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ISSN 1688-1672

 



FIN DEL MUNDO -

Cambio sereno*

Aldo Mazzucchelli
El fin del mundo bien puede haber ocurrido silenciosamente cuando se generalizó internet, cuando se clonó la oveja Dolly, o cuando se hizo natural que los occidentales comenzaran a bromear sobre la homosexualidad, la infidelidad y la reencarnación


Pasó el cambio del 1999 al 2000, y no pasó nada. Quienes esperaban el fin del mundo acaban de comprobar una vez más, tal vez perplejos, que una cosa son los arquetipos -discúlpese la aparentemente anacrónica terminología- y otra los hechos. Vulgo, que la cuestión de que la humanidad sienta que, en fecha tan señalada como ésta, se acaba todo y el apocalipsis adviene no implica un evento tan craso y cinematográfico como ríos de fuego y lava, ni un cuerpo celeste enorme colisionando contra la tierra, ni a los rusos, viviendo en su caos poscomunista y dejando escapar una barbaridad de misiles a la marchanta.

El fin del mundo bien podría ser el fin del mundo tal como lo conocíamos y lo interpretábamos. El fin del mundo bien puede haber ocurrido silenciosamente cuando se generalizó internet, cuando se clonó la oveja Dolly, o cuando se hizo natural que los occidentales comenzaran a bromear sobre la homosexualidad, la infidelidad y la reencarnación. Además, hablar del fin del mundo no puede ser, en ningún caso, hablar del fin del planeta Tierra, porque el planeta acarrea, en sus siderales tropezones, a una cantidad de mundos: el islámico, el judío, el hindú, chino, japonés, esquimal, y otra punta de mundos, y ninguno preveía terminar en estos días. Hubiese sido una falta de respeto demoler toda la manzana sin consultar a los vecinos.

Los arquetipos, como la semiótica sabe, parecen organizar los hechos -porque organizan las creencias y las interpretaciones habituales que uno hace o tiene de las cosas-. Uno de los ejemplos más claros de cómo al mundo lo mueven las interpretaciones es la aburridísima discusión acerca de si siglo y milenio han o no terminado en la medianoche del vierrnes pasado. El hecho es que termina dentro de un año. El arquetipo -y con él, nuestra interpretación de lo que pasa-, es que ya terminó, con el cambio de signos: es evidente que mucho más raro pasar de 1999 a 2000, que de 2000 a 2001. Lo primero ocurre cada mil años. Lo segundo, una vez por año, y es cosa de lo más vulgar.

Entonces vienen los que invocan a los científicos y los expertos y nos explican que el milenio, el siglo y todo se acaban dentro de un año. Que todo el mundo, excepto ellos, está en un error. Los 6.000 millones que ya festejamos el cambio de siglo y milenio lo hicimos porque somos tontos, un rebaño conducido a ciegas por los Medios Masivos de Comunicación. Me parece que esa visión es un poco simple de más.

La historia a secas es conocida, y es la siguiente: el Papa Juan I pidió a Dionisio el Exiguo, un eminente monje erudito -ambos vivieron en Roma en el siglo VI-, que elaborara una cronología cristiana de la historia. Dionisio el Breve, como cualquiera que viviera en occidente entonces, contaba las fechas ab urbe condita, es decir, a partir de la fecha de fundación de Roma.

Según sus cálculos, Cristo nació en 753 a.u.c. Entonces Dioniso el Petiso fijó el nacimiento de Cristo en 25 de diciembre, solsticio de invierno, y el inicio del año 1 de nuestra era en el tradicional comienzo del año romano, el 1 de Enero inmediato al nacimiento de Cristo. Como se ve, Dionisio sería pequeño físicamente, pero no era ningún tonto. Se preocupó de encontrar dos fechas cercanas en 8 días. La primera -25/XII-, tiene la virtud de encerrar en sí todo el simbolismo del Rey de la luz que resucita y triunfa sobre las tinieblas -no olvidar que el solsticio de invierno es el día más corto del año, y que a partir de allí el Sol comienza a alargar su reinado, haciendo los días cada vez más largos. De paso, cañazo: mantuvo la superposición del nacimiento de Cristo a las antiguas saturnalias, fiestas paganas del solsticio invernal.

Es más fácil cambiarle el dios a la gente, que los días de festejo. Eso hasta Batlle lo sabía. La segunda fecha -1/I-, mientras tanto, conservaba la tradición romana. Lo que Dionisio hizo no fue una inocentada desde el punto de vista arquetípico, y menos lo fue desde el político. Nuestros matemáticos de hoy, que tal vez hayan olvidado todo esto, tratan de explicar que la cuestión de la Navidad, del cambio de era y milenio, del fin de los tiempos y del año 2000 se arregla sumando y restando bien. Pero, ¡ay!, olvidan que en la parte de abajo de todos esos cálculos exactos subyace un hombre de Dios que tomó una decisión estrictamente simbólica. Y que eso es, acaso, lo menos arbitrario de todo.

La gente puede no saber matemáticas, pero cualquiera entiende un símbolo sin que haga falta explicárselo.
Es así que estos agoreros de la precisión, cuando nos invocan estos números secos, creen estar erigiendo una torre de diamante exacta, pero olvidan que la torre está fundada en una nube.

* Publicado originalmente en Posdata Nº 103

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