I. La hora destemplada: desencanto y utopía
En
marzo de 1996, en La hora destemplada. Cuando la utopía
ya fue, nota aparecida en el semanario Brecha de Montevideo,
Luis Pérez Aguirre planteaba que
"una
suerte de desencanto parecería envolvernos hoy a quienes
habíamos participado de antiguas batallas llenos de hermosas
banderas pletóricas de futuro. Esta hora parece estar
cargada de desencantos y de humillantes 'realismos' [...]"
Tales
palabras, evocan, inmediatamente, una cadena de imágenes,
puestas a circular en los últimos años, de muros,
estatuas y revoluciones derrumbadas, y nociones como la del "fin
de la historia", "el colapso de las grandes interpretaciones
de la historia", "la utopía desarmada",
"el otro sendero", o "la revolución silenciosa",
todo lo cual "subraya la irrelevancia de todo pensamiento
utópico" y estimula el conformismo con el orden social
y simbólico actual. En respuesta a lo anterior, Pérez
Aguirre concluye su intervención, alegando que
"en
la hora actual, la de la masiva y compacta presencia de los excluidos
sociales del sistema neoliberal posmoderno, nadie se puede permitir
el lujo de negar la vigencia de la práctica utópica
[...] ni dejar de sentir la necesidad de proclamar contra viento
y marea aquella visión de García Márquez
de "una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde
nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde
de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde
las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan
por fin una segunda oportunidad sobre la tierra". Porque,
digo yo, parafraseando a Leonardo Boff, si el presente no les
pertenece, y el pasado perteneció a sus amos y señores,
sólo les queda el futuro para soñarlo."
Fue este contexto lo que, en un principio, despertó mi
curiosidad, no por los discursos utópicos, sino, por sus
opuestos: los discursos vaciados de toda utopía. Fue así
que decidí ponerme a reflexionar sobre tres películas
relativamente recientes, que recordaba, precisamente, como vaciadas
de toda utopía.
Me refiero a Rodrigo D: No Futuro (Víctor Gaviria,
Colombia, 1990), A hora da estrela (Suzana Amaral, Brasil,
1985), o Lo que vendrá (Gustavo Mosquera, Argentina,
1988).
Si bien estas obras ponen en circulación perspectivas,
visiones de mundo y propuestas estéticas en conflicto
con el modelo desarrollista -neoliberal posmoderno-,
no son en absoluto utópicas. Se sitúan tanto enfrente
de las narrativas desarrollistas como de los discursos contra-hegemónicos
articulados en torno a la formulación de utopías.
Porque todo proyecto cultural, utópico o no, presupone
una agencia histórica (un colectivo de personas
organizadas) encargada de formularlo, convertirlo en programa
y llevarlo adelante, enfrentada a otras agencias históricas
con las que entra en conflicto o alianzas, y una subjetividad
social acorde con estas tareas. En estas tres películas
las agencias históricas brillan por su ausencia, y las
tres subjetividades sociales exploradas (los jóvenes,
los marginados, los roqueros punk, los individuos aislados, etc.)
son tan patéticas como inviables.
Lo que vendrá tiene lugar en una hipotética
ciudad del futuro -aunque muy parecida a la Argentina
del pasado reciente. Manuel Galván, entreverado, sin querer,
en una manifestación que le pasa al lado pero de la que
no participa, es baleado en la acción represiva.
Al llegar a recoger al herido, el conductor de la ambulancia (representado
por la estrella de rock Charly García)
comprende que el que le disparó fue el policía a
cargo del operativo. A raíz de ello, le acosa telefónica
y sicológicamente, y un día, buscando asesinarlo,
le incendia la casa.
La trama se invierte cuando el policía escapa al atentado,
consigue identificar a su perseguidor, y se vuelve contra él,
forzándole a aislarse en su mundo interior y limitarse
a sus funciones. La segunda cuenta la historia de Macabea, una
muchacha del nordeste de Brasil que llega a San Pablo. Incapaz
de integrarse social, cultural y productivamente en la vida de
la capital muere en un accidente, producto, una vez más,
de un malentendido. Macabea no sólo vive sin comprender
sino que muere sin comprender.
