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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



DISTOPÍA - UTOPÍA - LO QUE VENDRÁ - RODRIGO D - SINIESTRO - CINE LATINOAMERICANO - DESEMPLEO - NEOLIBERALISMO - A HORA DA ESTRELA - HORROR

Neorrealismo latinoamericano. La máquina del horror (I)

Gustavo Remedi
La narrativa distópica se centra sobre los territorios que han quedado fuera de los marcos de representación del modelo cultural hegemónico. Fuera de escena, "lo obsceno" pasa a ocupar el proscenio.


I. La hora destemplada: desencanto y
utopía

En marzo de 1996, en La hora destemplada. Cuando la utopía ya fue, nota aparecida en el semanario Brecha de Montevideo, Luis Pérez Aguirre planteaba que

"una suerte de desencanto parecería envolvernos hoy a quienes habíamos participado de antiguas batallas llenos de hermosas banderas pletóricas de futuro. Esta hora parece estar cargada de desencantos y de humillantes 'realismos' [...]"

Tales palabras, evocan, inmediatamente, una cadena de imágenes, puestas a circular en los últimos años, de muros, estatuas y revoluciones derrumbadas, y nociones como la del "fin de la historia", "el colapso de las grandes interpretaciones de la historia", "la utopía desarmada", "el otro sendero", o "la revolución silenciosa", todo lo cual "subraya la irrelevancia de todo pensamiento utópico" y estimula el conformismo con el orden social y simbólico actual. En respuesta a lo anterior, Pérez Aguirre concluye su intervención, alegando que

"en la hora actual, la de la masiva y compacta presencia de los excluidos sociales del sistema neoliberal posmoderno, nadie se puede permitir el lujo de negar la vigencia de la práctica utópica [...] ni dejar de sentir la necesidad de proclamar contra viento y marea aquella visión de García Márquez de "una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin una segunda oportunidad sobre la tierra". Porque, digo yo, parafraseando a Leonardo Boff, si el presente no les pertenece, y el pasado perteneció a sus amos y señores, sólo les queda el futuro para soñarlo."

Fue este contexto lo que, en un principio, despertó mi curiosidad, no por los discursos utópicos, sino, por sus opuestos: los discursos vaciados de toda utopía. Fue así que decidí ponerme a reflexionar sobre tres películas relativamente recientes, que recordaba, precisamente, como vaciadas de toda utopía.

Me refiero a Rodrigo D: No Futuro (Víctor Gaviria, Colombia, 1990), A hora da estrela (Suzana Amaral, Brasil, 1985), o Lo que vendrá (Gustavo Mosquera, Argentina, 1988).

Si bien estas obras ponen en circulación perspectivas, visiones de mundo y propuestas estéticas en conflicto con el modelo desarrollista -neoliberal posmoderno-, no son en absoluto utópicas. Se sitúan tanto enfrente de las narrativas desarrollistas como de los discursos contra-hegemónicos articulados en torno a la formulación de utopías.

Porque todo proyecto cultural, utópico o no, presupone una agencia histórica (un colectivo de personas organizadas) encargada de formularlo, convertirlo en programa y llevarlo adelante, enfrentada a otras agencias históricas con las que entra en conflicto o alianzas, y una subjetividad social acorde con estas tareas. En estas tres películas las agencias históricas brillan por su ausencia, y las tres subjetividades sociales exploradas (los jóvenes, los marginados, los roqueros punk, los individuos aislados, etc.) son tan patéticas como inviables.

Lo que vendrá tiene lugar en una hipotética ciudad del futuro -aunque muy parecida a la Argentina del pasado reciente. Manuel Galván, entreverado, sin querer, en una manifestación que le pasa al lado pero de la que no participa, es baleado en la acción represiva.

Al llegar a recoger al herido, el conductor de la ambulancia (representado por la estrella de rock
Charly García) comprende que el que le disparó fue el policía a cargo del operativo. A raíz de ello, le acosa telefónica y sicológicamente, y un día, buscando asesinarlo, le incendia la casa.

