Seducimos por nuestra propia muerte,
por nuestra vulnerabilidad, por el vacío que nos obsesiona. El secreto
está en saber jugar con esta muerte a despecho de la mirada, del gesto, del saber, del sentido.
Jean
Baudrillard
Marzo de
1981. La P.S.1 del Institute for Art and Urban Resources de
Nueva York, anuncia un conjunto estelar del emergente jet-set
artístico. Se presume, seguramente se intenta decretar,
que ese conjunto llegará a convertirse en el elenco protagónico
de la década. Para la exhibición se elige un nombre no muy original:
New York/New Wave (Nueva
York/ Nueva Ola).
Las expectativas se centran en uno de los artistas elegidos, el fotógrafo
Robert Mapplethorpe, figura que ha sido inmediatamente bendecida
con una rutilante consagración europea. En 1980 la Galería
Jurka de Holanda ha presentado su serie Black Males (Machos
negros),
dedicada a exaltar estereotipos casi míticos de la raza
negra, la exuberancia genital en particular. Inglaterra, Francia,
Bélgica, Alemania, Austria y Suiza lo han aplaudido entusiastamente.
La
cosmopolita y liberal Nueva York no quiere quedar rezagada. Ha decidido
correr el riesgo y disponerse a digerir lo que esperan será
un encantador escándalo.
Sin embargo, Mapplethorpe pega una inesperada vuelta de tuerca,
una de las tantas que suele premeditar con sorprendente astucia
promocional, y elige colgar algunos retratos de la historia o
de la proto-historia punk. Su muy querida compañera de
tiempos duros y uno de sus modelos recurrentes, Patti Smith,
también Lou Reed y Debbie Harry. Por ahora, la avidez
del estruendo debe reservarse para mejor oportunidad. De todos
modos y a pesar de cualquier posible decepción, es consagrado
como la indiscutible estrella de la noche. Esta, como cada una
de sus apariciones públicas, ha sido elaborada como una
minuciosa puesta en escena y da sus resultados.
Muy cerca de esos retratos se cuelgan las obras de un joven artista
negro llamado Jean-Michael Basquiat. Es prácticamente un
desconocido anuque registre un par de muestras colectivas previas
y unos pocos coleccionistas se hayan interesado por su obra. Tiene veinte años,
catorce menos que Mapplethorpe. Esta vez, tampoco serán
muchos los gustadores y galeristas que queden cautivados por esa
pintura fuerte, de gestos ásperos, de coloridad tan simple
como contundente. Pero es Nueva York en los ochenta: el momento justo para crear
una leyenda y dejar que empiece a crecer.
El
niño salvaje
Esa
misma leyenda, que empieza a la sombra de Mappelthorpe, tras
la muerte de Basquiat será tocada y retocada hasta hacer
casi imposible la distinción entre realidad y fabulación.
El afán de ser el primero en descubrir, quizás
inventar, al nuevo genio pictórico de la década,
transforma a Diego Cortez, conservador de la exposición,
en improvisado e inspirado promotor de la mítica historia
de Jean-Michael Basquiat. "Lo encontré por primera
vez en 1979 en el Mudd Club. Parecía tener 19 años
y el aspecto de ser a la vez un modelo y un vagabundo. De inmediato
quede convencido que allí había talento".
El artista posee algunos rasgos
que constituyen una plataforma excelente a la hora de dejar despegar
imaginaciones exhuberantes. Jóven, pobre -por lo menos
durante algunos años y por propia decisión-, es
negro y de ascendencia latina: padre haitiano y madre portorriqueña.
Presuntamente vinculado al mundo de las gangs , con un
pasado reciente de frenético y contestatario graffitero,
vive su infancia en una innominada y patética zona de Brooklyn,
eligiendo después trajinar por el entonces no muy recomendable
lower Manhattan.
Para la
mayoría de los concurrentes a la exposición Basquiat,
que pasea erráticamente por la muestra saturado de cocaína,
es tan sólo un huésped incómodo y raro. Deberán
pasar un par de años, producirse la bendición del
Papa-pop, Andy Warhol, para que la snobísima troupe
fagocite al pequeño burgués de mentalidad un tanto
lumpen, para que sea manipulado
como un títere displicente, ocasionalmente retraído,
casi siempre dócil.
Cortez alaba el primitivismo, la pureza casi arcaica, el vigor
expresivo, y otros varios clichés del repertorio previsible
cuando de artistas afroamericanos se trata, especialmente cuando
de graffiti-art se trata. Casi automáticamente,
Basquiat pasa a representar el espíritu graffitero en estado
virginal. El omnipotente mercado entrará
a funcionar rápidamente. El manager, crítico de arte y poeta
Rene Ricard le vaticina: "Haré de ti una estrella".
