1. Íncipit
Buena parte de la discursividad en torno al
arte
parece estar signada por la categoría estructural de lo previsible,
letanías, más o menos fastidiosas, acerca de la
estupidez, el
sinsentido, la futilidad, la superficialidad o la banalidad del
arte
contemporáneo. El problema radica en que el discurso crítico no hace
más que duplicar, en el terreno de la
escritura, precisamente
aquello de lo que se lamenta incansablemente. Es decir, la banalidad
del arte no hace más que reflejarse en la reflexión de la crítica,
devolviéndonos su imagen redoblada, ahora, en la especulación
bienpensante de las buenas conciencias. Me parece que es hora de
preocuparnos y ocuparnos, como teóricos, no sólo del complot del
arte sino del complot de la teoría, la cual, salvo honrosas
excepciones, es incapaz de decir algo medianamente interesante a
propósito de prácticamente nada sucedido después de las vanguardias.
La previsibilidad del rechazo a lo banal se ha convertido en la
forma políticamente correcta de la crítica cultural, una zona de
comodidad para el nuevo pensamiento decimonónico del siglo
veintiuno.
Me pregunto si no sería posible apropiarse de algunas
valoraciones negativas que pululan en la doxología académica,
convirtiéndolas en herramientas de análisis sui generis para
abordar los apasionantes derroteros del
arte reciente. Quizás, sea
posible decir algo acerca de la estupidez que no suene estúpido,
apreciar la vacuidad del arte actual sin reducirla al binomio de lo
verdadero y de lo falso, aproximarnos a la futilidad del objeto
artístico desde un principio de delicadeza que, finalmente, le
hiciera justicia, deslizarnos sobre las superficies sin añorar,
melancólicamente, alturas ni profundidades, coquetear con la
banalidad de las
imágenes, más que, indignados, voltear nuestra
mirada en un gesto cuya pomposidad no podría dejar de producir un
efecto de humor involuntario. En definitiva, trazar el espacio de
una erótica de la banalidad, discursividad que -contra todos los
pronósticos- intentará no enmudecer ante el anonadamiento del
vacío,
tensando la paradoja barthesiana de un decir acerca del “nada que
decir”.
La banalidad es, creo yo, la parte maldita de la
discursividad universitaria, el tabú innombrable, lo no-dicho de
toda palabrería que aspire a la claridad, a la rigurosidad, a la
cientificidad y al reconocimiento de los pares académicos. En este
sentido, el intento de convertir a lo banal en objeto de
investigación, parece, a primera vista, un proyecto teórico
condenado al fracaso. Algo así como el estudio de los objetos
curvos, al que dedicó su vida el profesor Mondrian Kilroy, el
estudio de la banalidad podría producir investigaciones
“exageradamente laterales” (signifique lo que signifique tal
expresión). Sin embargo, estoy convencido del valor crítico de esta
noción y de la constelación conceptual en la que se inscribe,
siempre y cuando nos acerquemos a ellas no desde el sentido común
entendido como buen sentido, sino desde otro lugar, signado por la
impronta disruptiva del pensamiento posestructuralista. Las notas
que siguen persiguen un efecto anfibológico, es decir, intentan
generar un espacio de duplicidad, de doble sentido: escuchemos
algunos epítetos de grueso calibre -estúpido, falso, superficial,
risible, banal-, monedas corrientes en las diatribas contra el
arte
contemporáneo, e intentemos oír, al mismo tiempo, otra cosa,
la otra cara de la moneda.
2. Estupidez
Uno de los aspectos más enigmáticos del
arte
contemporáneo es su estupidez. Un punto de partida, sugerido por los
análisis de Foucault,
Deleuze, Barthes,
Bataille, Rosset y
Baudrillard, consiste en evitar oponer la estupidez a la
inteligencia. La
inteligencia no puede dar cuenta de la estupidez.
Establecida a partir de un pensamiento categorial, la
inteligencia
sólo se ocupa del error, es decir, de la incorrecta aplicación de
las categorías en el teatro del pensamiento. La estupidez queda, de
esta forma, excluida del trabajo del concepto, invisibilizada en el
plano de inmanencia de la inteligencia. Rechazo silencioso de la
estupidez, imposibilidad de abordarla desde un pensamiento
categorial que funciona en el espacio de lo verdadero y de lo falso.
Deleuze nos dirá, en Diferencia y repetición, que la
pregunta, jamás formulada por la filosofía, es esta: “¿cómo es
posible la necedad (y no el error)?”