La trama se invierte cuando el policía escapa al atentado, consigue identificar a su perseguidor, y se vuelve contra él, forzándole a aislarse en su mundo interior y limitarse a sus funciones. La segunda cuenta la historia de Macabea, una muchacha del nordeste de Brasil que llega a San Pablo. Incapaz de integrarse social, cultural y productivamente en la vida de la capital muere en un accidente, producto, una vez más, de un malentendido. Macabea no sólo vive sin comprender sino que muere sin comprender.

Rodrigo D es la historia de un adolescente de los barrios marginales de Medellín quién se adhiere a la visión de mundo punk y quiere ser baterista en un grupo de rock. Sin poder plantearse una forma de vida viable y un sentido, antes de terminar muerto -como tantos amigos suyos- decide suicidarse.

Tanto en estos dos últimos filmes, en apariencia, de corte neo-realista, como en LQV, en apariencia, poco más que un policial de ciencia ficción, la estrategia de representación descansa sobre la construcción de una
escena distópica, que será el foco de la siguiente reflexión.

La noción de utopía, como se sabe, está asociada a una especie de literatura de viaje en donde se da noticia de ciudades ideales, ofrecidas como modelos para construir formas de organización social terrenales alternativas, superiores y más perfectas -y entre cuyos ejemplos paradigmáticos se hallan La República de Platón, la Utopía (1516) de More, La ciudad del sol (1623) de Campanella, la Nueva Atlántida (1626) de Bacon.

La noción de distopía o anti-utopía, por el contrario, remite a toda otra subespecie discursiva, centrada en el fracaso de llegar a Utopía, y en la llegada a Distopía, organizaciones sociales invertidas, desviadas, terribles y monstruosas.

 

II. Narrativas distópicas de la modernidad periférica

Si los discursos utópicos suponen la formulación un mundo alternativo, donde todo está bien y las cosas son como deberían ser, ofrecidos como marcos de crítica social y como modelos a ser emulados, el discurso distópico, por el contrario, se encarga de proyectar un mundo de horror, en que las cosas han salido mal, todo ha resultado al revés, y que en resumen, se halla en las antípodas de Utopía.

La narrativa distópica se centra, por consiguiente, sobre los territorios que han quedado fuera de los marcos de representación del modelo cultural hegemónico. Fuera de escena, lo obsceno pasa a ocupar el proscenio.

En el contexto de este fin de siglo lo obsceno es la situación y la falta de sentido de la vida de un vasto sector de la población (las clases bajas, los marginados, los jóvenes, los desempleados) el cual ha sido declarado, sencillamente, mano de obra barata, sobrante, hojarasca.

Expulsados por el modelo económico y la política anti-social de Estado, la fuerza y la violencia los mantiene afuera. Ese estar afuera supone quedar al margen de los roles y privilegios del modelo cultural, e incluso, no ser considerados siquiera personas.

Uso aquí la noción de persona tomada del discurso de los derechos humanos. Por derechos humanos entendemos la serie de valores, leyes morales y normas de convivencia necesarias para que todos los individuos de una sociedad, por el mero de hecho de nacer, sean considerados personas.

Esto significa que se reconoce que todo ser humano posee una conciencia dotada de memoria, valores y capacidad de discernimiento, que puede evaluar una situación y planificar el futuro como resultado de una voluntad incentivada y apoyada por su comunidad, y que tiene algo para contribuir al bienestar de esa comunidad.

La comunidad está en consecuencia obligada a poner a disposición de cada persona todos los espacios y todos los instrumentos culturales producidos o disponibles a dicha comunidad. Dotada la persona de estatus de interlocutor válido y de contribuyente cultural, la comunidad espera que la persona acceda a esos espacios e instrumentos culturales, los use, los recree y los modifique para el enriquecimiento personal y colectivo.

En esa travesía social y existencial por la historia y la civilización humana el ser humano desarrolla la conciencia, los hábitos y las conductas que lo definen como persona, exigiendo para sí y para otros la condición de tal.

En una situación distópica ocurre exactamente lo contrario: en vez de realizarse como personas los seres humanos, todo un amplio sector de actores sociales se des-personaliza.

