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ISSN 1688-1672

 



LITERATURA - ESCRITURA - CARRIÈRE, JEAN CLAUDE - AUTOR - EL SEGUNDO CÍRCULO DE LOS MENTIROSOS. CUENTOS FILOSÓFICOS DEL MUNDO ENTERO -

Nadie escribió este libro*

Carlos Rehermann

La selección de Carrière nos confronta con un tema que se desarrolló desde el nacimiento de la novela moderna hasta la desesperada falta de carne del cuento para teléfono celular: el nacimiento, la coronación y la muerte del Autor


¿De quién es esta historia?

“EL CLIENTE: Dios hizo el mundo en seis días, y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses.

EL SASTRE: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón.

 

Con este diálogo se abre el libro de Jean-Claude Carrière El segundo círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero. El diálogo entre el cliente y su sastre no es creación de Carrière, sino de Samuel Beckett. “Como presentación de su libro El mundo y el pantalón (1989), Samuel Beckett colocó este breve diálogo”, aclara Carrière.

En realidad, ese diálogo forma parte de un texto de Beckett sobre la pintura de los hermanos van Velde, publicado en una revista en 1946 («La peinture des van Velde ou le monde et le pantalon», Cahiers d'Art, 20-21, 1945-46.).

Unos trescientos cuentos componen el libro, que es una especie de continuación de un primer “Círculo de los mentirosos” que Carrière publicó hace una década. El origen de los cuentos es variado, y solo excepcionalmente se toman, como en el caso de “El mundo y el pantalón”, de autores conocidos.

El compilador dice que comenzó a coleccionar cuentos anónimos hace cincuenta años, y que los que más le interesan no son los que ha leído sino los que ha escuchado. Su trabajo consiste en seleccionar y escribir sus propias versiones, lo que para él constituye “un trabajo invisible”.

Carrière dice que para que le interesen, los cuentos deben ser universales, aunque tengan un origen y un acento específico. También deben ser anónimos, es decir, no deben tener un autor conocido (criterio que viola en la primera página). Le pide a los cuentostener una dimensión que trascienda la anécdota”. Esto emparenta su selección con las colecciones de fábulas, cuya trascendencia se plasmaba en  forma de moraleja. Pero Carrière se alinea con lo más modoso de estos tiempos cuando exige que la trascendencia no lleve a conclusiones cerradas. Por eso califica de filosóficos a sus cuentos, porque, según él, “no dan respuestas, sino que invitan a nuevas preguntas".

Aunque muchos de los textos arrancan sonrisas (a veces amargas), la selección evita el humor, quizá para dar lugar a la metáfora; Deleuze advirtió que l
o cómico siempre es literal.

La selección de Carrière nos confronta con un tema que se desarrolló desde el nacimiento de la novela moderna hasta la desesperada falta de carne del cuento para teléfono celular: el nacimiento, la coronación y la muerte del Autor.
 

Qué es un Autor
 

En 1968 Roland Barthes publicó “La muerte del autor”. El año siguiente Michel Foucault publicó su primera versión de “Qué es un autor”. De alguna manera los temas que tratan ambos estudiosos habían sido planteados treinta años antes por Walter Benjamin, en su El narrador, donde un estudio de Nikolai Leskov sirve de pretexto para explicar el rol del contador de historias y la evolución de las formas de consumo del relato a partir del siglo XIX.   

Foucault decía que la forma de construir un autor que tiene la crítica moderna deriva de la que la tradición cristiana empleaba para autenticar o rechazar un texto. Los criterios de San Jerónimo para determinar si varios textos religiosos corresponden a uno o varios autores son los mismos que usa la crítica para la construcción de un autor: si entre varios libros atribuidos a un autor hay alguno inferior a los demás, debe ser sacado del conjunto (de esta manera el autor se define como una entidad de valor constante);  si un texto contradice otros, debe ser excluido (así, el autor es una entidad ideológicamente coherente); lo mismo debe hacerse si un texto tiene un estilo distinto a la mayor parte (es decir, se define el autor como una entidad estilísticamente unitaria); finalmente, textos que se refieren a eventos posteriores a la muerte del autor deben ser interpolados en la obra conocida, o descartados (el autor es una entidad histórica).

