Chesterton,
que no era un hombre práctico, comprendió desde
muy temprano que lo inverosímil puede ser perfectamente
creíble, con tal de que posea una característica
esencial: ha de ser primero y por sobre todas las cosas inteligible.
Cualquier hombre miraría con naturalidad a un pozo sin
fondo (y se lamentaría
al momento de no haber llegado en mejor compañía), si antes se le ha puesto
en guardia con la leyenda de una torre
infinita. La filosofía
ha negado el absurdo de que coexistan dos seres indiscernibles,
y Leibniz se empeñó en
demostrarlo, pero el sentido común admite que dos personas
pueden ser la misma persona si llevan el mismo traje de noche.
La lección de Chesterton, más allá de su
interpretación habitual, no se limita a especular sobre
la raíz lógica de algún suceso de apariencia
sobrenatural, y decirnos que poseía la naturalidad de
lo inadvertido. Esto sería una simplificación y
una burla. Tampoco es justo acusarlo, como han querido algunos,
de ser un sofista de poca monta. Según sus propias palabras,
jamás escribió nada por el mero hecho de parecerle
gracioso, si antes no pensaba que fuera absolutamente cierto.
"Una cosa es describir un encuentro con una Gorgona o
un grifo, criaturas inexistentes. Otra cosa es descubrir que
el rinoceronte existe, y luego regocijarse en el hecho de que
aparenta lo contrario. Uno busca siempre la verdad, pero de forma
instintiva procura las verdades más extraordinarias."
Su verdadera lección no era ninguna novedad en el siglo
XVIII, para la época en que le tocó vivir resulta
anacrónica. El mundo, como suponía Berkeley, es
una apariencia de sentido
antes que una realidad objetiva con existencia propia. Si algo
no toleran los hombres es lo inexplicable. No porque sea irreal,
al contrario, porque es la realidad misma. En apoyo es esto,
Chesterton promueve a un cura papista como defensor de la razón
y el logos. Si alguien cree que se trata de una ironía
se equivoca, lo mismo daba un cura racionalista o un pagano supersticioso.
Lo importante no es la interpretación que se dé al mundo, sino que el mundo
sea interpretable, y es conveniente que las cosas sucedan de
esta forma. De lo contrario, nadaríamos en el vacío
asfixiante de la necesidad. Lo contingente de nuestra existencia
consiste en darle a la realidad algo que, de todas formas, ésta
no necesita. Para el hombre que despierta y pervive bajo el sol
cualquier credo es una religión y cualquier barco a la
deriva la Iglesia de Cristo. Y, por supuesto, la cordura también
lo es.
Los errores de Chesterton no son menos ciertos por ser más
elocuentes y suceden, por lo general, cuando el autor descuida
lo inteligible en el deseo
de resultar práctico. Un ejemplo de ello es Ortodoxia.
Éste no es un libro
que aclare la filosofía
de ningún ser creado o posible, no porque sea insincero
o el objetivo parezca confuso, al contrario, cualquier lector
recibe con impaciencia las pruebas que un hombre maduro e inteligente
quiera aportar sobre un asunto polémico, ya se trate de
la ruptura intangencial de un huevo o el confinamiento de los
quarks. Pero lo que no resulta del todo asimilable, y
ningún lector lo tolera, es que alguien justifique un
hecho propio y natural a la mente humana con pruebas que son,
en gran medida, impropias y extrañas a la mente humana.
El método es válido cuando uno intenta realizar
algo como la Defensa del desatino, pero no cuando se trata
de defender lo único legítimamente humano más
allá de la pura razón: el asombro y la fe
religiosa (aquello que Wittgenstein llamaba "el asombro
ante la existencia del mundo" y la vivencia de sentirse
"absolutamente seguro, pase lo que pase").
Un cristiano que lea
Ortodoxia se maravillará ante la finitud e impotencia
humana, la debilidad del hombre debatiéndose contra un
poder inaprehensible. Un ateo que lea Religio Medici de
Thomas Browne se sentirá conmovido por la gracia y el
poder divinos, "His actions springing from His power
at the first touch of His will" ("Sus acciones saltan de Su poder
como un resorte al primer toque de Su voluntad"). Las únicas dos cuestiones
que poseían un interés teológico en esta
obra y que podrían
haber dignificado a su autor, si no ante sus lectores al menos
ante su propio credo, son conspicuamente evitadas, por ser "un
asunto demasiado al costado de éste para tratarlo adecuadamente".
