Para celebrar su episodio 500,
Los Simpson invitaron al
controvertido activista australiano Julian Assange, fundador de
Wikileaks, la web que, asociada con periódicos de todo el mundo, sigue
desparramando por el ciberespacio documentos clasificados de los
distintos gobiernos.
Assange participó desde un punto secreto de las afueras
de Londres, donde espera evitar ser extraditado (ver
aquí). No falta quien ha propuesto a
Assange para el Premio Nobel,
ni tampoco un reciente libro, como Desmontando Wikileaks, del ex
espía ruso Daniel Estulin, sosteniendo que el fenómeno Wikileaks “es una
operación bien montada por la Agencia de Inteligencia Central (CIA) para
distorsionar la verdad”. Según Estulin, el interés de la CIA, con esta
operación, es “apoderarse del acceso libre de Internet”.
Según Estulin, “el objetivo de Wikileaks es dar al mundo 90% de
verdad en cables sin documentos que los sustenten”, para luego
“introducir un 10% de verdades distorsionadas”. (ver
más aquí)
De todos modos, si se desagregan
teorías conspirativas (de aceptarlas, se podría llegar a inducir que Los
Simpson son, voluntaria o involuntariamente, colaboradores de la CIA),
lo que queda por juzgar es el desempeño de Assange como estrella
televisiva. En el episodio en cuestión, según se anuncia, la
familia Simpson corre riesgo de ser expulsada de Springfield, y es allí
donde se reúnen en una barbacoa con el activista devenido parrillero,
cuyo chiste mayor es confesar 'I
never reveal my sauces', es decir, yo nunca revelo mis salsas (o mis
fuentes, “sources”) (ver
aquí y
aquí).
Si esto es lo que tiene para ofrecer el anunciadísimo episodio, dirá
quien esto lee, y dirá bien, mejor cambiar de canal. A fin de cuentas,
esto no es más que una flamante corroboración de que, desembarque quien
desembarque en el amarillo mundo del Springfield creación de
Matt Groening, queda biodegradado a iconografía pop prelavada y
enjuagada.
Esta evidencia no debe ocultarnos otra: si bien las valoraciones
respecto a Assange varían, y suelen variar también de acuerdo a qué
medios han logrado la divulgación de Wikileaks, tras ya un par de años y
gigatoneladas de leaks (o “fugas wiki”), resulta que lo que ha aportado
al mundo este prófugo pop es un parto de los montes. Casi nada dicen las
“fugas” de Assange que, de alguna forma, ya no se sospechara largamente;
y aquello insospechado en ningún caso es un escándalo: es mera
confirmación de que se puede ser fanático de teorías conspirativas y no
haber perdido (al menos del todo) la cabeza. En el fondo, y no tan en el
fondo, lo que tiene para aportar Wikileaks es trivial, porque en
definitiva no viene sino a sumarse al esquema actual de la información,
donde la noticia (es decir, la fabricación de noticias) oxida el tiempo
a la velocidad de la luz.
Se sabe, vivimos en un tiempo instantáneo, cuya encarnación más reciente
son Facebook o Twitter, medios que convierten cada mensaje en una
noticia evaporada antes de ser siquiera enunciada. En la lógica de la
noticia, o de esa trivialidad, y al ritmo en que las regurgitan los
periódicos vivimos y obsolescemos, sin siquiera preguntarnos qué ha
sucedido con el tiempo. Eso, se dirá, es la vertiginosa herencia de la
Modernidad, aquella que, a finales del siglo XVIII, el
Fausto de Goethe encapsuló en la frase “Si
algún día le dijera al fugaz momento: ¡Detente, eres
tan bello!”. Pero lo que
en rigor reside en esa hipótesis de Fausto es la distancia entre la
Iluminación y el reino de sombras sobreinformadas en que vivimos hoy, o
entre lo que los medios de comunicación tenían para decir
—e interrogar—
y la cháchara autoevaporante que nos sirven a cada milisegundo.
En el siglo de Goethe, y en el día a día en que, ansioso de saberes,
Fausto pactaba su alma, explotaron los periódicos, que con su prédica e
insistencia inventaron lo que, desde entonces, se llamó la
Esfera Pública (en el Reino Unido, en Francia, en Alemania), desde
la cual se fueron armando las democracias modernas.
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Pero la Esfera Pública, entonces, se alimentaba mucho menos de
escándalos y fugas que volatilizan las horas que de interrogar al
tiempo, en tanto esa duración en la que vivimos y nos afanamos. Así, por
ejemplo, y siguiendo su propia tradición, el periódico alemán
Berlinische Monatschrift podía plantearse en noviembre de 1784 la
pregunta de qué es la Ilustración, y pedirle al filósofo
Immanuel Kant que la respondiera. ¿Qué hacía el periódico entonces?
Entrevistar a su tiempo. ¿Qué se obtenía por respuesta? Probablemente,
el mejor ensayo sobre la Modernidad, ése en que Kant
explica la Ilustración como la salida de la minoridad y de todo
tutelaje y como la capacidad de pensar (y decidir) por uno mismo.
Ése no era un caso aislado. Tal vez el más influyente diseñador, junto a
Montesquieu, del Estado moderno, haya sido
Juan Jacobo Rousseau, cuyo Discurso sobre las artes y las
ciencias surgió en respuesta a un anuncio de otro periódico, El
mercurio de Francia. Según confesión del propio Rousseau, en ese
anuncio él mismo encontró la idea a la que dedicaría el resto de su
vida, la de criticar la influencia de la civilización en los seres
humanos.
Sobre cuán beneficiosa o nociva haya sido la influencia de Rousseau se
puede discutir por décadas.
Lo que no se puede discutir es que, en sus inicios, los medios de
comunicación tenían la capacidad de interrogar a sus días, de realizar
la verdadera entrevista por el tiempo. El tiempo, ese tiempo del
que nos ufanamos como seres modernos, afectos a la vida en democracia,
se conformaba como un paréntesis de reflexión, una retracción con
respecto al frenesí del pregón y la noticia (el ser, según la tradición
uruguaya, por ejemplo, tan ilustrado como valiente).
Eso era, y debería haber seguido siendo, la Esfera Pública, una
instancia de crítica, o toma de distancia, y no el farandulizante plato
noticioso, o de desinformación, con que Assange, los Simpson, la CIA,
oscuras corporaciones o incluso los medios alternativos progresistas e
intachables nos vienen sobrealimentando (o desilustrando) segundo a
segundo. Y es de sospechar que en caso de que la comunicación, y los
medios que la hacen, no revierta su rumbo, cada vez se volverá más
difícil sobrevivir a esta hiperconexión que, por inercia o dejadez,
seguimos llamando mundo.
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