Pasó el cambio del 1999 al 2000, y no pasó nada.
Quienes esperaban el fin del mundo acaban de comprobar una vez
más, tal vez perplejos, que una cosa son los arquetipos
-discúlpese la aparentemente anacrónica terminología-
y otra los hechos. Vulgo, que la cuestión de que la humanidad
sienta que, en fecha tan señalada como ésta, se
acaba todo y el apocalipsis adviene no implica un evento tan
craso y cinematográfico como ríos de fuego y lava,
ni un cuerpo celeste enorme colisionando contra la tierra, ni
a los rusos, viviendo en su caos poscomunista y dejando escapar
una barbaridad de misiles a la marchanta.
El fin del mundo bien podría ser el fin del mundo tal como
lo conocíamos y lo interpretábamos. El
fin del mundo bien puede haber ocurrido silenciosamente cuando
se generalizó internet,
cuando se clonó la oveja Dolly, o cuando se hizo natural
que los occidentales comenzaran a bromear sobre la homosexualidad,
la infidelidad y la reencarnación. Además, hablar
del fin del mundo no puede ser, en ningún caso, hablar
del fin del planeta Tierra, porque el planeta acarrea, en sus
siderales tropezones, a una cantidad de mundos: el islámico,
el judío, el hindú, chino, japonés, esquimal,
y otra punta de mundos, y ninguno preveía terminar en estos
días. Hubiese sido una falta de respeto demoler toda la
manzana sin consultar a los vecinos.
Los arquetipos, como la semiótica sabe, parecen organizar
los hechos -porque organizan las creencias y las interpretaciones
habituales que uno hace o tiene de las cosas-. Uno de los ejemplos
más claros de cómo al mundo lo mueven las interpretaciones
es la aburridísima discusión acerca de si siglo
y milenio han o no terminado en la medianoche del vierrnes pasado.
El hecho es que termina dentro de un año. El arquetipo
-y con él, nuestra interpretación de lo que pasa-,
es que ya terminó, con el cambio de signos: es evidente
que mucho más raro pasar de 1999 a 2000, que de 2000 a
2001. Lo primero ocurre cada mil años. Lo segundo, una
vez por año, y es cosa de lo más vulgar.
Entonces vienen los que invocan a los científicos y los
expertos y nos explican que el milenio, el siglo y todo se acaban
dentro de un año. Que todo el mundo, excepto ellos, está
en un error. Los 6.000 millones que ya festejamos el cambio de
siglo y milenio lo hicimos porque somos tontos, un rebaño
conducido a ciegas por los Medios Masivos de Comunicación.
Me parece que esa visión es un poco simple de más.
La historia a secas es conocida, y es la siguiente: el Papa Juan
I pidió a Dionisio el Exiguo, un eminente monje erudito
-ambos vivieron en Roma en el siglo VI-, que elaborara una cronología
cristiana de la historia. Dionisio el Breve, como cualquiera
que viviera en occidente entonces, contaba las fechas ab urbe
condita, es decir, a partir de la fecha de fundación
de Roma.
Según sus cálculos, Cristo nació en 753
a.u.c. Entonces Dioniso el Petiso fijó el nacimiento de
Cristo en 25 de diciembre, solsticio de invierno, y el inicio
del año 1 de nuestra era en el tradicional comienzo del
año romano, el 1 de Enero inmediato al nacimiento de Cristo.
Como se ve, Dionisio sería pequeño físicamente,
pero no era ningún tonto. Se preocupó de encontrar
dos fechas cercanas en 8 días. La primera -25/XII-, tiene
la virtud de encerrar en sí todo el simbolismo del Rey
de la luz que resucita y triunfa sobre las tinieblas -no olvidar
que el solsticio de invierno es el día más corto
del año, y que a partir de allí el Sol comienza
a alargar su reinado, haciendo los días cada vez más
largos. De paso, cañazo: mantuvo la superposición
del nacimiento de Cristo a las antiguas saturnalias, fiestas
paganas del solsticio invernal.
Es más fácil
cambiarle el dios a la gente, que los días de festejo.
Eso hasta Batlle lo sabía. La segunda fecha -1/I-, mientras
tanto, conservaba la tradición romana. Lo que Dionisio
hizo no fue una inocentada desde el punto de vista arquetípico,
y menos lo fue desde el político. Nuestros matemáticos
de hoy, que tal vez hayan olvidado todo esto, tratan de explicar
que la cuestión de la Navidad, del cambio de era y milenio,
del fin de los tiempos y del año 2000 se arregla sumando
y restando bien. Pero, ¡ay!, olvidan que en la parte de
abajo de todos esos cálculos exactos subyace un hombre
de Dios que tomó una decisión estrictamente simbólica.
Y que eso es, acaso, lo menos arbitrario de todo.
La gente puede no saber
matemáticas, pero cualquiera entiende un símbolo
sin que haga falta explicárselo.
Es así que estos agoreros de la precisión, cuando
nos invocan estos números secos, creen estar erigiendo
una torre de diamante exacta, pero olvidan que la torre está
fundada en una nube.
* Publicado
originalmente en Posdata Nº 103
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