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MICROCHIPS -

Conversaciones con simpáticos microchips*

Carlos Rehermann

Aparece un programador y diseña un robot capaz de seleccionar destinatarios, llamarlos por teléfono y hablarles; ipso facto viene un gerente del Pupipupi Bank y lo usa para despertar inocentes


Ayer me llamó un robot. Se llamaba Jorge Garmendia, y dijo ser gerente de la nueva sucursal del Pupipupi Bank en Malvín. Me invitó cordialmente a visitarlo en su nueva oficina, y, luego de agradecer la atención que había prestado a sus amables palabras, se despidió, no sin antes desearme un próspero año. Yo, por supuesto, no supe qué decir. ¡Ah, si hubiera sido educado para hablar con robots! Pero los padres de antes no se enteraban de nada (ni siquiera leían a Karel Kapek, que inventó la palabra pensando en el trabajo).

Por cierto habrá quienes sostengan que no se trató de un robot, sino de una simple grabación magnetofónica. Error. Era un robot: seleccionó mi número de teléfono porque sabía que no soy cliente del Pupipupi Bank; marcó mi número telefónico; detectó que atendí
(aunque no percibió que me había despertado); y comenzó a hablarme. Luego cortó, sin darme la oportunidad de contestarle. Típico comportamiento de robot. El robot que me despertó para anunciarme la buena nueva de la apertura de la sucursal del banco de sus amores no es un producto de las nuevas tecnologías, sino de la vieja y conocida estupidez.

En cuanto se inventa un artilugio, aparecen los tipos inquietos que se preguntan a) a cuántos congéneres se puede eliminar con los nuevos medios, b) a cuántos se puede estafar, y c) a cuántos, por lo menos, se puede molestar. Verbigracia viene Fermi y dice: con estos protones y estos neutrones podemos producir calor, y con el calor podemos producir electricidad, y con la electricidad podemos ser felices; pero viene Einstein y dice: ¿y si mejor hacemos un par de bombas? O por ejemplo viene un señor y dice: he aquí esta caja provista de una ranura adecuadísima, maravilloso dispositivo que permite dar y tomar de la correspondencia que hasta ahora no disponía de un solar acorde a su dignidad; y atrás viene otro y se pone a vender buzones. O digamos aparece un programador y diseña un robot capaz de seleccionar destinatarios, llamarlos por teléfono y hablarles; ipso facto viene un gerente del Pupipupi Bank y lo usa para despertar inocentes. Por cierto, ¿qué otra cosa se podría hacer con un invento semejante?

La lobotomía del personal de marketing no ha demostrado ser efectiva
(no se aprecian cambios de comportamiento luego de la operación), y el material obtenido luego de la intervención a todos los especialistas en mercadeo de una empresa consultora de tamaño mediano no alcanza para más de cuatro o cinco ravioles. ¿Qué hacer?

Una alternativa sería otorgarles el Premio Cervantes, o al menos el Nobel
(¿de economía, de la paz, de química?). Irse a vivir a una ermita en el desierto de Gobi, o dedicarse a escribir artículos sarcásticos queda descartado por fácil e inconducente. El fin del mundo podría ser una solución, pero cualquier falla seguramente impedirá que funcionen los disparadores de las bombas.

* Publicado originalmente en Insomnia (versión con cambios)

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