Como se sabe, Sartre, además de tratadista de la nada,
y del ser, esbozó sobre el algo, en su Bosquejo para
una teoría de las emociones, y esto, me parece, es
harto relevante cuando se ha verificado la falta de respuesta
de los discursos posestructuralistas,
desencializadores, frente a un lenguaje
de alta emotividad, que ha querido des-trazar ciertas coordenadas
históricas a partir de una épica de la emoción.
Porque no otra cosa es lo que, a partir del 11
de setiembre de 2001, tras la caída del World
Trade Center, se ha querido imponer: una Guerra contra el
Terror, cuyo portavoz principal, George
W Bush, ha querido equiparar, incluso, a una cima de espantos
y narrativas llamada Segunda Guerra Mundial.
Se podría decir
que, por definición, la guerra
es una usina de terrores, y que es cuando menos paradojal, si
no crasamente contradictorio, componer semejante eslogan. Se
podría afirmar también (y
yo en su momento lo he hecho)
que, por definición, se trata de una beligerancia tan
vacua o inabarcable como una declaración de Guerra al
Tedio.
En rigor, se trata,
por sobre todo, de la crasitud a la que ha llegado un lenguaje
desasido de toda referencia, y de un mundo, análogo al
que retrata Gustavo Espinosa
en su novela China es un frasco de fetos, poblado por
enfermos de lenguaje.
Con respecto a este
mal de siglo, la enfermedad del lenguaje que permite se entronicen
eslóganes desconcertantes, es preciso, antes que nada,
delimitar que bajo ningún aspecto se trata de una hiperactuación
del simulacro baudrillaresco. El mismo Baudrillard
saludó los atentados del 11
de setiembre 2001 como el advenimiento, por fin (y el casi mesiánico por fin es
cita textual de Baudrillard)
de un evento.
Para decirlo de otro
modo, algo pasa en esta galaxia desinflada de lenguajes mórbidos,
muy distinto del La Guerra del Golfo no tuvo lugar, que
escribía Baudrillard
tras el primer ataque coaligado contra Irak a inicios de los
90. Y eso que pasa, como trataré de mostrar, a partir
de Sartre y cierto veloz refraseo que ya hace mucho le hiciera
Northrop Frye, no es el terror,
sino un algo que causa horror.
Decía Frye que
el terror nos
hace huir, y que el horror paraliza. Con esto no hacía
más que traducir hacia géneros literarios el análisis
de Sartre en su Bosquejo... Destacaba don Jean Paul, para
quien la emoción era una transformación del mundo
en momentos en que éste es demasiado laberíntico
y no se vislumbran caminos, que el miedo
(de paso, por fuera de la
heideggeriana angustia de nada),
es miedo de algo, y que hay
dos respuestas al miedo. La parálisis
(el desmayo), y la huida.
En el primer caso (me desmayo porque veo venir hacia mí
una fiera), dice
Sartre, el miedo
es un "refugio", evasión que me permite dejar
de ver la fiera, imagen
que me ha resultado intolerable. Mi conducta es mágica,
y aniquilo eso que me da miedo
junto con mi conciencia.
En el segundo caso,
el de la huida, dice Sartre que ésta se da, no porque
se trate de una conducta racional, de alguien que quiera poner
distancia entre eso que lo amenaza y su propia persona, sino
porque no logramos aniquilarlo con el desmayo fingido. Negamos
aquí el objeto peligroso, no con la conciencia, sino con
todo el cuerpo, "trastrocando
la estructura vectorial del espacio en que vivimos y creando
de repente una dirección potencial por otro lado".
Es, aclara Sartre, una "forma de olvidar, de negar el
objeto", y ejemplifica con el boxeador novato que, al
abalanzarse sobre el adversario, cierra los ojos,
queriendo suprimir simbólicamente la existencia de los
puños del oponente y así, también a nivel
simbólico, negarles eficacia.
Por eso, el objeto
del cual se huye permanece constantemente en la huida, como su
tema, su razón de ser, como aquello de lo cual se huye.
Para decirlo con un verso de Emerson, ese algo que nos da miedo, nos habla así:
"Cuando huyes, yo soy las alas".
