Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, y no en
latín, que es la de mis preceptores, es porque espero que quienes
sólo se sirven de su razón natural pura y simple juzgarán mejor mis
opiniones que quienes sólo creen en libros antiguos; y en cuanto a
aquellos que unen el sentido común con el estudio, los únicos que
deseo como jueces, no serán, estoy seguro, tan completamente
partidarios del latín, como para que rechacen escuchar mis razones por el hecho
de que las explique en lengua vulgar.[i]
Se trata, como saben, del penúltimo párrafo del Discurso del método.
Ni qué decir tiene que está escrito en francés y, sin embargo, esto
es lo problemático. Porque su presente («escribo en francés»), es a
la vez el de un constativo (veis lo que hago, lo describo) y el de
un performativo (hago lo que digo, la descripción que lo constata
está escrita en francés, me he comprometido con ello, lo prometo y
mantengo mi promesa en el momento presente). Ahora bien, esta
simultaneidad, este espesor de presentes, anuncia problemas de
traducción que sin duda alguna encontraremos pronto. De hecho, los
encuentro ya en el momento en que preparo este seminario en mi
lengua, el francés, sabiendo que tendré que impartirlo en inglés
después de una traducción. Pero estos problemas no se encuentran
como accidentes o límites externos: revelan la estructura y la
apuesta [enjeu] de un acontecimiento como el que nos ocupa en el
momento presente. ¿Qué ocurre cuando
Descartes escribe, para
justificarse, para alegar ante unos destinatarios determinados que
son al mismo tiempo sus jueces: «Y si escribo en francés, que es la
lengua de mi país, y no en latín, que es la de mis preceptores, es
porque..., etc.»)?
La argumentación que sostiene este alegato es más complicada de lo
que parece en una primera lectura. Yo la encuentro incluso
retorcida. En realidad, no es más que un arma, un pasaje, un desfile
de argumentos en el despliegue de una panoplia retórica para
justificar, en otros textos, sobre todo en cartas (y esto no es
irrelevante), el recurso al francés.
El francés, decimos hoy en el código habitual, es una lengua natural
entre otras. Se trata entonces, para
Descartes, de justificar el
recurso a una lengua natural para en ella decir
filosofía, una
filosofía que hasta aquí se enunciaba en griego y sobre todo en
latín. Como ustedes saben también, es el latín el que ocupa en aquel
momento el lugar de la lengua dominante, especialmente en el
discurso filosófico.
La palabra «natural», en la expresión «lengua natural», no nos debe
extraviar. Se llama «natural» una lengua particular, una lengua
histórica que se opone así a la lengua artificial, formal,
construida pieza a pieza para llegar a ser lengua universal. Ahora
bien, el argumento de Descartes, acabamos de entreverlo de pasada,
consiste en justificar el uso de una lengua «natural» destinada a
«los que sólo se sirven de su razón natural pura y simple».b Pero la
palabra «natural» tiene sentidos claramente opuestos según se trate
de «lengua natural» o de «razón natural». Esto está bien claro, pero
es necesario subrayar esta primera paradoja: una lengua natural es
nativa o nacional, pero también particular, histórica; es la cosa
menos compartida del mundo.
La razón natural de la que habla
Descartes es en principio universal, ahistórica, pre o
metalingüística. Nos las tenemos que ver aquí con dos
determinaciones de la naturalidad. Entre las dos, hay toda una
historia, la dimensión histórica de una lengua, las apuestas [enjeux]
jurídicas y políticas, pedagógicas incluso, que surgen en el
instante en que un discurso filosófico que se pretende «racional»
(apelando a una razón natural como a la cosa del mundo mejor
compartida) pasa de una lengua dominante a otra. ¿Qué filosofía, qué
política de la lengua, qué psicopedagogía, qué estrategia retórica,
implica semejante acontecimiento? ¿En qué consiste este
acontecimiento, en la
medida en que forma parte de aquello que se llama una obra, en este
caso el Discurso del método, obra en lengua francesa?
Aquí leemos el Discurso del método en una lengua o en otra. Yo lo he
leído en francés, nosotros lo leemos en inglés, yo he escrito sobre
él en francés, les hablo de él en inglés. Distinguimos, pues, la
lengua y el discurso del método. Aparentemente, nos encontramos aquí
con la distinción, incluso la oposición, entre lengua y discurso,
lengua y habla. En la tradición saussuriana se opondría, de este
modo, el sistema sincrónico de la lengua, el «tesoro de la lengua»,
a los actos de habla o de discurso que serían la única efectividad
del lenguaje. Esta oposición, que cubriría también la de lo socioinstitucional y lo individual (el discurso sería siempre
individual), suscita numerosos problemas en los cuales no entraremos
aquí directamente; pero habrán comprobado que esta oposición se
enuncia difícilmente en ciertas lenguas: se resiste ya a la
traducción. En alemán, Sprache dice a la vez la lengua, el
lenguaje,
el habla, el discurso, aunque Rede esté más estrictamente reservada
para este valor discursivo. Ante esta dificultad, que él trata un
poco como un accidente terminológico inesencial, Saussure dice,
precisamente a propósito de Rede, que en este caso es preferible
interesarse por las «cosas» más que por las «palabras».[ii] En
inglés, ustedes lo saben mejor que nadie, language puede también
querer decir «lengua» y «discurso», aunque en ciertos contextos
podamos utilizar tongue y discourse.
Sin embargo, si nos fiásemos, por pura comodidad provisional, de
esta oposición saussuriana, de este modelo más «estructural» que
«generativo», tendríamos entonces que definir nuestra problemática
así: tratar de aquello que en un acontecimiento filosófico como
acontecimiento discursivo o textual, siempre tomado en la lengua,
llega por la lengua y a la lengua. ¿Qué pasa cuando semejante acto
de discurso se nutre del tesoro del sistema lingüístico y
eventualmente lo afecta o lo transforma?
El Discurso del método llega al francés por el francés, lengua cuyo
uso estaba apenas extendido en el universo del discurso
filosófico. Dicho uso no resulta tan habitual en este tipo de
discurso como para que su autor no necesitara justificarse por ello,
de forma bastante laboriosa y en más de una ocasión, en la obra y
fuera de la obra. Y esta obra se convierte entonces, por añadidura,
en un discurso sobre su propia lengua y no sólo en su propia lengua;
se convierte incluso en «tratado» del discurso, puesto que la
palabra «discurso», en el título «Discurso del método», guarda entre
otros sentidos, el de «tratado». Pero sucede lo mismo con «método»,
que en un título, en aquel momento, tenía a veces el valor de
«tratado» o el de «investigación». Pueden ustedes percibir la
complejidad de esta estructura: la del título y la que el título
anuncia.
