La
melancolía ante la
liquidación del sentido nos atropella cada vez que pretendemos ver
cualquier partido del mundial, y se enciende como una especie de
estupefacción sonora, el graznido unánime de las vuvuzelas.
Síndrome de Macbeth
Tal vez todo haya empezado en
1882, cuando Nietzsche
(La Gaya Ciencia) anunció la muerte de
Dios.
Ese fue el inicio de una encarnizada serie de necrológicas que
recrudeció en la segunda mitad del siglo pasado, cuando tuvimos que
enterarnos de las defunciones sucesivas o simultáneas del sujeto,
del hombre, de la representación, de la
modernidad, de los grandes
relatos, en fin, de la realidad (¡Cómo estará esa pobre
gente!, se lamentaba mi tía Maruja cuando en el
barrio se conocía una
tragedia familiar). Ante semejante masacre, escribas
de toda especie (los
académicos desde sus disciplinas, los intelectuales independientes,
los periodistas, etc.) se pusieron a buscar los escombros del sentido
entre aquellas prácticas, o productos que no se proponen generarlo.
No se trata ya de interpretar los “Pensamientos” de San Anselmo, el
“Tractatus” de Wittgenstein, o, por decir algo, las obras completas
de Ricardo Palma. Se trata de disparar las baterías de la
hermenéutica sobre una piedra pulida por los chibchas o sobre una
foto de Lady Gaga afeitándose las axilas. Algunos comentadores de
Shakespeare sostienen que Macbeth, un instante después de haber
apuñalado al rey, se da cuenta de que su crimen es una equivocación
espantosa, de que ha aniquilado definitivamente aquello que lo
legitimaba, y de que va a terminar lamentándose porque la vida no
significa nada. Ahora cunde algo así como un síndrome de Macbeth:
buscamos restituir significado al mundo que acabamos de convertir en
mero furor y ruido. Así, la
escritura condenada a su propia autoconsumación masturbatoria, termina exclamando patéticamente,
frente al mutismo de los objetos, o frente a la
idiotez de los
programas de televisión: Wake Duncan!
El show del mugido
En esa línea, afectado del mal
de Macbeth en fase terminal, es natural que uno se ponga a curiosear
en el mundial de fútbol. Después de todo, la FIFA es, cuando menos,
una de las transnacionales más poderosas, y el mundial es su
producto más importante, el show global perfecto, el que actualiza
de modo más craso lo que Baudrillard llamaba “estado de pantalla
total”. Por lo tanto si escudriñamos los mecanismos de su puesta en
escena, si logramos interpretar sus libretos y sus tramoyas, quizás
nos sea revelada alguna novedad sobre las formas de devenir del
capitalismo tardío.
Pero ocurre que, ni bien
digitamos la tecla roja del control, sea cual sea el
partido que
esté transcurriendo o por comenzar, justo cuando en el
abigarramiento de colores se empieza a definir la figura de Lionel
Messi o de un half izquierdo de Corea del Norte, la
crítica encalla
en un reverberante bloque de mugidos, en una pared continua de
ruido. Ese sonido de enjambre suspendido o de estática
intergaláctica es la suma del que producen decenas de miles de
ciudadanos, soplando cada cual su corneta de plástico. Cada quien gasta puntual y
enfáticamente su libido, infla sus carrillos y llaga su propia boca.
Sin embargo, el mundial es esencialmente
televisión, por lo que cada
resuello de júbilo que el espectador insufla en su vuvuzela
personal, se subsume en una masa sólida de barullo monocorde. Sucede
que la mediación de la tele enfría y metaboliza cada corpúsculo de
sonido, la interjección de cada corneta individual, dando como
resultado –más que una pared- una especie de cúpula de decibeles,
bajo la cual se desarrolla, algo perturbado, el espectáculo. Solo
percibimos, por un instante, a éste o aquél soplador cuando aparece
algún primer plano de tribuna; y es como ampliar una imagen en la
pantalla para percibir los pixeles que la configuran, o como si
acercáramos una lupa a un óleo para ver lo que no debe verse: las
pinceladas o empastes que forman una figura, o el entramado mismo de
la tela. Esas hiperaproximaciones efímeras funcionan,
paradójicamente, como distanciamiento; apenas nos muestran, por un
momento, cómo está construida la compacta continuidad del aullido
monótono.
Por otro lado, el ruido macizo e
insignificante es perfectamente autónomo respecto de las
alternativas del partido que se esté jugando. La victoria, el empate
o la derrota no generan ninguna discontinuidad; un gol o un "óbol" no
alteran de manera diferenciada e identificable esa banda de sonido
incesante y detenida en una sola nota monstruosa. Es más: cuando no
hay suficientes cornetistas en el estadio, la red de altoparlantes
amplifica una grabación del bolo imperturbable de vuvuzelas. Es
probable, entonces, que hayamos visto el encuentro entre Grecia y
Honduras exasperado por el fantasma sonoro de un
partido de Ghana o
Camerún. Está claro que el pneuma de miles de individuos se
resuelve en alarido impertinente, que no ilustra ninguna algarabía,
ni repudia un árbitro venal, que no conecta con nada: sólo se hace
oír, está ahí.
Después de
la ola
Unos cuantos comentaristas
deportivos presentes en Sudáfrica, han tratado de relativizar la
crispación y las interferencias que generan las vuvuzelas en su
trabajo, argumentando que son parte de la fiesta, que le dan color
al evento. Me parece que esa sinestesia es parte de una
interpretación equivocada, que refiere a prácticas, como la ola
(inaugurada, creo, en México 86), de las cuales el bochinche liso de
hoy es una perversión o una mutación radical. Es cierto que desde
que los campeonatos mundiales de fútbol terminaron de convertirse en
un show planetario, también la tribuna pasó a tener su parte en el
guión. El espacio donde la muchedumbre se entregaba a lo dionisíaco
o a lo bárbaro fue reciclado por la televisión en escenario desde el
cual se proyecta la policromía soft de la diversidad, la kermesse
tolerante del multiculturalismo. Pero el aturdimiento de ahora, o su
reproducción grabada, no parece ser funcional a esa estética, ya que
erige una masa de reverberación indiferenciada donde todo color
local, todo entusiasmo o expresividad son abolidos en una especie de
distopía del sonido, en un éxtasis de horda congelada. |
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