una de las estanterías Descarga (De la Planta,
1972) de Tótem. “Este fue uno de los primeros que conseguí.
Después compré uno de Moonlights… acá está, es del mismo año
que el de Tótem, pero éste salió en diciembre”. En esos años,
Eduardo descubrió a Moonlights, Tótem, Opus Alfa, en la radio.
Esos sonidos lo atraparon al punto de convertirse en un
fanático de aquel rock uruguayo. Pocos años después esa pasión
se transformó en silencio o en olvido. Eran tiempos difíciles,
no había espacio para esa música. “Nunca más supe lo que pasó
con toda esa gente. Creo que algunos se fueron del país o se
dedicaron a otra cosa. Claro, las únicas pistas que pude
seguir fueron las de Rada y Mateo. Hace unos cuantos años un
amigo me consiguió en España unas reediciones increíbles de
Los Mockers. Qué banda, por favor. Resulta que se habían
convertido en un grupo de culto”.
Cuando Eduardo tuvo en sus manos el libro de Fernando Peláez,
De las cuevas al Solís, fue como reconstruir una
historia forzosamente fragmentada. El primer tomo lo compró ni
bien llegó a las librerías. Allí estaban los músicos que había
escuchado en su adolescencia. No faltaba ninguno. “Fijate que
las listas de los discos originales me sirvieron para seguir
rastreando los que me faltaban. Después fui corriendo a
comprar los cedés que no tenía de la colección de la revista
Posdata: el
de Discodromo, el de Canzani, Diane Denoir y alguno
más. Pero ese libro me cambió la cabeza: allí estaba reunida
casi toda mi historia musical”.
2.
Ahora que todo gira(2)
En
los primeros años de la década del setenta, aquel prolífico
movimiento de rock que sacudió las cuevas montevideanas e
incluso al propio teatro Solís fue dramáticamente silenciado y
borrado del mapa. Los discos de Los Shakers, Los Mockers,
El Sindikato, Opus Alfa, Tótem, Los Moonlight,
El Kinto fueron
arrumbados en el olvido o en algún puesto de la feria de
Tristán Narvaja, y los músicos forzados al exilio interior y
exterior. Con el folklorismo o la canción de proyección
folklórica, ocurrió lo mismo aunque en este caso también
pesaron otras variables políticas y sociales. Con el
advenimiento del llamado Canto Popular, en el último tramo de
esa década, parte de estas expresiones encontraron cierta
continuidad y otras apenas un reciclaje parcial, pero siempre
pautadas por una resignificación del sonido acústico como
símbolo de resistencia activa ante la nueva coyuntura. Dentro
de este nuevo movimiento se fueron diferenciando distintas
vertientes, algunas exploraron territorios estéticos más
arriesgados —MonTRESvideo, Fernando Cabrera, Los que Iban
Cantando, Leo Maslíah, Rumbo, entre otros—. otras se apegaron
más al modelo de la canción folklórica. En el medio quedaron
otros exponentes, como Jaime Roos, Dino, Jorge Galemire, o el
propio Eduardo Mateo, que continuaron algunas líneas
inauguradas por El Kinto o Tótem.
Diez
o quince años después de aquel silenciamiento, y ya en el
contexto de la recuperación democrática, otra nueva camada de
roqueros comenzó a agitar la escena musical tomando como
referentes al sonido punk y los grupos de la España
posfranquista. Para muchos, era una especie de exabrupto
adolescente capitalizado por algún oportunista de turno.
Otros, en cambio, lo veían como una alternativa para narrar
vivencias y símbolos generacionales que en ese momento no
tenían cabida en otras expresiones de la llamada cultura
popular. Paralelamente, los emergentes rituales de la
nostalgia musical, alimentados por eficaces estrategias
comerciales y comunicacionales, comenzaban a remapear parte de
nuestra memoria roquera con un nuevo fetiche: “los éxitos que
marcaron una época”. Al poco tiempo se erigieron en fiesta, en
tradición —quién lo puede dudar a esta altura—, al punto de
convertir al país, cada 24 de agosto, en un santuario de los
old hits del pop y del rock anglosajón.
