Todos ignoran por qué Stanley Kubrick filmó dos
veces La Naranja Mecánica. La primera vez lo hizo
en película de
16 milímetros, durante los ensayos generales.
Ahora que está muerto, esa doble filmación alimentará
los comentarios banales acerca de su carácter oscuro,
sus aparentes caprichos y sus manías.
Se ha podido leer, incluso, en alguna reseña publicada
con motivo de su muerte, que Kubrick era un nihilista. Algún
célebre y enjundioso escritor que engalana el firmamento
de nuestras praderas literarias afirma, en cada posible ocasión,
que es preferible Corazón, de Edmundo de
Amicis, a La Naranja Mecánica, de Stanley Kubrick.
Por corredores mentales parecidos circula el razonamiento que
califica a Kubrick de nihilista.
Si se cree que aquella película es una apología
de la violencia, es posible que, como Alex, el protagonista,
el espectador esté programado para rechazar ciertas imágenes,
más allá de su verdadero contenido y del
contexto en que se muestran. Si se analiza un poco su producción,
no será difícil concluir que Kubrick miraba
el mundo con la visión de un moralista.
Sus preocupaciones estéticas se referían a cómo
el arte trasmite valores morales. Sus personajes enfrentan constantemente
dilemas éticos. Personajes con los que resulta en teoría
difícil identificarse: ambiguos, egoístas, hedonistas.
Kubrick los ponía en juego de una manera diabólica:
lograba que, pese a los esfuerzos y los rechazos del espectador,
se produjera la identificación.
Así, el espectador se reconoce de pronto, metido en la
piel de Alexander De Large, capaz de las peores vilezas y vejaciones.
Y el espectador, mirando ese espejo, no se gusta, pero en lugar
de examinarse a sí mismo, lanza anatemas sobre el espejo.
Ese espejo deforma, es inmoral; peor, es amoral; peor, niega
mi verdadera esencia, es decir, que soy bueno y justo. Por lo
tanto, Kubrick es un amoral nihilista.
Nadie estaría más satisfecho con esa reacción
ante sus películas que el propio Kubrick. Semejante respuesta
confirma la hipocresía que el artista señaló
con frecuencia
en sus obras como un rasgo básicamente humano.
Los personajes de La Naranja Mecánica torturan
sin otro motivo que la diversión. ¿Eso está
mal? ¿Deberíamos temer preguntarlo? Tan mal como
que los buenos policías torturen a los malos violadores
televisivos para obligarlos a confesar, una escena que vemos
con obsesiva frecuencia después
de cenar.
Deliberadamente Kubrick descontextualiza el lugar común,
pone el mundo del revés. Y algunos se sienten espantados,
al reconocer que aceptan (porque sin poder evitarlo se han identificado
con Alex) que los buenos torturen a los malos por los mismos
motivos que aceptan que los malos de Kubrick torturen a los buenos.
El espectador se reconoce capaz de lo que no quiere aceptar como
rasgo inherente
a su esencia humana. En Kubrick, el reconocimiento no
es aristotélico, porque el director no buscaba la catarsis
del espectador. El reconocimiento y la inversión ocurren
fuera de la trama, se meten dentro del espectador, lo invaden.
Es ciertamente mucho más tranquilizador Corazón,
y también sumamente aleccionador acerca de cómo
ha de portarse un educado y sumiso engranaje de nuestra sociedad.
Tal vez Kubrick filmó dos veces La Naranja Mecánica
para poder experimentar en carne propia, antes
de su realización definitiva, ese reconocimiento que muchas
veces nos negamos a realizar; tal vez lo hizo para no tener piedad
con el lado más siniestro de la naturaleza humana: el
que nos hace creer que somos maravillosos.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 62.
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