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ISSN 1688-1672

 



BASQUIAT, JEAN MICHAEL - GRAFFITTI Y PLÁSTICA -

Jean-Michael Basquiat: Fugaz cometa negro*

Alfredo Torres

Más acá del mito, más allá de sus inevitables contra-mitos, Basquiat anuncia una de las más espontáneas y rigurosas reflexiones sobre la imagen pictórica en la segunda mitad del siglo


Seducimos por nuestra propia muerte, por nuestra vulnerabilidad, por el vacío que nos obsesiona. El secreto está en saber jugar con esta muerte a despecho de la mirada, del gesto, del saber, del sentido.
Jean Baudrillard

Marzo de 1981. La P.S.1 del Institute for Art and Urban Resources de Nueva York, anuncia un conjunto estelar del emergente jet-set artístico. Se presume, seguramente se intenta decretar, que ese conjunto llegará a convertirse en el elenco protagónico de la década. Para la exhibición se elige un nombre no muy original: New York/New Wave (Nueva York/ Nueva Ola).

Las expectativas se centran en uno de los
artistas elegidos, el fotógrafo Robert Mapplethorpe, figura que ha sido inmediatamente bendecida con una rutilante consagración europea. En 1980 la Galería Jurka de Holanda ha presentado su serie Black Males (Machos negros), dedicada a exaltar estereotipos casi míticos de la raza negra, la exuberancia genital en particular. Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania, Austria y Suiza lo han aplaudido entusiastamente. La cosmopolita y liberal Nueva York no quiere quedar rezagada. Ha decidido correr el riesgo y disponerse a digerir lo que esperan será un encantador escándalo.

Sin embargo, Mapplethorpe pega una inesperada vuelta de tuerca, una de las tantas que suele premeditar con sorprendente astucia promocional, y elige colgar algunos retratos de la historia o de la proto-historia punk. Su muy querida compañera de tiempos duros y uno de sus modelos recurrentes, Patti Smith, también Lou Reed y Debbie Harry. Por ahora, la avidez del estruendo debe reservarse para mejor oportunidad. De todos modos y a pesar de cualquier posible decepción, es consagrado como la indiscutible estrella de la noche. Esta, como cada una de sus apariciones públicas, ha sido elaborada como una minuciosa puesta en escena y da sus resultados.

Muy cerca de esos retratos se cuelgan las obras de un joven artista negro llamado Jean-Michael Basquiat. Es prácticamente un desconocido anuque registre un par de muestras colectivas previas y unos pocos coleccionistas se hayan interesado por su
obra. Tiene veinte años, catorce menos que Mapplethorpe. Esta vez, tampoco serán muchos los gustadores y galeristas que queden cautivados por esa pintura fuerte, de gestos ásperos, de coloridad tan simple como contundente. Pero es Nueva York en los ochenta: el momento justo para crear una leyenda y dejar que empiece a crecer.

El niño salvaje

Esa misma leyenda, que empieza a la sombra de Mappelthorpe, tras la muerte de Basquiat será tocada y retocada hasta hacer casi imposible la distinción entre realidad y fabulación. El afán de ser el primero en descubrir, quizás inventar, al nuevo genio pictórico de la década, transforma a Diego Cortez, conservador de la exposición, en improvisado e inspirado promotor de la mítica historia de Jean-Michael Basquiat. "Lo encontré por primera vez en 1979 en el Mudd Club. Parecía tener 19 años y el aspecto de ser a la vez un modelo y un vagabundo. De inmediato quede convencido que allí había talento".

El
artista posee algunos rasgos que constituyen una plataforma excelente a la hora de dejar despegar imaginaciones exhuberantes. Jóven, pobre -por lo menos durante algunos años y por propia decisión-, es negro y de ascendencia latina: padre haitiano y madre portorriqueña. Presuntamente vinculado al mundo de las gangs , con un pasado reciente de frenético y contestatario graffitero, vive su infancia en una innominada y patética zona de Brooklyn, eligiendo después trajinar por el entonces no muy recomendable lower Manhattan.

Para la mayoría de los concurrentes a la exposición Basquiat, que pasea erráticamente por la muestra saturado de cocaína, es tan sólo un huésped incómodo y raro. Deberán pasar un par de años, producirse la bendición del Papa-pop, Andy Warhol, para que la snobísima troupe fagocite al pequeño burgués de mentalidad un tanto lumpen, para que sea manipulado como un títere displicente, ocasionalmente retraído, casi siempre dócil.

