Imposible conjeturar el arte
o la cultura sin ciertos
seres conocidos como viudas. Recogen un legado, que podría
quedar interfecto y soterrado, e insisten en activarlo. Se casaron
con el arte, o con la cultura,
y no dejan que las abandonen. Viudas estridentes como Yoko Ono
o María Kodama son oficiantes -además de más
o menos japonesas- implacables. Reciclarán fragmentos del
ilustre occiso o, como una plataforma para misiles reivindicatorios,
erigirán una fundación.
De todos modos, no hay que
confundir a la viuda con un estiramiento de la esposa. La viuda
no necesita el matrimonio. En sus últimas obras, Nietzsche
se sabía muerto y viviendo póstumo en su madre;
su más perfecta viuda, no obstante él y lo que escribió,
fue su hermana, que con décadas de saña y devoción
convenció al mismo Hitler de que el nazismo estaba prefigurado
en Zarathustra.
Pero el hecho de que Elizabeth
Nietzsche hubiera introducido a su hermano en las palpitaciones
del incesto no debe confundir, tampoco, a la viuda con el sexo. Anna Freud recibió
sobre sus espaldas de hija el abrumador legado del padre, confrontó
a decenas de varones díscolos y logró disciplinarlos
bajo las reglas de esa institución aspada y absorbente
llamada psicoanálisis.
Hija, esposa, madre
o hermana hacen una categoría, que podría etiquetarse
viuda por parentesco. Pero hay otras, aquellas que se suicidan
porque ya no viven Rodolfo Valentino o Elvis. Éstas, probablemente,
sean las viudas en estado puro; ni siquiera necesitan que el
amado esté muerto: son viudas porque aman, porque se bastan
para erigir un club de fans de un miembro solo.
Manuel
Mujica Láinez
acaso haya dado con la verdadera soberanía de esta figura.
En "El ilustre amor" contaba cómo una solterona,
unánimemente menospreciada, alcanza el respeto de la ciudad toda cuando en mitad del cortejo
fúnebre se arroja sobre el féretro de un virrey
al que nunca había visto siquiera de cerca. Le basta con
que proyecten sobre ella un pretérito, un amorío
que nunca fue. En ésta es dable percibir que la viuda es
autosuficiente y no requiere, siquiera, de una biografía.
Este itinerario evidencia
que, lejos de un estado civil, la viudez es un temple. Arroja,
por otra parte, ciertas conclusiones. Una de ellas: que no es
improbable que cualquiera de nosotros, sin saberlo, ya esté
provocando el duelo de alguna viuda. Otra: que el futuro es una
viuda. Y: que todos, sin excepción, porque reivindicamos
aquel arte o saber que nos ha
mordido, somos viudas.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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