Fundador de la moderna disciplina
de la Restauración,
Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc jamás realizó
una obra nueva; dedicó toda
su vida a actuar sobre algunas de las más grandiosas construcciones
de Occidente -las catedrales góticas, los monasterios románicos,
los castillos feudales-. A pesar de que vivía en medio
de un mundo hacía siglos desaparecido, sus escritos fueron
enormemente influyentes para el desarrollo de las nuevas ideas
arquitectónicas que darían origen al Movimiento
Moderno.
Quiero emborrachar al corazón
para después poder brindar
por los fracasos del amor.
Enrique Cadícamo,
Nostalgias
Nostalgia
En 1688, el médico suizo Johannes Hofer inventó
una palabra para
nombrar una enfermedad: nostalgia,
el dolor por la lejanía de la patria. La enfermedad era
producida por "una continua vibración de vitalidad
a través de aquellas fibras de la mitad del cerebro en
las cuales las huellas impresas de las ideas de la Patria aún
persisten". La distancia no influía demasiado en la
nostalgia: Hofer descubrió la enfermedad en un joven que
había dejado su Berna natal para ir a estudiar a Basilea,
distante unos 40 kilómetros. La nostalgia era la enfermedad
más padecida por las tropas estacionadas en tierras lejanas;
muchas veces, los médicos militares recomendaban un viaje
de regreso al hogar para recuperarse de la "mirada
aturdida, indiferencia hacia todo, imposibilidad de levantarse
de la cama, silencio obstinado, rechazo de toda comida, demacración
y marasmo", síntomas de la nostalgia definidos por
el neurólogo Philippe Pinel.
La nostalgia ocupaba todavía un lugar en la lista de las
enfermedades más padecidas por los soldados estadounidenses
durante la Segunda Guerra Mundial, elaborada por el Jefe del
Departamento Médico del Ejército.
Aquella enfermedad del siglo XVII es hoy un estado normal de salud.
Si bien en todas las épocas hubo llantos por los buenos
viejos tiempos, durante los últimos ciento cincuenta años
se desarrolló una verdadera ciencia
de la nostalgia.
El fusilamiento de unas esculturas de piedra budistas en Afganistán
ha recogido una curiosa unanimidad.
Es paradójico que,
si se trata de obras de tan
elevada significación, se les exija a los talibanes que
no le den importancia y las dejen intactas. Los teólogos
talibanes y los horrorizados conservadores de arte
piensan y sienten de la misma forma: ambos grupos le otorgan a
esas obras una enorme importancia. Tal vez, a favor de los talibanes
habría que decir que ellos se lo toman mucho más
en serio; los conservadores no toman en cuenta más que
un cierto valor artístico o histórico; los talibanes,
un significado.
La conservación de monumentos históricos -incluso
su mera designación como tales- tiene una profunda relación
con la nostalgia. Los gobiernos europeos de los últimos
dos siglos tuvieron un rol en el fomento del culto al pasado,
a través de diversas acciones de recuperación y
conservación de la arquitectura
de siglos anteriores. En Europa, desde el siglo XV comenzó
a valorizarse el arte del pasado,
y se iniciaron algunos trabajos puntuales de protección
de antiguas construcciones, pero fue a mediados del siglo XIX,
y particularmente en Francia, en torno al trabajo del arquitecto
Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, cuando la Teoría
de la Restauración tuvo su acta oficial de nacimiento.
Revolución,
Imperio, Restauración
En 1789 se inició en Francia un importante proceso de
demoliciones: la Bastilla, antigua fortificación medieval
parisina empleada como cárcel para presos políticos,
fue tomada por la multitud; a los dos días se comenzó
a desmontar piedra por piedra hasta su completa desaparición.
Bastilla es un término antiguo que proviene del verbo
francés bâtir, construir. Tal vez esta etimología
dio a los revolucionarios la idea de utilizar la demolición
y el maltrato sistemático a ciertos edificios como una
forma simple y poderosa para encauzar la energía que estaba
estallando: la primera desconstrucción también
fue francesa.
Los bienes de la Iglesia fueron confiscados, y una buena parte
de ellos demolidos. La más grande construcción monástica
de todos los tiempos y de todas las tierras, la abadía
de Cluny, fue eliminada hasta los cimientos; otros edificios religiosos
fueron empleados como depósitos (la
Sainte Chapelle de París sirvió para almacenar harina),
establos o mercados techados (como
la iglesia abacial de Saint Denis, donde el abad Suger dio origen
al primer estilo gótico
durante el siglo XII).