Cortez alaba el primitivismo, la pureza casi arcaica, el vigor expresivo, y otros varios clichés del repertorio previsible cuando de artistas afroamericanos se trata, especialmente cuando de graffiti-art se trata. Casi automáticamente, Basquiat pasa a representar el espíritu graffitero en estado virginal.
El omnipotente mercado entrará a funcionar rápidamente. El manager, crítico de arte y poeta Rene Ricard le vaticina: "Haré de ti una estrella".

El mercado levantará su nombre como contraposición orgullosamente anti-intelectual a Keith Haring, artista post-pop de raíces graffiteras, aunque con una sólida formación artística. Haring, blanco, anglosajón, más refinado, más intencionalmente lúdico, había nacido en un apacible pueblo de Pennsylvania, Kutztown.

Había estudiado en la Ivy School of Art de Pittsburg y luego en la School of Visual Arts de Nueva York. Basquiat, atravesó solo fugazmente- conducta varias veces ponderada como virtud- algunas escuelas de
arte. A los diecisiete años había abandonado definitivamente cualquier tipo de estudios, secundario incluído. Con su amigo Al Diaz y bajo el compartido seudónimo de SAMO (sigla de same old shit, la misma vieja mierda), siembra de graffitis las zonas más apartadas del SoHo, barrio neoyorquino donde proliferan las galerías de arte, y del East Village.

Incluso, en alguna oportunidad, las paredes mismas de esas galerías. Todo las piezas del engranaje encajan, la tarea es aceitarlas cuidadosamente y hacer que se ponga en marcha. Ricard se rasga las vestiduras y profetiza: "Nadie querrá ser parte de una generación que ignora otro Van Gogh".

Su temprana muerte marcará la definitiva consagración del mito: Basquiat empezará a ser una nueva figura de culto. Los titulares de las páginas culturales del New York Times lo proclamen "el equivalente más próximo, dentro del mundo artístico, a James Dean".

Basquiat el inmortal

La leyenda que se seguirá elaborando sobre el pasado de Basquiat dista bastante de la realidad concreta. Por ascendencia paterna se lo vincula a los rituales del vudú, se habla de viajes iniciáticos a Haití, cuando en realidad nunca conoció el país de su padre y estaba mucho más vinculado al contexto cultural materno. Hablaba español con considerable fluidez y cuando se produce la fractura familiar, a causa de una severa afección depresiva padecida por su madre, él permanece junto al padre que decide residir por una corta temporada en San Juan de Puerto Rico.

El padre era un contador de respetable solvencia económica, socio de un club de tennis, y hasta concretado el divorcio residirá en una casa pequeño-burguesa de ladrillos rojos en Boerum Hill, una de las mejores zonas residenciales de Brooklyn.

La madre era una diseñadora gráfica de estimado prestigio profesional. El contexto familiar reunía todos los requisitos para que un fundamentalista del activismo afroamericano los considerase como una familia de negros "blanqueados". Es cierto que cuando abandona la casa paterna Basquiat la pasa bastante mal. Por unos pocos meses tiene que vivir en la calle, como un homeless, llegando incluso a dormir en una caja de cartón.

Cambia constantemente de trabajo, consiguiendo apenas para la
droga y sus aficciones musicales, que incluye conformar un grupo experimental llamado "Gray", donde se fusionaba el rock, el rap, el reggae, el hip-hop, y el jazz de su venerado, muchas veces retratado, Charlie Parker.

El nombre
(Gray) correspondía al autor de un libro sobre anatomía que había acompañado su convalescencia tras ser atropellado, a los seis años, por un automóvil.
Basquiat repetirá varias veces que ese libro fue un referente precoz de su trabajo.

Siempre supo tener una apreciable educación artística informal. La madre lo lleva desde niño a museos. A los seis años es miembro junior del Museo de Brooklyn. Será también su madre quien lo inicie en la
lectura de literatura poética y quien luego lo impulse a escribir la propia, bifurcación creativa que Basquiat conservará hasta su muerte. No se conoce ningún antecedente que permita vincularlo a pandillas y todo su vínculo con los contextos callejeros tuvo exclusiva relación con el graffiti o la droga.

Su preocupación por transmitir en su pintura la problemática de doble pertenencia a minorías étnicas, la afroamericana y la latina, si bien es elemento recurrente de su narración pictórica nunca se sometió a intencionalidades "mensajísticas" condicionadoras. Edward Lucie Smith, conocido crítico británico, sostiene: "El más celebrado artista negro de los ochenta, Jean-Michael Basquiat, utiliza con frecuencia la imaginería 'negra', pero al mismo tiempo, siempre, demuestra su ansiedad por someterla a claros acentos de universalidad".