En el teatro clásico cada género dramático se correspondía con un tipo particular de escena. Siguiendo a Vitruvio, Serlio, habla de "la escena trágica", "la escena cómica", "la escena pastoril" o "gruttesca", cada una asociada a un grupo de temas, a un tipo conflicto, a un tipo de personajes, y a un tipo de desarrollo y final. Todo ello era resumido e indicado desde el comienzo por un tipo particular de "paisaje".

De aquí el tratamiento diferente de las entradas laterales o traseras, el modo de arreglar las escaleras del proscenio, la disposición, estilo y forma de los elementos arquitectónicos, el uso de la simetría y de las perspectivas, la representación de la naturaleza (bosques, rocas, matorrales, corrientes de agua).

Aunque ya no es posible hablar en los términos rígidos y normativos del teatro clásico, una lectura de estas tres obras permite distinguir un modo de representación que intenta captar, y crear la ilusión, de la modernidad periférica , y que aquí voy a llamar la escena distópica.

La escena distópica, por lo tanto, tiene que ser entendida como una convención dramática que pasa a integrar, junto a otras opciones (escenas), el repertorio de recursos expresivos.

La escena distópica consiste de (a) un tipo de materialidad, organización espacial y experiencia sensual (que conforma un orden y un paisaje de objetos particular), y de (b) un tipo de subjetividad social producto de esos espacios y de la relación con esas formas, objetos, paisajes y experiencias.

La escena se corresponde con un sistema de representación. Así, si "la escena trágica" se corresponde con una "sistema trágico", el cual supone unos personajes trágicos, una situación trágica, una falla trágica, un esquema de desarrollo trágico, un desenlace trágico, y hasta un tipo de relación estética y mental entre el público y la representación (empatía, catarsis, distanciamiento, etc.), lo mismo ocurre con la escena distópica.

Finalmente, puesto que "lo que se ve" es producto de un "ángulo", de un "enfoque", de una "luminosidad", y de un "marco" -como nos los recuerda Cortázar en Las babas del diablo- la espacialidad producida, en téminos de Henri Lefebvre , intenta expresar un "modo de ver y representar la realidad". Lo representado es tanto "contenido" como "método" (para construir realidades) y "estrategia" para acercarse a ellas, comprenderlas y darles sentido (en este caso, vaciarlas de sentido).


III. La otra cara de lo sublime: la escena enrarecida y el reino de lo siniestro


Intento en esta parte hablar del horror; no como contexto sino como núcleo y motor de nuestra reflexión. Por el papel que el horror juega en la constitución de subjetividades sociales, antes que nada; pero sobre todo, por el papel del horror como estrategia de representación y narración al centro de una estética distópica. En este sentido será preciso aprovechar los aportes de los estudios del horror.

La escena distópica no se organiza en torno a la exposición explícita y abrumadora de sistemas de sometimiento y exterminio social, a la manera, por ejemplo, de La máquina del tiempo, 1984, El reino de este mundo o el Recurso del método. Se trata, por el contrario, de situaciones de aparente normalidad, en que los personajes se desintegran, son enajenados o eliminados por fuerzas familiares-pero-siniestras, mostrando, con naturalidad, la consumación de una cotidianidad organizada y regulada por lógicas extrañas, anti-valores, cosas raras que pasan.

La escena distópica es resultado del enrarecimiento del paisaje familiar y cotidiano, o de cuando lo familiar y cotidiano se vuelve raro, extraño, y lo sublime da paso a su lado oculto, lo siniestro.

Si la hipótesis es acertada, es decir, si se acepta que esa cotidianidad extraña y fatal, vaciada de agencias históricas, vaciadas de utopías y vaciada de sentidos, es la textura y motor dramático en estas películas, quizás convenga entonces recurrir a los planteos freudianos que se ocupan de sensaciones, experiencias estéticas y síquicas, en suma pre-racionales, tales como lo sublime, lo raro, la casa enajenada, el miedo, lo siniestro, para mejor investigar el modo en que estas películas se las ingenian para evocar y representar estéticamente la situación distópica, es decir, la geometría y la mecánica de la escena distópica que se halla por debajo de un (neo)realismo tan sólo aparente.