El autor no es una cosa que precede al discurso, sino una creación que se produce (que otros realizan) a partir del texto. Para Foucault, una de las principales funciones del Autor es reducir el peligro que supone la cancerosa proliferación de significados que surgen de la ficción.

Estamos acostumbrados a pensar que el autor es distinto a los demás hombres, y tan trascendente en relación a los lenguajes que, en cuanto comienza a hablar, el significado comienza a proliferar y prolifera indefinidamente. La verdad es exactamente lo contrario: el autor no es una fuente indefinida de significación que llena una obra; el autor no precede las obras, sino que es un cierto principio por el cual, en nuestra cultura, uno limita, excluye y elige; en resumen, una función por la cual uno frena la libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, descomposición y recomposición de la ficción.  […] El autor es, entonces, la figura ideológica por la cual uno enmascara el temor a la proliferación de significado”.

En cuanto un hecho pasa a ser relatado sin otra función que el propio ejercicio del símbolo, la voz pierde su origen y el autor entra en su propia muerte, dice Barthes. Para explicarlo, cita un fragmento de Sarrasine, de Balzac, en el que se habla de un castrado vestido de mujer: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos.”. ¿Quién está hablando así? se pregunta Barthes, ¿el héroe de la novela, interesado en ignorar el castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, a quien la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿La sabiduría universal? Jamás será posible averiguarlo, responde. Claro que, sigue diciendo, el autor aun impera en los manuales de historia literaria, en las biografías de escritores y en las entrevistas a literatos.

La experiencia que se trasmite de boca en boca es la fuente de la que se han servido todos los narradores, dice Benjamin: “El más temprano indicio del proceso cuya culminación es el ocaso de la narración, es el surgimiento de la novela a comienzo de la época moderna. Lo que distingue a la novela de la narración (y de lo épico en su sentido más estricto), es su dependencia esencial del libro. La amplia difusión de la novela solo se hizo posible gracias a la invención de la imprenta.
 

Las narraciones de Carrière
 

Los narradores tienden a comenzar sus historias contando las circunstancias en las que ellos mismos se enteraron de lo que están contando. Así, Carrière puede comenzar uno de sus cuentos así: “A Umberto Eco le gusta contar esta historia de un hombre que…

Justamente ese comienzo nos permite ver que Carrière hace exactamente lo contrario a lo que hacen los narradores de Benjamin, y más bien se comporta como un autor de Foucault.  Es cierto que Eco no es probablemente el autor del cuento, pero su autoridad campea en la versión.

Muchas otras historias son tomadas de recopilaciones como las que Idries Shah, el sufí angloindio, ha hecho de narraciones del famoso turco Nasrudin Hodja, muy difundidas por todo oriente medio. Son cuentos satíricos, irónicos o paradójicos, con una ambigüedad que los hace aptos para servir de vehículo de enseñanza.

Estas cualidades, que en el budismo zen adquiere puntos muy altos en los relatos desconcertantes llamados koans, (especies de bofetadas a la razón cuyo objetivo es despejar la mente de estructuras de pensamiento aprendidas), permiten a veces cierta mistificación. La siguiente narración de Carrière parece pertenecer a esa categoría, una tierra de nadie en la que lo sublime se confunde con lo idiota:

“Una breve historia africana. Un  hombre coge un guijarro del suelo, cierra la mano y pregunta a otro:

—Adivina qué tengo en la mano.

—Una bicicleta.

—Has hecho trampas —replicó el primero—. Has mirado mientras lo cogía.”

Los cuentos judíos (que son cuentos de judíos), son otras de las fuentes de Carrière:

Una madre regala a su hijo, que tiene dieciséis años, dos corbatas: una roja y otra amarilla.

El hijo se prueba de inmediato la corbata roja, se la anuda y se mira en el espejo.

Entonces la madre le pregunta:

—¿Qué tienes contra la amarilla?

Uno se pregunta por qué hay que hacer un libro en el que hay cosas como esta:

—¿Qué diferencia hay entre la ciudad de Florencia y la de Burdeos?