¿Cuáles son, pues, las relaciones de todo tipo entre la lengua
francesa y este discurso? ¿Cómo tratar a partir de este ejemplo las
relaciones generales entre una lengua y un discurso filosófico,
entre la multiplicidad de las lenguas y la pretensión universalista
del discurso llamado filosófico? Puesto que se trata de la lengua y
del discurso del método, podríamos, por una transposición inmediata,
examinar la hipótesis de una lengua del método o de la lengua como
método. Esta conduciría tanto a la formación de una lengua
universal, cuyo proyecto evocaremos tanto en
Descartes como en
Leibniz., cuanto a la formación de una lengua de cálculos, como la
de Condillac. Antes de llegar a ser lengua metódica, esta lengua
podría constituir un corpus, un tesoro, un sistema estructural y
sincrónico de elementos codificados; este aparato, este programa
(programado-programante), constreñiría, de antemano, todo discurso
posible sobre el método. Según este esquema todavía saussuriano,
todo sujeto individual, todo filósofo que hablara y pensara sobre el
método, habría debido beber de esta fuente. Habría tenido que
manipular este dispositivo reglado de prescripciones en el que
perdería la iniciativa y a partir del cual no contaría con otro
recurso que el de la variación combinatoria. Y es a menudo tentador
pensar así: todas las filosofías particulares del método, todos los
discursos sistemáticos sobre el concepto de método, de Platón a
Bergson, de Spinoza a Husserl, pasando por
Kant, Hegel o
Marx, no se
hubieran podido escribir más que combinando los tipos, los
caracteres codificados en una lengua permanente. Estos discursos
habrían explotado filosofemas ya constituidos y fijados en una
lengua de la filosofía, del método en filosofía, contentándose con
operar en ella permutaciones y substituciones: tarea esencialmente
retórica de una especie de gramática filosófica cuyo control
escaparía a los actos filosóficos individuales. Una gramática tal,
en el sentido amplio del término, formaría un sistema de conceptos,
de juicios virtuales, de segmentos argumentativos, de esquemas
trópicos, etc. Ninguna invención, pues, sino sólo una poderosa
combinatoria de discursos que se nutre de la lengua y está
condicionada por una especie de contrato social preestablecido y que
compromete de antemano a los individuos. Lo repito, no se trata para
mí en este momento de acreditar este esquema de inspiración
saussuriana ni de apoyarme en esta axiomática, especie de
lingüística estructural de la filosofía. Nombro la oposición
lengua/discurso y la defino como el título de un problema, e incluso
como el de un objeto de investigación: ni una verdad, ni una
certeza.
* * *
Es, pues, en francés, en la lengua de su país, en la que Descartes
escribe, y escribe que escribe en francés. Escribe sobre la lengua
en la que escribe, y lo hace en presente, en esa primera persona del
presente de indicativo cuyo privilegio en los enunciados
performativos subraya Austin.[iii] «En el momento presente escribo
en francés», lo que hago al preparar esta conferencia, no debería
poderse escribir más que en francés y desafiar la traducción. Este
presente gramatical es todavía más amplio y por eso desborda el
presente performativo, pues, en efecto, viene al final del discurso
y significa: he escrito, acabo de escribir en francés a lo largo de
todo el libro, escribo permanentemente en «la lengua de mi país y no
en latín, que es la de mis preceptores...».
Este presente marca, sin embargo, el acontecimiento aparente de una
ruptura, pero también la continuidad de un proceso histórico
interminable e interminablemente conflictivo. Ya saben que el
imperativo de la lengua nacional, como medio de comunicación
filosófica y científica, no ha dejado de reiterarse, de reiterarnos
al orden,c especialmente en Francia. Antes incluso de la circular
dirigida a todos los investigadores y universitarios franceses,
antes incluso de anunciar que el Estado no concedería ninguna
subvención para los coloquios que, celebrándose en Francia, no
asegurasen su lugar a la lengua francesa, al menos mediante
dispositivos de traducción simultánea, el ministro de Industria e
Investigación precisaba, en una Nota de Orientación para el gran
Coloquio sobre la Investigación y la Tecnología (1982), que la
lengua francesa «debe seguir siendo o volver a convertirse en un
vector privilegiado del pensamiento y de la información científica y
técnica». La política de la lengua así definida se justifica
mediante amenazas y responde a necesidades que no carecen de
analogía, incluso de continuidad, con ciertos datos o ciertas
contradicciones ya palpables en tiempo de Descartes. Esta
problemática es relativamente estable desde el siglo XVI. Por un
lado, se trata siempre de que una lengua nacional, convertida en un
momento dado en lengua de Estado y que guarda en su legitimidad estatald las huellas de una formación reciente y precisa, se oponga
a idiomas nacionales sometidos a la misma autoridad estatal y que
constituyen fuerzas de dispersión, fuerzas centrífugas, riesgos de
disociación y hasta de subversión, incluso si, primera
contradicción, se les estimula simultáneamente. Por otro lado, se
opondrá esta misma lengua nacional dominante y única lengua de
Estado a otras lenguas naturales («muertas» o «vivas») que han
llegado a ser, por razones técnicas e históricas que se deben
analizar prudentemente, vectores privilegiados de comunicación
filosófica o tecnocientífica: el latín antes de Descartes, el
angloamericano hoy. No podremos tratar estos problemas en toda su
amplitud. Sepamos que son múltiples y simultáneamente
sociopolíticos, históricos, religiosos, tecnocientíficos,
pedagógicos. No voy a subrayarlo aquí, en Toronto, en el momento en
que debo traducir al inglés, en la parte anglófona de un país
bilingüe, un discurso escrito primero en la lengua de mi país, el
francés.
La historia francesa de un problema que se encuentra en todos los
países se marca al ritmo de tres grandes épocas dramáticas. Todas
tienen una estrecha relación con la constitución violenta e
interminable del Estado francés.
1. En primer lugar, fue el gran momento en el que triunfó la
estatización monárquica: progreso masivo, si no terminal o decisivo,
de una lengua francesa impuesta a las provincias como medio
administrativo y jurídico. Lo que intentamos seguir en este
seminario es la constitución del sujeto de derecho y del sujeto
filosófico sin más, a partir de una imposición de la lengua. Como
saben, bajo Francisco I en 1539 la ordenanza real de Villers-Cotterêts decide que las sentencias y otros procedimientos
sean «pronunciados, registrados y librados a las partes en lengua
materna francesa».[iv] 1539: casi un siglo antes del
Discurso del
método. Un siglo del derecho a la filosofía,e podría decirse. Un
siglo para que la «lengua materna francesa» marque un gran
acontecimiento filosófico. Para Descartes, que había perdido a su
madre cuando tenía un año, se trata de una lengua más que materna
(había sido criado por su abuela) que opone a la de sus preceptores;
éstos le imponían la ley del saber y la ley sin más, en latín.
Lenguaje de la ley, puesto que el latín, lengua del padre si así lo
quieren, lengua de la ciencia y de la escuela, lengua no doméstica,
es sobre todo una lengua del derecho. Y la mayor resistencia a la
lengua viva (natural, materna, etc.) ha venido del mundo jurídico.
