Al principio fue Europa
El historiador británico Eric Hobsbawm fijó el
final del Siglo XIX en 1918, cuando terminó la Primera Guerra
mundial. Para lo que quedó del Siglo XX (que, con el criterio
de Hobsbawm, terminó con la caída de la Unión Soviética, en
1991) el período de veinte años entre el final de la Primera
Guerra y el comienzo de la Segunda fue notablemente dinámico.
Europa (especialmente la
cultura de habla
alemana) sentó las bases de nuestra civilización obsesionada
por el consumo, a través de lo que suele denominarse
Movimiento Moderno, un conjunto de conductas y criterios de
juicio que convirtieron lo que antes se llamaba “moda” en una
ética. La escuela alemana de diseño Bauhaus estableció las
pautas para la programación de líneas de producción de objetos
de consumo; el propagandista suizo Charles Jeanneret (también
conocido como Le Corbusier) enmarcó la práctica de la
arquitectura según unos criterios de funcionalidad e higiene,
en busca de público (es decir clientela) masivo ; y el
industrial estadounidense Henry Ford creó la infraestructura
que haría posible la comercialización de todo ello a precios
accesibles.
Esos veinte años entre dos masacres cambiaron
los modos de aceptar o rechazar afectivamente nuestro entorno
cultural, es decir, el gusto. El Movimiento Moderno fue tan
importante y decisivo para el cambio de las prácticas
culturales occidentales del Siglo XX, que aun estamos inmersos
en las estribaciones de la Posmodernidad. El sólo hecho de que
la Academia, tan prolífica en denominaciones, no haya podido
bautizar nuestra época con un término autónomo de “moderno” (posmoderno,
tardomoderno, hipermoderno, modernidad
líquida, etcétera) indica la potencia de aquellas ideas y
de sus correspondientes prácticas.
El Movimiento Moderno fue un producto europeo.
Si Estados Unidos marcaba su presencia era porque recogía
algunos postulados, presentaba algunos diseñadores notables
(como Frank Lloyd Wright) o impresionaba con el atrevimiento
de sus rascacielos. Pero no fue sino hasta después de la
segunda Guerra Mundial que Estados Unidos encontró su camino a
la cabeza de la cultura del diseño.
Un matrimonio americano
Charles y Ray Eames fueron arquitectos y
diseñadores, quizá unos de los más influyentes del Siglo XX.
Su trabajo con madera laminada y moldeada y con plásticos
inyectados cambió el aspecto del planeta. Las sillas de
plástico apilables y los sistemas de mobiliario de oficina
(especialmente los que diseñaron para la firma Herman Miller)
han invadido los ambientes habitados de todo el mundo. Su
primer trabajo fue típicamente estadounidense: eran
diseñadores y constructores de estudios de filmación, los
preferidos del director Billy Wilder, debido a que en pocas
horas, y con los materiales disponibles en los galpones
(deshechos, siempre deshechos de producciones anteriores),
eran capaces de construir lo que especificaba el libreto más
exigente.
La guerra permitió a Charles hacer fortuna,
puesto que inventó un sistema de férulas de madera laminada
que salvó miles de vidas de soldados con heridas en las
piernas. Hasta la introducción de su férula, muchos soldados
con heridas relativamente benignas terminaban perdiendo un
miembro o la vida por causa de infecciones ocasionadas por
material médico inadecuado.
En 1949 los Eames presentaron al mundo su
propia casa, construida con vigas de hierro —como los
rascacielos de Chicago y Nueva York—, en un estilo geométrico
despojado —tomado del europeo Mies van der Rohe (que había
sido el último director de la Bauhaus)—, y en un terreno de la
costa californiana, con grandes desniveles y repleto de
eucaliptus gigantes —. Ese fue el inicio de la modernidad
arquitectónica en Estados Unidos.
Para ese entonces, todos los antiguos maestros
europeos estaban instalados en aquel país, con cátedras en las
universidades más importantes y estudios que acaparaban los
encargos de millonarios y corporaciones. Pero de alguna manera
su poderoso discurso transgresor había enmudecido al llegar a
Estados Unidos, o quizá se había vuelto insignificante: su
voluntad de romper con el pasado para renacer con nuevas
energías parecía un despropósito en un país que seguía
fundándose a sí mismo cada día. Dos fotos del arquitecto
alemán Walter Gropius, primer director de la Bauhaus, ilustran
el cambio ocurrido con el Movimiento Moderno en su tránsito
hacia América.
La primera, tomada en 1923, lo muestra frente a
Le Corbusier, sentado a una mesa en el café parisino Les Deux
Magots. Ambos visten pesados sobretodos, llevan sombreros y
sostienen un intenso tête à tête (literalmente sus
cabezas parecen conformar un sistema planetario autónomo).
Entre ambos, ensimismada y tímida, la entonces esposa de
Gropius, Alma (antes y después conocida como Alma Mahler)
contribuye sólo como fondo al protagonismo de ambos próceres
de la arquitectura moderna.