Rodrigo
D
es la historia de un adolescente de los barrios marginales de
Medellín quién se adhiere a la visión de
mundo punk y quiere ser baterista en un grupo de rock.
Sin poder plantearse una forma de vida viable y un sentido, antes
de terminar muerto -como tantos amigos suyos- decide suicidarse.
Tanto en estos dos últimos filmes, en apariencia, de corte
neo-realista, como en LQV, en apariencia, poco más
que un policial de ciencia ficción, la estrategia
de representación descansa sobre la construcción
de una escena distópica, que será
el foco de la siguiente reflexión.
La noción de utopía, como se sabe, está
asociada a una especie de literatura de viaje en donde se da
noticia de ciudades ideales, ofrecidas como modelos para
construir formas de organización social terrenales alternativas,
superiores y más perfectas -y entre cuyos ejemplos paradigmáticos
se hallan La República de Platón, la Utopía
(1516) de More, La ciudad del sol (1623) de Campanella,
la Nueva Atlántida (1626) de Bacon.
La noción de distopía o anti-utopía,
por el contrario, remite a toda otra subespecie discursiva, centrada
en el fracaso de llegar a Utopía, y en la llegada a Distopía,
organizaciones sociales invertidas, desviadas, terribles y monstruosas.
II.
Narrativas distópicas de la modernidad periférica
Si
los discursos utópicos suponen la formulación un
mundo alternativo, donde todo está bien y las
cosas son como deberían ser, ofrecidos como marcos
de crítica social y como modelos a ser emulados, el discurso
distópico, por el contrario, se encarga de proyectar un
mundo de horror, en que las cosas han salido mal, todo
ha resultado al revés, y que en resumen, se halla
en las antípodas de Utopía.
La narrativa distópica se centra, por consiguiente, sobre
los territorios que han quedado fuera de los marcos de representación
del modelo cultural hegemónico. Fuera de escena, lo
obsceno pasa a ocupar el proscenio.
En el contexto de este fin de siglo lo obsceno es la situación
y la falta de sentido de la vida de un vasto sector de la población
(las clases bajas, los marginados, los jóvenes, los desempleados)
el cual ha sido declarado, sencillamente, mano de obra barata,
sobrante, hojarasca.
Expulsados por el modelo económico y la política
anti-social de Estado, la fuerza y la violencia los mantiene
afuera. Ese estar afuera supone quedar al margen de los
roles y privilegios del modelo cultural, e incluso, no ser considerados
siquiera personas.
Uso aquí la noción de persona tomada del
discurso de los derechos humanos. Por derechos humanos entendemos
la serie de valores, leyes morales y normas de convivencia necesarias
para que todos los individuos de una sociedad, por el mero de
hecho de nacer, sean considerados personas.
Esto
significa que se reconoce que todo ser humano posee una conciencia
dotada de memoria, valores y capacidad de discernimiento, que
puede evaluar una situación y planificar el futuro como
resultado de una voluntad incentivada y apoyada por su comunidad,
y que tiene algo para contribuir al bienestar de esa comunidad.
La
comunidad está en consecuencia obligada a poner a disposición
de cada persona todos los espacios y todos los instrumentos culturales
producidos o disponibles a dicha comunidad. Dotada la persona
de estatus de interlocutor válido y de contribuyente cultural,
la comunidad espera que la persona acceda a esos espacios e instrumentos
culturales, los use, los recree y los modifique para el enriquecimiento
personal y colectivo.
En
esa travesía social y existencial por la historia y la
civilización humana el ser humano desarrolla la conciencia,
los hábitos y las conductas que lo definen como persona,
exigiendo para sí y para otros la condición de
tal.
En una situación distópica ocurre exactamente lo
contrario: en vez de realizarse como personas los seres humanos,
todo un amplio sector de actores sociales se des-personaliza.
En
el teatro clásico cada género dramático
se correspondía con un tipo particular de escena. Siguiendo
a Vitruvio, Serlio, habla de "la escena trágica",
"la escena cómica", "la escena pastoril"
o "gruttesca", cada una asociada a un grupo
de temas, a un tipo conflicto, a un tipo de personajes, y a un
tipo de desarrollo y final. Todo ello era resumido e indicado
desde el comienzo por un tipo particular de "paisaje".