La estupidez, la necedad, son lo no-pensado del pensamiento, su
parte maldita, su dimensión heterológica. La palabra
idiota recoge
este sentido, es, al decir de Rosset, aquello “simple, particular,
único”,
incapaz de reflejarse en el espejo de la inteligencia, de duplicarse
en el espacio de lo categorial. La estupidez carece de doble en el
espacio especulativo, como un
vampiro, no conoce el estadio del
espejo. Impotencia de la inteligencia, en un gesto desesperado, no
hará más que reducir, tramposamente, la
idiocia de la estupidez al
error, a la falsedad, condenándola sin siquiera haberla visto
directamente a los ojos.
Pero ése, afortunadamente, no es el único camino.
Obviamente, no podemos “problematizar” -palabra de moda- la necedad,
no podemos meterla en cintura a partir de un conjunto de prácticas
discursivas y no discursivas que la harían entrar al juego de lo
verdadero y de lo falso y la conformarían como objeto de pensamiento
(Foucault dixit). Sin embargo, ante la imposibilidad,
señalada también por Barthes, de descomponer científicamente
la estupidez, Foucault concibió la posibilidad de pensar un
pensamiento “acategórico”, un no-saber en el sentido batailleano,
que estaría en condiciones de sumergirse en la estupidez e,
intempestivamente, emerger de ella. La fascinación será el estado de
ánimo idóneo a la hora de clavar nuestra mirada en la inasible
estupidez, quizás en ésto pensaba Baudrillard cuando asumió ante los
fenómenos extremos -y la desaparición de la inteligencia en la
estupidez es, sin duda, un fenómeno extremo- lo que él llamaba “una
nueva forma de bestialidad intelectual”.
La estupidez del arte contemporáneo inaugura,
finalmente, la emergencia de un pensamiento radical, salvaje, no
sujeto a la gravitación tiránica de las categorías, tal vez por ésta
y otras razones, no exista nada más antagónico a la historia del
arte, anclada todavía en las categorías estéticas, que los estudios
visuales, entendidos como el marginal intento de escapar de la
rancia coagulación del sentido en los saberes disciplinarios. Ahora
bien, les decía, no deberíamos condenar la estupidez del
arte
contemporáneo sino, más bien, celebrarla con una sonrisa, asumirla
como un desafío, porque como decía un viejo poeta citado por un
viejo filósofo, en aquello donde hay peligro también se encuentra lo
que nos salva. La estupidez, peligrosa por cierto, nos salva de
nuestra propia inteligencia. Quiero terminar esta nota con una cita
de Foucault que ilustra, de manera casi poética, este coqueteo con
la estupidez, convertida en una suerte de musa inspiradora, de
fascinante ninfa erótica: “La estupidez se contempla: hundimos en
ella la mirada, nos dejamos fascinar, ella nos conduce con dulzura,
la mimamos al abandonarnos a ella; sobre su fluidez sin forma
tomamos apoyo; acechamos el primer sobresalto de la imperceptible
diferencia, y, con la mirada vacía, espiamos sin febrilidad el
retorno de la luz. Decimos no al error y lo tachamos; decimos sí a
la estupidez, la vemos, la respetamos y, dulcemente, apelamos a la
total inmersión.”
3. Sinsentido
Buena parte del arte contemporáneo opera una perversión del sentido.
El sinsentido de su superficie y el sentido que se desliza sobre
ella, producen, a veces, que se lo tache, un poco a la ligera, de
falso. Sin embargo, nunca ha sido un problema de falsedad.
Deleuze
se preguntaba -sin retórica, incisivamente- “¿para qué serviría
elevarse de la esfera de lo verdadero a la del sentido si fuera para
encontrar entre el sentido y el sinsentido una relación análoga a la
de lo verdadero y de lo falso?”
Es decir, lo verdadero y lo falso son asunto de designación, ajenos
a la dimensión del sentido, es más, una proposición falsa no deja de
tener sentido y, como contrapartida, el sinsentido no puede ser ni
verdadero ni falso. No quiero reducir el problema a un juego de
palabras, sólo quisiera enfatizar la inconmensurabilidad entre la
inteligencia y la estupidez y, por otra parte, evitar que el
sinsentido, un efecto no pocas veces asociado a la necedad, caiga en
las garras tiránicas del binomio verdad/falsedad. El sinsentido no
es falso ni verdadero, establece con el sentido una especie de
sinergia, no es su opuesto, es uno de sus efectos más afortunados.