El
mercado levantará su nombre como contraposición
orgullosamente anti-intelectual a Keith Haring, artista post-pop
de raíces graffiteras, aunque con una sólida formación
artística. Haring, blanco, anglosajón, más
refinado, más intencionalmente lúdico, había
nacido en un apacible pueblo de Pennsylvania, Kutztown.
Había estudiado en la Ivy School of Art de Pittsburg y
luego en la School of Visual Arts de Nueva York. Basquiat, atravesó
solo fugazmente- conducta varias veces ponderada como virtud-
algunas escuelas de arte. A los diecisiete
años había abandonado definitivamente cualquier
tipo de estudios, secundario incluído. Con su amigo Al
Diaz y bajo el compartido seudónimo de SAMO (sigla de same old shit,
la misma vieja mierda), siembra de graffitis las zonas
más apartadas del SoHo, barrio neoyorquino donde proliferan
las galerías de arte, y del East Village.
Incluso, en alguna oportunidad, las paredes mismas de esas galerías.
Todo las piezas del engranaje encajan, la tarea es aceitarlas
cuidadosamente y hacer que se ponga en marcha. Ricard se rasga
las vestiduras y profetiza: "Nadie querrá ser
parte de una generación que ignora otro Van Gogh".
Su temprana
muerte marcará
la definitiva consagración del mito: Basquiat empezará
a ser una nueva figura de culto. Los titulares de las páginas
culturales del New York Times lo proclamen "el
equivalente más próximo, dentro del mundo artístico,
a James Dean".
Basquiat
el inmortal
La
leyenda que se seguirá elaborando sobre el pasado de Basquiat
dista bastante de la realidad concreta. Por ascendencia paterna
se lo vincula a los rituales del vudú, se habla de viajes
iniciáticos a Haití, cuando en realidad nunca conoció
el país de su padre y estaba mucho más vinculado
al contexto cultural materno. Hablaba español con considerable
fluidez y cuando se produce la fractura familiar, a causa de
una severa afección depresiva padecida por su madre, él
permanece junto al padre que decide residir por una corta temporada
en San Juan de Puerto Rico.
El
padre era un contador de respetable solvencia económica,
socio de un club de tennis, y hasta concretado el divorcio residirá
en una casa pequeño-burguesa de ladrillos rojos en Boerum
Hill, una de las mejores zonas residenciales de Brooklyn.
La
madre era una diseñadora gráfica de estimado prestigio
profesional. El contexto familiar reunía todos los requisitos
para que un fundamentalista del activismo afroamericano los considerase
como una familia de negros "blanqueados". Es cierto
que cuando abandona la casa paterna Basquiat la pasa bastante
mal. Por unos pocos meses tiene que vivir en la calle, como un
homeless, llegando incluso a dormir en una caja de cartón.
Cambia constantemente de trabajo, consiguiendo apenas para la
droga y sus aficciones
musicales, que incluye conformar un grupo experimental llamado "Gray",
donde se fusionaba el rock, el rap,
el reggae, el hip-hop, y el jazz de su venerado,
muchas veces retratado, Charlie Parker.
El nombre (Gray) correspondía
al autor de un libro sobre
anatomía que había acompañado su convalescencia
tras ser atropellado, a los seis años, por un automóvil.
Basquiat
repetirá varias veces que ese libro fue un referente precoz
de su trabajo.
Siempre supo tener una apreciable educación artística
informal. La madre lo lleva desde niño a museos. A los
seis años es miembro junior del Museo de Brooklyn.
Será también su madre quien lo inicie en la lectura de literatura poética
y quien luego lo impulse a escribir la propia, bifurcación
creativa que Basquiat conservará hasta su muerte. No se
conoce ningún antecedente que permita vincularlo a pandillas
y todo su vínculo con los contextos callejeros tuvo exclusiva
relación con el graffiti o la droga.
Su preocupación por transmitir en su pintura la problemática
de doble pertenencia a minorías étnicas, la afroamericana
y la latina, si bien es elemento recurrente de su narración
pictórica nunca se sometió a intencionalidades
"mensajísticas" condicionadoras. Edward Lucie
Smith, conocido crítico británico, sostiene: "El
más celebrado artista negro de los ochenta, Jean-Michael
Basquiat, utiliza con frecuencia la imaginería 'negra',
pero al mismo tiempo, siempre, demuestra su ansiedad por someterla
a claros acentos de universalidad".
