Onetti, Felisberto Hernández y otros
Onetti prefiere personajes delgados.
En sus textos la gente gorda tiende a ser tratada con lástima
o con desprecio. Un ejemplo claro es Tito Perotti, quien según
Jorge Malabia en "El álbum" (1953)
es "gordito,
sonrosado, presuntuoso, servil, [
] idiota".
Evaluación parecida se aplica a otros personajes más
importantes que a primera vista parecerían merecer el
respeto del autor implícito,
por lo menos parcial o temporalmente. Es el caso de Larsen, a
quien Onetti llamó
"un artista fracasado"
en entrevista; su adiposidad es señal de que no logrará
sus metas. Larsen es "el hombre gordo" cuando
lo conocemos al principio de "Tierra de nadie" (1941),
y aparece todavía más pesado cuando retorna a Santa
María en la escena que abre "El astillero" (1961),
lo que parece indicar su mayor conformismo: "tal vez
más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia."
Un trato similar recibe el más maduro y más conservador
Jorge Malabia en "La muerte
y la niña" (1973), donde Díaz Grey anuncia
que Jorge "estaba aprendiendo a ser imbécil. [
] Su
cara y su vientre estaban engordando".
Esta postura de Onetti
en cuanto a la obesidad también afecta a los personajes
femeninos, como demuestran
sus novelas primera y última. Al principio de El
pozo (1939), cuando Linacero expresa su
disgusto por la gente que ve por la ventana, se fija en "la
mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida".
Y la decadencia de Elvirita en Cuando ya no importe (1993)
queda pronosticada por el narrador en términos relacionados
con su peso: "Imaginé a la muchacha gorda, obesa,
perdiendo por los mofletes el encanto de la inocencia".
En fin, la grasa en Onetti
parece estar asociada con el materialismo
y los valores burgueses en el caso de los hombres,
y con la pérdida de la inocencia sexual en el de las mujeres, que generalmente
se convierten en putas o (lo
que puede ser peor)
en madres, como expone Linacero en un notorio pasaje de El
pozo.
La actitud de Onetti hacia
las mujeres
con exceso de carnes
es muy contraria a la de Felisberto
Hernández, cuyos textos festejan a matronas deseadas
subrepticiamente por los protagonistas masculinos. Hay dos cuentos donde esta preferencia
es explícita: "La casa inundada" y el póstumo
"Úrsula"; en éste último el narrador
gusta de recordar el "cuerpo grande" de la protagonista
caminando por una calle angosta cuando "a cada paso sus
pantorrillas se rozaban y las carnes le quedaban temblando".
Usando una imagen similar, el narrador de "La casa inundada"
fantasea sobre la posibilidad de estar casado con la voluminosa
señora Margarita y sobre las burlas de sus novias anteriores,
quienes "se reirían de mí al descubrirme
caminando por veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima".
Esta imagen de una mujer enorme que interfiere
con los pasos del narrador por un camino angosto apunta hacia
la posibilidad de considerar la gordura y la flacura como categorías
de escritura. Un texto
"flaco" o "gordo" no sólo privilegiaría
o maltrataría a personajes delgados u obesos, sino que
también exhibiría un grosor determinado en su discurso
y variaría en cuanto a la firmeza de su trama.
Recordando los preceptos de otro escritor compatriota, Horacio
Quiroga, se podría afirmar que un texto es más
"flaco" que otro si presenta una trama más
directa y una mayor economía de medios, de acuerdo con
los famosos consejos de su "Decálogo"
y otros textos didácticos y juguetones: "no empieces
a escribir sin saber desde
la primera palabra
adónde vas", "toma a tus personajes de
la mano y llévalos firmemente hasta el final. [
]
No abuses del lector". Las ideas de Quiroga
sobre el cuento ideal ayudan a distinguir entre los dos escritores
posteriores, y es intuición generadora del presente ensayo
que Onetti es autor de
textos más "delgados" que Hernández,
cuya estética, por su parte, tiende hacia la adiposidad.
Para poner a prueba esta hipótesis consideremos dos textos
que salieron con una diferencia de pocos meses: "Para una
tumba sin nombre" (1959) y "La casa inundada"
(1960).
Las dos historias tejen una trama que al principio no está
en las manos del narrador. En "Para una tumba...",
quien cuenta es el doctor Díaz Grey, portavoz común
en los textos del ciclo de Santa María y el más
identificable con el autor. Díaz Grey presenta las versiones
que ha oído sobre la muerte y entierro de Rita, otrora
sirvienta de la familia Malabia. Su fuente principal de información
es Jorge Malabia, quien hizo los arreglos del entierro de Rita
y cuidó su achacoso chivo hasta que se le murió
poco tiempo después; la segunda y contradictoria fuente
es Tito Perotti, compañero de Jorge. El doctor agrega
su versión en un capítulo y avisa al final del
libro que lo que se ha contado
no es necesariamente cierto. En "La casa inundada",
el anónimo narrador cuenta la historia de la señora
Margarita, patrona rica y corpulenta que lo contrata para que,
remando un bote alrededor de una isla en el jardín acuático
de su casa, escuche sus recuerdos sobre el desaparecido marido
José y las explicaciones sobre su peculiar relación
con el agua.
Como Díaz Grey, este narrador tiene poca fe
en la verdad de su historia y, al ser
escritor y compartir ciertas características con otros
protagonistas de Hernández,
también es un probable representante del autor.
