Ayer me llamó un
robot. Se llamaba Jorge Garmendia, y dijo ser gerente de la nueva
sucursal del Pupipupi Bank en Malvín. Me invitó
cordialmente a visitarlo en su nueva oficina, y, luego de agradecer
la atención que había prestado a sus amables palabras,
se despidió, no sin antes desearme un próspero año.
Yo, por supuesto, no supe qué decir.
¡Ah, si hubiera sido educado para hablar con robots! Pero
los padres de antes no se enteraban de nada (ni siquiera leían a Karel Kapek, que
inventó la palabra pensando en el trabajo).
Por cierto habrá quienes sostengan que no se trató
de un robot, sino de una simple grabación magnetofónica.
Error. Era un robot: seleccionó mi número de teléfono
porque sabía que no soy cliente del Pupipupi Bank; marcó
mi número telefónico; detectó que atendí
(aunque no percibió
que me había despertado);
y comenzó a hablarme. Luego cortó, sin darme la
oportunidad de contestarle. Típico comportamiento de robot.
El robot que me despertó para anunciarme la buena nueva
de la apertura de la sucursal del banco de sus amores no es un
producto de las nuevas tecnologías,
sino de la vieja y conocida estupidez.
En cuanto se inventa un artilugio, aparecen los tipos inquietos
que se preguntan a) a cuántos congéneres se puede
eliminar con los nuevos medios, b) a cuántos se puede estafar,
y c) a cuántos, por lo menos, se puede molestar. Verbigracia
viene Fermi y dice: con estos protones y estos neutrones podemos
producir calor, y con el calor podemos producir electricidad,
y con la electricidad podemos ser felices; pero viene Einstein
y dice: ¿y si mejor hacemos un par de bombas? O por ejemplo
viene un señor y dice: he aquí esta caja
provista de una ranura adecuadísima, maravilloso dispositivo
que permite dar y tomar de la correspondencia que hasta ahora
no disponía de un solar acorde a su dignidad; y atrás
viene otro y se pone a vender buzones. O digamos aparece un programador
y diseña un robot capaz de seleccionar destinatarios, llamarlos
por teléfono y hablarles; ipso facto viene un gerente
del Pupipupi Bank y lo usa para despertar inocentes. Por cierto,
¿qué otra cosa se podría hacer con un invento
semejante?
La lobotomía del personal de marketing no ha demostrado
ser efectiva (no se aprecian
cambios de comportamiento luego de la operación), y el material obtenido luego
de la intervención a todos los especialistas en mercadeo
de una empresa consultora de tamaño mediano no alcanza
para más de cuatro o cinco ravioles. ¿Qué
hacer?
Una alternativa sería otorgarles el Premio
Cervantes, o al menos el Nobel (¿de
economía, de la paz, de química?). Irse a vivir a una ermita en el desierto
de Gobi, o dedicarse a escribir
artículos sarcásticos queda descartado por fácil
e inconducente. El fin del mundo podría ser una solución,
pero cualquier falla seguramente impedirá que funcionen
los disparadores de las bombas.
* Publicado
originalmente en Insomnia (versión con cambios)
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