La catedral de Notre Dame de París fue puesta en subasta
para su demolición, pero no hubo interesados; demasiado
trabajo, o tal vez la profanación habría sido tan
grande que inspiró temor aún a los más agnósticas.
Cuando en 1801 Napoleón y Pío VII firmaron un acuerdo
para restituir al culto católico las iglesias profanadas,
comenzó un proceso de redefinición del valor simbólico
de los edificios antiguos. La primera restauración ordenada
por Napoleón fue la de la iglesia abacial de Saint Denis.
Se trataba, sobre todo, de un símbolo: allí habían
estado las tumbas de todos los reyes de Francia, buena parte
de las cuales desaparecieron durante los saqueos revolucionarios.
Pocos años más tarde, durante el reinado de Luis
Felipe, se creó la Inspección General de Edificios
Históricos. Su primer titular fue Ludovic Vitet, un hombre proveniente de las
letras.
La cuna de Viollet
En 1825, Victor Hugo había escrito un exabrupto contra
los restauradores: Guerre au démolisseur. Los demoledores
que atacaba Hugo eran en realidad restauradores, arquitectos
contratados para reconstruir edificios históricos interminados
o parcialmente destruídos.
Los arquitectos de entonces recibían una formación
clásicista; estaban perfectamente capacitados para hacer
lo estéticamente correcto, dictado por una tradición
académica que sólo consideraba dignas de atención
las obras de Grecia y Roma. Pero si esos arquitectos podían
emprender tareas de restauración en Italia, donde las
ruinas eran clásicas y neoclásicas, la arquitectura
histórica francesa, predominantemente gótica, les
resultaba un problema insoluble. Como consecuencia de su ignorancia,
las intervenciones de restauración solían terminar
en aparatosos colapsos, o, en el mejor de los casos, en modificaciones
atroces del edificio, según el limitado saber de los técnicos.
Vitet decía en 1837: "En restauración, el primer
e inquebrantable principio es no innovar. [...] No hay que corregir
la irregularidad, ni alinear las desviaciones, porque la irregularidad,
la desviación y los defectos de simetría son hechos históricos
llenos de interés".
La misma curiosidad arqueológica que movía los ladrones
oficiales a secuestrar y robar las antigüedades de las colonias
(y de casi cualquier país
donde tuvieran una embajada), mostraba Vitet para defender la
reparación antes que la corrección de los monumentos.
Las huellas del pasado tenían ya dos clases de valor: artístico
y arqueológico. Tanto los coleccionistas
británicos y franceses de ultramar, que llenaron los museos
metropolitanos con obras extranjeras, como los conservadores locales,
intentaban ampliar el catálogo de "obras valiosas";
si no era por su calidad artística, había que conservarlas
por sus valores históricos.
Vitet era muy amigo de Prosper Mérimée, que sería
su sucesor en el cargo de inspector. Ambos intelectuales
solían reunirse los sábados en la casa de Étienne-Jean
Delécluze, antiguo alumno de pintura
de David, crítico de
arte en el Journal de débats y tío materno de Eugène-Emmanuel
Viollet-le-Duc.
Eugène-Emmanuel asistía a esas reuniones durante
su adolescencia, época en la que tomaba clases de dibujo.
Su padre era funcionario de la corona, y otro tío suyo,
que vivía en el mismo edificio, era pintor. En su casa
se recibía los viernes, en sesiones de poesía
a la que concurrían numerosas personalidades de la cultura. En este ambiente, que algunos
definen como progresista a partir del dato de que la mayoría
de los asistentes a las veladas colaboraban con el diario saintsimoniano
Le globe, creció Viollet, desarrollando un marcado
rechazo hacia la Academia, que sostuvo
con valentía hasta su muerte. Este rechazo habría
marcado el fracaso de cualquier intento de trabajo de Viollet,
de no haber sido por las relaciones de su padre con la realeza
(el propio Luis Felipe admiraba
las dotes de dibujante de Eugène-Emmanuel) y
de sus amigos Vitet y Mérimée con el Imperio, que
le permitieron acceder al centro de la acción.