Nos referimos al Misterio de la Trinidad del ser necesario y
al problema de la libre voluntad (willkühr)
del hombre.
Además de ejercitar la poesía,
el ensayo y el cuento con
no menos originalidad que acierto, Chesterton se propuso enriquecer
un género difícil
y que llevaba asociado el nombre de Samuel Johnson: La biografía
literaria, hasta que éste publicó sus Lives
of the English Poets, era tanto una manifestación
del arte como podían
serlo el pregón o la crónica necrológica.
Después de que Chesterton escribió su Biografía
de Robert Browning, pasó a ser de sentido común
que el resto de la humanidad dejara de practicarlo, en aras de
no resultar repetitivos (por
más que toda forma de arte
sea una tenaz imitación -"played the sedulous
ape"-).
Entre ambos, existía aún la suficiente desatención
de la crítica
como para que Thomas De Quincey escribiera, allá por 1827,
Los últimos días de Immanuel Kant, y demostrara
con el ejemplo que es perfectamente posible, y hasta recomendable,
publicar la vida de un filósofo
centrándose en el estudio de su aparato digestivo.
Menos accidental y más didáctica, la biografía
de Chesterton considera la vida del poeta
con una preocupación desinteresada y su obra
con un estudiado interés. Jamás podrá ser
acusado de esa debilidad de carácter que hace a algunos
hombres suponer que existe una relación causal o privada
entre la vida de un escritor y la obra que ésta produce.
Habría, en todo caso, la misma relación que entre
el origen de las mareas y la distribución de las algas
en la costa. Finalmente, el primer párrafo de su biografía
de Browning viene a confirmar aquella otra lección ya
aprendida, que si la muerte
convierte la vida en Destino, entonces no nacemos hasta que el
Arte convierte la muerte
en literatura:
"Acerca de la obra
de Browning mucho se ha dicho y queda todavía por decir;
de su vida, considerada como una narración de hechos,
poco o nada puede decirse. Fue una vida lúcida, pública
y, con todo, apacible, que culminó en una magna y dramática
demostración de carácter, para sumirse de nuevo
en esa unión de quietud y publicidad. Y, sin embargo,
a pesar de todo ello es muchísimo más difícil
hablar de su vida que de su obra. Ésta posee el misterio
que pertenece a lo complejo; su vida posee el misterio, mucho
más profundo, que pertenece a lo simple. Browning fue
bastante inteligente para comprender su propia poesía;
y, si la comprendió él, podemos comprenderla nosotros.
Pero fue también totalmente inconsciente e impulsivo,
y nunca tuvo bastante agudeza para comprender su propio carácter;
en consecuencia, se nos puede excusar si esa parte de su vida
que se le ocultó a él se nos oculta parcialmente
a nosotros. El hombre
sutil es siempre inconmensurablemente más fácil
de comprender que el hombre natural, pues el hombre sutil lleva
un diario de sus reacciones, practica el arte
de analizar y desentrañar el propio ser,
y puede decirnos cómo llegó a sentir esto o a decir
aquello.
Pero un hombre como Browning no sabe más
del estado de sus emociones que del estado de su pulso; son cosas
mayores que él, cosas que crecen por voluntad propia,
como las fuerzas de la naturaleza.
Existe una vieja anécdota, probablemente apócrifa,
según la cual una admiradora escribió a Browning
preguntándole el significado de uno de sus poemas más
oscuros, y recibió la siguiente respuesta: "Cuando
fue escrito ese poema, dos seres conocían su significado:
Dios y Robert Browning. Y, ahora,
sólo Dios sabe
lo que significa"". (Extraído
de Robert Browning, G.K. Chesterton, Ed. José Janés,
Barcelona 1952, Traducción de Simón Santaines).
Barcelona, 17/III/2003
* Publicado
originalmente en la Revista Lateral
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