De quién es
el centro de la ciudad
A lo largo de miles de años de existencia de estas curiosas
construcciones humanas que llamamos ciudades el concepto de centro
siempre se refirió a un espacio
representativo de la idea
que la comunidad tiene de sí misma. Hablar de un centro
implica hablar de jerarquías. El centro
de la ciudad imperial china -modelo que se extendió por
todo el extremo oriente a lo largo de dos mil años- era
el recinto habitado por el emperador. La organización
espacial de la ciudad
era absolutamente subordinada a ese centro: más cerca del
centro, más importante, prescindiendo de los puntos cardinales.
Las ciudades europeas medievales también tenían
una estructura fuertemente central: todo se articulaba en torno
a la plaza del mercado. Las plazas se convirtieron en espacios
tan importantes para las ciudades
occidentales, que el libro clásico de urbanismo
de Camillo Sitte (Construcción
de ciudades según principios artísticos, 1889) dedica siete de sus doce capítulos
al estudio de las plazas. Las leyes de Indias que prescribían
un método riguroso para la fundación
de ciudades coloniales partían del trazado de una plaza
central. Los centros urbanos se convirtieron en tema frecuente
de estudio sociológico y urbanístico después
de la segunda guerra mundial, sobre todo cuando la masificación
del automóvil permitió la creación de grandes
centros comerciales suburbanos, que vinieron a competir con los
servicios tradicionalmente ubicados en los centros de las ciudades.
La centralidad urbana, sea cual sea el criterio jerárquico
adoptado, provoca una acumulación de servicios en las cercanías
del centro. Servicios de energía, de comunicaciones,
de saneamiento, de intercambio comercial y financiero, de educación y de
salud. El crecimiento de las ciudades produce un encarecimiento
progresivo de los servicios, pues la extensión superficial
de la ciudad multiplica la extensión lineal de los servicios
(distribución de agua,
saneamiento, energía, pero también seguridad y transporte);
por ese motivo, el aumento de población y de extensión
geográfica aumenta comparativamente la concentración
de servicios en el centro. Cuando la ciudad crece demasiado, es
natural y más barato que surjan subcentros regionales.
Con variantes debidas a la riqueza de cada una, en todas las
ciudades se producen cambios importantes en la ubicación
geográfica y funciones de sus centros a lo largo de la
historia.
Montevideo ha creado
varios sub centros, pero mantuvo su centro histórico hasta
hace pocos años con un buen nivel de vitalidad. Sin embargo,
desde hace cerca de dos décadas, el centro ha comenzado
a desaparecer.
Si antes cumplía con su función simbólica
de representar a la comunidad, ésta no parece ahora interesada
en percibirse a sí misma como un todo homogéneo.
Hay que preguntarse si realmente todos los montevideanos
se percibían homogéneamente, o más bien un
grupo insistía en percibirse como totalidad aunque no lo
fuera.
La avenida 18 de Julio pertenecía a algunos grupos de
ciudadanos: letrados, asalariados prósperos, pequeños
burgueses. Quizá -tómese la cifra como una opinión,
y no como un dato- el 20% de la población de la ciudad.
El resto de la población no accedía al centro,
así como no accedía a la mayoría de los
servicios de la ciudad.
Ocupación
oportunista de nichos vacantes
El proceso de pérdida
de centralidad de un espacio urbano obedece a múltiples
causas, que habría que estudiar seriamente para el caso
de Montevideo. Pero lo que efectivamente ocurre es fácilmente
perceptible: hay una retirada de los grupos dominantes.
Cuando ocurre este vaciamiento hay unos momentos de vacilación
(que en términos de
vida ciudadana pueden durar algunos años o décadas)
y luego se produce
una invasión de los espacios vacíos por parte de
los grupos que antes no tenían lugar en esas calles. Hay
una invasión oportunista de nichos vacantes. Los edificios
abandonados son ocupados por familias sin vivienda, se produce
hacinamiento y tugurización y aparece una red comercial
y de servicios destinada a los nuevos habitantes.
Baja la renta de la tierra; ya no hay usuarios de alto nivel,
que con su mera presencia intimidaban a vastos sectores de la
ciudadanía, y en resumen, en palabras de quienes han abandonado
el centro y sienten que han perdido un territorio que les pertenecía,
las calles se vuelven peligrosas. El espacio vaciado se llena
con todo lo que se daba por sentado que no existía, o
que existía marginalmente, mínimamente, excepcionalmente.
Ese recambio de oferta y de demanda, ese afloramiento de grandes
grupos que permanecían enmascarados por un descentramiento
forzado, se percibe como una amenaza, porque la idea de centralidad
espacial tarda más en desaparecer que el uso de esa centralidad.
Los administradores municipales y los
nostálgicos lloran amargamente por el esplendor perdido.
El exorcista sale
de la pantalla
Un cine que se convierte
en centro de cobro de diezmos, de cobro de favores divinos, de
cobro de exorcismos, operaciones de despojamiento despiadado,
cuidadosamente diseñadas para vaciar los bolsillos de toda
esa zona humana que no se quería aceptar que existiera,
es un relato sucinto y fiel del fenómeno de reordenamiento
intraurbano que está ocurriendo.
