Por un siglo al menos, generaciones de intelectuales se deslumbraron
con una suerte de atroz milagro ctónico: el dictador latinoamericano.
Fue una huella literaria abierta por escritores de afuera (Valle Inclán, O' Henry, Miomandre,
Conrad), pero que
se volvió casi obligatoria para los narradores de Hispanoamérica.
Curiosamente, cuando en
el cruce de milenios el decrépito y acosado Augusto
Pinochet podría dar pie para una renovación
del género, por ejemplo, intentando novelar al dictador
jubilado, Mario Vargas Llosa, que se había mantenido al
margen de esta tópica, decidió novelar uno anacrónico:
Rafael Trujillo. ¿Por qué ese desfasaje? ¿Porqué
desdeñar el manjar narrativo que cotidiano ofrece Pinochet
con su bastón, sus pilosidades huérfanas, sus achaques
sobreactuados, y dedicarse a reactivar a un déspota del
pretérito? Tal vez porque la figura del dictador es casi
inseparable de un modelo de escriba, que pensó que se podía
retrucar la tiranía con cierta reivindicación autorial.
Dicho de otro modo, sucedía que, si el dictador exiliaba
al escritor, éste, desde lejos, denunciante y resentido,
se podía vengar de él sometiéndolo en una
novela manejada con destreza tecnológia.
Claro ejemplo de este resentimiento
vengativo y programático fue la propuesta que, hace tres
décadas, formulara Carlos
Fuentes a sus colegas: realizar un volumen colectivo de novelas
sobre dictadores folclóricos. Si bien el volumen colectivo
nunca llegó a publicarse, el ejercicio de redacción
hizo emerger varias novelas: una reincidencia de Carpentier, El
recurso del método; El otoño del patriarca,
de García Márquez, Terra Nostra, de Fuentes
y, la mejor de esta serie, Yo el Supremo, de Augusto Roa
Bastos (por la época,
también, Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri).
Este tipo de propuesta tallerista dejaba encumbrado, a la vera
del dictador, a una nueva figura mitológica: el novelista
hispanoamericano. Se podría por aquí entender el
retraso de tres décadas de Vargas Llosa para reconstruir
la dictadura de Trujillo (que
a su turno se prolongara tres décadas): parecería que el resentimiento del
narrador casi coincide en edad con Vargas Llosa ya que, justo
cuando el mundo persigue al decrépito Pinochet para ajusticiarlo,
Vargas Llosa intenta monumentalizar su propio ajusticiamiento,
y declara, cuando presenta La fiesta del Chivo, que si
bien el escritor es
un Dios, debe ser un dios justo.
Sin embargo, si se
lee otra novela de dictador, El señor presidente,
de Miguel Ángel Asturias, se verifica pacotilla la rencorosa
deificación del escritor. Como muchos de los colegas que
habrían de sucederlo, el guatemalteco empezó a
borronear a su dictador desde la lejanía. Por décadas,
batalló con su novela en términos desiguales, porque
estaba anegado por los estrépitos de la vanguardia europea.
Casi en cada página quedamos al borde de la piedad, conmovidos
por la vejez de las marcas expresionistas, por la naif fascinación
con el montaje cinematográfico; pero esas tentativas,
que envejecen la novela, son barridas por un empuje victorioso,
por un lenguaje sísmico que termina barriendo al escritor
presuntuoso y vanguardista para entonar un himno satánico
al dictador.
A diferencia de los novelistas
autodeificados, que se creyeron con potestad para premiar y castigar
con sus tecnologías, Asturias, que no abandonó la
humildad del arte, dejó todas
sus fuerzas en el servicio del dios tortuoso que lo reclamó.
Como premio a esta fidelidad -modestia imprescindible para alcanzar
una obra de genio-, El señor presidente cruzó
siglos puntualmente datada, pero borboteando una felicidad negra.
* Publicado originalmente en Insomnia
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