También precisa que: "Su ambición no era tanto construir una capillita más para la cultura afroamericana sino competir en igualdad de condiciones con su mentor Andy Warhol". Por su parte, el teórico alemán Klaus Honnef, afirma: "Sea casualidad o no, si se pasan por alto las significativas alusiones a la existencia social de los negros en EEUU y la furia considerable de sus cuadros, se podría llegar a la conclusión de que las pinturas y los dibujos de Basquiat están enraizados en la estética francesa, y no en los graffiti de Nueva York".

El propio artista lo consideraba como algo inherente. "Nunca sentí la necesidad de ir a Africa. Soy un artista que acepta la influencia de su entorno neoyorquino. Pero reconozco mi memoria cultural. No tengo necesidad de buscarla, simplemente existe. Ella nace allá lejos, en Africa. Eso no quiere decir que para mantenerla deba vivir en Africa. Esa memoria cultural nos sigue por todas partes, donde quiera que vayamos".

La confrontación con Haring no pasó de ser un hábil artificio publicitario pergeñado por los galeristas, que de paso lograban vender mejor tanto a Haring como a Basquiat. Más allá de cualquier distanciamiento ficticio, jamás se produjo entre ellos ningún conflicto real. Haring admiraba a Basquiat y Basquiat ni admiraba ni despreciaba el arte de su colega. Como reconoció alguna vez, sólo le preocupaba su propia pintura y la de los demás era cuestión de los demás. Los acercan las fechas de sus nacimientos: Haring nace en 1958, Basquiat en 1960.

Y en una de esas circunstancias sorprendentes, cercanas a lo mágico, los acercarán las fechas de sus muertes, también separadas por dos años. Basquiat muere de una sobredosis en 1988, cuando todavía no había cumplido sus 28 años. Haring de Sida, en 1990. Los dos terminarán siendo paradigmas de una posmodernidad fatua donde se minimiza el valor de la vida y se consagra desatinadamente el dominio de la
muerte.

De alguna manera Basquiat decidió la brevedad de su vida. "Yo se que algún día voy a dar vuelta la esquina y voy a estar preparado para eso", dijo alguna de las pocas veces que habló sobre sí mismo, sobre su existencia. "Eso" era una muerte buscada desde la adolescencia,
adolescencia que de alguna manera nunca abandonó, a través de un carácter obsesivamente autodestructivo. "Nunca se demasiado bien si estoy vivo. De todos modos no me preocupa demasiado, creo que soy inmortal" dijo a una de sus parejas, Jennifer Goode. La idea de su inmortalidad aparecía como pretexto cada vez que un Warhol paternal le recriminaba el abuso de las drogas: "No te preocupes, soy inmortal".

El niño radiante

Los que lo conocieron, el artista chicano Benny Dalmau, el transvanguardista italiano Francesco Clemente, coinciden en afirmar que sólo cuando pintaba parecía animado por una vitalidad tan incontenible como inesperada. Entre 1985 y 1986 Warhol, Clemente y Basquiat, casi como un divertimento, deciden realizar obras en conjunto.

A veces, trabajan sólo Warhol y Basquiat, otras Clemente y Basquiat, en una decena de obras trabajan los tres. Warhol transfiere al soporte imágenes extraídas de contextos publicitarios, con un despojamiento límite, a punto de precipitarse en la banalidad irremisible. Clemente esboza rostros que oscilan entre la poetización de los rictus y una carga de displicente melancolía,
cuerpos que parecen anhelar una densidad escultórico y de pronto deciden desvanecerse en la escenografía de la imagen. "Pero nunca considerabamos que la obra estaba terminada hasta que Jean-Michael sobreimprimía la fuerza de sus figuras-signos, los gestos trazados con una inquietud casi febril, el color que terminaba siendo la imprescindible culminación; era un intuitivo feroz, y cuando esa intuición precipitaba la sucesión de hallazgos crecía en él una energía abrumadora", cuenta Clemente.

Annina Nossei, uno de sus primeros marchands explotará vergonzosamente uno de esos trances donde la creatividad estalla pródiga, desenfrenada. Roberto Hughes, célebre crítico norteamericano, en una reseña no muy amable aparecida a la muerte de Basquiat, recuerda: "Le tuvo encerrado en el sótano de su galería pintando cuadros -ahora calificados como 'primeros Basquiat', para distinguirlos de los menos apreciados 'últimos Basquiat', pintados tres años más tarde- que ella vendía antes de que estuvieran secos y, algunas veces, antes de que estuvieran acabados".