Según Freud -y casi todas las reflexiones en torno al tema del horror y de lo siniestro en la experiencia estética, de lo real así como en el arte, conducen a su ensayo de 1919- estas impresiones sensoriales y sentimientos son producto de situaciones y vivencias particulares. Si bien son parte de la vida síquica y subjetiva se originan en la vida social: en la relación con el paisaje, con lo material, con los otros (la familia, los amigos, las instituciones sociales y culturales, etc.), en suma, se originan en la relación (sensorial, sensual) con el mundo, y en tal sentido, se originan en una relación estética.

Lo siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta las cosas conocidas y familiares, y que hace que bajo "ciertas condiciones" (una causalidad, explicación y significado fuera de marco, fuera de foco) las cosas familiares se vuelvan siniestras. Lo siniestro causa angustia y miedo porque lo conocido, lo propio, (la casa, el cuerpo, la calle, los amigos) se vuelven lo desconocido y lo ajeno.

Lo mismo que en los cuentos de Poe,
Quiroga o Cortázar, lo aterrador, "la barbarie" , lo que acosa, angustia y da miedo, se instala en lo cotidiano, en "las cosas raras" y extrañas (the uncanny) que se hallan en el espacio doméstico. El espacio privado e íntimo, donde la persona se sentía "a gusto", "en casa", resulta alterado y enrarecido por un regreso, por "una presencia extraña".

Esto produce en la persona "un sentimiento [paranoico] de ya no sentirse en casa" (the unhomely), sino de estar ahora en un lugar hostil, expropriado, habitado por otros, para usar una categoría Heideggeriana (como en Casa tomada), lugar en el cual el yo corre el riesgo de ser golpeado, violentado, desfigurado, desmembrado, desaparecido, en suma, disuelto, destruido.

Antes parte de "lo familiar", lo raro y lo extraño son ahora entidades sin forma ni sentido claros: presencias borrosas de una ausencia: fantasma o indicación de "algo" reprimido, oculto, incomprendido, cosa de otro mundo o nivel de realidad ; foco, por lo tanto, de atracción tanto como de horror.

Resultado de lo anterior, los paisajes cotidianos llenos de familiaridad y normalidad se transforman, insospechablemente, misteriosamente, incomprensiblemente, sin uno darse cuenta ni cómo ni cuándo, en otra cosa, en cosas extrañas. Las escenas normales de la vida cotidiana son alteradas por la presencia de "objetos extraños", "fuera de lugar" o "fuera de tiempo" (incómodas presencias, que aunque uno desearía que se desaparecieran siguen estando ahí), o por la ocurrencia de eventos "siniestros" que ocurren con igual familiaridad y normalidad.

La casa (lo doméstico, lo íntimo) y la ciudad (la experiencia social, la vida laboral) son los dos escenarios en donde tiene lugar la vida cotidiana (lo familiar), y por lo tanto, los lugares en donde, "en la modernidad periférica", se va a presentar lo siniestro, el horror. Dice Anthony Vidler,

As a concept the uncanny has, not unnaturally, found its metaphorical home in architecture: first in the house-haunted or not-that pretends to afford the utmost security while opening itself to the secret intrusion of terror, and second in the metropolis, where what once was walled and intimate, the confirmation of community-one has been rendered strange [a locus of spatial fear] by the spatial incursions of modernity. [...] More radically, questions of [...] subject might be linked to the continuing discourse of estrangement and the other in the social and political context of [social] exclusion. The resurgent problem of homelessness as the last traces of walfare capitalism are systematically demolished lends, finally, a special urgency to any reflection on the modern unhomely .

Ciertamente aquí hay que operar con cautela y resultaría necesaria una "historia y una geografía del miedo" como la ensayada por Yi-Fu Tuan. Por lo pronto si en el pasado europeo, Frankenstein,
Nosferatu o la proletarización (personificada en un Moloch voraz en el film Metropolis) encarnaban el horror, y a mediados de este siglo, los holocaustos y la guerra atómica, en la América Latina de hoy el horror adquiere nuevas formas y significados.