Por supuesto, la ordenanza de Villers-Cotterêts no representa en sí
misma más que la forma legal, la medida del ritmo y la sensación
jurídico-administrativa de un movimiento más amplio que la ha
preparado y seguido a la vez en la progresión del francés y en la
resistencia a su dominio. Los factores de progresión y de
resistencia fueron diversos y numerosos. La Reforma, por ejemplo,
hizo progresar el francés al luchar contra el aparato de la Iglesia
católica: lucha económica, lucha por la reapropiación de los textos
contra una Iglesia internacional por el latín dominada y dominante.
Hubo aquí toda una dimensión «nacionalista» del protestantismo cuyo
relevo sería tomado, después del aplastamiento de la Reforma en
Francia, por una Iglesia más «galicana» en el siglo XVII. Los
protestantes quieren tener su Nuevo Testamento en francés: el de Lefevre d’Étaples en 1523, el de Olivetan en 1535, unos años antes
de la ordenanza de Villers-Cotterêts. En 1541 Calvino, teórico de
los protestantes franceses, reedita en francés su Institución de la religión
cristiana. Sería inútil recordar aquí el papel que han
desempeñado en otros países las traducciones de la Biblia en el
momento de la Reforma: en la constitución o en la formación
definitiva de una lengua de referencia y a la vez en la historia de
una problemática de la traducción.
La Iglesia no deja de resistirse, al menos en el siglo XVl, contra
esta extensión del francés que puede seguirse también en la
literatura, en torno a la Pléyade, a Montaigne, a Rabelais, etc. El
libro manifiesto de Du Bellay La defensa e ilustración de la lengua
francesa data de 1549, es decir, diez años después de la ordenanza
real de Villers-Cotterêts. Aquí no podemos seguir de cerca esta
apasionante, rica y compleja historia de la lengua francesa, so pena
de descuidar otros temas a los que yo quisiera dar preferencia en
este seminario. Para un primer acercamiento, les remito en primer
lugar a la Historia de la lengua francesa, desde sus orígenes hasta
1900 de Ferdinand Brunot; es ya vieja (1905),[v] pero no por eso
deja de ser un monumento insoslayable en este ámbito. En el libro de
Marcel Cohen, Historia de una lengua. El francés (1947),[vi] el
contenido y la información son activados de forma siempre
interesante y, muy a menudo, necesaria por un cuestionamiento marxista
que permite en todo caso hacer que aparezcan mejor los efectos de
lucha de clases, las apuestas político-económicas, la relación con
la historia de las técnicas en estos combates por la apropiación o
la imposición de una lengua. Para un período más moderno de la
historia de la lengua, especialmente en su relación con la política
de los aparatos escolares, les remito a El francés nacional de Renée
Balibar y Dominique Laporte[vii] y a Los franceses ficticios de Renée Balibar.[viii] A título de pequeña bibliografía preliminar y
necesariamente incompleta, señalo también el artículo de Marcel Bataillon, Algunas ideas lingüísticas del siglo XVII, Nicolas Le
Gras. Este estudio está publicado en una colección de textos
titulada Lengua, Discurso, Sociedad[ix], ofrecida en homenaje a Émile Benveniste que fue, como Bataillon, profesor en aquel
Colegio
de Francia creado por Francisco I (de 1529 a 1534) y que llevó el
sobrenombre de Colegio de las tres lenguas (para el estudio del
latín, del griego y del hebreo). Ciertos innovadores enseñaron el
francés en este Colegio a partir del siglo XVI. Si quisiéramos
sumergirnos, aunque no podemos, en esta densa historia, haría falta
problematizar simultánea y metódicamente todas las prácticas de los
historiadores de la lengua. Su sistema de interpretación, como
fácilmente se puede imaginar, no es nunca neutro: ni filosófica ni
políticamente. Es vehículo de una filosofía al menos implícita del
lenguaje, él mismo practica una cierta lengua (retórica,
escritura,
etc.), y toma partido en la guerra de la lengua en un momento
determinado. Esta guerra continúa hoy sobre y en el interior de una
lengua en transformación. Y esta guerra atraviesa las instituciones,
las armas llevan sus marcas (retórica, procedimientos de
demostración, relaciones entre los ámbitos de las distintas
disciplinas, técnicas de legitimación).
Desde este punto de vista,
las diferencias entre la historia de Brunot (1905) y la de Cohen
(1947) son espectaculares; no se limitan a la ideología política.
No podemos llevar a cabo aquí este trabajo. Contentémonos con
indicar su necesidad y con trazar algunas «flechas» para marcar
direcciones, suponiendo que se puedan trazar o dirigir flechas en un
laberinto así. Estas pocas flechas deberán guardar, en todo caso,
una cierta relación con el discurso del método, quiero decir con la
cuestión del método (methodos: siguiendo la ruta, odos, el metódico
llegar-a-ser-ruta de un camino, odos, que no es necesariamente
metódico)[x] pero también con cuestiones de método. Una de estas
direcciones, en el punto preciso de nuestro pasaje, conduce a la
ruta por la que pasa también una política de la lengua, en este caso
la extensión estatal del francés por la monarquía que acaba de
asegurar su poder sobre las provincias y los dialectos y que gana o
confirma el dominio de un territorio imponiéndole la unificación
lingüística. No volveré sobre la «facilitación»,f
la pretendida
«metáfora» del método como figura del camino o de la ruta (via
rupta), como lengua y no necesariamente lengua humana, pero también
como lengua, huella, texto, marca de lo que se llama la animalidad:
pistas, guerras por territorios sexuales y económicos.
La imposición de una lengua de
Estado tiene una evidente finalidad
de conquista y de dominación administrativa del territorio,
exactamente igual que la apertura de una ruta (por las yeguas del
Poema de Parménides[xi], el caballero Descartes «que empezó con tan
buen pie», las caravanas de pioneros del Lejano Oeste, las rutas
aéreas, marítimas o las extrañamente llamadas «espaciales» de
nuestro siglo [problemas político-jurídicos considerables]); pero
hay todavía una necesidad más aguda para nosotros aquí mismo;
aquella por la cual la citada figura del camino que hay que
facilitar se impone, de algún modo, desde dentro para decidir el
progreso de una lengua.
No daré más que un ejemplo de esto. De Luis XII a Enrique III se
hace muy visible la complicidad entre el rey y numerosos escritores,
narradores, gramáticos, médicos, filósofos, para favorecer la
expansión del idioma francés. Brunot[xii] recuerda las cartas de
agradecimiento que éstos dirigen a Francisco I, a Enrique II, a
Carlos IX, a Enrique III, los elogios que sobre este punto hacen Du
Bellay, Amyot, Henri Estienne y tantos otros. Se roza a veces el
ridículo y alguno incluso llega a decir, lo que nos hace sonreír hoy
en el momento de las actuales defensa e
ilustración de la lengua
francesa, que es del «primer Francisco» de quien nuestra lengua ha
tomado el nombre de lengua francesa. Es verdad que la realeza
protege las bellas letras francesas. No comprenderíamos nada de la
historia de la
literatura francesa si no prestásemos atención a esta
política de la lengua. Si bien Francisco I jamás nombró profesor
alguno de francés, sí instituyó en 1543, algunos años después de la
ordenanza de Villers-Cotterêts, un impresor real de francés.