El caso francés era único. La destrucción
de la arquitectura gótica había convertido el territorio,
en palabras de Viollet, "[...]en una inmensa obra de demolición".
Eugène-Emmanuel dedicó su vida a poner en orden
esa cantera. Sin habérselo propuesto, al cabo de treinta
años de labor había inventado la profesión
de Restaurador.
Nuevos usos para
edificios antiguos
Viollet escribió mucho durante toda su vida. Sus primeros
escritos se referían al problema, entonces en boga, de
cuál era el estilo
adecuado para el siglo XIX. Muchas veces la discusión giraba
en torno a qué estilo
del pasado se adecuaba más a tal o cual programa arquitectónico:
a una iglesia le convenía la elevación del gótico; a un banco, el equilibrio
majestuoso del griego; a un palacio de
gobierno, la severidad del romano; para una mansión
privada, el esplendor renacentista. Pocos parecían tomar
en cuenta que tal vez había que dejar libre el espíritu
de los tiempos que corrían.
A mediados del siglo se había desarrollado enormemente
los sistemas de construcción con hierro, y Viollet fue
uno de los primeros arquitectos que defendió los nuevos
materiales. La arquitectura debía aprovechar el avance
en las ciencias.
Viollet decía que en los tiempos modernos, la arquitectura
se acerca más a la ciencia que al arte.
Consideraba que la arquitectura debía permitir que el sistema
constructivo se expresara libremente. Su visión,
aunque anterior, era más sofisticada que la de Adolf Loos,
que calificaría el ornamento de delito: en sus escritos
pedía "la alianza de la forma
con lo necesario". Insistía en la necesidad de crear
un estilo propio del
siglo XIX, ya que "poseemos inmensos recursos proporcionados
por la industria y la facilidad de transportes". Le pedía
a los arquitectos que abandonaran su obsesión por hacer
fachadas que parecieran romanas, góticas o renacentistas;
de esa forma, decía, "nada nuevo y vivaz puede dimanar".
Pero si Viollet reclamaba esa actitud revolucionaria para la nueva
arquitectura, él mismo no pudo escapar de la fascinación
del pasado. Dedicó su vida a actuar sobre edificios antiguos,
y nunca hizo una obra nueva.
Su primer gran trabajo
fue la restauración de la iglesia abacial de Vézelay,
un ejemplo tardío del románico. La reconstrucción
de las bóvedas de crucería lo obligó a estudiar
en profundidad temas de estabilidad de las construcciones que
prácticamente eran ignorados en la formación académica
de aquellos tiempos. El ingenio, la claridad conceptual y la
enorme dificultad de realización de las obras medievales
subyugó a Viollet, y lo convenció de que aquellos
constructores habían encontrado un sistema absolutamente
racional, en el que la forma era producto de una necesidad mecánica
y constructiva.
Luego participaría en la restauración de la Sainte
Chapelle de París y en la iglesia de Saint Germain L'Auxerrois,
asociado a Jean-Baptiste Antoine Lassus, con quien se presentó
al concurso para la recuperación de Notre Dame de París.
Entre 1844 y 1864 Viollet realizó los trabajos de restauración
de esta catedral. Hacia 1850 llevaba realizada una treintena
de trabajos de recuperación.
Esta experiencia, que abarcaba el análisis, la propuesta
teórica, el proyecto y la dirección de obra, convenció
a Viollet de que el estilo
gótico era la expresión
artística más puramente francesa, que obedecía
a severos principios racionales.
Las bóvedas de crucería son, efectivamente, un
invento francés, que se desarrolló a partir del
siglo X, pero que se llevó a la mayor pureza formal y
constructiva dos siglos más tarde. Este sistema de techumbre,
que se obtiene de intersecar dos bóvedas, genera aristas
que permiten que todo el peso del techo descargue sólo
sobre cuatro puntos. En una bóveda, en cambio, el peso
cae sobre dos líneas. Convertir un apoyo lineal en uno
puntual supuso que los muros debajo del techo pudieran ser completamente
trasparentes, lo que produjo interiores iluminados y llenos de
color. Color, como se verá, que Viollet nunca quiso ver.
Viollet redactó
diez tomos de una Enciclopedia Razonada de la Arquitectura,
que cubre la historia de la construcción entre los siglos
XI y XVII. Dos entradas son tal vez las que más interesan
hoy en día: Construcción Medieval y Restauración.
