H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MARINEO, LUCAS - AMENOFIS IV/ AKHENATÓN - SAINT-EXUPÉRY, ANTOINE DE - HÉROE- MAMBO HISTORIOGRÁFICO

Héroes*

Fernando Butazzoni
En el pasado abundaba lo heroico. Un ejemplo es el de aquel guerrero que galopó después de muerto para vencer al enemigo y ganar la más difícil de todas las porfías, que es aquella entablada con la Parca en el momento supremo, cuando quedan atrás veleidades y sueños y cansancios y dudas

Hay héroes famosos y otros hundidos en el anonimato. Hay héroes construidos por la imaginación de la gente, dotados de virtudes y gracias agregadas postmortem con el infalible olfato de la multitud. Otros héroes se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en simples villanos, o en cuatreros de avería, o en coloridas postales para el consumo masivo. Hay gestos heroicos elaborados de forma dramática por la siempre imprevisible posteridad, y los hay diluidos en la espuma del tiempo, olvidados en el fabuloso anecdotario universal. Hay, claro, héroes que se propusieron serlo, que acaso nacieron con esa estrella de ceniza en la espalda. Otros tropezaron con la heroicidad de forma casual y, en muchos casos, la esquivaron con empeño.

Casi todos los héroes sostienen una cierta especie de belleza, vinculada mucho más a sus formidables tareas que a sus atributos físicos. Hay también heroínas. Pueden encontrarse héroes ancianos, aunque en general la juventud impera. Es raro el heroísmo infantil, y casi siempre resulta fruto de una patología familiar.

Un héroe fortuito

Hubo un faraón en Tebas que intuyó los vínculos posibles entre la naturaleza de las cosas y el poder absoluto. Amenofis IV, siendo muy joven, mudó su corte al norte, hasta Tell el-Amarna, y desde allí lanzó su reforma religiosa, que vino a ser la primera gran revolución intelectual de la historia. Amante de las bellas artes, poeta él mismo, Amenofis IV consumió su largo reinado de diecisiete años en divagaciones científicas, opiniones arquitectónicas sin fundamento y debates religiosos que al final acabaron por ganarle la ojeriza de los viejos sacerdotes. Parecía un "bueno para nada" y ni siquiera se preocupaba de los llamados de auxilio que, desesperados, le enviaban sus vasallos sirios, acorralados por hititas y hebreos.

El faraón hereje fue, hace treinta y cuatro siglos, un humanista radical: se cambió el nombre, proclamó la existencia de un dios único y dejó atrás los esplendores de Tebas para construir junto al Nilo una ciudad nueva destinada a recibir en cada amanecer la bendición de Atón, el dios que se manifestaba en el brillo del sol. Amenofis IV se hizo llamar Akhenatón y, para escándalo de sus consejeros, aplaudió algunas pinturas que lo representaban común y corriente, tal como era: algo prognate, un poquito panzón, casi siempre absorto. El arte encontró un nuevo espacio para crecer, pero los ejércitos permanecían sentados.

Hay un poema litúrgico hallado en un túmulo funerario de Tell el-Amarna que, muy probablemente, haya sido escrito por el propio Akhenatón. En él figuran conceptos tales como "señor de la eternidad", "has llenado la Tierra con tu amor", "padre de todos los padres y madre de todas las madres". Grimberg, en su Historia Universal, cree que hay "sorprendentes parecidos" entre el texto litúrgico de Tell-el Amarna y algunos de los salmos de David. Lo que parece evidente, más allá de las polémicas, es que la reforma monoteísta de Akhenatón supuso un salto al vacío, pues no había ni sustento filosófico ni saber científico que rumiaran lo que el faraón intuía.

El hereje de Tebas fue un héroe fortuito, que por otra parte no supo destacarse como guerrero y no tuvo la perspicacia política suficiente para establecer las alianzas necesarias que le permitieran sobrellevar las conjuras internas. Tampoco supo ver las amenazas exteriores.