No se puede hacer nada, quizá, contra los estafadores
profesionales que fundan iglesias: la ley protege la libertad
religiosa. Pero el crecimiento de estos grupos de criminales protegidos
por la Constitución es posible porque disponen de víctimas.
Y disponen de víctimas porque lo que se podría hacer
no se hace: educar para dar
herramientas críticas a las personas, estimular su
independencia intelectual,
su creatividad y su inteligencia.
El vaciamiento del espacio central de la ciudad es parte del
fenómeno. Pero los grupos de estafadores profesionales
se legitiman también de otras maneras.
La adquisición de una centralidad espacial es importante
en el plano simbólico, aunque el centro haya perdido, para
una parte de la población, la capacidad de representación
espacial de la comunidad. Si bien las iglesias de la estafa mantienen
sedes en los barrios,
es decir, cerca de donde viven sus víctimas, han venido
haciendo un notorio esfuerzo por asentarse en el centro de la
ciudad. Por un lado existe la ventaja de la buena comunicación
a través de la red pública de transporte; por otro
lado, la tugurización del centro ha aumentado allí
la densidad de habitantes de bajos niveles económicos y
educativos; pero lo más importante es el prestigio que
adquiere la iglesia que se instala en el centro. Es una conquista,
una avanzada, una apropiación de territorio.
El otro ingrediente fundamental para la legitimación de
los vendedores de milagros (una
de estas iglesias entrega a sus fieles una libreta como la de
los viejos almacenes montevideanos, donde se van anotando los
favores recibidos, y en una columna parelela, el costo del Señor,
en pesos) es su
absoluto dominio de las radios.
A las diez y media de la noche, de 21 radios AM en el aire, 9
tienen programas religiosos. A las dos de la mañana hay
14 radios emitiendo, todas con programas religiosos (aunque dos de ellas encubiertos en forma
de secciones de periodísticos).
Un caso de centralidad mediática similar al del fenómeno
urbano es el de una radio de gran audiencia, que durante el día
apunta a un público con cierto nivel educativo y capacidad
de juicio crítico. Desde las dos de la mañana la
emisión la ocupa una iglesia cuyo discurso se articula
en torno a dos temas: el descrédito y el ataque sistemático
a los políticos; y el ataque
histérico a los homosexuales.
Salvo por un interés sociológico de los oyentes,
difícilmente la audiencia diurna coincida con la que escucha
la emisora a partir de la madrugada. Pero esta iglesia insiste
en pagar cerca de un centenar de miles de dólares -al contado,
y por adelantado- al año para mantenerse en esa radio de
gran alcance y audiencia.
Tanto en la búsqueda de centralidad urbana como de centralidad mediática, obviamente
el resultado económico es positivo para estas empresas
productoras de salvación eterna, otorgadoras de pasaportes
al paraíso a precios módicos.
La demanda de milagros
Hay una demanda, dirán los dueños de las radios
a quienes les llegan fondos crujientes como lechuguitas tiernas,
de manera que sería tonto -y hasta antidemocrático,
pardiez-negarles el espacio. Así les va a esas radios
que se mantienen empecinadamente exentas de milagreros: a esas,
sólo un milagro las va a salvar.
Por otra parte, la censura sería, además de un atropello
inaceptable, completamente inútil. La emergencia de este
fenómeno no depende de los medios,
sino que obedece a una energía imposible de parar: la energía
de la desesperación, de la miseria, de la ignorancia.
La política educativa del Estado
no parece encaminada a solucionar esto, sino más bien a
profundizar la indefensión. Su objetivo explícito
es formar personas que puedan acceder al mercado de trabajo cada
vez más jóvenes. Eso significa sacrificar humanidades
a favor de manuales de operación de un surtido de dispositivos.
Menos capacidad crítica, mayor facilidad para la aceptación,
un estado anímico de dependencia, y por lo tanto de desesperanza,
campo propicio para estos pescadores de billeteras.
Las medidas directas sobre la realidad que toman los gobiernos,
si no atacan el origen de los problemas, están destinadas
al fracaso. El esfuerzo de la Intendencia
de Montevideo por recuperar el centro recibe un golpe de mínima
energía con máximas consecuencias: el cine Trocadero
convertido en iglesia corre hacia la Ciudad Vieja la desmantelada
zona exterior a Ejido. La disolución funcional del edificio
del diario El Día, la desertificación de
las galerías comerciales entre Ejido y Yaguarón,
y ahora la avanzada territorial de la pandilla de dios, terminarán
por condenar una cuadra clave del centro de la ciudad.
Pero realmente eso no tiene importancia, y más bien es
positivo, porque permite ver con más claridad la realidad:
que somos unos brutos, unos inocentes; que no nos decimos la verdad;
que nos gusta creer que somos cultos; que protegemos con la Constitución
a los más despiadados estafadores imaginables, aquellos
que engañan a quienes quisiéramos mantener descentrados:
los miserables, ignorantes, analfabetos,
desesperados, la enorme mayoría de nosotros, los otros.
Y quienes escribimos de estas cosas, para decirlas o callarlas,
no somos menos torpes e incultos: cerramos los ojos,
nos tapamos los oídos,
o gastamos aire en exclamaciones airadas cuando unos brasileros
que te sacan lo mismo un demonio
que una almorrana no nos dejan ver la última de Walt
Disney.
* Publicado
originalmente en Semanario Brecha
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