Ambas fueron las áreas centrales de su actuación
profesional.
La teoría de Viollet sobre el funcionamiento estructural
de las bóvedas góticas fue muy pronto criticada
por los ingenieros. A pesar de que sus realizaciones, que siguen
su teoría de las estructuras, son la mejor prueba de la
certeza de sus afirmaciones -un siglo y medio después
de sus trabajos, todas las obras siguen en pie, firmes y sin
fisuras-, hubo un período de furia técnica contra
sus ideas. En 1934, un libro de Pol Abraham atacaba las tesis
estructurales de Viollet, empleando los por entonces más
recientes métodos de análisis de resistencia de
materiales y mecánica estática.
A pesar de ser un libro sobre
la estabilidad de las construcciones, el tono apasionado de Abraham,
su evidente desagrado por la personalidad de Viollet, llaman la
atención y hacen pensar en un rechazo ideológico
antes que científico.
Recientemente, mediante un método llamado de elementos
finitos, asistido con herramientas informáticas,
algunos especialistas han concluído que, salvo algunos
detalles muy secundarios, las teorías de Viollet acerca
del funcionamiento estructural de los edificios góticos
son acertadas.
En cuanto a la restauración, Viollet estaba en franca
contradicción con los medievalistas ingleses, en particular
con Ruskin y su mística de la ruina absorbida por la Naturaleza.
Consideraba que había que encontrar nuevos usos para los
antiguos edificios, puesto que un edificio sólo puede
tener vitalidad si trasciende la monumentalidad, si le ofrece
a las personas lo que le da sentido a la Arquitectura: la posibilidad
de usarlo.
Dolor por el futuro
inalcanzable
A pesar del amor que sentía
por el gótico, Viollet
le fue infiel. La nostalgia es el dolor por la falta de la patria,
pero sólo en parte producido por lo que se ha perdido;
duele lo que se sueña; duele, sobre todo, la falta de futuro.
Si la motivación de Ulises era la nostalgia de Ítaca,
bien se podría pedir un segundo tomo, el de Ítaca
encontrada. Pero la felicidad es un final, nunca puede incitar
al relato.
La restauración es también el relato de lo que
quisiéramos haber sido, una clave para que el futuro nos
trate con el mismo respeto y admiración que en el presente
dedicamos al pasado, aunque no sea absolutamente fiel a lo que
somos.
Viollet se resistió a pintar las iglesias que restauraba.
Él bien sabía que los hombres de la Edad Media eran
adictos al color: todo lo pintaban, lo llenaban de rojos, dorados,
azules, verdes brillantes; los techos, de un azul profundo, estaban
tachonados de estrellas, soles, lunas, planetas y monstruos míticos; las
paredes representaban paisajes, palacios, escenas campestres,
vidas de santos. En el interior de una catedral gótica
había permanentemente un carnaval
de colores, un abigarramiento de formas casi incomprensible; sobre
los muros pintados se proyectaban las imágenes
que el sol producía al atravesar las vidrieras coloreadas.
Nunca antes, y tal vez nunca después, hubo tal orgía
para la visión.
Pero Viollet era un hombre del siglo XIX, uno de los inventores,
además, de la idea de funcionalismo. ¿Para qué
colorear una obra tan espléndida? Que hablaran las piedras
y la viguería de madera; el color no era necesario.
En toda su obra escrita, Viollet insistió en la necesidad
de estudiar profundamente la historia y la arquitectura del pasado,
para lograr intervenciones fieles al pensamiento de la época.
Fue estricto al aplicar sus principios constructivos, que le
permitieron poner en pie obras extraordinarias, cuyos secretos
constructivos se habían perdido. Pero su gusto burgués
prevaleció ante aspectos del pasado que le resultaban
incomprensibles y aún repugnantes, como la pintura de
los muros y columnas.
La Restauración será siempre un oficio lleno de
trampas, cuya primera
víctima es el propio restaurador. Cegado por la pasión,
el restaurador no es capaz de percibir la verdad -¿quién
puede ver el verdadero rostro de su amante?-. Con el sentimiento
de poder que otorga el amor,
el restaurador se siente Demiurgo: puede cambiar el pasado para
que sea verdaderamente lo que debía haber sido.
* Publicado originalmente en el Semanario Brecha
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