En
este contexto, del que apenas se esbozaron aquí algunos
aspectos, parecía imposible reestablecer los lazos con
aquellas experiencias musicales de los sesenta y setenta. Sin
embargo, la historia se las ingenió para encontrar otros
caminos —incluso por fuera de los saberes institucionalizados—
para reconstruir aquel fenómeno que efectivamente marcó a
buena parte de nuestra sociedad. A comienzos de la década de
1990, Níquel devolvió parte de aquel pasado roquero con los
conciertos y el disco De memoria. En 1994, el
periodista Guilherme de Alencar Pinto publicaba la primera
biografía de Eduardo Mateo: Razones locas. El paso de
Eduardo Mateo por la música uruguaya (Productora
Editorial/Metro). En ese tiempo, Fernando Peláez se lanzaba,
con matemática precisión y pasión roquera, a la aventura de
reconstruir una cronología del rock uruguayo entre 1960 y
1975, que luego se publicó en los dos voluminosos tomos De
las cuevas al Solís. Hacia 1998, otros dos libros
revisitaron aquellas décadas: Los Beatles en Uruguay (Ediciones de la Plaza) de José Núñez y Eduardo Rivero, y
El jazz en Uruguay (Melibea Ediciones) de Rodolfo Schuster.(3)
Y en materia discográfica, varios títulos de Psiglo, El Kinto,
Rada, Mateo, Tótem, Dino, Génesis, Los Shakers,
Opa, entre
otros, fueron reeditados en formato digital; y la revista
Posdata lanzaba la valiosísima colección 30 años de música
uruguaya en dos series: “Los pioneros del beat” y “Los
cantautores”. Con estos nuevos signos, parte del mapa
simbólico de nuestra cultura fue redibujando sus rutas y
contornos desde sus propios sonidos, testimonios e imágenes:
era una memoria rescatada de la indiferencia y la pérdida
total.
3.
Déjame intentarlo(4): de las cuevas al Solís
La
investigación de Fernando Peláez fue, sin lugar a dudas, una
piedra de toque en esta recuperación histórica. Su libro,
De las cuevas al Solís, nos permitió ordenar y comprender
los hechos, los discos, las experiencias, desde una
perspectiva singular: la de un aficionado a la música,
apasionado seguidor de aquellas bandas, que, separando tiempo
de su trabajo como matemático y docente, emprendió el difícil
camino de ubicar a los protagonistas, recoger sus testimonios,
acercarlos, y recopilar las distintas recepciones que tuvo el
movimiento en la sociedad de la época. Lo que sigue es parte
del extenso diálogo que Peláez mantuvo con Dossier y en el que
repasó parte de este proceso de investigación y sus vivencias
personales con la música que marcó su adolescencia.
¿Cómo fue su primera experiencia con el rock?
Fue
en el año 1970 o quizá a fines de 1969. Después de escuchar en
una radio portátil a transistores la transmisión de un partido
en el que jugaba Peñarol, cambio de estación y escucho una
música que me dejó flechado. Estaban pasando a Santana, pero
no estoy seguro si era de su primer disco o de la actuación en
Woodstock. Esa radio era CX 42 Vanguardia, y el programa
seguramente era de Carlos Martins o de algún otro comunicador
conocido de la época, como Lalo Menafra o Esteban Leivas. En
casa ya había visto y escuchado Discodromo o programas
parecidos en que tocaban bandas locales, pero nunca me había
metido de lleno en esa movida. Pero, en ese momento, con once
años, me zambullí de lleno en esos que eran absolutamente
nuevos sonidos para mí, y me dediqué a buscar otros programas
de radio que pasaran esa música. Así aparecieron en mi vida
Led Zeppelin, Los Beatles, y sobre todo los Creedence que fue
una puerta de entrada brutal al
rock. No hay que olvidarse que
nosotros veníamos de escuchar y bailar porteñadas, y los
Credence tenían mucha base de blues,
rock and roll, pero
tampoco era demasiado complicado para aprender a tocarlos en
la guitarra.
¿En esa época tocabas la guitarra?
En
la década del sesenta estaba muy arraigada la moda de que en
todas las casas el nene tenía que aprender guitarra española,
y había muchos profesores que daban clases en sus casas o iban
a las de los alumnos. Y bueno, la primer canción siempre era
“Zamba de mi esperanza” y otras canciones del folklore
argentino. Pero en esas clases no se enseñaba nada de rock,
quizá por eso mi madre me preguntaba: “¿por qué no avanzaba
con las clases de guitarra?, ¿qué te gusta tocar?” Entonces le
hice escuchar al profesor una canción de los Creedence. En
realidad debería tener tres acordes, pero el hombre no sabía
cómo enseñármela. Después le puse otra canción pero de Led
Zeppelin pero tampoco tuve suerte.