De aquí el tratamiento diferente de las entradas laterales
o traseras, el modo de arreglar las escaleras del proscenio,
la disposición, estilo y forma de los elementos arquitectónicos,
el uso de la simetría y de las perspectivas, la representación
de la naturaleza (bosques, rocas, matorrales, corrientes de agua).
Aunque ya no es posible hablar en los términos rígidos
y normativos del teatro clásico, una lectura de estas
tres obras permite distinguir un modo de representación
que intenta captar, y crear la ilusión, de la modernidad
periférica , y que aquí voy a llamar la escena
distópica.
La
escena distópica, por lo tanto, tiene que ser entendida
como una convención dramática que pasa a integrar,
junto a otras opciones (escenas), el repertorio de recursos expresivos.
La escena distópica consiste de (a) un tipo
de materialidad, organización espacial y experiencia sensual
(que conforma un orden y un paisaje de objetos particular), y
de (b) un tipo de subjetividad social producto
de esos espacios y de la relación con esas formas, objetos,
paisajes y experiencias.
La escena se corresponde con un sistema de representación.
Así, si "la escena trágica" se corresponde
con una "sistema trágico", el cual supone unos
personajes trágicos, una situación trágica,
una falla trágica, un esquema de desarrollo trágico,
un desenlace trágico, y hasta un tipo de relación
estética y mental entre el público y la representación
(empatía, catarsis, distanciamiento,
etc.), lo mismo ocurre con la escena distópica.
Finalmente, puesto que "lo que se ve" es producto de
un "ángulo", de un "enfoque", de una
"luminosidad", y de un "marco" -como nos
los recuerda Cortázar en Las babas del diablo-
la espacialidad producida, en téminos de Henri Lefebvre
, intenta expresar un "modo de ver y representar la realidad".
Lo representado es tanto "contenido" como "método"
(para construir realidades) y "estrategia" para acercarse
a ellas, comprenderlas y darles sentido (en este caso, vaciarlas
de sentido).
III. La otra cara de lo sublime: la escena enrarecida y el
reino de lo siniestro
Intento en esta parte hablar del horror; no como contexto
sino como núcleo y motor de nuestra reflexión.
Por el papel que el horror juega en la constitución de
subjetividades sociales, antes que nada; pero sobre todo, por
el papel del horror como estrategia de representación
y narración al centro de una estética distópica.
En este sentido será preciso aprovechar los aportes de
los estudios del horror.
La escena distópica no se organiza en torno a la
exposición explícita y abrumadora de sistemas de
sometimiento y exterminio social, a la manera, por ejemplo, de
La máquina del tiempo, 1984, El reino de este
mundo o el Recurso del método. Se trata, por
el contrario, de situaciones de aparente normalidad, en
que los personajes se desintegran, son enajenados o eliminados
por fuerzas familiares-pero-siniestras, mostrando, con naturalidad,
la consumación de una cotidianidad organizada y regulada
por lógicas extrañas, anti-valores, cosas raras
que pasan.
La escena
distópica es resultado del enrarecimiento del paisaje
familiar y cotidiano, o de cuando lo familiar y cotidiano se vuelve
raro, extraño, y lo sublime da
paso a su lado oculto, lo siniestro.
Si la hipótesis es acertada, es decir, si se acepta que
esa cotidianidad extraña y fatal, vaciada de agencias
históricas, vaciadas de utopías y vaciada de sentidos,
es la textura y motor dramático en estas películas,
quizás convenga entonces recurrir a los planteos freudianos
que se ocupan de sensaciones, experiencias estéticas y
síquicas, en suma pre-racionales, tales como lo sublime,
lo raro, la casa enajenada, el miedo, lo siniestro, para mejor
investigar el modo en que estas películas se las ingenian
para evocar y representar estéticamente la situación
distópica, es decir, la geometría y la mecánica
de la escena distópica que se halla por debajo
de un (neo)realismo tan sólo aparente.
Según Freud -y casi todas las reflexiones en torno al
tema del horror y de lo siniestro en la experiencia estética,
de lo real así como en el arte, conducen a su ensayo de
1919- estas impresiones sensoriales y sentimientos son producto
de situaciones y vivencias particulares. Si bien son parte de
la vida síquica y subjetiva se originan en la vida social:
en la relación con el paisaje, con lo material, con los
otros (la familia, los amigos, las instituciones sociales y culturales,
etc.), en suma, se originan en la relación (sensorial,
sensual) con el mundo, y en tal sentido, se originan en una relación
estética.