La segunda fotografía fue tomada en 1950 en la
casa de Gropius en Massachusetts, adonde se había mudado en
1937. En ese entonces el arquitecto dirigía una escuela de
arquitectura que funcionaba en la universidad de Harvard. En
la foto se lo ve de espaldas, ante una mesa de desayuno,
sentado frente a su esposa Ise, en lo que los estadounidenses
llaman sun porch, una terraza vidriada que da al
jardín. No se distinguen los rostros, que están en contraluz.
Tampoco se ven los detalles de la casa, lo cual es muy
llamativo, porque la foto se publicó en una revista de
arquitectura, y siempre interesa saber cómo es la casa que un
arquitecto diseña para sí mismo. Sólo el ambiente distendido y
doméstico, abierto a un gran jardín de grandes árboles, y el
hecho de que Gropius está en mangas de camisa. La arquitectura
había pasado de la edad heroica de la Europa de entreguerras a
una era de celebración de la distensión hogareña.
Justo entonces el matrimonio Eames saltó al
escenario del diseño moderno. Tenían la ventaja de ser
auténticamente estadounidenses. Nunca habían posado como
héroes del diseño, pero habían salvado vidas de soldados
compatriotas. Y eran tan buenos (o mejores) diseñadores como
los inmigrantes con acento alemán que llenaban las cátedras de
las universidades. Y no necesitaban posar en una foto para
parecer lo que no eran.
Nixon y Kruschev en la cocina
En los años en que algunos de los individuos
menos recomendables de la historia se embarcaban en la Guerra
Fría, un pico de la discusión sobre la
modernidad tuvo como
tema la administración del hogar, y ocurrió en una cocina
americana en Moscú.
En 1959 Estados Unidos y la Unión Soviética
acordaron intercambiar exposiciones nacionales sobre ciencia,
tecnología y cultura. La Unión Soviética realizó la suya en
Nueva York en Junio, y Estados Unidos hizo lo propio en Moscú
en julio. Los Eames contribuyeron con una película titulada
Glimpses (“Vistazos”), que mostraba, en siete pantallas
simultáneamente, escenas urbanas de la vida en Estados Unidos
(especialmente autopistas, aeropuertos, supermercados, y en
general situaciones en las que multitudes hacen uso de medios
de transporte o consumo, y disfrutan del ocio doméstico
rodeados de electrodomésticos).
El vicepresidente de Estados Unidos Richard
Nixon viajó a Moscú, donde visitó la exposición estadounidense
con el Jefe de Estado de la Unión Soviética Nikita Kruschev.
El 24 de julio de 1959, las agencias noticiosas de todo el
mundo difundieron las fotos de ambos gobernantes discutiendo
animadamente ante el símbolo de la victoria del capitalismo
sobre el socialismo: un lavavajillas. Desde las fotos, Nixon
explicaba a un atento Kruschev por qué los americanos son
mejores. Ese episodio se conoce como The Kitchen Debate
y es un indicador acertado del rumbo (y la importancia) del
diseño internacional en esos años.
Así como las discusiones entre jefes de estado
se presentaban ante el público en el marco de la cocina
americana, la Guerra (aunque fuera fría) también se metía en
el hogar. En esos mismos años Estados Unidos vivió un estado
de paranoia sólo comparable al que ha experimentado en los
años posteriores al ataque a las Torres del World Trade Center
de Nueva York de 2001. En ese estado de terror el hogar
adquirió un carácter inédito de refugio, en sentido estricto.
Vamos a enterrarnos, mi
amor
Mientras Kruschev y Nixon discutían sobre
hornos de microondas y detergentes biodegradables en Moscú
(¿Esta es la cultura, la tecnología y la ciencia que tiene
para ofrecer América? ¿Una cocina? decía el periódico
soviético Pravda), un matrimonio de Miami pasó quince
días en su refugio subterráneo en el jardín de su casa de los
suburbios. Fue su luna de miel. Su historia se publicó en el
número del 10 de agosto de 1959 de la revista Life.
En esos años se impuso un doble paradigma del
hogar. Por un lado, una casa con jardín, alejada del ajetreo
de la ciudad, accesible sólo mediante el automóvil, un medio
de transporte que estimula el consumo de combustible, esencial
para la economía estadounidense de aquellos años de petróleo
barato. Y al mismo tiempo, un refugio nuclear, que se
estimulaba a las familias a construir y mantener con acopio de
alimentos, agua potable y un botiquín. La
guerra ya no suponía
tropas organizadas, porque las bombas atómicas permitían una
destrucción completa sin el concurso de seres humanos. Los
hombres de la casa no serían llamados a filas, sino que
deberían hacerse cargo de su familia y protegerla de la
aniquilación desde el hogar. Para eso el modo de vida
estadounidense era ideal, porque en el jardín había
espacio
suficiente para construir un refugio, y en la ferretería se
podía comprar tantos contenedores de Tupperware como fuera
preciso para guardar las vituallas.
Del mismo modo que en los años cincuenta y
sesenta, cuando el gobierno estadounidense estimulaba la
construcción de refugios nucleares en los jardines de los
suburbios, después de los atentados de Nueva York del año
2001, el hogar es el reducto final de la defensa contra un
enemigo ubicuo.
* Publicado originalmente en El país Cultural |