"Queremos el futuro, y lo queremos ahora", fue
el grito de guerra de uno de los últimos románticos,
Jim Morrison, y de su grupo The Doors. Esa frase resumía
el clamor de los jóvenes de los sesenta y en buena medida
ha marcado las ansiedades de las últimas tres décadas.
Cansancio de tanta
modernidad, de tanto proyectarse -y automutilarse- en aras de
la historicidad y el futuro, la convocatoria a la libertad de
Morrison provenía de cierto oscuro y quemante poeta, precursor
del romanticismo, que a contrapelo de la racionalidad de su época
se dedicó a tener visiones y a comulgar con profetas,
ángeles y demonios. William Blake había nacido
en Inglaterra en pleno siglo XVIII, que se autodenominó
"de las luces", y su libro fundamental, Las
Bodas del Cielo y el infierno, se mantiene todavía
hoy rabioso y libre, como si aún no terminara de ser leído.
Sus poemas eran muy poco académicos, la métrica
de sus versos resultaba demasiado irregular para el gusto de
entonces, pero sus sentencias se mantienen tan plenas como su
invitación a vivir.
Es al tiempo la virtud y la fragilidad de ciertos visionarios,
que a veces deben esperar décadas y también siglos
para que empiecen a ser asimilados. En pleno auge del racionalismo,
mientras sus contemporáneos se abandonaban al progreso
y comenzaban a mapear el porvenir con claves cientificistas,
Blake se codeaba con seres celestiales y criaturas infernales.
Como futurista o visionario,
la suya parecía retórica anticuada, pero él
sólo podía ahondar en sus verdades, que se adelantaron
a las de los más importantes gurúes de la modernidad.
Blake no precisó que le inventaran el psicoanálisis
para asegurar que "quien desea y no obra engendra peste",
como tampoco le fueron necesarios ni el peyote ni el ácido
lisérgico para concluir, más bellamente que
Kant, que "si las puertas de la percepción se
limpiaran, el mundo aparecería tal cual es, infinito".
Tampoco debió esperar a la ética del rock and roll,
que desde Jerry Lee Lewis hasta Marilyn
Manson parece repetir la máxima blakeana de que "el
camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría".
Retraído de su sociedad y absorto en sus visiones, sus
metáforas, casi siempre ancladas en los elementos más
concretos y cotidianos, apresaron como casi ninguna otra el tiempo
de esta modernidad de la que nadie logra escapar y parecen autoprogramadas,
desde el pretérito, para poder ser leídas en toda
su potencia recién ahora.
Si a principios de
este siglo, para Joyce, la historia, en tanto narrativa moderna,
era una pesadilla de la que quería despertar, el último
profeta de la comunicación, Nicholas Negroponte, acaba
de redefinir las reglas cuando afirma que "si no eres
digital, eres historia" (es
decir, eres pasado, es decir, estás muerto). Pero quien lea la frase de
Blake que delimita con parsimonia que "el mejor vino
es el viejo, la mejor agua la nueva" aprenderá
que también algunas cosas, cuanto más viejas, mejor
pueden ser saboreadas.
Y precisamente esto
sucede con las 'Bodas' de Blake, que día a día
parecen tener más para decir. A fin de cuentas, él
ya lo había anticipado: "crear una pequeña
flor es labor de eras".
* Publicado originalmente en Insomnia,
Nº 1
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