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ISSN 1688-1672

 



CENTRO DE MONTEVIDEO - CENTRALIDAD URBANA -

Un exorcista en el centro*

Carlos Rehermann

Lo que efectivamente ocurre es fácilmente perceptible: hay una retirada de los grupos dominantes.
Cuando ocurre este vaciamiento hay unos momentos de vacilación y luego se produce una invasión de los espacios vacíos por parte de los grupos que antes no tenían lugar en esas calles

De quién es el centro de la ciudad

A lo largo de miles de años de existencia de estas curiosas construcciones humanas que llamamos ciudades el concepto de centro siempre se refirió a un espacio representativo de la idea que la comunidad tiene de sí misma. Hablar de un centro implica hablar de jerarquías. El centro de la ciudad imperial china -modelo que se extendió por todo el extremo oriente a lo largo de dos mil años- era el recinto habitado por el emperador. La organización espacial de la ciudad era absolutamente subordinada a ese centro: más cerca del centro, más importante, prescindiendo de los puntos cardinales. Las ciudades europeas medievales también tenían una estructura fuertemente central: todo se articulaba en torno a la plaza del mercado. Las plazas se convirtieron en espacios tan importantes para las ciudades occidentales, que el libro clásico de urbanismo de Camillo Sitte
(Construcción de ciudades según principios artísticos, 1889) dedica siete de sus doce capítulos al estudio de las plazas. Las leyes de Indias que prescribían un método riguroso para la fundación de ciudades coloniales partían del trazado de una plaza central. Los centros urbanos se convirtieron en tema frecuente de estudio sociológico y urbanístico después de la segunda guerra mundial, sobre todo cuando la masificación del automóvil permitió la creación de grandes centros comerciales suburbanos, que vinieron a competir con los servicios tradicionalmente ubicados en los centros de las ciudades.

La centralidad urbana, sea cual sea el criterio jerárquico adoptado, provoca una acumulación de servicios en las cercanías del centro. Servicios de energía, de comunicaciones, de saneamiento, de intercambio comercial y financiero, de educación y de salud. El crecimiento de las ciudades produce un encarecimiento progresivo de los servicios, pues la extensión superficial de la ciudad multiplica la extensión lineal de los servicios
(distribución de agua, saneamiento, energía, pero también seguridad y transporte); por ese motivo, el aumento de población y de extensión geográfica aumenta comparativamente la concentración de servicios en el centro. Cuando la ciudad crece demasiado, es natural y más barato que surjan subcentros regionales.
Con variantes debidas a la riqueza de cada una, en todas las ciudades se producen cambios importantes en la ubicación geográfica y funciones de sus centros a lo largo de la historia.

Montevideo ha creado varios sub centros, pero mantuvo su centro histórico hasta hace pocos años con un buen nivel de vitalidad. Sin embargo, desde hace cerca de dos décadas, el centro ha comenzado a desaparecer.
Si antes cumplía con su función simbólica de representar a la comunidad, ésta no parece ahora interesada en percibirse a sí misma como un todo homogéneo. Hay que preguntarse si realmente todos los montevideanos se percibían homogéneamente, o más bien un grupo insistía en percibirse como totalidad aunque no lo fuera.
La avenida 18 de Julio pertenecía a algunos grupos de ciudadanos: letrados, asalariados prósperos, pequeños burgueses. Quizá -tómese la cifra como una opinión, y no como un dato- el 20% de la población de la ciudad. El resto de la población no accedía al centro, así como no accedía a la mayoría de los servicios de la ciudad.

Ocupación oportunista de nichos vacantes

El proceso de pérdida de centralidad de un espacio urbano obedece a múltiples causas, que habría que estudiar seriamente para el caso de Montevideo. Pero lo que efectivamente ocurre es fácilmente perceptible: hay una retirada de los grupos dominantes.
Cuando ocurre este vaciamiento hay unos momentos de vacilación
(que en términos de vida ciudadana pueden durar algunos años o décadas) y luego se produce una invasión de los espacios vacíos por parte de los grupos que antes no tenían lugar en esas calles. Hay una invasión oportunista de nichos vacantes. Los edificios abandonados son ocupados por familias sin vivienda, se produce hacinamiento y tugurización y aparece una red comercial y de servicios destinada a los nuevos habitantes.

Baja la renta de la tierra; ya no hay usuarios de alto nivel, que con su mera presencia intimidaban a vastos sectores de la ciudadanía, y en resumen, en palabras de quienes han abandonado el centro y sienten que han perdido un territorio que les pertenecía, las calles se vuelven peligrosas. El espacio vaciado se llena con todo lo que se daba por sentado que no existía, o que existía marginalmente, mínimamente, excepcionalmente. Ese recambio de oferta y de demanda, ese afloramiento de grandes grupos que permanecían enmascarados por un descentramiento forzado, se percibe como una amenaza, porque la idea de centralidad espacial tarda más en desaparecer que el uso de esa centralidad.
Los administradores municipales y los nostálgicos lloran amargamente por el esplendor perdido.