Hughes sostiene que Basquiats nunca tuvo demasiada suerte con sus marchands: "Su introductor social fue Henry 'Frebbie' Geldzhaler, que había fracasado antes como
escritor, conservador de museo e historiador, pero que aun mantenía una considerable influencia como informador, al menos entre los nuevos coleccionistas".

A la Nossei, siguió Tony Shafrazi. Antes de convertirse en galerista especializado en graffiti-art Shafrazi había cometido un incomprensible vandalismo contra el Guernica de
Picasso en el Museum of Modern Art (MOMA) y que curiosamente las autoridades de dicha institución nunca denunciaron. Más tarde, manejará sus obras la implacable Mary Boone, toda una celebridad dentro del circuito artístico neoyorquino por su mano firme en el manejo de sus artistas.

La leyenda seguía creciendo, ahora apuntalada por la vigilancia de un mercado que encontraba un excelente y redituable producto. La fanfarria adulatoria prospera al compás del desenfreno mercantil. Ricard, otra vez, retoma una profecía de 1981 y proclama: "Hemos encontrado el niño radiante del siglo". Se lo compara, tras la aceptación europea, con Rimbaud. Además de los poemas que de tanto en tanto, cuando lo dejan, desgrana, tienen en común un tránsito vital que es una casi continua saison en enfer.

El ser humano que conlleva ese producto nunca importa demasiado. Al propio Basquiat ese ser humano tampoco le importa demasiado. La autoestima se reduce a alguna bravuconada frente a su padre: contrata una enorme limusina para participarlo de su primera muestra individual importante. O a esporádicos intentos de rebelión ante su protector Andy Warhol: la frase-cliché repetida, "tu no entiendes nada porque eres un hombre blanco".

Más acá del mito, más allá de sus inevitables contra-mitos, Basquiat anuncia una de las más espontáneas y rigurosas reflexiones sobre la imagen pictórica en la segunda mitad del siglo. Limpiándola de toda la charlatanería promocional, de todos los desbordes épicos establecidos por galeristas ávidos, críticos neuróticos y coleccionistas sometidos al totalitarismo del mercado, las imágenes de Basquiat, por lo menos la mayoría de ellas, se presentan con una envidiable vitalidad.

En ellas refulgue una sensibilidad intuitiva que seguramente hubiese cuajado en formidable talento, brillan los indicios primarios de un don tremendamente escaso: la
genialidad. La fuerza, el lirismo, la melancolía, la violencia, la gracia lúdica, el desenfado cromático, las fusiones imprevisibles, están allí, como testimonios que siempre comunican la sensación de fermentalidad inconclusa. También está la apropiación singularizada y sutil de Rauschemberg, de Jasper Johns. Sobre todo, la "salvajización" de los grafismos-textos utilizados por su admirado Cy Twonbly. Lo que en Twombly es levedad y refinamiento, en Basquiat se vuelve gestualidad exasperada, cartografías de una afectividad en perpetuo e inconforme desconcierto.

"En el año 2000 Jean Michael Basquiat no tendrá cuarenta años, no estará en el centro del juicio sobre su obra", sentencia el teórico francés Michel Enrici. Sin duda, pero en el centro de ese juicio estará la insensatez de su muerte. A su favor, en su contra, el juicio de su obra no podrá ser independiente de esa tempranísima muerte que, enfermizamente, seduce. Esa muerte que él, presunto inmortal, jamás supo domesticar, jamás se atrevió a mirar como la única amante fiel y persistente.

Maya Angelou, narradora afroamericana, poeta, actriz, activista de los derechos civiles, y muchas cosas más, escribió un largo poema que decidió ilustrar con imágenes de Basquiat. Poema para niños, o no tan niños, cada uno de sus párrafos termina siendo una oración profana, algo así como una dolorida voluntad de lo que no pudo ser.

El poema se llama Life Doesn't frighten me
(La vida no me asusta) y con un despojado lirismo desarticula los miedos que, casi siempre por culpa de los adultos, suelen agobiar a los niños. Las telas de Basquiat, sus papeles, ilustran espléndidamente cada línea del poema. Y, suprema, paradojal ironía, como fracturados biografemas, revelan una conflictiva pero apasionada devoción hacia la vida. Quizás porque después de todo Basquiat no fue un niño salvaje, ni un niño radiante, mucho menos un niño inmortal. Apenas, un niño desvalido.

* Publicado originalmente en Insomnia Nº 7

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