Así que la fuente principal para conocer lo que
pasaba con el rock era la radio y los discos.
Ya
en 1971, cuando estaba en el liceo, por esos programas de
radios descubrí que aquí también estaba pasando algo con el
rock. Yo no tenía ni idea de la existencia de El Kinto o
Los Shakers, tal vez alguna referencia de alguien mayor. Así fue
que escuché el primer disco de Dino y de El Sindikato, y me
enteraba de los espectáculos con bandas uruguayas. Había una
camada de comunicadores que apoyaban mucho ese movimiento:
además de los que ya mencioné, estaban Eduardo Nogareda,
Hamlet Faux, Macunaíma, el corto Buscaglia. En esa época
empecé a ir a recitales y me vinculé con un circuito musical
diferente. Pero éramos a lo sumo como dos por clase del liceo
que escuchábamos esa música, la amplia mayoría todavía estaba
para las porteñadas o para la música que venía de los Estados
Unidos y de Europa.
¿Qué pasaba con la televisión?
Discodromo fue un programa pionero que venía de principios de
la década del 60. La apertura de Rubén Castillo fue clave:
difundía de todo, desde tango hasta rock, melódico. Después,
cuando inicié mi investigación, supe que a comienzos o
mediados de los sesenta, con el auge de Los Beatles, todos los
programas de entretenimiento llevaban a muchos grupos de la
época. Después aparecieron algunos programas dedicados a esta
música, como el que conducía Leivas que se llamaba Prohibido
para Mayores. Claro, los productores siempre querían llevar a
Los Iracundos, y sí: Leivas llevaba a Los Iracundos pero
también a Días de Blues y a otros grupos más under.
Lamentablemente, de aquellos programas pioneros no ha quedado
casi ningún registro. Al principio los programas eran en vivo
y, más adelante, cuando se comenzó a grabar, las cintas
siempre se volvían a usar para grabar otros programas. Pero
algunas cosas se pudieron recuperar porque los grupos tocaban
en televisión haciendo playback. Esas grabaciones se
hacían en Sondor, y gracias que muchas de ellas se
conservaron se pudo conocer lo que hacían, por ejemplo, El Kinto
o Mateo.
En aquellos años, ¿Los
Iracundos
seguían siendo un grupo exitoso, con aceptación en el público
masivo?
En
Montevideo, hacia 1970 o 1971, no tenían tanto éxito. Ellos
trabajaban mucho en los bailes del interior, y después se
convirtieron en héroes en otros países como Ecuador o Perú.
Aquí, los que antes habían bailado con Los Iracundos o el
Sexteto Electrónico Moderno, comenzaban a ir a las discotecas
y escuchaban programas como Impactos de la radio de la familia Rupenián, que programaban
únicamente pop anglosajón. Aún así,
la música que más vendida seguía siendo la de los folkloristas
como Viglietti, Zitarrosa o Los Olimareños. Otro circuito
importante, pero totalmente excluyente, era el de la música
tropical. Y también estaba la movida de las porteñadas con sus
programas de televisión como Alta Tensión, Música en libertad,
etcétera.
¿Cuándo fue el momento de mayor auge de este
movimiento de rock uruguayo? ¿Pudo conocer aquellas cuevas en
las que tocaban?
Por
un tema de edad yo no pude visitar muchas cuevas, pero estaba
informado de todos los recitales, conciertos, festivales que
se realizaron entre 1971 y 1972, año en el que alcanzó su
momento de mayor auge. Muchos grupos ya habían grabado sus
primeros discos, habían tocado en numerosos lugares y ahora
apostaban a un escenario diferente y de mayor proyección: el
teatro Solís. Esas bandas eran Opus Alfa, Tótem,
Psiglo, Días
de Blues. Los Moonlight, Los Killers. A pesar que los signos
de la crisis ya eran muy evidentes, no imaginábamos que todo
aquello se iba a acabar tan rápido. La situación social era
cada vez más difícil, las influencias del rock sinfónico
comenzaba a desplazar al rock y al blues más cuadrado. Después
del golpe de estado ya casi no se podía salir, había muy pocos
conciertos y en 1975 ya no había nada. Muchos nos refugiamos
en esas músicas en soledad, enterándonos que por ahí había un
grupo virtuoso del jazz-rock que se llamaba Siddhartha, en el
que estaban José Pedro Beledo, José Luís Perez, e íbamos a
algunos de sus conciertos. Aparecieron los discos de Opa, de
los hermanos Fattoruso, que venían de Estados Unidos pero no
teníamos mucha información sobre ellos. Esa época, de 1970 a
1974, fue una época que yo viví con mucha intensidad, me volví
un militante del rock uruguayo.
