Hay héroes
famosos y otros hundidos en el anonimato. Hay héroes construidos
por la imaginación de la gente, dotados de virtudes y gracias
agregadas postmortem con el infalible olfato de la multitud. Otros
héroes se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en
simples villanos, o en cuatreros de avería, o en coloridas
postales para el consumo masivo. Hay gestos heroicos elaborados
de forma dramática por la siempre imprevisible posteridad,
y los hay diluidos en la espuma del tiempo, olvidados en el fabuloso
anecdotario universal. Hay, claro, héroes
que se propusieron serlo, que acaso nacieron con esa estrella de ceniza
en la espalda. Otros tropezaron con la heroicidad de forma casual
y, en muchos casos, la esquivaron con empeño.
Casi
todos los héroes sostienen una cierta especie de belleza,
vinculada mucho más a sus formidables tareas que a sus
atributos físicos. Hay también heroínas.
Pueden encontrarse héroes ancianos, aunque en general
la juventud impera. Es raro el heroísmo infantil, y casi
siempre resulta fruto de una patología familiar.
Un
héroe fortuito
Hubo
un faraón en Tebas que intuyó los vínculos
posibles entre la naturaleza de las cosas y el poder absoluto.
Amenofis IV, siendo muy joven, mudó su corte al norte,
hasta Tell el-Amarna, y desde allí lanzó su reforma
religiosa, que vino a ser la primera gran revolución intelectual
de la historia. Amante de las bellas artes, poeta él mismo,
Amenofis IV consumió su largo reinado de diecisiete años
en divagaciones científicas, opiniones arquitectónicas
sin fundamento y debates religiosos que al final acabaron por
ganarle la ojeriza de los viejos sacerdotes. Parecía un
"bueno para nada" y ni siquiera se preocupaba de los
llamados de auxilio que, desesperados, le enviaban sus vasallos
sirios, acorralados por hititas y hebreos.
El
faraón hereje fue, hace treinta y cuatro siglos, un humanista
radical: se cambió el nombre, proclamó la existencia
de un dios único y dejó atrás los esplendores
de Tebas para construir junto al Nilo una ciudad nueva destinada
a recibir en cada amanecer la bendición de Atón,
el dios que se manifestaba en el brillo del sol. Amenofis IV
se hizo llamar Akhenatón y, para escándalo de sus
consejeros, aplaudió algunas pinturas que lo representaban
común y corriente, tal como era: algo prognate, un poquito
panzón, casi siempre absorto. El arte encontró
un nuevo espacio para crecer, pero los ejércitos permanecían
sentados.
Hay
un poema litúrgico hallado en un túmulo funerario
de Tell el-Amarna que, muy probablemente, haya sido escrito por
el propio Akhenatón. En él figuran conceptos tales
como "señor de la eternidad", "has llenado
la Tierra con tu amor", "padre de todos los padres
y madre de todas las madres". Grimberg, en su Historia
Universal, cree que hay "sorprendentes parecidos"
entre el texto litúrgico de Tell-el Amarna y algunos de
los salmos de David. Lo que parece evidente, más allá
de las polémicas, es que la reforma monoteísta
de Akhenatón supuso un salto al vacío, pues no
había ni sustento filosófico ni saber científico
que rumiaran lo que el faraón intuía.
El
hereje de Tebas fue un héroe fortuito, que por otra parte
no supo destacarse como guerrero y no tuvo la perspicacia política
suficiente para establecer las alianzas necesarias que le permitieran
sobrellevar las conjuras internas. Tampoco supo ver las amenazas
exteriores.
Como
gobernante fue un fracaso. Sin embargo, el faraón sabía
gozar de la vida. Y sabía agradecer por ello. Según
cuentan las crónicas, su esposa Nefertiti era "la
más bella mujer de las dos Tierras", y sus hijas
"cumplieron con su padre". En algunas pinturas que
aún se conservan puede verse a Akhenatón con su
familia, saludando al sol y recibiendo sus rayos benéficos
en forma de finos brazos extendidos hacia la tierra.