Se presenta, primero, como el nuevo bárbaro: el estado policial y el terror de Estado. Por otro lado, adquiere forma de asesino ('killer capitalism') para usar el término acuñado por la revista estadounidense Newsweek para referirse a un modelo de sociedad cuyo alimento son los despidos masivos y la eliminación de los servicios sociales.

Modelo cultural salvaje (término hoy de uso corriente para referirse al neo-liberalismo) que destruye "el sustrato social y la vida humana sobre el que descansa". Horror económico, en los términos de Viviane Forrester: horror del desempleo estructural que fuerza a millones de seres "que no sirven ni para ser explotados" a estar dispuestos a hacer cualquier cosa, por cualquier precio y en cualquier condición -incluso condiciones y formas ya semejantes a la esclavitud, y a otras formas aún más antiguas. A razón del desempleo los seres son negados como personas, se despersonalizan, deambulan a la deriva, sin casa, puntos de referencia (sociales, familiares, éticos, legales, históricos, médicos, etc.), ni sentidos.

Por ejemplo, ninguno de los tres personajes tienen ni casa ni un lugar donde "sentirse en casa". Macabea debe instalar su cuerpo y su intimidad en un cuarto de pensión con varias mujeres extrañas -para quien la extraña y rara es en realidad Macabea. Rodrigo tiene constantes conflictos en la casa. La casa es el lugar de la madre ausente pero también de riñas con su hermana y su padre. El enfermero no tiene casa, siempre aparece en su trabajo. El espacio público, "lugar de otros peligros y miedos" tampoco les permite que ellos puedan "hacerlo propio" y sentirse en "casa". En los tres casos "el sentirse en casa" es desmaterializado y substituido por el plano de la música, la radio, el walkman, la computadora, los juegos de computadora.

En RDNF, los propios jóvenes son un presencia siniestra, aterradora, lo mismo que los barrios marginales de donde provienen. Los barrios marginales de las terrazas que rodean el centro y los barrios residenciales de Medellín son -como antes el clima, la vegetación o la selva-, el lugar de lo siniestro -la cámara los muestra en tomas amplias, lentas y repetidas como una entidad agazapada y amenazante pronta a volcarse sobre el centro.

La ciudad puede olvidar o pretender que no existen, pero debe convivir con esa presencia molesta, sobre todo, omnipresente y "con vida propia", que son los barrios marginales, panopticón y aleph que observa a toda la ciudad, y observable desde toda la ciudad. La negación y olvido de esa presencia conduce a la "sorpresa" ante la "misteriosa" aparición de lo siniestro en los momentos y lugares donde no se espera que aparezcan: en casa, en el auto, en las lindas avenidas, en los espacios privados, en la intimidad, en la vida síquica.

Las escenas de horror -el robo del bebé, el robo de la motocicleta- no son otra cosa que la expresión del lado siniestro de lo sublime, de esa cosa informe, incomprensible y extraña que rodea a Medellín, y cuya expresión última resulta ser, igual que en el mencionado cuento de Cortázar, la casa burguesa reducida a osamenta y "tomada" por lo siniestro.

Pero incluso esa cosa que rodea es siniestra en otros sentidos. La normalidad de esos barrios marginales son escena de sorpresivas irrupciones de lo siniestro dentro de lo siniestro: los desaparecimientos, los cadáveres que aparecen en la vía pública, el modo en que los propios chicos se vuelven sorpresivamente contra ellos mismos, se roban y matan entre ellos. Así, en un recurso de extrañación que no es parte del repertorio realista, el espectador es primero observador de un asesinato (cuyos motivos puede o no compartir): la cámara enfoca al perseguido desde el lugar de los perseguidores -sumándose así, vicariamente, a la persecución.

Acto seguido -porque no se trata aquí de un montaje orientado a dar apariencia de realidad-, el espectador es obligado a desdoblarse (alienar su experiencia anterior) y a revivir la escena por segunda vez; esta vez, desde la perspectiva del miedo, desde el lado del otro, desde el lugar y perspectiva del muerto.