Recompensaba a quienes publicaban en francés, traductores o
escritores. Y sobre todo -problema delicado y harto actual
(se trata
también del de una política de la
cultura y del de una política
editorial), encargaba, programaba y subvencionaba trabajos a ciertos
escritores. Entre estos encargos, había obras cuya finalidad parece
demasiado evidente: por ejemplo, los de Du Haillan, la historia de
los reyes de Francia. Pero había programaciones o planificaciones de
rentabilidad menos inmediatas. Se les invitaba, por ejemplo, a estos
escritores (y es el ejemplo que por razones evidentes selecciono en
este enorme corpus) a escribir filosofía en francés.
Es aquí justamente por donde van a ver pasar una ruta, una ruta
francesa y marc(h)asg francesas, en lengua francesa, en la
invitación lanzada por la cancillería de Enrique II. El 30 de agosto
de 1556, Enrique II dirige una invitación -o una orden- a Guy de
Brués para sus Diálogos contra los nuevos Académicos (1557). Lo hace
por medio de una carta firmada por el canciller. De ella extraigo
este pasaje: «Nos, deseando singularmente que esta ruta abierta por
el antedicho Brués (que considera gran deber el tornar la filosofía
doméstica y familiar para nuestros súbditos en su lengua misma), sea
seguida por otros buenos y excelentes espíritus de nuestro reino, y
por ellos poco a poco conducida, desde Grecia y el país de los
latinos, a estas marchas ...».[xiii]
Hacia estas marc(h)as francesas (marcas, márgenes, etc., en el
sentido de frontera, fronteras aquí nacionales o militares,
Marken;
he insistido suficientemente en otros lugares sobre esta cadena,
marcha, margen, marca, como para poder pasar aquí más rápido)[xiv]
es, pues, hacia donde hay que «conducir» la filosofía griega o
latina, es decir, hacerla venir, derivarla a través de la lengua, a
través de una lengua que facilita la ruta hacia Francia. Esto es lo
que dice el canciller de Enrique II. Menos de un siglo más tarde, no
se podrá comprender el gesto de Descartes sin tener en cuenta toda
esta genealogía política, incluso aunque su gesto no se reduzca a
ella.
Este afán político y territorial supone también que los agentes de
la Corona, lo mismo que las personas de la corte, hayan recibido la
instrucción requerida. Ahora bien, aparte de los clérigos, la
incultura era general, en particular por no haber aprendido latín;
era necesario, pues, hacer libros en francés para administradores y
cortesanos; había que crear lo que se llamó por primera vez con
Claude de Seyssel una Licteratura en francesco. Es la primera
aparición de la palabra con esta forma y con este sentido. En la
Edad Media se decía «letradura» [lettreüre]. La palabra y el consejo
proceden de este Claude de Seyssel, extraordinario consejero de Luis
XII. Traducía para él a Pompeyo. Además, entristecido por la
ausencia de obras útiles en francés, tradujo mucho (del latín y del
griego -que no conocía y para el cual se hacía ayudar-); lo hacía
para los nobles y para otros que, según decía, «se aplican a menudo
más que los nobles a las ciencias». En 1509, en un prefacio lleno de
moral y política, había planteado como principio que quienes
ignoraban el latín tenían, de todos modos, que escuchar «numerosas
cosas buenas y elevadas, sea de las Sagradas Escrituras, de
Filosofía moral, de Medicina o de Historia», y que, por tanto, era
necesaria una «licteratura en francesco».[xv]
El mismo Seyssel formulaba, por lo demás sin rodeos, la ventaja
política que veía para la Corona, en Francia y fuera de Francia, de
extender el territorio de la lengua francesa. La extensión de la
lengua es un buen camino, un buen método, precisamente, para
establecer o confirmar su poder sobre los territorios franceses y
extranjeros. Seyssel había estado en Italia y en el transcurso de
sus viajes había comprendido a la vez un modelo romano de conquista
lingüístico-militar-política y la oportunidad que podría tener
Francia de hacer lo mismo para asegurarse la conquista de Italia.
En
un prólogo a Justino que había traducido y ofrecido a Luis XII, da
este consejo: «¿Qué hicieron el pueblo y los príncipes romanos
cuando mantenían su monarquía sobre el mundo e intentaban
perpetuarla y hacerla eterna? No encontraron otro medio más certero
y seguro que el de engrandecer, enriquecer y sublimar su lengua
latina, en los comienzos de su imperio bastante pobre y ruda, y
después comunicarla a los países y provincias y pueblos por ellos
conquistados, junto con sus leyes romanas inscritas en ella».
Después Seyssel explica cómo los romanos supieron dar al latín la
perfección del griego y anima al rey a imitar a estos «ilustres
conquistadores» y a «enriquecer» y «engrandecer» la lengua
francesa.[xvi]
Se habrán fijado de paso en la insistencia sobre el derecho y sobre
la ley: el poder central está interesado en «inscribir» las leyes en
la lengua nacional dominante. Este afán coincide y de hecho se
confunde con el proyecto propiamente filosófico o científico:
reducir la equivocidad del lenguaje. El valor de claridad y
distinción en la inteligencia de las palabras, en la aprehensión de
las significaciones, será simultáneamente un valor jurídico,
administrativo, policial y, por tanto, político y filosófico.
Volveremos a encontrar este afán en Descartes. Aunque el sentido
común es la cosa mejor compartida del mundo, y dado que se presume
que nadie ignora la ley, también es preciso que la
lectura o la
inteligencia del texto legal se haga a través de un medio
lingüístico purificado de todo equívoco, a través de una lengua que
no se divida o no se disperse en malentendidos. La ordenanza de Villers-Cotterêts lo precisa en sus artículos 110 y 111, que
estipulan que, en adelante, los actos y procedimientos de justicia
se lleven a cabo en francés:
Y con el fin de que no haya motivo de duda sobre la
inteligencia de
las antedichas resoluciones [dicho de otro modo, con el fin de que
los sujetos de (la) lengua francesa no puedan alegar ignorancia de
la ley, de la lengua de la ley, a saber, del latín, con el fin,
pues, de que los sujetos de lengua francesa sean o se hagan
efectivamente sujetos de la ley y súbditos del rey, sujetos sometidosh a la ley monárquica sin posibilidad de estar en otra
parte de la lengua, sin posibilidad de coartada que hiciera de ellos
no-sujetos presuntamente ignorantes de la ley], queremos y ordenamos
que estén hechas y escritas tan claramente [cursiva de
Derrida], que
no haya ni pueda haber ninguna ambigüedad o incertidumbre [cursiva
de Derrida en estas consignas precartesianas], ni lugar a pedir
interpretación.