Avanzada ya la década de 1970 y cuando se
afirmó el movimiento del Canto Popular, los sonidos de las
guitarras acústicas desplazaron definitivamente a los sonidos
eléctricos y cambiaron radicalmente las formas de hacer y
escuchar música…
Y
sí. Yo dejé de escuchar rock, estuve varios años con todos los
discos ahí, quietos. Creo que a los últimos conciertos que fui
por aquellos años fueron los de Siddhartha por el 77 o 78, y
los de La máquina de hacer pájaros de
Charly García que vino
acá en el 77, antes de Serú Girán. Después me metí con todo
con el Canto Popular. Y me parece que no fue disparatado, por
algo pasó así: se entendió que esa era la mejor forma de
resistencia a la dictadura.
¿Cómo surgió la idea de reconstruir aquella
historia roquera?
Una
de las motivaciones puntuales fueron los conciertos De memoria
de Niquel en 1991. Me acuerdo que en ese momento le contaba a
algunos compañeros anécdotas de esa época y, sobre todo los
que eran menores que yo, me decían: ”no te puedo creer, ¿eso
pasó acá?” Otro impulso importante fue el libro que publicó
Guilherme de Alencar Pinto sobre Mateo. Me pareció que ese
trabajo de reconstrucción había que hacerlo de forma urgente
porque si pasaba más tiempo iba a ser más difícil, muchas más
cosas se iban a perder.
Ubicar a todos aquellos músicos no debe haber
sido tarea sencilla.
Cuando empecé con esto no estaba para nada popularizado el uso
del correo electrónico, así que muchos contactos se hicieron
por carta. En esto tuve mucha suerte. Muchos músicos y
comunicadores de esa época estaban en España, otros en Estados
Unidos, así que aproveché un viaje a Helsinki, en 1997, que
hice para participar en un campeonato de maxibásquetbol, y me
quedé un tiempo en España. Los contactos los conseguí gracias
al cuñado de un colega matemático que era actor y vivía en ese
país. Él tenía los teléfonos de Hamlet Faux, Barral y así los
fui contactando a todos.
¿Cuál fue la reacción de estos músicos ante su
proyecto?
Se
sorprendieron mucho, sobre todo porque era un matemático y no
un periodista o escritor. Pero el apoyo de todos fue
increíble, al punto que hasta hoy sigo siendo amigo de muchos
de ellos. Después, cuando regresé a
Uruguay, conseguí los
contactos de los músicos que estaban en Estados Unidos. Así
fue que me encontré con Jesús Figueroa, el cantante de Opus
Alfa. Gracias a esos trabajos también se produjeron algunos
emotivos encuentros entre músicos que no se veían desde hacía
muchos años. Ese es el caso de Dino y Kano que vivía en Buenos
Aires. Lo más interesante es que casi ninguno demostró estar
arrepentido de lo que habían hecho. Fue una etapa que la
sintieron como muy positiva, divertida incluso a pesar de las
carencias técnicas que había. Los músicos de la movida del
sesenta, como los integrantes de Los Delfines que después se
dedicaron a otra cosa, lo recuerdan como mucho cariño. Con los
músicos de los setenta la sensación fue la misma.
Notas:
1. Canción de Jorge “Polo” Pereira y Esteban Hirschfeld, que
Los Mockers grabaron para su disco larga duración (sí, el
viejo Long Play) Los Mockers, editado por EMI
Odeón en 1967 (Surco 3, Lado B).
2. Canción que Gastón Ciarlo “Dino” compuso sobre un poema de
Humberto Megget y grabó en el disco Vientos del sur (Ayuí,
1977).
3. A esta
breve e incompleta lista también habría que agregar el libro
Rock que me hiciste mal (Banda Oriental, 2006), escrito
por Gabriel Peveroni y Fernando Peláez.
4. Título de una de las dos canciones —la otra: “El harén
está vacío”— grabadas por el grupo Los Mockers para el disco
simple Los Mockers (Odeón, 1966).
* Publicado
originalmente en la Revista Dossier Nº 11. |
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