Los dos narradores difieren, sin embargo, en el control último
que ejercen sobre la trama: débil en el caso de Hernández;
férreo en el de Onetti.
Una pista de esta diferencia se ve en la diversa actitud de cada
narrador frente a un curioso paralelo en el centro de los dos
textos: la condición de Rita y de José, quienes
motivan la trama, es oscura. Ambos pueden estar muertos, o no;
en cada caso, sus tumbas -el nicho del cementerio de Santa María
y la fuente en la casa inundada- quizás sean sólo
cenotafios, sepulturas vacías.
En "La casa inundada", la ambigüedad queda anunciada
al principio, cuando el narrador vacila sobre la posibilidad
de que José esté enterrado en la isla, y se mantiene
hasta el final, en las palabras de dedicación de la historia
por Margarita a José: "Esté vivo o esté
muerto". La posición de Díaz Grey es muy
distinta, ya que rechaza la última versión de los
hechos según Jorge ("Hubo
una mujer que murió y enterramos, hubo un cabrón
que murió y enterré. Y nada más"), y la carta de Tito, cuyo
contenido contradice al amigo. Es más, es Díaz
Grey quien declara que quizás no haya habido cuerpo
en el ataúd que se enterró ("no
me extrañaría demasiado que resultara inútil
[
]
toda pesquisa en los libros
del cementerio"). Hay otros dos casos del control
del narrador de Onetti: la continua evaluación de la manera
de contar Jorge, quien es juzgado "un mal narrador"
por lo moroso y divagador, y la autoría del capítulo
sobre Ambrosio y la llegada del chivo. Ésta última
contribución no sólo es aceptada por Jorge y Tito
como válida, sino que su manera de contarla es mucho más
"flaca" que la del joven: "Es muy corto. [
] Unas
pocas páginas."
Nada parecido ocurre en "La casa inundada", donde el
botero no agrega información fáctica ninguna a
la historia que
brinda Margarita, y a menudo confiesa su incomprensión
de lo que cuenta. En contraste con Díaz Grey, su papel
es tomar nota más que contribuir a la historia; así
se ve en su declaración sobre el velorio de las budineras:
"ni siquiera comprendía por qué la señora
Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme
hablar ni una palabra". Otra diferencia son las frecuentes
vacilaciones del narrador, como en el preámbulo que abre
el cuento y que parece no
haber sido planeado, donde se postula y rechaza alternativamente
la presencia del cuerpo de José enterrado en la isla.
Un segundo terreno de contrastes es la relación entre
el narrador y los otros personajes. La autoridad de Díaz
Grey domina un texto muy polifónico, donde el prestigio
de cada voz depende de sus asociaciones con una serie de atributos
que incluyen el fumar y el beber alcohol (características
positivas), el
materialismo y el peso físico (rasgos
negativos). En
la escala de parcialidad del narrador aparecen en la parte inferior
Godoy y Caseros (obeso y
no fumador respectivamente),
con Tito (obeso y pragmático) un poco más arriba.
Luego vendría Jorge, "flaco, joven, noble"
al principio, y en un segundo encuentro "más grande
pero no más gordo", pero con su caballo ganando
en peso. Como Díaz Grey gradualmente ajusta su apreciación
del joven al asociarse éste con valores materiales, es
de esperar que vaya engordando a lo largo de la novela, algo
que corrobora el ya citado trozo del más tardío
"La muerte y la niña". Hacia la cúspide
de los personajes está Ambrosio, creación del narrador,
quien es también flaco, como se nos dice en momento apropiado:
al introducir el chivo ("parecía
más delgado, un poco ojeroso, con un aire de liberación
y amansado orgullo").
Otros personajes también se distinguen mediante rasgos
relacionables con la glotonería o la frugalidad. Así
los dos directores de funerarias: Grimm, preferido del narrador,
es seco y va al grano ("la
brutalidad o indiferencia [
] su falta de hipocresía"),
mientras que Miramonte es hiperbólico y aparatoso ("se dedica [
] a
mezclarse entre los dolientes, a estrechar manos y difundir consuelos").
Mientras que al narrador de Onetti todos llaman respetuosamente
"doctor"; el botero no sólo carece de título,
sino que siempre se refiere a su patrona por el de "señora".
Su deber es obedecerla, y carece del derecho de quejarse, aunque
lo piense ("¿quién
te hace ninguna pregunta?
Mejor me dejaras ir a dormir"). Otra ilustración del
poder de Margarita es su solicitud al botero de que escriba el
cuento, que se inscribe en las últimas palabras, ya citadas.
Contrástese eso con el final de "Para una tumba...",
en que Díaz Grey impone su ley de narrador: "escribí, en pocas noches,
esta historia. [
]
Lo único
que cuenta es que al terminar de escribirla me sentí en
paz."
* Los siguientes extractos
traducidos pertenecen a sendos capítulos de una obra colectiva
en inglés coordinada por Gustavo San Román que
será publicada próximamente por la Universidad
del Estado de Nueva York (SUNY): Onetti and Others. Comparative
Essays on a Major Figure in Latin American Literature. El libro
se propone enfrentar la obra de Onetti con otros textos, latinoamericanos
y de otras zonas (incluido el Ecclesiastés). Para este
anticipo se han elegido dos trozos: uno que compara a Onetti
con su más famoso compatriota contemporáneo, Felisberto
Hernández, por el editor del volumen, Gustavo San Román;
otro que explora la conexión con uno de los maestros confesados
del montevideano, Joseph Conrad, por Peter Turton.
|
|