La
razón del monarca impuso un nuevo estilo. Él entrevió
que había un puente posible entre los mitos sombríos
de sus mayores y el poder inmenso de la naturaleza. Su respuesta
teológica fue sobre todo una movida cultural y social.
Su fervoroso monoteísmo se asentó en la más
severa reflexión. Sus ambiciones iban más allá
del horizonte. Fue un individuo. Transformó el misterio
de la vida en su propio sujeto. Después murió y
la vida volvió a Tebas, pero el mundo ya había
cambiado para siempre.
Letra
y sangre
En
el pasado abundaba lo heroico. Un ejemplo es el de aquel guerrero
que galopó después de muerto para vencer al enemigo
y ganar la más difícil de todas las porfías,
que es aquella entablada con la Parca en el momento supremo,
cuando quedan atrás veleidades y sueños y cansancios
y dudas. No hay duda posible en tal contienda, pues nada se elige.
De modo que don Rodrigo Díaz de Vivar se las arregló
para triunfar sin proponérselo y así seguir cabalgando
hasta nuestros días, aunque nadie sepa hoy qué
viene a decirnos el magnífico Cid. Él es una sombra,
un fantasma a caballo que llega con sus ruidosos arreos y la
adarga quebrada para hallarse frente a una Humanidad que lo contempla
con la extrañeza que sólo puede otorgar el ridículo.
Sin embargo, algo quiere decirnos su misterio.
A diferencia
de Akhenatón, el Cid es un héroe literario: la
sangre con letra entra. Su caballo heredó su virtud y
hasta hoy nos imaginamos cómo debía resplandecer
ese corcel en la llanura castellana. El aura del célebre
caballero toca por igual a aliados y enemigos. Doña Urraca
aún pasea su ambición febril por las barbacanas
del palacio donde tramaba la muerte de su hijo. La bella Jimena
sigue siendo una doncella. Y en Valencia se conserva un madero
que, dicen los guías turísticos, fue parte de la
cama donde yació alguna vez don Rodrigo. Hasta las piedras
cantan esa historia, a cinco dólares la entrada.
La
construcción heroica del Cid es, por supuesto, un correlato
de la construcción heroica de una España forjada
en campos de batalla y tálamos nupciales, a bordo de viejas
naves y al pie de las murallas. Los atributos del campeador fueron
colocados allí como cuentas de un rosario, durante siglos,
para tener al final un señor digno de haberle dado andadura
a la estirpe.
La duda heroica
Muy
distinta fue la heroica vicisitud de Lucas Marineo, un polígrafo
italiano que recibió unos cuartos de Fernando de Aragón
y alcanzó a ser profesor en la Universidad de Salamanca
cuando nacía el siglo XVI. Don Lucas fue el primero en
objetar la historia mágica de las Indias recién
descubiertas, cuestionó el valor científico de
los discursos colombinos y su apego a la razón lo hizo
impopular entre sus pares.
Su humanismo
era extraño, desconfiado de
los esplendores narrados por los viajeros, capaz de citar a Virgilio
a propósito del supuesto canibalismo de los habitantes
del Nuevo Mundo.
Él
argüía que alguien había encontrado en tierras
americanas "algunas monedas romanas", lo cual descalificaba
al descubridor y ponía en tela de juicio el interés
mismo de la empresa. Parece evidente que el profesor inventó
la historia de las monedas romanas, aunque más no fuera
para sostener a toda costa su radical postura filosófica:
"las nuevas fronteras están en el espíritu,
no en los confines del océano".
Pues
resulta que el sabio salmantino falleció en circunstancias
sospechosas, quizás envenenado, y sus preguntas elaboradas
en forma de epístolas quedaron sepultadas entre otros
mamotretos en un monasterio cercano a Carrascal. El erudito francés
Paul Viollet exhumó esos textos hacia 1890, llegó
incluso a realizar algunas transcripciones y comentarios, pero
luego de forma inexplicable los mismos desaparecieron.