Y como tales cosas han sucedido, a menudo, en lo que respecta a la
inteligencia de las palabras
latinas contenidas en dichas resoluciones, queremos de ahora en
adelante que todas las resoluciones, junto con los demás
procedimientos -ya sean de
nuestros tribunales soberanos y otros subalternos e inferiores, ya
sean de registros, interrogatorios, contratos, comisiones, fallos,
testamentos y cualesquiera otros actos y decisiones de justicia, o
que de ella dependan-, se pronuncien, registren y libren a las partes
en lengua materna francesa y no de otro modo.[xvii]
Nunca exageraríamos bastante el alcance de tal acontecimiento, y
sobre todo la complejidad de su estructura, incluso aunque la
tratásemos en su forma aparentemente externa y jurídica. Una de
estas complicaciones o sobredeterminaciones obedece al aspecto
liberador de este acto. A primera vista, parece que libera de una
violenta constricción, la de la lengua latina, y que cuestiona de
nuevo el privilegio de aquellos a quienes la competencia lingüística
(del lado del latín) aseguraba un gran poder. Según esta apariencia,
en una estrategia de toma del poder, la ordenanza haría, no
obstante, la concesión de ir hacia la lengua que se dice ella misma
«materna» de los sujetos de la Nación; parece, en efecto, acogerlos
con dulzura, por así decirlo, haciéndoles caer en la trampa de su propia lengua, como si el rey les dijese: por ser sujetos de la ley
.-y súbditos del rey-, finalmente vais a poder hablar vuestra
«lengua materna francesa»; como si se los devolviera a la madre para
someterlos mejor al padre.
Pero no es así en absoluto. El sometimiento esencial a la ley del
Estado monárquico en proceso de constitución se duplicaba con otra
violencia: se ordenaba abandonar, al mismo tiempo que el latín, los
dialectos provinciales. Gran parte de los sujetos en cuestión no
comprendían mejor el francés que el latín. La lengua francesa era
tan poco materna para ellos que muchos no entendían ni un ápice.
Esta lengua seguía siendo, si se quiere, lengua paterna y culta; se
convertía, después del latín, en la lengua del derecho, en la lengua
de derecho -por obra del rey-. Una nueva trampa ponía de alguna
forma los dialectos ante la ley: para reclamar a favor del dialecto,
como para reclamar justicia sin más, era necesaria la traducción;
era necesario aprender el francés. Una vez aprendido el francés, la
reivindicación dialectal, la referencia «materna», quedaba
arruinada. Que alguien intente explicar a quien ejerce a la vez la
fuerza y la fuerza de la ley que quiere conservar su propia lengua.
Necesitará aprender la del otro para convencerlo. Una vez que, por
afán de persuasión retórica y política, haya asimilado la lengua del
poder, una vez que la domine lo suficiente como para intentar
convencer o vencer, estará a su vez de antemano vencido y convencido
de estar equivocado. El otro, el rey, ha demostrado por el hecho de
la traducción que él tenía razón al hablar su lengua e imponerla.
Hablándole en su lengua, se reconoce su ley y su autoridad, se le da
la razón, se refrenda el acto que da razón de su triunfo. Un rey es
alguien que sabe hacernos esperar o tomarnos el tiempo necesario
para aprender su lengua a fin de reivindicar nuestro derecho, es
decir, a fin de confirmar el suyo. No esbozo aquí el esquema
abstracto de alguna necesidad estructural, una especie de dialéctica
del señor y del esclavo como dialéctica de lenguas más que de
conciencias. Hablo de un acontecimiento paradigmático. Se produjo
cuando los diputados de la Provenza quisieron elevar sus quejas al
rey contra la obligación que se les había impuesto de juzgar en
francés so pretexto de que hacía falta juzgar con claridad y
distinción. Estos diputados, como se suele decir, tienen que ir a
París. Y esto es lo que pasa, cito a Ramus en su Gramática (1572):
Pero este gentil espíritu de rey, haciéndoles esperar mes tras mes y
comunicándoles a través de su canciller que él no hallaba ningún
placer en oír hablar otra lengua que la suya, les dio la ocasión de
aprender cuidadosamente el francesco: después de algún tiempo
expusieron sus quejas en francesco. Entonces se burlaron de estos
oradores que habían venido para combatir la lengua francesa, y que,
sin embargo, en este combate la habían aprendido; y por consiguiente
habían demostrado que puesto que era tan asequible a personas como
ellos, de edad, sería todavía más fácil para los jóvenes; y que
estaba bien que, por más que el lenguaje halle morada en la plebe,
sin embargo, los hombres más notables, que ocupan un cargo público,
tuviesen también en el habla, como en el vestir, alguna preeminencia
sobre sus inferiores.[xviii]
En una tal disimetría se establece entonces lo que ni siquiera se
puede llamar un contrato de lengua sino el compartir una lengua
donde el sujeto (el sujeto sometido por una
fuerza que no es ni en
principio ni simplemente lingüística, una fuerza que consiste de
entrada en ese poder de facilitar, de trazar, de abrir y de
controlar la ruta, el territorio, el paisaje, las vías, las
fronteras y las marc(h)as, de inscribir allí y vigilar sus propias
huellas), debe hablar la lengua del más fuerte para hacer valer su
derecho y, por lo tanto, para perder o enajenar a priori y de facto
el derecho que reivindica. Y que desde ese momento ya no tiene
sentido.
Lo que sugiero aquí no pretende dejar en segundo plano la lengua o
la fuerza de la lengua, ni siquiera la guerra de las lenguas, en
tanto que tal, respecto de una fuerza prelingüística o no
lingüística, de una lucha o, en general, de una relación que no es de
lenguaje (relación que no sería forzosamente de guerra sino también
de amor o
deseo). No, subrayo solamente que esta relación de lengua
debe ser ya, en cuanto tal, relación de fuerza de espaciamiento,
cuerpo de escritura que hay que facilitar, en el sentido más general
y mejor reelaborado de estas palabras. Sólo con esta condición
tenemos alguna posibilidad de comprender lo que pasa, por ejemplo,
cuando una lengua se hace dominante, cuando toma el poder,
eventualmente un poder de Estado.
Una ordenanza, por supuesto, no ha bastado jamás. Las resistencias
al acto jurídico jamás han cesado. Se debería consagrar mucho tiempo
a analizarlas en toda su complejidad, su larga duración, a través de
todos los ámbitos, incluida la universidad, donde se continuó
enseñando el derecho en latín, publicando los discursos
(especialmente los filosóficos) en latín. Desde el principio del
siglo siguiente, en 1624, se pudo, no obstante, empezar a defender
tesis en francés. Pero hasta 1680 Colbert no instituye una enseñanza
de derecho en francés, indicio muy significativo que hay que
relacionar con lo siguiente: sin duda para convertir al catolicismo
a los niños de los protestantes que permanecían en Francia, Luis XIV
decide en 1698 crear escuelas públicas, gratuitas y obligatorias, en
las cuales el francés, o, en su defecto, el patois, sería la única
lengua de enseñanza, de una enseñanza esencialmente religiosa. La
verdad es que esta decisión no tuvo efecto.