Lo
siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta
las cosas conocidas y familiares, y que hace que bajo "ciertas
condiciones" (una causalidad, explicación y significado
fuera de marco, fuera de foco) las cosas familiares se vuelvan
siniestras. Lo siniestro causa angustia y miedo porque lo conocido,
lo propio, (la casa, el cuerpo, la calle, los amigos) se vuelven
lo desconocido y lo ajeno.
Lo mismo que en los cuentos de Poe, Quiroga o Cortázar, lo aterrador,
"la barbarie" , lo que acosa, angustia y da miedo, se
instala en lo cotidiano, en "las cosas raras" y extrañas
(the uncanny) que se hallan en el espacio doméstico.
El espacio privado e íntimo, donde la persona se sentía
"a gusto", "en casa", resulta alterado y enrarecido
por un regreso, por "una presencia extraña".
Esto
produce en la persona "un sentimiento [paranoico] de ya
no sentirse en casa" (the unhomely), sino de estar
ahora en un lugar hostil, expropriado, habitado por otros, para
usar una categoría Heideggeriana (como en Casa tomada),
lugar en el cual el yo corre el riesgo de ser golpeado, violentado,
desfigurado, desmembrado, desaparecido, en suma, disuelto, destruido.
Antes parte de "lo familiar", lo raro y lo extraño
son ahora entidades sin forma ni sentido claros: presencias borrosas
de una ausencia: fantasma o indicación de "algo"
reprimido, oculto, incomprendido, cosa de otro mundo o nivel
de realidad ; foco, por lo tanto, de atracción tanto como
de horror.
Resultado de lo anterior, los paisajes cotidianos llenos de familiaridad
y normalidad se transforman, insospechablemente, misteriosamente,
incomprensiblemente, sin uno darse cuenta ni cómo
ni cuándo, en otra cosa, en cosas extrañas.
Las escenas normales de la vida cotidiana son alteradas por la
presencia de "objetos extraños", "fuera
de lugar" o "fuera de tiempo" (incómodas
presencias, que aunque uno desearía que se desaparecieran
siguen estando ahí), o por la ocurrencia de eventos "siniestros"
que ocurren con igual familiaridad y normalidad.
La casa (lo doméstico, lo íntimo) y la ciudad (la
experiencia social, la vida laboral) son los dos escenarios en
donde tiene lugar la vida cotidiana (lo familiar), y por lo tanto,
los lugares en donde, "en la modernidad periférica",
se va a presentar lo siniestro, el horror. Dice Anthony Vidler,
As a concept
the uncanny has, not unnaturally, found its metaphorical home
in architecture: first in the house-haunted or not-that pretends
to afford the utmost security while opening itself to the secret
intrusion of terror, and second in the metropolis, where what
once was walled and intimate, the confirmation of community-one
has been rendered strange [a locus of spatial fear] by the spatial
incursions of modernity. [...] More radically, questions of [...]
subject might be linked to the continuing discourse of estrangement
and the other in the social and political context of [social]
exclusion. The resurgent problem of homelessness as the last
traces of walfare capitalism are systematically demolished lends,
finally, a special urgency to any reflection on the modern unhomely .
Ciertamente aquí hay que operar con cautela y resultaría
necesaria una "historia y una geografía del miedo"
como la ensayada por Yi-Fu Tuan. Por lo pronto si en el pasado
europeo, Frankenstein, Nosferatu o la proletarización
(personificada en un Moloch voraz en el film Metropolis)
encarnaban el horror, y a mediados de este siglo, los holocaustos
y la guerra atómica, en la América Latina de hoy
el horror adquiere nuevas formas y significados.
Se
presenta, primero, como el nuevo bárbaro: el estado policial
y el terror de Estado. Por otro lado, adquiere forma de asesino
('killer capitalism') para usar el término acuñado
por la revista estadounidense Newsweek para referirse
a un modelo de sociedad cuyo alimento son los despidos masivos
y la eliminación de los servicios sociales.
