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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ASTURIAS, MIGUEL ÁNGEL - EL SEÑOR PRESIDENTE - VARGAS LLOSA, MARIO - FUENTES, CARLOS - LA FIESTA DEL CHIVO -


El señor y su servidor*

Amir Hamed
A diferencia de los novelistas autodeificados, que se creyeron con potestad para premiar y castigar con sus tecnologías, Asturias, que no abandonó la humildad del arte, dejó todas sus fuerzas en el servicio del dios tortuoso que lo reclamó


Por un siglo al menos, generaciones de intelectuales se deslumbraron con una suerte de atroz milagro ctónico: el dictador latinoamericano. Fue una huella literaria abierta por escritores de afuera
(Valle Inclán, O' Henry, Miomandre, Conrad), pero que se volvió casi obligatoria para los narradores de Hispanoamérica.

Curiosamente, cuando en el cruce de milenios el decrépito y acosado Augusto Pinochet podría dar pie para una renovación del género, por ejemplo, intentando novelar al dictador jubilado, Mario Vargas Llosa, que se había mantenido al margen de esta tópica, decidió novelar uno anacrónico: Rafael Trujillo. ¿Por qué ese desfasaje? ¿Porqué desdeñar el manjar narrativo que cotidiano ofrece Pinochet con su bastón, sus pilosidades huérfanas, sus achaques sobreactuados, y dedicarse a reactivar a un déspota del pretérito? Tal vez porque la figura del dictador es casi inseparable de un modelo de escriba, que pensó que se podía retrucar la tiranía con cierta reivindicación autorial. Dicho de otro modo, sucedía que, si el dictador exiliaba al escritor, éste, desde lejos, denunciante y resentido, se podía vengar de él sometiéndolo en una novela manejada con destreza tecnológia.

Claro ejemplo de este resentimiento vengativo y programático fue la propuesta que, hace tres décadas, formulara Carlos Fuentes a sus colegas: realizar un volumen colectivo de novelas sobre dictadores folclóricos. Si bien el volumen colectivo nunca llegó a publicarse, el ejercicio de redacción hizo emerger varias novelas: una reincidencia de Carpentier, El recurso del método; El otoño del patriarca, de García Márquez, Terra Nostra, de Fuentes y, la mejor de esta serie, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos (por la época, también, Oficio de difuntos, de Arturo Uslar Pietri).

Este tipo de propuesta tallerista dejaba encumbrado, a la vera del dictador, a una nueva figura mitológica: el novelista hispanoamericano. Se podría por aquí entender el retraso de tres décadas de Vargas Llosa para reconstruir la dictadura de Trujillo
(que a su turno se prolongara tres décadas): parecería que el resentimiento del narrador casi coincide en edad con Vargas Llosa ya que, justo cuando el mundo persigue al decrépito Pinochet para ajusticiarlo, Vargas Llosa intenta monumentalizar su propio ajusticiamiento, y declara, cuando presenta La fiesta del Chivo, que si bien el escritor es un Dios, debe ser un dios justo.

Sin embargo, si se lee otra novela de dictador, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, se verifica pacotilla la rencorosa deificación del escritor. Como muchos de los colegas que habrían de sucederlo, el guatemalteco empezó a borronear a su dictador desde la lejanía. Por décadas, batalló con su novela en términos desiguales, porque estaba anegado por los estrépitos de la vanguardia europea. Casi en cada página quedamos al borde de la piedad, conmovidos por la vejez de las marcas expresionistas, por la naif fascinación con el montaje cinematográfico; pero esas tentativas, que envejecen la novela, son barridas por un empuje victorioso, por un lenguaje sísmico que termina barriendo al escritor presuntuoso y vanguardista para entonar un himno satánico al dictador.

A diferencia de los novelistas autodeificados, que se creyeron con potestad para premiar y castigar con sus tecnologías, Asturias, que no abandonó la humildad del arte, dejó todas sus fuerzas en el servicio del dios tortuoso que lo reclamó. Como premio a esta fidelidad -modestia imprescindible para alcanzar una obra de genio-, El señor presidente cruzó siglos puntualmente datada, pero borboteando una felicidad negra.

* Publicado originalmente en Insomnia

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