El sinsentido no será, entonces, una carencia de sentido, sino todo
lo contrario, una suerte de explosión, de exceso que,
paradójicamente, no exenta al sentido de sí mismo.
Entonces, no es el arte contemporáneo el que carece de sentido, sino
las voces que se alzan indignadas ante su sinsentido. El sentido de
una proposición, escribía Deleuze -y creo que podríamos decir lo
mismo acerca del sentido de las unidades de percepción del
arte
contemporáneo-, “no es más que el interés que suscita”.
Es decir, no es el sinsentido del
arte el que está privado de
sentido, es la propia teoría, en su ultrajante previsibilidad
descerebrada, la que carece de todo interés, de todo sentido. Veamos
cómo Deleuze desarma de un plumazo -en uno de los pasajes más
cáusticos de la historia de la filosofía y en un puñado de líneas
hilarantes- la solemnidad de lo verdadero y de lo falso
sustituyéndola por la novedad del sentido: “Podemos pasarnos horas
escuchando a alguien sin encontrar nada que despierte el más mínimo
interés... Por eso es tan difícil discutir, por eso jamás hay
ocasión de discutir. No vamos a decirle a cualquiera: ‘Lo que
dices no tiene ningún interés’. Podemos decirle: ‘Es falso’.
Pero nunca se trata de que sea falso, simplemente es estúpido o
carece de importancia. Ya se ha dicho mil veces. Las nociones de
importancia, de necesidad, de interés, son infinitamente más
decisivas que la noción de verdad. No porque ocupen su lugar sino
porque miden la verdad de lo que decimos.”
Baudrillard solía decir que todos tenemos ideas, todos tenemos,
parafraseando a Deleuze, nuestras inocuas verdades poco
interesantes, las opiniones, como reza sabiamente el dicho popular,
son como los traseros, lo relevante, lo que tendría sentido, sería
una hipótesis soberana, expresada en la singularidad poética del
análisis. “Una forma feliz y una inteligencia sin esperanza”,
quizás, esta sea la definición más tajante de un pensamiento
radical, acategórico: liberado del yugo de lo verdadero y de lo
falso -la miserable objetividad crítica de las ideas- pero jamás de
una donación de sentido -la escritura-.
4. Superficialidad
Se dice -a modo de insulto, reclamo, majadería o provocación- que el
arte contemporáneo, desde el pop hasta la fecha, es
superficial. No deja de desconcertarme esta caída en la ignominia de
las superficies, en la medida en que ellas son el lugar privilegiado
del sentido. De hecho, cualquier intento de inscripción, de
producción de sentido, no podría obviar la superficie. El sentido,
según Deleuze, “no pertenece a ninguna altura, ni está en ninguna
profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la
superficie como de su propia dimensión.”
Entonces, intentar abolir la superficialidad del
arte actual,
mediante alguna prestidigitación teórica o pensamiento mágico, no
haría más que condenarnos al silencio; tal vez este rechazo, en el
ámbito de la teoría, tenga que ver con su carácter refractario a la
interpretación, acostumbrada a proyectarse, desde tiempos
inmemoriales, hacia las alturas o las profundidades. Sin embargo,
para disgusto, desvelo y escarnio de los hermeneutas, el
posestructuralismo no ha cesado de repetirnos piadosamente que,
cuando nos enfrentamos a las superficies, no hay nada que
interpretar, pero mucho que experimentar. La teoría
posestructuralista es, a diferencia de los mariposeos circulares de
la hermenéutica, un arte brutal y salvaje de las superficies. Me
explico, las superficies representan una exterioridad imposible de
subsumir en la interioridad del teatro del pensamiento,
acontecimientos y singularidades que tienen que ver, en cierta
forma, con lo que
Foucault llamó, en su ensayo sobre Blanchot, el
pensamiento del afuera. Apertura del pensamiento hacia una
exterioridad en la que se abisma, sin el solaz de una confirmación
interior. Por esta razón, acaso, el vértigo de las apariencias
escandalice a las buenas conciencias.
El pensamiento, enfrentado a las superficies, parece
no hacer más que repetir la tragedia delirante del panóptico,
concibiéndolas a partir de un interior al que penetrar
endoscópicamente, envoltorios que hay que desenvolver para acceder,
finalmente, a una realidad que se devela, desnuda, ante nuestra
mirada. En fin, alétheia, entendida como desocultamiento,
como verdad. En cambio, el sentido que recorre las superficies no
está sujeto a una alétheia sino a una epipháneia, es
decir, a una acción de mostrarse, un aparecer, un brillo súbito, un
destello flotante. Barthes confronta, de este modo, al panóptico con
el panorama, vinculando a este último a “un mundo sin interior: dice
que el mundo no es más que superficies, volúmenes, planos, y no
profundidad: nada más que una extensión, una epifanía (epipháneia
= superficie).”
