La
revista Time, en uno de esos ejercicios ideados para clausurar
el siglo, decidió realizar una encuesta on line
cuya meta era evaluar quiénes, según el público,
fueron los personajes más importantes de la centuria.
El evento resultó un poco ominoso debido a la gran votación
que recibiera Adolf Hitler.
Desde un lugar, no cabe duda de que la votación atiende,
estrictamente, a que el Tercer Reich es una instancia fundamental
para calibrar lo sucedido en la recta final del milenio
que conluye
y que además, y como se sabe, los grupos supremacistas
blancos han utilizado recurrido al mundo virtual para divulgar
sus letanía e incluso para practicar ciertas variantes
del terrorismo. Lo cierto es que, para el entorno liberal de
Time, el hecho de que los bigotitos del führer se
presentasen más votables que la melena turbulenta del
pacífico Albert Einstein o la aguerrida placidez de Gandhi
no dejaba de resultar un poco alarmante.
Sin embargo,
lo clave de la votación es que se desarrolló en
Internet. Ahí el
usuario se permitirá sufragar por aquello que, probablemente,
no se autorizaría en otro medio. Si la encuesta se hubiese
realizado por correo normal, o puerta a puerta, o incluso por
teléfono, de seguro el puesto en el ranking de Hitler hubiera
sido otro. Pero Internet permite otra libertad (o, si algunos
prefieren así llamarlo, irresponsabilidad): la persona
que sufraga en el mundo virtual no es la misma que, off line,
concurre a su trabajo, al supermercado, al estadio, ni tampoco
la misma que lee el periódico en medio de la cordialidad
del desayuno.
La
persona on line es otra instancia, un Mr. Hyde de cualquier
conciudadano. Es en Internet, precisamente, donde se vuelve no
sólo posible sino tal vez incluso necesario votar por
una figura como la de Hitler, emblema de lo reprimido en la segunda
mitad del siglo.
Ese retorno de lo reprimido se da en Internet, medio que -incluso
más que otros ámbitos- estelariza a Jack el Destripador
y multiplica vertiginosamente los sitios S/M, las exhibiciones
de lo disgusting, y, sobre todo, el intercambio de máscaras.
Abundan los que, hartos de cargar con un nombre o un sexo todo
el día, mudan de género y apelativo en el tumulto
de los chats. Se trata, acaso, de una terapéutica avasallante.
Así como el enmascarado que, interrogado por su identidad, contesta ser Batman
(y no el más anodino Bruno Díaz), todos llegamos
con Internet a un umbral metamórfico.
Somos
en el ciberespacio sujetos que se actualizan en escritura, sin necesidad
de agregar a nuestras palabras la garantía de un cuerpo.
Una escritura deseante e impune, que no tiene que dar cuenta de
gestos o someter el cuerpo a las consecuencias de un tecleo apresurado.
No es que seamos irreales en Internet; simplemente somos otros
(así también es Batman tan real como el millonario
Díaz).
Los aproximadamente 120 millones que, alrededor del planeta,
usamos Internet, somos de alguna manera un jusiticiero enmascarado.
Un paladín secreto que, por ejemplo, se autoriza a votar
(esto no implica adhesión) por el supervillano más
encumbrado que inventara el siglo.
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