Modelo
cultural salvaje (término hoy de uso corriente para referirse
al neo-liberalismo) que destruye "el sustrato social y la
vida humana sobre el que descansa". Horror económico,
en los términos de Viviane Forrester: horror del desempleo
estructural que fuerza a millones de seres "que no sirven
ni para ser explotados" a estar dispuestos a hacer cualquier
cosa, por cualquier precio y en cualquier condición -incluso
condiciones y formas ya semejantes a la esclavitud, y a otras
formas aún más antiguas. A razón del desempleo
los seres son negados como personas, se despersonalizan, deambulan
a la deriva, sin casa, puntos de referencia (sociales, familiares,
éticos, legales, históricos, médicos, etc.),
ni sentidos.
Por ejemplo, ninguno de los tres personajes tienen ni casa ni
un lugar donde "sentirse en casa". Macabea debe instalar
su cuerpo y su intimidad en un cuarto de pensión con varias
mujeres extrañas -para quien la extraña y rara
es en realidad Macabea. Rodrigo tiene constantes conflictos en
la casa. La casa es el lugar de la madre ausente pero también
de riñas con su hermana y su padre. El enfermero no tiene
casa, siempre aparece en su trabajo. El espacio público,
"lugar de otros peligros y miedos" tampoco les permite
que ellos puedan "hacerlo propio" y sentirse en "casa".
En los tres casos "el sentirse en casa" es desmaterializado
y substituido por el plano de la música, la radio, el
walkman, la computadora, los juegos de computadora.
En RDNF, los propios jóvenes son un presencia siniestra,
aterradora, lo mismo que los barrios marginales de donde provienen.
Los barrios marginales de las terrazas que rodean el centro y
los barrios residenciales de Medellín son -como antes
el clima, la vegetación o la selva-, el lugar de lo siniestro
-la cámara los muestra en tomas amplias, lentas y repetidas
como una entidad agazapada y amenazante pronta a volcarse sobre
el centro.
La
ciudad puede olvidar o pretender que no existen, pero debe convivir
con esa presencia molesta, sobre todo, omnipresente y "con
vida propia", que son los barrios marginales, panopticón
y aleph que observa a toda la ciudad, y observable desde toda
la ciudad. La negación y olvido de esa presencia conduce
a la "sorpresa" ante la "misteriosa" aparición
de lo siniestro en los momentos y lugares donde no se espera
que aparezcan: en casa, en el auto, en las lindas avenidas, en
los espacios privados, en la intimidad, en la vida síquica.
Las
escenas de horror -el robo del bebé, el robo de la motocicleta-
no son otra cosa que la expresión del lado siniestro de
lo sublime, de esa cosa informe, incomprensible y extraña
que rodea a Medellín, y cuya expresión última
resulta ser, igual que en el mencionado cuento de Cortázar,
la casa burguesa reducida a osamenta y "tomada" por
lo siniestro.
Pero incluso esa cosa que rodea es siniestra en otros sentidos.
La normalidad de esos barrios marginales son escena de sorpresivas
irrupciones de lo siniestro dentro de lo siniestro: los desaparecimientos,
los cadáveres que aparecen en la vía pública,
el modo en que los propios chicos se vuelven sorpresivamente
contra ellos mismos, se roban y matan entre ellos. Así,
en un recurso de extrañación que no es parte del
repertorio realista, el espectador es primero observador
de un asesinato (cuyos motivos puede o no compartir): la cámara
enfoca al perseguido desde el lugar de los perseguidores -sumándose
así, vicariamente, a la persecución.
Acto
seguido -porque no se trata aquí de un montaje orientado
a dar apariencia de realidad-, el espectador es obligado a desdoblarse
(alienar su experiencia anterior) y a revivir la escena
por segunda vez; esta vez, desde la perspectiva del miedo, desde
el lado del otro, desde el lugar y perspectiva del muerto.
Por otra parte, lo que parecen a primera vista "barrios
nuevos", van muy pronto envejeciendo, pareciéndose
más a ruinas que a casas en construcción,
más problemas que soluciones, que al desplegarse y avanzar
van, por consiguiente, arruinando, dando origen a "una
ciudad monstruosa". En ella, modernas torres de oficinas,
automóviles, motos, radiograbadores, relojes digitales,
música electroacústica, refrigeradores, televisores,
revólveres -objetos domésticos y familiares- se
transforman en tótems y fetiches que gobiernan la economía
del deseo y de la muerte.