El
heroísmo de Marineo es entonces ese conjunto de preguntas
que se perdieron para siempre, pero que nos convocan a imaginarlas.
De
todas formas, si existieran las preguntas de Lucas Marineo hoy
serían trituradas por sociólogos, antropólogos,
geógrafos y periodistas, dispuestos todos a objetarlas
por obsoletas. La poderosa razón contemporánea
suplanta el espíritu inquisitivo por el suave aire de
la disquisición incrédula. Hay mil respuestas posibles
para cada pregunta, pero en general no resultan de interés
ni las respuestas ni las preguntas.
La
excepción son los programas de televisión que otorgan
suculentos premios.
Alas
Otro
héroe citable en esta arbitraria nómina es Antoine
de Saint-Exupéry, cuya muerte se hizo a la medida de su
mundo espiritual. Él representó el mejor de los
papeles, dando su vida para que su petit prince no alimentara
las altas hogueras. La metáfora de su desaparición
es perfecta, aunque inútil, y termina aplastada por la
imagen victoriosa de los bombarderos invisibles, cuyos pilotos
no son nada heroicos aunque sí eficaces. Ahí está
Bagdad como testimonio. El pragmatismo de los viejos ases del
aire consistía en adivinar qué campos no estaban
roturados para el caso de tener un aterrizaje de emergencia.
Ahora, la parábola del escritor inmolado en los fuegos
de la libertad suena romántica y algo pasada de moda.
En realidad la única parábola posible en este fin
de siglo es el piloto automático.
Cambalache
y después
La lista
del universo heroico puede ser tan extensa como uno quiera, pero
ha sido despojada de significados. Bolívar se nos representa
ahora tendido en una hamaca, sudando las calenturas del trópico.
Villa es poco más que sus bigotes. Lenin permanece embalsamado.
Vallejo se murió
en París con aguacero. Einstein se hizo famoso. JFK es
un aeropuerto. El Che fue finalmente sepultado en Cuba. Borges
casó con María Kodama. Et al.
A este
despojamiento ha contribuido de manera decisiva el inexorable
escrutinio de la historia, que tira abajo héroes y junto
con ellos caen muros, monumentos, secretos, virtudes. Se trata
de un escrutinio tan masivo como banal, empantanado en la frivolidad
y el fisgoneo, mucho más cerca del chisme que de la investigación.
Resulta ser una trampa democrática, ensalzada por las
llamadas "reglas del mercado" que autorizan, en función
de la simple ecuación costo-rendimiento, el más
puro mambo historiográfico.
Así
las cosas, disfrutan del mismo rango la peripecia polpotiana
en Camboya que el funeral de una princesa en Londres. Perón
pactó con los nazis. Rock Hudson era marica. Nixon y Kissinger
derrocaron a Allende. Marulanda vive, lucha y conversa. No es
el ya clásico cambalache discepoliano, aunque se le parece
bastante.
Hay
un hilo conductor entre el fracaso político del antiguo
faraón y el actual descaecimiento de la actitud heroica.
Tal vez el inicial deslumbramiento del cándido Amenofis
haya sido el punto inicial de una pérdida, la primera
grieta en la inocencia extraviada para siempre.
Después
de todo, lo heroico comporta una carga de ingenuidad sustancial
que la sociedad humana se ha revelado incapaz de conservar. El
sujeto es masa. Consumidor. Cliente. En ese territorio no hay
espacios posibles para el gentil halago al dios que ilumina con
los rayos del sol. No hay sitio, ni prado ni calle, para que
Babieca cabalgue con su jinete muerto pero victorioso.
No
hay lugar, ni aula ni foro ni tertulia, donde cavile Lucas Marineo
sobre la improbable existencia de árboles del oro.
En cuanto
al pobre Saint-Exupéry, él está condenado
a volar en la eternidad de su heroísmo, pues nosotros
no le damos pista para que aterrice con su avioncito de juguete.
Nos
conformamos con leer El principito. En realidad ni siquiera
tenemos torre de control. Vaya descubrimiento.
*
Publicado originalmente en Brecha Gorda, 1998
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