Recordarán una de las secuencias más patafísicas de
The Simpsons Movie, Homero, la figura mediática más
entrañable del estúpido irredento, experimenta una epifanía que
cambiará radicalmente el curso de su vida, me parece que deberíamos,
en la medida de nuestras posibilidades, intentar seguir su ejemplo a
la hora de enfrentarnos al “panorama” del
arte actual, a sus
apariencias sin profundidad y a sus superficies plagadas de sentido.
Buscar, siguiendo los pasos de Homero y de Baudrillard, “una vista
despejada, o la incertidumbre definitiva del pensamiento”. Perseguir
el “D’oh!” de Homero o, en el discurso un poco más articulado de
Baudrillard, “encontrar el irreductible punto ciego, tangencial,
potencial, de reversión de todos los sistemas. Y para ello: que el
propio análisis se convierta en objeto, objeto material,
acontecimiento material del lenguaje, y que lo haga irónicamente.”
A la luz de este profético aforismo baudrillardiano, no debería
extrañarnos que la interjección de Homero encuentre morada, desde el
2001, en las páginas del Oxford English Dictionary, no
olvidemos que de la epifánica interjección de Homero al neologismo
afortunado no hay más que un paso.
5. Risible
Ciertas formas felices de la representación
contemporánea producen una experiencia singular, más concretamente,
una experiencia de lo singular: la risa. Si lo trágico suele
vincularse a la experiencia del aburrimento, donde, como señala
Rosset, el saber está estrechamente ligado a la tristeza,
lo cómico parece evocar, en cambio, una experiencia diferente, o
mejor, una experiencia de la diferencia presente en lo risible. La
tristeza resulta ser bastante predecible, al contrario, la alegría
reviste cierto grado de imprevisibilidad, de incertidumbre. Así es
como Bataille aborda el problema de la risa, la aparición
intempestiva de lo incognoscible, experiencia festiva de lo
heterológico. “Lo risible podría ser simplemente lo incognoscible.
Dicho de otro modo, el carácter desconocido de lo risible no sería
accidental, sino esencial. Reímos, no por una razón que no
llegaremos a conocer por falta de información o por falta de
suficiente penetración, sino porque lo desconocido da risa.”
La risa, entonces, es el resultado de la abolición, al menos
moméntanea, de nuestras certezas a propósito de lo real, un
abismamiento en el sinsentido, donde se revela, al decir de Bataille,
una última verdad: “que las apariencias superficiales disimulan una
perfecta ausencia de respuesta a nuestra expectativa”.
Una nueva sensibilidad en torno a lo trágico se
esboza, la posibilidad de reirnos de la insignificancia y futilidad
de la vida y sus representaciones, sin lamentaciones, pesadumbres o
lloriqueos, “todo es ligero, todo es simple”,
lo que ves es lo que hay. Lo cómico, como solía decir Deleuze,
siempre es literal, la erótica de la banalidad es, en este sentido,
la sensibilidad propia de una tragedia irrisoria, sin metáforas y
sin descontento, o como dirá Rosset, “una satisfacción total en el
seno mismo de lo ínfimo”.
Barthes pensaba en algo similar a la hora de dictar, en 1978, su
curso en el Collège de France, donde lo Neutro “consistiría en
confiarse a la banalidad que está en nosotros, o más simplemente
reconocer esa banalidad”,
esbozando, de esta forma, un principio de delicadeza a partir del
goce de lo fútil; el análisis hará surgir lo menudo, lo delicado, lo
ínfimo, desbaratando lo esperado y convirtiendo, a partir de
recortes e inversiones, a lo banal en fuente de placer y de gozo.
Una especie de embriaguez amorosa acompaña este “goce
de análisis”, no solo un sutil reconocimiento de la banalidad, a la
manera de Barthes, sino una suerte de aceptación incondicional del
carácter banal e insignificante de lo real; sospecho que hacia ahí
se dirigen la infinidad de escritos de Clément Rosset sobre la
alegría entendida como “una locura que paradójicamente permite –y es
la única que lo permite- evitar el resto de las locuras”.