Como gobernante fue un fracaso. Sin embargo, el faraón sabía gozar de la vida. Y sabía agradecer por ello. Según cuentan las crónicas, su esposa Nefertiti era "la más bella mujer de las dos Tierras", y sus hijas "cumplieron con su padre". En algunas pinturas que aún se conservan puede verse a Akhenatón con su familia, saludando al sol y recibiendo sus rayos benéficos en forma de finos brazos extendidos hacia la tierra.

La razón del monarca impuso un nuevo estilo. Él entrevió que había un puente posible entre los mitos sombríos de sus mayores y el poder inmenso de la naturaleza. Su respuesta teológica fue sobre todo una movida cultural y social. Su fervoroso monoteísmo se asentó en la más severa reflexión. Sus ambiciones iban más allá del horizonte. Fue un individuo. Transformó el misterio de la vida en su propio sujeto. Después murió y la vida volvió a Tebas, pero el mundo ya había cambiado para siempre.

Letra y sangre

En el pasado abundaba lo heroico. Un ejemplo es el de aquel guerrero que galopó después de muerto para vencer al enemigo y ganar la más difícil de todas las porfías, que es aquella entablada con la Parca en el momento supremo, cuando quedan atrás veleidades y sueños y cansancios y dudas. No hay duda posible en tal contienda, pues nada se elige. De modo que don Rodrigo Díaz de Vivar se las arregló para triunfar sin proponérselo y así seguir cabalgando hasta nuestros días, aunque nadie sepa hoy qué viene a decirnos el magnífico Cid. Él es una sombra, un fantasma a caballo que llega con sus ruidosos arreos y la adarga quebrada para hallarse frente a una Humanidad que lo contempla con la extrañeza que sólo puede otorgar el ridículo. Sin embargo, algo quiere decirnos su misterio.

A diferencia de Akhenatón, el Cid es un héroe literario: la sangre con letra entra. Su caballo heredó su virtud y hasta hoy nos imaginamos cómo debía resplandecer ese corcel en la llanura castellana. El aura del célebre caballero toca por igual a aliados y enemigos. Doña Urraca aún pasea su ambición febril por las barbacanas del palacio donde tramaba la muerte de su hijo. La bella Jimena sigue siendo una doncella. Y en Valencia se conserva un madero que, dicen los guías turísticos, fue parte de la cama donde yació alguna vez don Rodrigo. Hasta las piedras cantan esa historia, a cinco dólares la entrada.

La construcción heroica del Cid es, por supuesto, un correlato de la construcción heroica de una España forjada en campos de batalla y tálamos nupciales, a bordo de viejas naves y al pie de las murallas. Los atributos del campeador fueron colocados allí como cuentas de un rosario, durante siglos, para tener al final un señor digno de haberle dado andadura a la estirpe.

La duda heroica

Muy distinta fue la heroica vicisitud de Lucas Marineo, un polígrafo italiano que recibió unos cuartos de Fernando de Aragón y alcanzó a ser profesor en la Universidad de Salamanca cuando nacía el siglo XVI. Don Lucas fue el primero en objetar la historia mágica de las Indias recién descubiertas, cuestionó el valor científico de los discursos colombinos y su apego a la razón lo hizo impopular entre sus pares.

Su humanismo era extraño, desconfiado de los esplendores narrados por los viajeros, capaz de citar a Virgilio a propósito del supuesto canibalismo de los habitantes del Nuevo Mundo.

Él argüía que alguien había encontrado en tierras americanas "algunas monedas romanas", lo cual descalificaba al descubridor y ponía en tela de juicio el interés mismo de la empresa. Parece evidente que el profesor inventó la historia de las monedas romanas, aunque más no fuera
para sostener a toda costa su radical postura filosófica: "las nuevas fronteras están en el espíritu, no en los confines del océano".

Pues resulta que el sabio salmantino falleció en circunstancias sospechosas, quizás envenenado, y sus preguntas elaboradas en forma de epístolas quedaron sepultadas entre otros mamotretos en un monasterio cercano a Carrascal. El erudito francés Paul Viollet exhumó esos textos hacia 1890, llegó incluso a realizar algunas transcripciones y comentarios, pero luego de forma inexplicable los mismos desaparecieron.