—En Burdeos hay chicas que se llaman Florencia, pero en Florencia no hay chicas que se llamen Burdeos.
 

La fugacidad y el sentido
 

Carrière es guionista de cine. Trabajó con Luis Buñuel (escribió con él los guiones de El discreto encanto de la burguesía y Ese oscuro objeto del deseo), con Volker Schlondorf (El tambor, El ogro), y con muchos otros buenos directores. El comienzo de su carrera en el cine fue con Jacques Tati, que, según Carrière, le mostró que el cine se convierte en narración en la sala de montaje. También ha trabajado bastante en teatro, sobre todo en colaboración con el director inglés Peter Brook. 

Aunque mantiene su vocación por la escritura (su guión para Los fantasmas de Goya, escrito en colaboración con Milos Forman, terminó en forma de novela), su mayor producción escrita está destinada a medios ajenos al libro. Como cualquier guionista, Carrière escribe a sabiendas de que su escritura es rigurosamente provisional, sujeta a voluntades ajenas. La autoría de una película es una prueba dura para quienes tienen una alta estima por el título de Autor. Pero sin duda es un tema que le duele.  Su buen manual de escritura de guiones (“Práctica del guión cinematográfico”, escrito en colaboración con Pascal Bonitzer), comienza con una imagen fuerte sobre el valor del texto del guión:

Con frecuencia, al final de cada rodaje, se encuentran los guiones en las papeleras del estudio. Están rotos, arrugados, sucios, abandonados. Muy pocos son los que conservan un ejemplar, menos aun los que los mandan encuadernar o los coleccionan. Dicho de otro modo, el guión es un estado transitorio, una forma pasajera destinada a metamorfosearse y a desaparecer, como la oruga que se convierte en mariposa.

La escritura de guiones (y el cine de Carrière lo muestra particularmente), suele beneficiarse más de la idea de secuenciación que de unidad narrativa. Es frecuente que la escritura se organice a través de escenas débilmente sometidas a una línea argumental que abarca la totalidad de la obra. El trabajo con tarjetas en las que escribe un resumen sucinto de cada escena y luego se ponen sobre una mesa para reordenarlas y determinar el orden óptimo, prefigura la técnica del montaje, que será, una vez rodada la película, la reorganización última, ya cuando la escritura ha perdido completamente su importancia. La unidad, en cine, suele apoyarse en otros cimientos, que tienen más que ver con la percepción visual que con la organización dramatúrgica.

Pero la idea de que el guión es una oruga, una especie de monstruosidad necesaria para dar a luz un ser de delicada belleza, esconde cierto temor o desconfianza por la escritura.

La escritura de guiones no solo es transitoria, sino que sanciona el desdibujamiento del autor. Salvo excepciones, nadie es autor de una película. Nadie, salvo cierto sistema (de estudios, de empresas productoras o de financiación), es el responsable de lo que se dice. En ese sentido, esa escritura es hermana de los cuentos hiper breves que hacen furor en esta época temerosa de que algo valioso (o peligroso), escape del cerco de los dientes. Tantas voces puestas a emitir terminan por desaparecer, lo cual quizá sea bueno.

Concentrarse en la narración, y no en el autor, es tomar partido por la proliferación de significados, como proponía Foucault, y en ese sentido la propuesta de Carrière vendría a ser un intento de poner en valor la palabra.

Pero hay un poco de trampa en este intento por des-autorizar los relatos; en el prólogo, Carrière dice: “un autor sudamericano, cuyo nombre por desgracia he olvidado, escribió [que] una historia inventada debe parecer verdadera y una historia verdadera debe parecer inventada”. 

Para ser justo con la realidad, Carrière podría haber evitado el amaneramiento de la mala memoria. El autor de esa expresión es el peruano Julio Ramón Ribeyro, que en el segundo punto de su Decálogo del cuentista, dice: “La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real, debe parecer inventada, y si es inventada, real”.
 

Jean-Claude Carrière
El segundo círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero.
Lumen, Barcelona 2008.

 

 

* Publicado originalmente en El País Cultural, suplemento del diario El país.

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