El exorcista sale de la pantalla

Un cine que se convierte en centro de cobro de diezmos, de cobro de favores divinos, de cobro de exorcismos, operaciones de despojamiento despiadado, cuidadosamente diseñadas para vaciar los bolsillos de toda esa zona humana que no se quería aceptar que existiera, es un relato sucinto y fiel del fenómeno de reordenamiento intraurbano que está ocurriendo.
No se puede hacer nada, quizá, contra los estafadores profesionales que fundan iglesias: la ley protege la libertad religiosa. Pero el crecimiento de estos grupos de criminales protegidos por la Constitución es posible porque disponen de víctimas. Y disponen de víctimas porque lo que se podría hacer no se hace: educar para dar herramientas críticas a las personas, estimular su independencia intelectual, su creatividad y su inteligencia.

El vaciamiento del espacio central de la ciudad es parte del fenómeno. Pero los grupos de estafadores profesionales se legitiman también de otras maneras.
La adquisición de una centralidad espacial es importante en el plano simbólico, aunque el centro haya perdido, para una parte de la población, la capacidad de representación espacial de la comunidad. Si bien las iglesias de la estafa mantienen sedes en los barrios, es decir, cerca de donde viven sus víctimas, han venido haciendo un notorio esfuerzo por asentarse en el centro de la ciudad. Por un lado existe la ventaja de la buena comunicación a través de la red pública de transporte; por otro lado, la tugurización del centro ha aumentado allí la densidad de habitantes de bajos niveles económicos y educativos; pero lo más importante es el prestigio que adquiere la iglesia que se instala en el centro. Es una conquista, una avanzada, una apropiación de territorio.

El otro ingrediente fundamental para la legitimación de los vendedores de milagros
(una de estas iglesias entrega a sus fieles una libreta como la de los viejos almacenes montevideanos, donde se van anotando los favores recibidos, y en una columna parelela, el costo del Señor, en pesos) es su absoluto dominio de las radios. A las diez y media de la noche, de 21 radios AM en el aire, 9 tienen programas religiosos. A las dos de la mañana hay 14 radios emitiendo, todas con programas religiosos (aunque dos de ellas encubiertos en forma de secciones de periodísticos).

Un caso de centralidad mediática similar al del fenómeno urbano es el de una radio de gran audiencia, que durante el día apunta a un público con cierto nivel educativo y capacidad de juicio crítico. Desde las dos de la mañana la emisión la ocupa una iglesia cuyo discurso se articula en torno a dos temas: el descrédito y el ataque sistemático a los políticos; y el ataque histérico a los homosexuales. Salvo por un interés sociológico de los oyentes, difícilmente la audiencia diurna coincida con la que escucha la emisora a partir de la madrugada. Pero esta iglesia insiste en pagar cerca de un centenar de miles de dólares -al contado, y por adelantado- al año para mantenerse en esa radio de gran alcance y audiencia.
Tanto en la búsqueda de centralidad urbana como de centralidad mediática, obviamente el resultado económico es positivo para estas empresas productoras de salvación eterna, otorgadoras de pasaportes al paraíso a precios módicos.

La demanda de milagros

Hay una demanda, dirán los dueños de las radios a quienes les llegan fondos crujientes como lechuguitas tiernas, de manera que sería tonto -y hasta antidemocrático, pardiez-negarles el espacio. Así les va a esas radios que se mantienen empecinadamente exentas de milagreros: a esas, sólo un milagro las va a salvar.
Por otra parte, la censura sería, además de un atropello inaceptable, completamente inútil. La emergencia de este fenómeno no depende de los medios, sino que obedece a una energía imposible de parar: la energía de la desesperación, de la miseria, de la ignorancia.
La política educativa del Estado no parece encaminada a solucionar esto, sino más bien a profundizar la indefensión. Su objetivo explícito es formar personas que puedan acceder al mercado de trabajo cada vez más jóvenes. Eso significa sacrificar humanidades a favor de manuales de operación de un surtido de dispositivos. Menos capacidad crítica, mayor facilidad para la aceptación, un estado anímico de dependencia, y por lo tanto de desesperanza, campo propicio para estos pescadores de billeteras.
Las medidas directas sobre la realidad que toman los gobiernos, si no atacan el origen de los problemas, están destinadas al fracaso. El esfuerzo de la Intendencia de Montevideo por recuperar el centro recibe un golpe de mínima energía con máximas consecuencias: el cine Trocadero convertido en iglesia corre hacia la Ciudad Vieja la desmantelada zona exterior a Ejido. La disolución funcional del edificio del diario El Día, la desertificación de las galerías comerciales entre Ejido y Yaguarón, y ahora la avanzada territorial de la pandilla de dios, terminarán por condenar una cuadra clave del centro de la ciudad.

Pero realmente eso no tiene importancia, y más bien es positivo, porque permite ver con más claridad la realidad: que somos unos brutos, unos inocentes; que no nos decimos la verdad; que nos gusta creer que somos cultos; que protegemos con la Constitución a los más despiadados estafadores imaginables, aquellos que engañan a quienes quisiéramos mantener descentrados: los miserables, ignorantes, analfabetos, desesperados, la enorme mayoría de nosotros, los otros.

Y quienes escribimos de estas cosas, para decirlas o callarlas, no somos menos torpes e incultos: cerramos los ojos, nos tapamos los oídos, o gastamos aire en exclamaciones airadas cuando unos brasileros que te sacan lo mismo un demonio que una almorrana no nos dejan ver la última de Walt Disney.

* Publicado originalmente en Semanario Brecha

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