También precisa que: "Su ambición no era
tanto construir una capillita más para la cultura afroamericana
sino competir en igualdad de condiciones con su mentor Andy Warhol".
Por su parte, el teórico alemán Klaus Honnef, afirma:
"Sea casualidad o no, si se pasan por alto las significativas
alusiones a la existencia social de los negros en EEUU y la furia
considerable de sus cuadros, se podría llegar a la conclusión
de que las pinturas y los dibujos de Basquiat están enraizados
en la estética francesa, y no en los graffiti de Nueva
York".
El propio artista lo consideraba como algo inherente. "Nunca
sentí la necesidad de ir a Africa. Soy un artista que
acepta la influencia de su entorno neoyorquino. Pero reconozco
mi memoria cultural. No tengo necesidad de buscarla, simplemente
existe. Ella nace allá lejos, en Africa. Eso no quiere
decir que para mantenerla deba vivir en Africa. Esa memoria cultural
nos sigue por todas partes, donde quiera que vayamos".
La confrontación
con Haring no pasó de ser un hábil artificio publicitario
pergeñado por los galeristas, que de paso lograban vender
mejor tanto a Haring como a Basquiat. Más allá de
cualquier distanciamiento ficticio, jamás se produjo entre
ellos ningún conflicto real. Haring admiraba a Basquiat
y Basquiat ni admiraba ni despreciaba el arte de su colega. Como
reconoció alguna vez, sólo le preocupaba su propia
pintura y la de los demás era cuestión de los demás.
Los acercan las fechas de sus nacimientos: Haring nace en 1958,
Basquiat en 1960.
Y en una de esas circunstancias sorprendentes, cercanas a lo mágico,
los acercarán las fechas de sus muertes, también
separadas por dos años. Basquiat muere de una sobredosis
en 1988, cuando todavía no había cumplido sus 28
años. Haring de Sida, en 1990. Los dos terminarán
siendo paradigmas de una posmodernidad fatua donde se minimiza
el valor de la vida y se consagra desatinadamente el dominio de
la muerte.
De alguna manera Basquiat decidió la brevedad de su vida.
"Yo se que algún día voy a dar vuelta la
esquina y voy a estar preparado para eso", dijo alguna
de las pocas veces que habló sobre sí mismo, sobre
su existencia. "Eso" era una muerte buscada desde la
adolescencia, adolescencia que de alguna manera
nunca abandonó, a través de un carácter obsesivamente
autodestructivo. "Nunca se demasiado bien si estoy vivo.
De todos modos no me preocupa demasiado, creo que soy inmortal"
dijo a una de sus parejas, Jennifer Goode. La idea de su inmortalidad
aparecía como pretexto cada vez que un Warhol paternal
le recriminaba el abuso de las drogas: "No te preocupes,
soy inmortal".
El
niño radiante
Los
que lo conocieron, el artista chicano Benny Dalmau, el transvanguardista
italiano Francesco Clemente, coinciden en afirmar que sólo
cuando pintaba parecía animado por una vitalidad tan incontenible
como inesperada. Entre 1985 y 1986 Warhol, Clemente y Basquiat,
casi como un divertimento, deciden realizar obras en conjunto.
A veces, trabajan sólo Warhol y Basquiat, otras Clemente
y Basquiat, en una decena de obras trabajan los tres. Warhol transfiere
al soporte imágenes extraídas de contextos publicitarios,
con un despojamiento límite, a punto de precipitarse en
la banalidad irremisible. Clemente esboza rostros que oscilan
entre la poetización de los rictus y una carga de displicente
melancolía, cuerpos que parecen anhelar
una densidad escultórico y de pronto deciden desvanecerse
en la escenografía de la imagen. "Pero
nunca considerabamos que la obra estaba terminada
hasta que Jean-Michael sobreimprimía la fuerza de sus figuras-signos,
los gestos trazados con una inquietud casi febril, el color que
terminaba siendo la imprescindible culminación; era un
intuitivo feroz, y cuando esa intuición precipitaba la
sucesión de hallazgos crecía en él una energía
abrumadora",
cuenta Clemente.
Annina
Nossei, uno de sus primeros marchands explotará
vergonzosamente uno de esos trances donde la creatividad estalla
pródiga, desenfrenada. Roberto Hughes, célebre
crítico norteamericano, en una reseña no muy amable
aparecida a la muerte de Basquiat, recuerda: "Le tuvo
encerrado en el sótano de su galería pintando cuadros
-ahora calificados como 'primeros Basquiat', para distinguirlos
de los menos apreciados 'últimos Basquiat', pintados
tres años más tarde- que ella vendía antes
de que estuvieran secos y, algunas veces, antes de que estuvieran
acabados".