En la ciudad monstruosa lo normal y familiar es sólo una
de las apariencias de lo siniestro. Lugar en que el terror, como
plantea Tzvetan Todorov (siguiendo a Freud), es una consecuencia
del colapso de la frontera que separaba al yo de los otros, el
confort del aquí de los horrores lejanos, la vida de la
muerte, la realidad de la irrealidad.
En LQV, el gigantesco barco encallado, muerto y vacío
(alrededor y dentro del cual tiene lugar el re-establecimiento
del orden) es ofrecido como metáfora fundante de un
modelo cultural basado en el comercio, la exportación
de materias primas, la industrialización pesada, en suma,
la modernidad. Templo-tótem sublime por su dimensión,
forma y función, fuera de lugar y de tiempo, ya sin función
ni sentido, se convierte en "cuerpo extraño",
presencia y metáfora de lo siniestro (expresión
de "algo" sublime y fatal: origen del dolor, y en consecuencia,
del miedo), a su vez generador de los espacios exteriores e interiores
"enrarecidos" en los que ocurren las cosas.
De esta manera, a la serie de recursos de cámara y de
edición que buscan enrarecer la imagen (ángulos,
luminosidades, velocidades, distorsiones de la imagen y el sonido,
cortes, etc.) se agrega la construcción de paisajes raros
en sí.
Algo similar ocurre con los objetos domésticos y prácticas
de la vida cotidiana -el walkman, la computadora, el teléfono-,
los cuales se revelan como "única realidad"
al centro de una situación "muy rara" donde
no hay otras personas, nadie en las calles, no hay familiares
del herido, no hay amigos ni nadie a quien llamar ni a quien
recurrir.
La única realidad social de la que el enfermero no está
desconectado la constituyen el herido (en coma) y los dos policías
que lo persiguen. Las únicas representaciones de "la
esfera pública", además de la manifestación
que termina en represión ("el terror en las calles"),
son la escena de la persecución en la autopista ("el
terror en los espacios abiertos") y el aquelarre del concierto
de rock ("terror en la ciudad por la noche") representado
como lugar del vandalismo y de enfrentamiento entre jóvenes
roqueros, bandas de motociclistas, y grupos policiales o para-policiales.
En este contexto, donde el miedo lo ha tomado todo -casa, calle,
autopista, noche- el walkman, la computadora, el juego del come-coco,
y el teléfono pasan a ser el único local y refugio
para el yo, en un orden cultural en que el espacio social ha
sido desmaterializado, lo social eliminado, y el individuo, despersonalizado,
mutilado y aislado, reducido a una expresión funcional
mínima.
El desenlace, es el triunfo de lo siniestro: la vuelta a la normalidad
es, en los términos de Victor Turner, "la reintegración
a un orden" apenas alterado -"puesto en crisis",
transitoriamente-, por el atentado, fallido, infantil, del enfermero.
En AHDE las escenas y objetos perfectamente domésticos
y familiares que rodean a Macabea -cama, espejo, revistas, radio,
máquina de escribir, televisión, automóvil,
calles- son para Macabea "una geografía extraña"
en la que ella se pierde, a quien ella teme, no puede controlar,
en "una historia extraña" (la suya) a la que
entra mediante "los cuentos de la adivina" (que le
dice lo que le pasó, lo que le pasa, y lo que le va a
pasar) y los datos y hechos, que en forma fragmentaria y arbitraria,
le llegan por la radio.
El espejo y la radio son
su espacio y entorno social más inmediato, y en ese sentido,
soportes del precario yo. Frente al espejo -en la medida que,
estando a solas, pueda construirlo como un espacio en que su identidad
no es amenazada o agredida- es quizás uno de los pocos
momentos en que Macabea "se siente en casa" (el espejo
tomaría aquí, en términos lacanianos, el
lugar de la madre y de la casa que no tiene). Lo mismo que tendida
en la cama escuchando la radio.