Por otra parte, lo que parecen a primera vista "barrios nuevos", van muy pronto envejeciendo, pareciéndose más a ruinas que a casas en construcción, más problemas que soluciones, que al desplegarse y avanzar van, por consiguiente, arruinando, dando origen a "una ciudad monstruosa". En ella, modernas torres de oficinas, automóviles, motos, radiograbadores, relojes digitales, música electroacústica, refrigeradores, televisores, revólveres -objetos domésticos y familiares- se transforman en tótems y fetiches que gobiernan la economía del deseo y de la muerte.

En la ciudad monstruosa lo normal y familiar es sólo una de las apariencias de lo siniestro. Lugar en que el terror, como plantea Tzvetan Todorov (siguiendo a Freud), es una consecuencia del colapso de la frontera que separaba al yo de los otros, el confort del aquí de los horrores lejanos, la vida de la muerte, la realidad de la irrealidad.

En LQV, el gigantesco barco encallado, muerto y vacío (alrededor y dentro del cual tiene lugar el re-establecimiento del orden) es ofrecido como metáfora fundante de un modelo cultural basado en el comercio, la exportación de materias primas, la industrialización pesada, en suma, la modernidad. Templo-tótem sublime por su dimensión, forma y función, fuera de lugar y de tiempo, ya sin función ni sentido, se convierte en "cuerpo extraño", presencia y metáfora de lo siniestro (expresión de "algo" sublime y fatal: origen del dolor, y en consecuencia, del miedo), a su vez generador de los espacios exteriores e interiores "enrarecidos" en los que ocurren las cosas.

De esta manera, a la serie de recursos de cámara y de edición que buscan enrarecer la imagen (ángulos, luminosidades, velocidades, distorsiones de la imagen y el sonido, cortes, etc.) se agrega la construcción de paisajes raros en sí.

Algo similar ocurre con los objetos domésticos y prácticas de la vida cotidiana -el walkman, la computadora, el teléfono-, los cuales se revelan como "única realidad" al centro de una situación "muy rara" donde no hay otras personas, nadie en las calles, no hay familiares del herido, no hay amigos ni nadie a quien llamar ni a quien recurrir.

La única realidad social de la que el enfermero no está desconectado la constituyen el herido (en coma) y los dos policías que lo persiguen. Las únicas representaciones de "la esfera pública", además de la manifestación que termina en represión ("el terror en las calles"), son la escena de la persecución en la autopista ("el terror en los espacios abiertos") y el aquelarre del concierto de rock ("terror en la ciudad por la noche") representado como lugar del vandalismo y de enfrentamiento entre jóvenes roqueros, bandas de motociclistas, y grupos policiales o para-policiales. En este contexto, donde el miedo lo ha tomado todo -casa, calle, autopista, noche- el walkman, la computadora, el juego del come-coco, y el teléfono pasan a ser el único local y refugio para el yo, en un orden cultural en que el espacio social ha sido desmaterializado, lo social eliminado, y el individuo, despersonalizado, mutilado y aislado, reducido a una expresión funcional mínima.

El desenlace, es el triunfo de lo siniestro: la vuelta a la normalidad es, en los términos de Victor Turner, "la reintegración a un orden" apenas alterado -"puesto en crisis", transitoriamente-, por el atentado, fallido, infantil, del enfermero.

En AHDE las escenas y objetos perfectamente domésticos y familiares que rodean a Macabea -cama, espejo, revistas, radio, máquina de escribir, televisión, automóvil, calles- son para Macabea "una geografía extraña" en la que ella se pierde, a quien ella teme, no puede controlar, en "una historia extraña" (la suya) a la que entra mediante "los cuentos de la adivina" (que le dice lo que le pasó, lo que le pasa, y lo que le va a pasar) y los datos y hechos, que en forma fragmentaria y arbitraria, le llegan por la radio.

El
espejo y la radio son su espacio y entorno social más inmediato, y en ese sentido, soportes del precario yo. Frente al espejo -en la medida que, estando a solas, pueda construirlo como un espacio en que su identidad no es amenazada o agredida- es quizás uno de los pocos momentos en que Macabea "se siente en casa" (el espejo tomaría aquí, en términos lacanianos, el lugar de la madre y de la casa que no tiene). Lo mismo que tendida en la cama escuchando la radio.

