"Según este razonamiento", dice Leonardo
al comparar la poesía
y la pintura, "la pintura
es superior a la poesía, aunque, por no saber los pintores
hacer valer su razón, quedó por mucho tiempo la
pintura sin abogados, pues ella no habla. (...) La poesía,
por su parte, aboca en palabras, de las que se sirve para a sí
misma alabarse con brío".
La discusión de Leonardo
sobre la superioridad de la pintura, que ocurrió hace medio
milenio y quedó registrada en el Parangón de su
Tratado de Pintura, sigue teniendo actualidad. Al menos
se mantiene, sobre todo entre educadores de primaria y secundaria,
la idea de una oposición inconciliable entre palabra
e imagen.
Bernardo de Claraval, impulsor de Cruzadas, fundador de órdenes
de caballería y de monasterios, pilar del papado, árbitro
de la religión de los siglos XI y XII, opuso la pintura
a la palabra en unos términos de los que parece imposible
escapar hasta hoy. Consideraba que la palabra
era superior, no porque fuera más eficiente, sino porque
se dirigía al intelecto; en cambio, sostenía que
la pintura provocaba pasiones, y por lo tanto, exaltaba el cuerpo en desmedro del espíritu.
En realidad consideraba
peligrosa la pintura, lo cual indica que probablemente la creía
más eficaz como medio de comunicación (y seducción).
Su temor respondía a un nuevo medio posibilitado por nuevas
tecnologías: las vidrieras góticas. En su época,
las paredes de las iglesias comenzaron a transformarse: los muros
ciegos, penumbrosos, impregnados de colores apagados, estallaron
en fantasías de brillante policromía. La expresión
de asombro ante el arte de la luz se confundía (peligrosamente,
para Bernardo) con la expresión física del éxtasis místico.
Del mismo parecer fue Leonardo, aunque para él se tratara
de una ventaja: "Son mucho más dignas las obras
de la naturaleza que las palabras, las cuales son obra del hombre,
pues tal desproporción existe entre las obras del hombre
y la naturaleza, cual entre Dios y el hombre. De ahí que
sea más digna cosa imitar las obras de la naturaleza,
verdaderas semejanzas en acto, que imitar con palabras los hechos
y dichos de los hombres".
El de Vinci, hincando el diente en los procesos mentales de la
percepción de la palabra y la imagen,
relata una historia sobre el Rey Matías, soberano húngaro
protector de las artes de aquel tiempo, al que atribuye dichos
literalmente leonardianos: "¿Y no ves que en tu
ciencia -dice Matías al poeta- las proporciones
no se dan en el instante, sino que las partes se suceden una tras
otra, y sólo nace la posterior si la anterior ya ha muerto?".
Su argumento descalificador de la cadena lógica, unidimensional
del lenguaje verbal, se utilizó para demostrar lo contrario
hace medio siglo, cuando la televisión
se impuso como medio masivo.
Surgieron voces de alarma en todo el mundo. Semiólogos,
sociólogos y críticos de arte elaboraron discursos
de análisis para el nuevo medio. Gillo Dorfles, Umberto
Eco, Armand Mattelart inundaron de baratijas eruditas las bibliotecas
de humanidades. Los
maestros, sobre todo, bebieron ávidamente de esas fuentes
prêt-à-porter, alertando, como novecientos años
antes lo había hecho San Bernardo, contra los peligros
de la imagen. Para los educadores, sobre todo en esta época
en que los canales satelitales y por cable inundan los hogares,
estamos en peligro de perder la capacidad de expresarnos con un
lenguaje articulado en una cadena lógica (en algunos casos,
parece que ellos ya la han perdido, a juzgar por la debilidad
de sus argumentos).
El rol de Leonardo
lo cumplieron más que nada los programadores de los canales
de televisión, que, como bien decía aquél,
al igual que los pintores no saben hacer valer su razón.
No hay que descartar, por lo demás, que no tengan razón
en absoluto.
El miedo a lo nuevo es
viejo, un viejo que no muere.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 115
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