Hughes sostiene que Basquiats nunca tuvo demasiada suerte con
sus marchands: "Su introductor social fue Henry
'Frebbie' Geldzhaler, que había fracasado antes como escritor, conservador de
museo e historiador, pero que aun mantenía una considerable
influencia como informador, al menos entre los nuevos coleccionistas".
A la Nossei, siguió Tony Shafrazi. Antes de convertirse
en galerista especializado en graffiti-art Shafrazi había
cometido un incomprensible vandalismo contra el Guernica de Picasso en el Museum of
Modern Art (MOMA)
y
que curiosamente las autoridades de dicha institución nunca
denunciaron. Más tarde, manejará sus obras la implacable
Mary Boone, toda una celebridad dentro del circuito artístico
neoyorquino por su mano firme en el manejo de sus artistas.
La leyenda
seguía creciendo, ahora apuntalada por la vigilancia de
un mercado que encontraba un excelente y redituable producto.
La fanfarria adulatoria prospera al compás del desenfreno
mercantil. Ricard, otra vez, retoma una profecía de 1981
y proclama: "Hemos encontrado el niño radiante
del siglo". Se lo compara, tras la aceptación
europea, con Rimbaud. Además de los poemas que de tanto en
tanto, cuando lo dejan, desgrana, tienen en común un tránsito
vital que es una casi continua saison en enfer.
El ser humano que conlleva ese producto nunca importa demasiado.
Al propio Basquiat ese ser humano tampoco le importa demasiado.
La autoestima se reduce a alguna bravuconada frente a su padre:
contrata una enorme limusina para participarlo de su primera
muestra individual importante. O a esporádicos intentos
de rebelión ante su protector Andy Warhol: la frase-cliché
repetida, "tu no entiendes nada porque eres un hombre
blanco".
Más
acá del mito, más allá de sus inevitables
contra-mitos, Basquiat anuncia una de las más espontáneas
y rigurosas reflexiones sobre la imagen pictórica en la
segunda mitad del siglo. Limpiándola de toda la charlatanería
promocional, de todos los desbordes épicos establecidos
por galeristas ávidos, críticos neuróticos
y coleccionistas sometidos al totalitarismo
del mercado, las imágenes de Basquiat, por lo menos la
mayoría de ellas, se presentan con una envidiable vitalidad.
En ellas refulgue una sensibilidad intuitiva que seguramente hubiese
cuajado en formidable talento, brillan los indicios primarios
de un don tremendamente escaso: la genialidad. La fuerza, el lirismo, la
melancolía, la violencia, la gracia lúdica, el desenfado
cromático, las fusiones imprevisibles, están allí,
como testimonios que siempre comunican la sensación de
fermentalidad inconclusa. También está la apropiación
singularizada y sutil de Rauschemberg, de Jasper Johns. Sobre
todo, la "salvajización" de los grafismos-textos
utilizados por su admirado Cy Twonbly. Lo que en Twombly es levedad
y refinamiento, en Basquiat se vuelve gestualidad exasperada,
cartografías de una afectividad en perpetuo e inconforme
desconcierto.
"En
el año 2000 Jean Michael Basquiat no tendrá cuarenta
años, no estará en el centro del juicio sobre su
obra", sentencia
el teórico francés Michel Enrici. Sin duda, pero
en el centro de ese juicio estará la insensatez de su muerte.
A su favor, en su contra, el juicio de su obra no podrá
ser independiente de esa tempranísima muerte que, enfermizamente,
seduce. Esa muerte que él, presunto inmortal, jamás
supo domesticar, jamás se atrevió a mirar como la
única amante fiel y persistente.
Maya
Angelou, narradora afroamericana, poeta, actriz, activista de
los derechos civiles, y muchas cosas más, escribió
un largo poema que decidió ilustrar con imágenes
de Basquiat. Poema para niños, o no tan niños,
cada uno de sus párrafos termina siendo una oración
profana, algo así como una dolorida voluntad de lo que
no pudo ser.
El poema se llama Life Doesn't frighten me (La vida no me asusta) y con un despojado
lirismo desarticula los miedos que, casi siempre
por culpa de los adultos, suelen agobiar a los niños. Las telas de Basquiat,
sus papeles, ilustran espléndidamente cada línea
del poema. Y, suprema, paradojal ironía, como fracturados
biografemas, revelan una conflictiva pero apasionada devoción
hacia la vida. Quizás porque después de todo Basquiat
no fue un niño salvaje, ni un niño radiante, mucho
menos un niño inmortal. Apenas, un niño
desvalido.
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº 7
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