Por lo demás, hasta su cuerpo (cuando soñando se
toca su sexo, o se orina) se le presenta distinto a sí,
ajeno, produciendo una sensación de un cuerpo que no le
pertenece, con vida propia, u ocupado por otra. Sin embargo,
la radio, que en un principio aparece como algo sublime, por
ser una instancia comunicativa, y por acceder por su intermedio
a una experiencia de eso sublime que es para ella "el mundo"
intuído, se torna siniestro para Macabea al quedar esclava
del discurso del pronóstico del tiempo, del reloj, de
los récords y de toda un desfile de datos tan insólitos
como inútiles y que ella repetía, fuera de lugar
y tiempo, para generar conversación. Intervención
"enajenada", que no sólo no le permitía
expresarse ni interesar a nadie, sino que además la iba
convirtiendo a ella misma en un objeto raro, fuera de lugar,
en un monstruo.
Como resultado, hasta la amistad y el amor le muestran ahora
su cara siniestra: el engaño y la traición de sus
dos únicas relaciones (su novio Olímpico y su compañera
de oficina establecen una relación amorosa por detrás
de Macabea).
En su conjunto, la ciudad, esa presencia sublime y siniestra que la
atraía y envolvía, que Macabea intuía pero
no podía ver -y menos comprender-, se vuelve contra Macabea.
Incapaz de discernir entre el mundo del deseo, de la ilusión
y de la realidad, en una situación simple y cotidiana -como
cruzar la calle- encuentra la muerte. Lo que en un primer instante,
y "por estar con la cabeza en otra parte" (en el mundo
de hadas y de ilusiones en el que se situaba a medias Macabea)
se le presentó como lo más sublime (ella cree que,
cumpliéndose la predicción de la adivina, el Príncipe
Azul del Mercedes Benz gusta de ella y viene a recogerla) resultó
de pronto ser, en realidad, un fatal malentendido, y Macabea muere
atropellada.
Ese plano de la ensoñación, de la percepción
del mundo según Macabea, es representado con el lenguaje
mágico de los cortos publicitarios y de los anuncios de
telenovelas (casi fotográfico, entrecortado, enrarecido
por la luminosidad, el grano, la velocidad) que contrasta con
el lenguaje neo-realista/naturalista del resto de la película
-especialmente las escenas en el cuarto de pensión, en
la oficina, o los encuentros con Olímpico en el parque
o debajo de las autopistas.
Así, resultado del estado avanzado de la modernización
y el desarrollo capitalista periférico -más que
de su ausencia o su retraso-, y de los procesos de alienación
resultantes, lo real maravilloso da lugar a lo real
aterrador, a "la ciudad monstruosa". El horror
que proviene del modelo cultural, del modo de producción
y de la forma de organización social y política,
reaparece (es re-instalado) en el espacio de lo familiar, de
lo cotidiano, de lo íntimo. Lo extraño o
lo siniestro, cara oculta/oscura de "lo sublime",
vuelto familiar y normal, constituye la tensión estructurante
de la escena distópica.
Ahora bien, para no caer nosotros mismos en una reificación
fetichista, la ciudad tiene que ser vista como un producto de
las prácticas sociales y espaciales de los distintos actores
sociales, los cuales van construyendo una espacialidad específica.
Sin embargo, la ciudad y sus opciones preceden a los actores
sociales. Si al entrar en la vida social, en la vida urbana,
los actores se someten por cuenta propia al conjunto de normas
y lógicas sociales y espaciales -sancionadas por la sociedad
y el Estado-, o si, en su defecto, son forzados a hacerlo, actualizan
la ciudad en la que entran. En este sentido, la ciudad tiende
a reproducirse a sí misma.
La incapacidad de producir discursos analíticos, totalizantes
(y realistas en ese sentido), estéticamente aceptables
y persuasivos (en un contexto de recepción que rechaza
este tipo de planteamientos), y de nombrar las cosas por su nombre
(causas convertidas, por consiguiente, en lo inefable,
y su narración, en tabú) desemboca en una
estrategia de representación reificadora y fetichista
donde la ciudad se vuelve un monstruo, y lo sublime, desplegado
al nivel del espacio de lo familiar, lo cotidiano -tanto público
como doméstico- se enrarece y se vuelve siniestro.
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