Por lo demás, hasta su cuerpo (cuando soñando se toca su sexo, o se orina) se le presenta distinto a sí, ajeno, produciendo una sensación de un cuerpo que no le pertenece, con vida propia, u ocupado por otra. Sin embargo, la radio, que en un principio aparece como algo sublime, por ser una instancia comunicativa, y por acceder por su intermedio a una experiencia de eso sublime que es para ella "el mundo" intuído, se torna siniestro para Macabea al quedar esclava del discurso del pronóstico del tiempo, del reloj, de los récords y de toda un desfile de datos tan insólitos como inútiles y que ella repetía, fuera de lugar y tiempo, para generar conversación. Intervención "enajenada", que no sólo no le permitía expresarse ni interesar a nadie, sino que además la iba convirtiendo a ella misma en un objeto raro, fuera de lugar, en un monstruo.

Como resultado, hasta la amistad y el amor le muestran ahora su cara siniestra: el engaño y la traición de sus dos únicas relaciones (su novio Olímpico y su compañera de oficina establecen una relación amorosa por detrás de Macabea).

En su conjunto, la
ciudad, esa presencia sublime y siniestra que la atraía y envolvía, que Macabea intuía pero no podía ver -y menos comprender-, se vuelve contra Macabea. Incapaz de discernir entre el mundo del deseo, de la ilusión y de la realidad, en una situación simple y cotidiana -como cruzar la calle- encuentra la muerte. Lo que en un primer instante, y "por estar con la cabeza en otra parte" (en el mundo de hadas y de ilusiones en el que se situaba a medias Macabea) se le presentó como lo más sublime (ella cree que, cumpliéndose la predicción de la adivina, el Príncipe Azul del Mercedes Benz gusta de ella y viene a recogerla) resultó de pronto ser, en realidad, un fatal malentendido, y Macabea muere atropellada.

Ese plano de la ensoñación, de la percepción del mundo según Macabea, es representado con el lenguaje mágico de los cortos publicitarios y de los anuncios de telenovelas (casi fotográfico, entrecortado, enrarecido por la luminosidad, el grano, la velocidad) que contrasta con el lenguaje neo-realista/naturalista del resto de la película -especialmente las escenas en el cuarto de pensión, en la oficina, o los encuentros con Olímpico en el parque o debajo de las autopistas.

Así, resultado del estado avanzado de la modernización y el desarrollo capitalista periférico -más que de su ausencia o su retraso-, y de los procesos de alienación resultantes, lo real maravilloso da lugar a lo real aterrador, a "la ciudad monstruosa". El horror que proviene del modelo cultural, del modo de producción y de la forma de organización social y política, reaparece (es re-instalado) en el espacio de lo familiar, de lo cotidiano, de lo íntimo. Lo extraño o lo siniestro, cara oculta/oscura de "lo sublime", vuelto familiar y normal, constituye la tensión estructurante de la escena distópica.

Ahora bien, para no caer nosotros mismos en una reificación fetichista, la ciudad tiene que ser vista como un producto de las prácticas sociales y espaciales de los distintos actores sociales, los cuales van construyendo una espacialidad específica. Sin embargo, la ciudad y sus opciones preceden a los actores sociales. Si al entrar en la vida social, en la vida urbana, los actores se someten por cuenta propia al conjunto de normas y lógicas sociales y espaciales -sancionadas por la sociedad y el Estado-, o si, en su defecto, son forzados a hacerlo, actualizan la ciudad en la que entran. En este sentido, la ciudad tiende a reproducirse a sí misma.

La incapacidad de producir discursos analíticos, totalizantes (y realistas en ese sentido), estéticamente aceptables y persuasivos (en un contexto de recepción que rechaza este tipo de planteamientos), y de nombrar las cosas por su nombre (causas convertidas, por consiguiente, en lo inefable, y su narración, en tabú) desemboca en una estrategia de representación reificadora y fetichista donde la ciudad se vuelve un monstruo, y lo sublime, desplegado al nivel del espacio de lo familiar, lo cotidiano -tanto público como doméstico- se enrarece y se vuelve siniestro.

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