Tuve el privilegio de ser el
primer lector –su autor me facilitó el manuscrito- del
Dodecamerón de Carlos
Rehermann, hoy editado por HUM. Es el tipo de privilegio
que uno ventila a menudo y con orgullo, porque se trata de un libro
fuera de serie. Para escribirlo se necesita combinar dosis
excepcionales de talento, imaginación, desmesura, nervio narrativo,
curiosidad indomable, espíritu lúdico, erudición, gusto por los
enigmas de la geometría, capacidad de observación (de lo que
sea, por más insignificante que le pueda parecer a las personas
razonables), capacidad de regodeo morboso ante lo
absurdo de la peripecia humana, un gran amor por las grandes
tradiciones de la literatura universal y quién sabe qué otras
habilidades y recursos. Se trata, pues, de un libro único que desde
el momento mismo de su edición exige su lugar entre lo más selecto
de nuestra literatura.
Y aunque lo hiperbólico de mis
elogios invite a solemnidades no se piense que estamos ante una de
esas obras serias y sesudas que hacen sudar al lector la gota gorda
hasta el estreñimiento, en el esfuerzo por alzarse hasta el aire
enrarecido de las altas cumbres para poder vislumbrar el Sentido
final. Nada de eso. El Dodecamerón es lectura deliciosa y
divertida. Como toda buena literatura, una de las vetas que la
sostienen es el humor, unas veces carnavalesco, y otras asordinado,
pariente de la ironía. Su sentido profundo, si es que lo tiene,
concierne menos al universo severamente ordenado que propone la
Monadología de
Leibniz
–que adorna, pulverizada en epígrafes, cada capítulo del
Dodecamerón- que al caos delirante y laberíntico, por más que
sumamente disfrutable si se lo toma con espíritu deportivo, con que
tiende a identificar la condición humana cualquier sujeto
medianamente inteligente y renuente a manejarse con anteojeras y
esquemas.
En la tradición de los grandes
mapas de relatos cuidadosamente entramados –Decamerón,
Cuentos de Canterbury, Mil y una noches, Heptamerón,
120 jornadas de Sodoma, Manuscrito hallado en Zaragoza-
el Dodecamerón propone diez personajes que, para matar el
tiempo –están a la deriva en un yate en medio del océano esperando
que vengan a rescatarlos-, deciden contar cada noche diez historias
con la condición de que cada cuentista deje inconclusa la suya para
que la continúe el siguiente.
El resultado, con algunos pluses
y algunas yapas, son 144 fragmentos –mezcla de relatos,
descripciones, meditaciones. Con premeditada alevosía la regla de
juego admite que cada narrador pueda tomar como personajes a sus
contertulios, agregando así a la confusión que de por sí,
naturalmente, implican los cadáveres exquisitos. El Dodecamerón
es así, antes que nada, a nivel puramente significante, una pista
laberíntica de piso sumamente resbaloso.
Pero no es mi intención abundar
en las generalidades del libro, al que le deseo y le auguro una
amplia y profunda recepción. Este es un espacio de erótica, y en esa
perspectiva es que quisiera acercar el Dodecamerón al lector.
Erótica del Dodecamerón
Para no perderme en las
vastedades del Dodecamerón voy a limitarme a comentar, o más
bien sólo a subrayar, aspectos de la erótica de la Tercera Jornada
–digna de Bocaccio-, parte
de cuyos 12 fragmentos están destinados a dejar constancia de las
peculiaridades sexuales del obispo católico inglés Jeremy Sandison.
Lo primero que nos queda claro
es que Sandison se sentía perfectamente a gusto con la investidura
eclesiástica ya que si bien era apasionadamente mujeriego, aborrecía
la institución matrimonial. Dada su condición sus aventurillas
disfrutaban de un futuro sólidamente imposible.
Lo segundo que queda claro es
que el obispo, en tanto mujeriego, era un refinado erotómano. El
listado de las cosas que le resultan “excitantes, atractivas y hasta
bellas” en las mujeres va desde detalles que no podrían calificarse
sino de casuales hasta ciertas concordancias del orden de lo
fisiognómico por demás raras y peculiares.
El problema para el pobre cura
fue que, un mal día, una mala lectura de la “obra maléfica del
austríaco cocainómano” –“la bibliografía disponible para el curso
era menguada, y cuidadosamente sesgada por la censura eclesiástica,
es decir, equivocada”- temió haber quedado “detenido en alguna clase
de etapa anal”. Como consecuencia se dedicó obsesivamente a
autodetectarse tendencias homosexuales.
La primera constancia de esas
tendencias la encontró en la evidente satisfacción que encontraba
“en el acto de expeler sus diarios dos mojones”. La sospecha se
acentuó al tomar nota del largo y del calibre de sus producciones.
“Se volvió vegetariano” pero si bien la consistencia “se tornó más
blanda, el diámetro permaneció igual”.
Constataciones mayores de sus
hasta entonces ignotas tendencias las encontró Sandison analizando
el placer que le procuraban sus favoritas: Laura y Cecilia. La
primera le enseñó, con facilidad y elegancia, que el ano “era
verdaderamente un segundo órgano sexual”. El obispo conocía, por
supuesto, “la historia de Caricles y Cariclátides, en la que este
último dejó casi sin argumentos a su amigo cuando le dijo que si un
varón toma a una mujer por detrás, entonces la está convirtiendo en
muchacho, ya que las diferencias entre los sexos sólo se disciernen
por delante”.
En cuanto a Cecilia, el análisis
del placer exquisito de que ella le proveía, resulto ser la
evidencia definitiva de su irreversible desviación. “Cuando Cecilia
estaba realmente entusiasmada, entregada completamente a la
animalesca gestualidad del amor, sacaba la lengua, fina, recta,
larguísima. No la sacaba para lamer a Jeremy, ni para buscar un
beso; simplemente la sacaba, pura expresión, puro poner fuera algo
interior”. “A veces, derrotado por la pasión, Jeremy lamía con la
suya aquella lengua, delicada, lentamente, sin que pareciera
producir un cambio ni en Cecilia ni en su lengua, y expulsaba con
violencia su jugo vital dentro de aquella cosa ya monstruosamente
erecta que era toda Cecilia convertida en lengua”. “Jeremy se
alarmaba porque creía que la lengua, con su rigidez fálica, le
estaba diciendo que tenía demasiadas tendencias homosexuales
reprimidas”.
A Sandison lo abandonaremos
justo en el momento de la verdad: ya desnudos e íntimos, frente a él
Oriana Fellatti –“una periodista que estaba tratando de obtener una
exclusiva con el Papa Pablo VI y de paso acumulaba pruebas directas
de la hipocresía de la curia, seduciendo a un promedio de tres
prelados por semana”- se está calzando el strap-on. ¿Que qué
es el strap-on? Ahórreseme la descripción de tan condenable
ingenio.
Calculo que estos breves apuntes
me eximen de más comentarios respecto de la sutileza sicológica, el
humor y la delicada erudición que adornan la veta erótica del
Dodecamerón.
* Publicado
originalmente en
www.montevideo.com.uy en octubre de 2008. |
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