Por consiguiente, no sólo había resistencia frente al acto de ley,
una mayor lentitud en su aplicación efectiva, sino que incluso el
estado del derecho no era tan simple. Éste tuvo que transigir con
una estructura histórico-lingüística que era también una estructura
territorial fuertemente diferenciada. La oposición de París o de la
Île-de-France frente a las provincias estaba ya marcada y la
herencia de esta situación permanece aún hoy. Así, pues, el francés
no fue impuesto a las provincias recientemente asociadas (Bretaña,
1532; parte de la Lorena, 1559; más tarde, en el siglo XVII,
Alsacia, el Rosellón, Artois, Flandes). Aparte de los textos
administrativos, el Estado debía aceptar la multiplicidad de las
lenguas. Y todavía en 1681, cuando Estrasburgo reconoce la autoridad
del rey, se le dispensa de la aplicación de la ordenanza de Villers-Cotterêts.
Esta historia se cruza con la de las relaciones entre la lengua
vulgar y la lengua de la Iglesia, la de la Biblia y la del culto,
con todos los debates que se han desarrollado en torno a estas
cuestiones (en Francia y en todas partes de Europa), y cuyo tesoro
de argumentos aún hoy está en uso, especialmente en lo que toca a la
lengua de culto, a las oraciones y los cánticos. Por unanimidad,
la Sorbona declara, en 1523, que es preciso pura y simplemente prohibir las
traducciones. En 1525 considera que no es «ni
procedente ni útil para a república cristiana, e incluso que, dadas
las circunstancias, sería más bien pernicioso, autorizar la
aparición [...] de traducciones totales o parciales de la Biblia, y
que las que ya existían deberían más bien ser suprimidas que
toleradas». Los protestantes se quejaban de esto:
¿Está bien hecho que un Príncipe no consienta
que sean los hechos de Cristo a todos relatados
y al común lenguaje trasladados?
(Canto popular. 1546).[xix]
Si quisiéramos medir la complejidad de las fuerzas y de las
motivaciones en juego, tendríamos que citar a Montaigne, que fue uno
de los más grandes inventores o iniciadores de la lengua literaria
francesa, y no por ello dejó de tomar partido contra la lengua
popular en el culto y en las oraciones:
No es una historia para contar, sino una historia para reverenciar,
temer, adorar. ¡Qué ilusos son quienes piensan haberla hecho
manejable para el pueblo al ponerla en lengua popular! [...] Creo
también que la libertad de cada cual para disipar una palabra tan
religiosa e importante en tantas clases de idiomas es mucho más
peligrosa que útil. Los judíos, los mahometanos y casi todos los
demás han abrazado y reverencian la lengua en la que sus misterios
habían sido concebidos originalmente y la han defendido de la
alteración y el cambio: no sin motivo. ¿Sabemos acaso si en Vasconia
y en Bretaña hay jueces bastantes para fijar esta traducción hecha
en su lengua?[xx]
Acabo de sugerir que esta historia de la lengua francesa, como
institución estatal, había conocido tres grandes etapas dramáticas.
Una periodización así no puede ser más que sumaria y la tengo por
tal. Además, cada una de dichas etapas es lo bastante original por
sí misma como para que la pertenencia de estos acontecimientos a una
sola y misma historia, a una historia homogénea de Francia o de la
única «lengua francesa», sea más que problemática. Este esquema nos
sirve provisionalmente para reparar en una primera serie de indicios
y para preparar así una elaboración distinta. El examen preliminar
de la «primera etapa», el reconocimiento de una primera
configuración a partir de algunos síntomas indiscutibles, nos
permite quizás comenzar a leer este acontecimiento de apariencia
filosófica: Descartes escribe que escribe en francés el Discurso del
método. El alcance filosófico, político, jurídico y lingüístico de
este gesto aparece quizá más claramente en la escena que acabamos de
situar, aunque esta «situación» sea todavía insuficiente y esté
solamente esbozada. Recíprocamente, al continuar la
lectura
«interna» y «filosófica» del texto de Descartes, tendremos alguna
posibilidad suplementaria de interpretar las apuestas de los
acontecimientos históricos que acabamos de evocar brevemente. No es
que Descartes hable de ello o nos diga la verdad al respecto;
digamos que se «habla» de ello a través de su texto y eso queda para
que nosotros lo traduzcamos o descifremos. No en una relación
convencional de texto a contexto, de
lectura «interna» a
lectura
«externa», sino preparando una redistribución o una recontextualización, la de un
solo texto, lo que no quiere decir de
un texto continuo y homogéneo.
Por eso he insistido un poco en estas premisas y en esta «primera»
etapa de estatización de la lengua francesa. Las otras dos, de las
que no diré nada aquí, tendrían su punto de apoyo en la Revolución
Francesa y en una cierta mutación tecnocientífica actual. En el
transcurso de la Revolución Francesa, el movimiento de estatización
choca todavía con el problema jurídico-político de la traducción y
de la inteligencia de los decretos. Les remito en este punto a Una
política de la lengua, de Michel de Certeau, Dominique Julia y
Jacques Revel.[xxi] La resistencia contra la Revolución es
interpretada, a menudo, por los revolucionarios como el acto de una
fuerza y de una forma lingüísticas. En el momento en que la política
lingüística se endurece, Barère escribe a la Convención en un
informe del Comité de Salud pública: «... el federalismo y la
superstición hablan bajo bretón; la emigración y el odio a la
República hablan alemán; la contrarrevolución habla italiano y el
fanatismo habla el vasco». Se nombra un maestro de francés en cada
municipio cuyos «habitantes hablen un idioma extranjero» (se es más
prudente con respecto a los patois) para «leer ante el pueblo y
traducir oralmente las leyes de la República», para enseñar la
lengua y la Declaración de los Derechos del Hombre. Se pasa, pues, a
la voz frente al escrito, sospechoso de «mantener las jergas
bárbaras».[xxii] El decreto del 2 Thermidor prohíbe en todo acto,
incluso en los de carácter privado, todo idioma que no sea el
francés. El XVI Pradial del año II, Grégoire presenta a la
Convención su Informe sobre la necesidad y los medios de eliminar
los «patois» y universalizar el uso de la lengua francesa.[xxiii] No
se extrajo de ello ninguna consecuencia coercitiva; y después de Thermidor, se vuelve a una práctica más tolerante. Pero no se
entendería nada de las relaciones de los franceses con su lengua y
su ortografía, ni del papel de la escuela republicana en los siglos
XIX y XX, si no se retuvieran en la memoria tales datos.
De la «tercera» gran crispación (estamos en ella), no diré nada.
Reteniendo algo de las dos herencias de las que acabamos de hablar,
ésta se caracteriza de manera más nueva y más específica, por una
parte, en el interior, por un despertar de las minorías lingüísticas
que se acepta (tanto más fácilmente cuanto que, al no rebasar el
orden de la memoria cultural, no amenaza en nada la unidad
lingüística del Estado-Nación), y, por otra parte, en el exterior,
por un combate contra los intentos de monopolización de la lengua tecnocientífica, a través de las fuerzas tecnolingüísticas que
dominan el mundo (comercio, industria de las telecomunicaciones,
informatización, soportes lógicos, bancos de datos, etc.). Es
también conocido y no insisto en ello. Me contentaría con unas
palabras: a la vista de esta problemática moderna, ya se trate del
complejo y comedido recurso a una lengua nacional, ya se trate de su
lingüística, de su discurso sobre la lengua e incluso de un cierto
proyecto de lengua universal del que hablaremos la próxima vez, el
acontecimiento cartesiano del «escribo en francés, que es la lengua
de mi país» no es para nosotros un pasado, un simple pretérito. Su
presente, por otra razón además de aquella de la que he hablado al
principio, no es solamente gramatical.