Con estas dos variantes,
Sartre concluye que el verdadero sentido del miedo es el de una
"conciencia que pretende negar, a través de una
conducta mágica, un objeto del mundo exterior y que llegará
hasta aniquilarse a sí misma con tal de aniquilar al objeto
consigo".
Por supuesto, el horror
de Frye responde a la primera variante, la del desmayo (Drácula
paralizando y fascinando como un crótalo a su víctima
en paños menores, que es como el ciervo que ya no siente
que una manada de lobos lo está devorando pieza por pieza), en tanto el terror
responde a la segunda (Godzilla
enredando en la uña de su dedo chico carrocería
y ciudadanos japoneses dados a la fuga, la ola de Krakatoa, cualquier
variante de cine catástrofe).
El horror, palabra
latina, barrocamente asociada al vacío, es una fascinación.
El terror es la
catástrofe, voz dramática y militar griega que
implica "retirada". La reiterada Guerra al Terror,
en este sentido, no es más que una bravuconada, que debería
leerse como la Guerra a la Retirada o Catástrofe, que
ya emprendió el Occidente Postcolonial, que mantiene la
estructura de explotación sobre el resto del planeta pero
que lo paga con su propia barbarización, a la que se niega
a representar. Pero, en rigor, un siglo después, es la
actualización del final del Heart of Darkness,
de Conrad, y la lección final de Kurtz: El horror, el
horror, en los límites de la aventura colonial.
En aquel momento, era
Occidente estirándose hasta los límites del Congo,
o luego, citado por Francis Coppola, de Vietnam. Occidente saliéndose
de sí, desterritorializado, chocando contra la radicalidad
de la alteridad. Pero
ahora ocurre otra cosa: la parálisis del Horror, el desmayo
intelectual, ante la disolución real y simbólica
de Occidente, que responde travestida en Guerra al Terror. En
ese horror de los self righteous, que no ignoran que,
por ejemplo, para el año 2020, uno de cada cinco estadounidenses
será de raza blanca pero que aún logran que sus
esquemas de representación se recalienten como chatarras
de Ground Zero con tal de negarlo.
El miedo en su esplendor,
a puertas cerradas, bien sartreanamente: el infierno son los
otros, los bárbaros, los inmigrantes, los
explotados, que siempre aparecen transpuestos, desfigurados,
desrealiazdos. Así, por ejemplo, el frenesí de
nueva tecnología que explota en cualquier producción
de Hollywood, en medio de disputas entre buenos
y malos. El auto más fastuoso y ronroneante, las más
sofisticadas baterías de microchips, las torres
mellizas y prepotentes están ahí para explotar
y ser coartada para la huida de uno mismo, para negar la conciencia
de la explotación
que es verdadera generadora del milagro de tecnología
y confort. La explosión real o por combustión de
efectos especiales equivale al desmayo, a la denegación
mágica de la alteridad
amenazante, al horror al vacío
de sentido entre
tanto trasto y enfermedad de lenguaje.
Un mundo de ficciones clase B que prefiere
verse explotar que representar en sus cabales al mundo, y comenzar
a darse un lugar posible.
El horror. Un encapuchado
que todos hemos visto recientemente, tratando de hacer equilibrio
sobre una silla en la cárcel de Abu Ghraib, porque sus
torturadores le dijeron que, si afirmaba sus plantas sería
electrocutado. Víctima y verdugos, todos encapuchados.
El horror replicante de la alteridad
que, sin quitarse la capucha, se filma decapitando rehenes extranjeros.
Sería hora de
que pudiéramos salir de tanto equilibrismo sobre hebras
de lenguaje enfermo, sobre un sentido del tiempo decapitado y
trunco, y comenzáramos a digerir alguna que otra verdad
amarga. De no hacerlo, sólo nos quedará, sartreanamente,
la fascinación concupiscente del infierno de los otros,
la grafía de unas manos sucias. De no hacerlo, legaremos
un mundo mal escrito y peor leído, firme como las patas
de la silla de aquellos que sólo están buscando,
en un último desmayo denegador, ahorcarse.
*Ponencia
presentada en el Coloquio "Sartre y la cuestión del
presente", realizado en Montevideo en agosto de 2004, organizado
por Instituto de Filosofia UDELAR y el Departement de Philosophie
Paris-8-Saint-Denis).
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