El heroísmo de Marineo es entonces ese conjunto de preguntas que se perdieron para siempre, pero que nos convocan a imaginarlas.

De todas formas, si existieran las preguntas de Lucas Marineo hoy serían trituradas por sociólogos, antropólogos, geógrafos y periodistas, dispuestos todos a objetarlas por obsoletas. La poderosa razón contemporánea suplanta el espíritu inquisitivo por el suave aire de la disquisición incrédula. Hay mil respuestas posibles para cada pregunta, pero en general no resultan de interés ni las respuestas ni las preguntas.

La excepción son los programas de televisión que otorgan suculentos premios.

Alas

Otro héroe citable en esta arbitraria nómina es Antoine de Saint-Exupéry, cuya muerte se hizo a la medida de su mundo espiritual. Él representó el mejor de los papeles, dando su vida para que su petit prince no alimentara las altas hogueras. La metáfora de su desaparición es perfecta, aunque inútil, y termina aplastada por la imagen victoriosa de los bombarderos invisibles, cuyos pilotos no son nada heroicos aunque sí eficaces. Ahí está Bagdad como testimonio. El pragmatismo de los viejos ases del aire consistía en adivinar qué campos no estaban roturados para el caso de tener un aterrizaje de emergencia. Ahora, la parábola del escritor inmolado en los fuegos de la libertad suena romántica y algo pasada de moda. En realidad la única parábola posible en este fin de siglo es el piloto automático.

Cambalache y después

La lista del universo heroico puede ser tan extensa como uno quiera, pero ha sido despojada de significados. Bolívar se nos representa ahora tendido en una hamaca, sudando las calenturas del trópico. Villa es poco más que sus bigotes. Lenin permanece embalsamado. Vallejo se murió en París con aguacero. Einstein se hizo famoso. JFK es un aeropuerto. El Che fue finalmente sepultado en Cuba. Borges casó con María Kodama. Et al.

A este despojamiento ha contribuido de manera decisiva el inexorable escrutinio de la historia, que tira abajo héroes y junto con ellos caen muros, monumentos, secretos, virtudes. Se trata de un escrutinio tan masivo como banal, empantanado en la frivolidad y el fisgoneo, mucho más cerca del chisme que de la investigación. Resulta ser una trampa democrática, ensalzada por las llamadas "reglas del mercado" que autorizan, en función de la simple ecuación costo-rendimiento, el más puro mambo historiográfico.

Así las cosas, disfrutan del mismo rango la peripecia polpotiana en Camboya que el funeral de una princesa en Londres. Perón pactó con los nazis. Rock Hudson era marica. Nixon y Kissinger derrocaron a Allende. Marulanda vive, lucha y conversa. No es el ya clásico cambalache discepoliano, aunque se le parece bastante.

Hay un hilo conductor entre el fracaso político del antiguo faraón y el actual descaecimiento de la actitud heroica. Tal vez el inicial deslumbramiento del cándido Amenofis haya sido el punto inicial de una pérdida, la primera grieta en la inocencia extraviada para siempre.

Después de todo, lo heroico comporta una carga de ingenuidad sustancial que la sociedad humana se ha revelado incapaz de conservar. El sujeto es masa. Consumidor. Cliente. En ese territorio no hay espacios posibles para el gentil halago al dios que ilumina con los rayos del sol. No hay sitio, ni prado ni calle, para que Babieca cabalgue con su jinete muerto pero victorioso.

No hay lugar, ni aula ni foro ni tertulia, donde cavile Lucas Marineo sobre la improbable existencia de árboles del oro. En cuanto al pobre Saint-Exupéry, él está condenado a volar en la eternidad de su heroísmo, pues nosotros no le damos pista para que aterrice con su avioncito de juguete.

Nos conformamos con leer El principito. En realidad ni siquiera tenemos torre de control. Vaya descubrimiento.

* Publicado originalmente en Brecha Gorda, 1998
  

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia