Nadie habrá dejado de observar que los arquitectos intentan
ser originales. Muchas veces, clientes y arquitectos no logran
ponerse de acuerdo por el afán de los primeros por inventar
formas extrañas, sin tradición, caprichosas y que
nunca se vieron. En tiempos pasados, los clientes y los arquitectos
lograban entenderse de una forma admirable. Ambos compartían
las normas que regían el diseño: los unos, desde
su conocimiento técnico; los otros, desde su cultura de
clase dominante, que les permitía dialogar con el arquitecto
en términos de estilemas como los órdenes clásicos,
las grecas ornamentales o la forma de las ventanas.
Si pensamos en los clientes de los arquitectos del presente,
probablemente encontraremos diferencias importantes. El principal
cliente es el Estado: grandes obras de infraestructura, viviendas
populares, edificios monumentales.
Cuando el Estado encarga conjuntos de viviendas, los números
mandan: no hay allí sitio para caprichos estilísticos,
discursos arquitectónicos o modas de ninguna clase.
Excepcionalmente, si se trata de una licitación, cabe la
posibilidad de que gane un equipo creativo, pero sólo porque
es más barato que los otros. Cuando encarga edificios administrativos,
se trata de poner en primer plano aspectos
simbólicos del objeto.
En esos casos, los
números son alegremente olvidados, y afloran los discursos
sobre la contemporaneidad, la calidad y el arte, en particular
por parte de los funcionarios que actúan como clientes,
que en muchos casos son también clientes en operaciones
de construcción de conjuntos de viviendas de baja calidad.
Las grandes coorporaciones son quienes siguen en importancia
al Estado en el rol de los clientes. Con su énfasis en
la significación de los edificios que encargan, permiten
la práctica de la tan buscada originalidad.
En último lugar
en el ranking están las personas con el dinero suficiente
como para contratar un arquitecto personal, al modo de los buenos
viejos tiempos. En este caso, todo depende de la cultura del
cliente, y muy en segundo plano, de la sabiduría del arquitecto.
Pero conviene recordar que la mayor parte de la ciudad está
formada por viviendas, que son habitadas por gente que no contrató
al arquitecto: apartamentos de conjuntos financiados por el Estado,
edificios hechos por especuladores inmobiliarios o casas autoconstruídas.
Como sea, la abrumadora mayoría de los edificios se proyecta
sin un contacto directo entre los diseñadores y los destinatarios.
Los destinatarios, por supuesto, no son sólo los clientes,
sino quienes van a ser usuarios del espacio construído
(empleados de la multinacional, funcionarios estatales, etc.)
El problema de la innovación y la originalidad se replantea
al estudiar las viviendas de la mayoría. Allí parece
que los arquitectos abandonan el criterio de valor centrado en
la originalidad. Y, a diferencia del pasado, al perder interés
por la originalidad, parece que también pierden interés
en la calidad.
*Publicado
originalmente en Insomnia Nº 17
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