Para tratar de pensar este acontecimiento a partir de la
escritura
en francés del Discurso del método, ¿cuáles serían las precauciones
que se deberían tomar en su lectura y en su interpretación? Haría
falta, en primer lugar, recordar que hay al menos tres órdenes y
tres estratos de textos que hay que considerar.
Está el conjunto complejo y heterogéneo en desarrollo desigual,
diríamos, de la historia sociojurídica o político-religiosa de la
lengua. Acabamos de aludir a ello. Algunos estarían tentados de
decir que constituyen el afuera del texto cartesiano. Pero este
exterior se inscribe en el texto, y resultaría difícil, sin tener en
cuenta esta inscripción, comprender lo que pasa cuando Descartes,
justificando con su retórica su estrategia y su elección, decide
escribir en francés uno de sus textos. Lo poco que he dicho
de esta historia basta para presentirlo: su acto simplemente no es
revolucionario, aunque parezca relativamente singular en el orden
filosófico y tenga cierta apariencia de ruptura. En realidad, si
bien se aleja de una determinada práctica y renuncia a un uso
dominante, si bien complica sus relaciones con la Sorbona, Descartes
sigue no obstante la tendencia estático-monárquica; se diría que va
en el sentido del poder y que fortalece la instalación del derecho
francés. Traduce cogito por «pienso», otra manera de dar la
palabra pero también la ley al sujeto de derecho francés. Además,
beneficio que quizá no es secundario, se asegura cierta clientela en
las cortes extranjeras donde el uso del francés estaba de moda. Esta
compleja estrategia no tiene por qué medirse necesariamente por la
conciencia que el sujeto, comenzando por el sujeto Descartes,
pudiera tener de ella ni por las declaraciones que este sujeto
pudiera hacer al respecto.
Ahora bien, precisamente el segundo corpus que hay que considerar
(lectura interna, diríamos esta vez), es el conjunto de enunciados
con los que Descartes explica y justifica su elección. Este corpus
se divide en dos. En primer lugar, tenemos dentro del propio Discurso la declaración explícita, la justificación argumentada. En
aquella que he leído al comienzo, resulta bastante retorcida y
deberemos volver sobre ella, al menos en las discusiones. Hay
además, siempre en este corpus de declaraciones explícitas sobre la
elección de la lengua, ciertos enunciados ajenos al Discurso mismo,
especialmente en algunas Cartas. Estas conciernen a la vez a una
cierta pedagogía, una cierta facilitación (no olvidemos que la
necesidad, una cierta exigencia de «facilidad», es una consigna de
la filosofía cartesiana) pedagógica destinada a los espíritus
débiles y a las mujeres: se trata de un libro en el que, según dice,
«he querido que incluso las mujeres puedan entender algo y, sin
embargo, que los más sutiles encuentren también suficiente materia
para ocupar su atención».[xxiv] Este pasaje no relaciona
directamente la cuestión de la lengua vulgar con la cuestión de las
mujeres, pero, como comprobaremos, su lógica argumentativa une ambos
motivos.
Tercer orden o tercer estrato de texto: el conjunto del corpus
cartesiano en lo que se presenta al menos como su orden propio, su
«orden de razones», su proyecto de sistema, la supuesta coherencia
entre el acontecimiento lingüístico y el conjunto organizado de los
filosofemas. El acontecimiento lingüístico, en este caso, no se
limita a la elección de una lengua natural; consiste en aquello que
liga los enunciados filosóficos con los de la lengua (se trata del
problema de la estructura de enunciados como cogito ergo sum, por
ejemplo) y con una filosofía del
lenguaje y los signos.
Naturalmente, el tratamiento de estos tres órdenes de corpus que
podríamos intentar no sería ni igual, ni igualmente repartido, ni
siquiera disociado o sucesivo. Me interesaba marcar fronteras
cualitativas o estructurales entre estos órdenes de textos, incluso
aunque no se relacionen unos con otros como un adentro textual con
un afuera contextual; e incluso aunque cada uno de ellos permanezca
muy diferenciado. Volveremos a hablar sobre todo de la lógica de las
declaraciones explícitas de Descartes, en las Cartas y en el
Discurso del Método, empezando por el final que hoy he leído al
comienzo y que releo para concluir:
Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, y no en latín,
que es la de mis preceptores, es porque espero que quienes sólo se
sirven de su razón natural pura y simple juzgarán mejor mis
opiniones que quienes sólo creen en libros antiguos; y en cuanto a
aquellos que unen el sentido común con el estudio, los únicos que
deseo como jueces, no serán, estoy seguro, tan completamente
partidarios del latín que rechacen escuchar mis razones por el hecho
de que las explique en lengua vulgar.
Como se imaginan, este pasaje desaparece pura y simplemente en la
traducción latina de Étienne de Courcelles, aparecida en 1644, siete
años después del original. La gran edición de Adam y Tannery señala
la omisión de este pasaje. La frase es sublime: «En efecto, no había
lugar a traducir(lo)».[xxv] De esta manera, con el consentimiento de
Descartes y de acuerdo con el propio sentido común, aquello que en
el mundo es más compartido que una lengua, una traducción borra una
serie de enunciados que no solamente pertenecen al original y sin
discusión posible, sino que además hablan y practican performativamente la lengua en la cual se produce este original.
Hablan esta lengua y hablan de esta lengua. No obstante, resulta que
naufragan, en su forma y en su contenido, en cuerpo y alma se podría
decir, en el instante de la traducción. Es el propio sentido común:
como ven, ¿qué sentido tendría decir en latín «hablo francés»? ¿O en
decirlo y hacerlo, aquí mismo, en inglés?[xxvi]
De este modo, cuando un «original» habla de su lengua hablando su
lengua, prepara una especie de suicidio por la traducción, como se
dice suicidio por gas o suicidio por fuego. Más bien suicidio por
fuego, puesto que se deja destruir casi sin dejar restos, sin restos
aparentes en el adentro del corpus.
Esto dice mucho sobre el estatuto y la función de los indicios que
podríamos llamar autorreferenciales de un idioma en general, de un
discurso o de una escritura en su relación con el idioma
lingüístico, por ejemplo, pero también en su relación con toda
idiomaticidad. El acontecimiento (metalingüístico y lingüístico) está
entonces condenado a borrarse en la estructura que traduce. Ahora
bien, esta estructura traductora no comienza, como saben, con lo que
se llama traducción en el sentido habitual. Comienza desde que se
instaura cierto tipo de lectura del texto «original». Borra pero
también recalca aquello a lo cual se resiste aquello que se le
resiste. Invita a leer la lengua en su propio borrarse: huellas
borradas de un camino (odos),de una pista, camino que, borrando, se
borra. La translatio, la traducción, die Übersetzung, es un camino
que pasa por encima o más allá del camino de la lengua, siguiendo su
camino.