La alegría, como fuerza mayor, es, para Rosset, el único acceso a lo
real, sin el cual estaríamos condenados a una infinidad de formas de
rechazo a la existencia, esto es, sumidos en la lógica del doble, de
la sustitución de lo real por otra cosa, una invisibilización quizás
más esperanzadora pero, lamentablemente, fantasmagórica. La alegría
entonces, no es más que el paradójico amor a lo real, desplegado en
un doble movimiento, por un lado, el reconocimiento de que no hace
falta ser un genio para saber que la vida es una mierda –a la manera
de Cioran- y, aún así, experimentar una especie de estado de gracia,
la gratuidad de la alegría. Desde esta donación de sentido, sería
posible imaginar alternativas a la “grandilocuencia” de un lenguaje
fallido, esto es, que deja escapar lo real,
a través de lo que podríamos llamar una erótica de la banalidad,
despliegue de una discursividad pánica y no únicamente traumática,
donde el humor, como arte de las superficies, jugará un papel
determinante.
6. Banalidad
Podríamos decir que la ironía objetiva del
arte
contemporáneo -pensemos en Koons, por poner sólo un ejemplo
sintomático- es su rampante banalidad. Pues bien, tal afirmación
expresa una verdad incuestionable, pero al mismo tiempo es, como
podrán imaginar, de una banalidad supina. El problema con la
banalidad es que, tragicómicamente, no sólo florece en el fértil
panorama del arte contemporáneo sino también en nosotros mismos. Más
allá de las condenas, los elogios, las calumnias, los cinismos y las
complicidades, es difícil escuchar o leer algo a propósito de la
banalidad que no sea a su vez -fatalmente y de acuerdo al
diccionario- trivial, común, insustancial. Ante tal escenario
desolador, podríamos estar tentados a pensar que no se puede
teorizar sobre algo banal sin ser uno mismo parte de esa banalidad.
Entonces, la teoría, so pena de convertirse en cómplice, quedaría
reducida a un pusilánime silencio. Perdidas por perdidas, creo que
deberíamos de hacer todo lo contrario. Ante fenómenos extremos,
medidas desesperadas; ya que, como decía el maestro, “es mejor
perecer por los extremos, que por las extremidades”.
En este sentido, me atrevo a sugerir aquí, muy brevemente, lo que
podríamos llamar una érotica de la banalidad, teorizaciones en torno
a lo banal tendientes a producir, en los límites de la impostura,
una banalidad corregida y aumentada. Para Barthes, la banalidad es
el punto de partida de la escritura, sin embargo, si la suerte nos
sonríe, la escritura no termina metonímicamente en el preciso lugar
donde comenzó, es decir, opera en lo banal una especie de repetición
con diferencia. Cito a Barthes: “(...) el primer discurso que se le
ocurre es banal, y sólo luchando contra esta banalidad original es
como puede, poco a poco, escribir (...) En suma, lo que escribe
provendría de una banalidad corregida.”
De aquí podemos inferir, sin forzar demasiado las cosas, la discreta
fórmula de una erótica de la banalidad: lo banal corregido y
aumentado por efecto de Eros. Eros no es más que el nombre que
le doy a una constelación conceptual y a una pandilla de
intercesores: el goce en Roland Barthes, la risa en Georges Bataille,
la seducción en Jean Baudrillard, el deseo en Gilles Deleuze, el
placer en Michel Foucault, la alegría en Clément Rosset...
Me gustaría, para finalizar, recordar las proverbiales palabras de
Allen, pronunciadas en su célebre discurso a los graduados:
“Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes
oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así
que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las
oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde.”
Notas:
Baudrillard, Jean, Cool Memories, Barcelona,
Anagrama, 1989, p. 63.
Foucault, M., Deleuze, G., Theatrum Philosophicum,
Barcelona, Anagrama, 1999, pp. 37-38.
Deleuze,
Gilles, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1994,
p. 86.
Deleuze,
Gilles, Lógica del sentido, p. 90.
Bataille, Georges, La oscuridad no miente, México,
Taurus, 2001, 115.
Barthes, Roland, Roland Barthes por Roland Barthes,
Barcelona, Kairós, 1978, p. 150.
* Publicado
originalmente en la Revista Academus. Análisis
Transdisciplinario de Arte y Humanidades, Querétaro, Universidad
Autónoma de Querétaro, Facultad de Bellas Artes, Año 2, Nº 2, Primer
Semestre de 2010.
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