La traducción sigue su camino, aquí mismo.
Notas:
[Las notas a pie de página (marcadas con asterisco o numerales)
corresponden a las notas del texto original. Las notas con marcación
alfabética son de los traductores.]
a- Como luego se explica en el texto, «licterature en françois» es
una expresión arcaica tomada por Derrida de Claude de Seyssel.
Traducimos«licterature» por «licteratura» castellanizando la
palabra; podría suponerse cierta relación con el latín «lictorris»,
término jurídico-político. Traducimos«françois» por «francesco» para
mantener la relación del término con «francés» y «Francisco»,
respetando el carácter arcaico del término. Más adelante, en
cualquier caso, el propio texto de Derrida aclarará esta expresión.
[i] Descartes, Discurso del Método, Alianza, 1980, págs. 128 y 129.
[Las traducciones de las citas están realizadas por los traductores,
aun cuando se ofrecen referencias paginadas de ediciones en
castellano (cuando las hay), a las cuales puede recurrir el lector.]
b- Traducimos «tout pure» por «pura y simple», para mantener una
posible relación con la razón pura kantiana, que inevitablemente le
surge al lector moderno en tanto Descartes es el origen de la
tradición racionalista. Añadimos «simple» en cuanto precisa el matiz
que Descartes parece dar a esta expresión en este contexto.
[ii] 2 Ferdinand de Saussure, Cours de linguistique générale, París,
Payot, 1960, pág. 31 [trad. cast. F. De Saussure, Curso de
lingüística general, Buenos Aires, Losada, 1986, pág. 421.
[iii] J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, Madrid, Paidós
Ibérica, 1984.
c- En francés: «... n’a pas cessé de se rappeler, de nous rappeler à
l’ordre».
d- Nótese la pérdida de significado que conlleva la traducción de
«étatique» por «estatal», ya que, en francés, «étatique» mantiene
cierta similitud con la palabra «statique» («estático»).
[iv] Citado según Marcel Cohen, Histoire d’une langue. Le français,
1947. Reeditado en 1967, París, Editions Sociales, pág. 159.
e-
Mantenemos la traducción de esta frase, aunque parece claro que en
este momento se utiliza «del» en uno de sus dos sentidos: «del
(desde el) derecho a la filosofía» con matiz temporal.
[v] Reeditada en 1966, París, Colin. Op. cit.
[vi] Op. cit.
[vii] París, Hachette, 1974.
[viii] Paris, Hachette, 1974.
[ix] París, Seuil, 1975.
[x] Véase Jacques Derrida, «La langue et le discourse de la
méthode», en Recherches sur la philosophie du language (Cahiers du
Groupe de recherches sur la philosophie el le language 3), Grenoble,
París, 1983, págs. 35-51 (vers. cast. J. Derrida. La filosofía como
institución,Barcelona, J. Granica, 1984, págs. 147-168].
f- Traducimos «frayage» por «facilitación» toda vez que «fragage» es
la traducción habitual de «Bahnung», que, a su vez, se traduce
directamente del alemán al castellano por «facilitación».
[xi] Parménides, Poema, Buenos Aires, Aguilar, 1975.
[xii] Op. cit., torno II, Le XVléme siècle, pág. 27.
g- La duplicidad de la «marche» francesa (marca territorial y marcha)
no encuentra, ni en nuestra «marcha» ni en nuestra «marca», fácil
correspondencia. Por consiguiente, se ha optado por traducir
«marche» por «marc(h)a».
[xiii] Citado según Brunot, op. cit., t. II, pág. 28.
[xiv] Jacques Derrida, «Tympan», en Marge de la philosophie, París,
Minuit, 1972 [trad. cast. J. Derrida, «Tímpano» en Márgenes de la
filosofía,Madrid, Cátedra, 1989].
[xv] Citado según Brunot, op. cit., pág. 29.
[xvi] Citado según Brunot, op. cit., pág. 30.
h- Las acepciones de «sujet» como «sujeto/súbdito» y de «assujjetir»
como «sujetar/someter» se entrecruzan en este pasaje sujeto entre
corchetes. En castellano, sólo es posible traducir una parte de la
multiplicidad semántica y sintáctica generada por el texto francés.
[xvii] Ibíd., pág. 30.
[xviii] Brunot, op. cit., pág. 31.
[xix] Citado según Brunot, op. cit., págs. 22-23.
[xx] Montaigne, «Des priéres», en Essais, texto establecido y
anotado por A. Thibaudet, Paris, Gallimard, Biblioteca de La
Pléiade, 1950, libro 1, LVI, págs. 357.358 [trad. cast. Montaigne,
«De las plegarias», en Ensayos completos, Madrid, Iberia, 1969,
libro I, LVI, pág. 2601.
[xxi] Une politique de la langue. La révolution française et les
patois: L’enquéte de Grégoire, Paris, Gallimard, 1975.
[xxii] Citado según Brunot, op. cit., t. IX, 1.ª parte: «La
Révolution et l’Empire», págs. 180-181, y de Certeau y otros, Une
politique de la langue...,op. cit., pág. 295.
[xxiii] Citado según M. de Certeau y otros, Une politique de la
langue..., op. cit., págs. 160 y 300 y sigs.
[xxiv] Oeuvres et Leares. Textos presentados por A. Bridoux, París,
Gallimard, Biblioteca de la Pléiade, 1953, pág. 991.
[xxv] Obras de Descartes publicadas por Charles Adam y Paul Tannery;
VI, Discours de la méthode y Essais, París, Vrin, 1965, pág. 583.
[xxvi] En este momento, cuando nos vemos obligados, para ser
coherentes, a traducir al castellano «je parle français» y «en
anglais», nos damos perfecta cuenta de lo paradójico de toda
traducción.
(*)Primera de una serie de cuatro conferencias pronunciadas en inglés
en el marco del Fifth International Institut for Semiotic and
Structural Studies de la Universidad de Toronto (del 31 de mayo al
25 de junio de 1984) bajo el título «El lenguaje y las instituciones
filosóficas». Las dos primeras conferencias se dedicaron a la
relación entre el discurso filosófico y una lengua natural
(nacional). Estas conferencias trataron el problema de las
circunstancias históricas y de la apuesta [enjeu] política que
constituyen el privilegio de una lengua natural en el estudio de la
filosofía. «Si ha lugar a traducir. La filosofía en su lengua
nacional» ha sido publicada en primer lugar en alemán («Wenn
Übersetzen statt hat», trad. S. Lüdermann, enDiskursanalysen 2:
Institution Universität, F. A. Kittler, M. Schneider, S. Weber
(comps.), Opladen, West-deutscher Verlag, 1987).
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