En la
novela La guerra de los mundos,
publicada en 1898, el británico Herbert Wells afirma
que en Marte no había bacterias. Los marcianos no tenían
sistema inmunitario, y por eso sucumbieron al ataque de los
microbios terrestres. Cien años después, cualquier lector sabe
que la vida se basa en el equilibrio de sistemas complejos, y
que un mundo sin bacterias es inverosímil; nadie puede creer
que haya formas superiores de vida sin una multiplicidad de
otras manifestaciones.
Esta aparente falla del libro es en realidad el
rasgo que permitió la fundación del
género fantasía
científica. El contagio de los marcianos no sólo origina
un final sorprendente
(y literariamente valiente, porque deja
sin héroes a una historia de guerra), sino que otorga
verosimilitud al relato, y por tratarse de un asunto de saber
biológico, permite relacionar el texto con la ciencia, el
rasgo definitorio del
género. Todo esto ocurre a pesar del
error de considerar un ecosistema sin microorganismos. Wells
había estudiado biología con uno de los principales defensores
de la teoría de Darwin, Thomas Henry Huxley, abuelo del autor
de Un mundo feliz. ¿Por qué cometió ese error?
La respuesta hay que buscarla en el verdadero
interés del escritor, que justamente eligió no seguir una
carrera científica y en cambio dedicarse a las letras. En
realidad tanto Wells como su maestro Huxley estaban más
interesados en la justicia social que en la vida en los
ecosistemas.
Si el escritor hubiera aceptado bacterias
marcianas, del mismo modo habría sido admisible que los
invasores fueran atacados mortalmente por microorganismos
terrestres. Pero esa solución habría complicado las cosas: los
marcianos habrían traído sus microbios a nuestro planeta, de
modo que los seres humanos podrían haberse contagiado. Eso
habría complicado la narración, y las soluciones habrían
convertido el texto en un pantano de subterfugios científicos.
La complicación argumental que surge del manejo de datos
científicos es un problema bastante común en el
género, y
obedece a que si bien los lectores tienen cierto gusto por la
ciencia, no necesariamente disponen de suficiente información.
Los autores se ven obligados a explicar demasiadas cosas, lo
que entorpece el avance de la narración.
La simplificación de Wells pone de manifiesto
que, aun antes de haber inventado el
género, percibió uno de
sus principales problemas técnicos. Escribió el texto
fundacional de la fantasía científica y dejó en la memoria de
todos (hasta de quienes no leyeron el libro)
a esa bacteria de
Dios:
“...exterminados, después de que todos los artilugios humanos
fallaron, por la cosa más humilde que
Dios, en su
sabiduría, puso sobre esta tierra...”.
La guerra de los mundos
sigue siendo hoy un libro disfrutable, que a pesar del paso
del tiempo no ha envejecido en ninguno de sus aspectos, ni
siquiera el más característicamente débil del
género: el
conocimiento científico. Pero su principal valor está en la
ética que trasunta ese texto amargo, duro, oscuro, una fría
inmersión en la certeza de la debilidad de la especie humana.
Pánico
El libro dio origen a una versión de radioteatro de una hora
de duración que, cuarenta años después de su publicación, puso
en el aire el Mercury Theatre on the Air, un programa
de la compañía de teatro de Nueva York fundada por
Orson
Welles y John Houseman
que se emitía los domingos a las 8 de la noche.
El programa solía adaptar
novelas, muchas de ellas clásicas.
Drácula, de
Bram Stoker, se emitió el 11 de julio de
1938; El conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, el
29 de agosto; el 25 de setiembre, una selección de historias
de Conan Doyle; el domingo anterior al de la emisión de La
guerra de los mundos (que se emitió el 30 de octubre), fue
el turno de La vuelta al mundo en 80 días, de Verne, y
el domingo siguiente el Mercury ofreció su versión de El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.
Como puede verse a través de la selección de títulos, que se
emitían en programas unitarios,
Welles y sus amigos no
conocían el miedo.
La adaptación del libro[i]
fue realizada por Howard Koch, que también trabajó para cine
(fue uno de los tres libretistas de Casablanca, una
película que se iba escribiendo días, horas y a veces minutos
antes de los rodajes diarios). Aunque el Mercury no se
caracterizaba por los excesos de planificación, para esta
ocasión hubo unas cuantas horas de ensayo, y los aspectos
técnicos fuero muy cuidados, especialmente porque se pretendía
imitar una novedad de los informativos: la transmisión en
directo desde el lugar de los hechos.
Welles (“deje caer esa e, por favor”, le diría más tarde
Herbert a Orson, en un encuentro trasmitido por radio en 1940[ii],
para manifestarle su simpatía y aceptación)
quería hacer un programa llamativo para la emisión de la
víspera de Halloween.
Su voz grave y resonante era bastante conocida por la
audiencia neoyorkina, especialmente infantil, ya que
personificaba un famoso personaje de un programa de historias
de misterio llamado “La sombra”[iii],
que se presentaba envuelto en
música siniestra, hablando de
muerte y
tragedia en medio de carcajadas de orate.
En el libro de Wells se hace énfasis en el poder de la
comunicación en la sociedad humana, un tema muy importante
hacia fines del siglo XIX, cuando la prensa diaria se había
convertido ya en un medio de comunicación masivo. Es evidente
que para Orson Welles el tema de la comunicación de masas era
el más interesante: cuando, debido al éxito de su programa,
fue invitado a hacer una versión para cine de la novela,
prefirió hacer Citizen Kane, donde la prensa y los
informativos de cine juegan un papel explícito.
Koch y Welles centraron su adaptación en el pánico generado
por las noticias; Wells lo había hecho en su
novela. La trama
el libro avanza a través de las noticias de los diarios,
comenta la desinformación y el valor de la noticia (a medida
que aumenta la confusión durante la invasión, el precio de los
periódicos sube hasta cifras absurdas). En su época los
diarios recién comenzaban a ser medios más o menos masivos;
cuarenta años después, cuando Welles realizó su programa, esa
función comenzaba a ser cumplida por la radio.
Explosiones en Marte interrumpen
La Cumparsita
Para los uruguayos, la famosa emisión tiene una curiosidad
adicional. Empieza como todas las del Mercury: “El Columbia
Broadcasting System y sus estaciones afiliadas presentan a
Orson Welles y el Mercury Theatre on the Air en La guerra
de los mundos, de H. G. Wells”.
Luego, Welles comienza con casi las mismas palabras del libro;
enseguida un locutor lee un informe del tiempo, y de inmediato
otro anuncia un programa de música bailable, desde “el salón Meridian del Hotel Park Plaza de
Nueva York: Ramón Raquello
con La Cumparsita”.
La pieza de Matos se escucha claramente, ejecutada con un
tempo exasperantemente lento, aunque no por mucho tiempo: un
informativista interrumpe la música para decir que acaba de
observarse unas extrañas explosiones en el planeta Marte. A
partir de allí, todo el programa se convierte en una
transmisión “desde el lugar de los hechos”, y culmina con una
transmisión que supuestamente se realiza desde el techo del
edificio de la CBS, hasta la muerte del locutor[iv].
Al final de la emisión el actor dijo:
“Este es Orson Welles, señoras y señores, fuera
de personaje para asegurarles que La guerra de los mundos
no es otra cosa que la diversión de un día libre que pretendía
ser. Es la forma radial del Mercury Theatre de cubrirse con
una sábana y aparecer detrás de un arbusto gritando ¡buu!
[...] hicimos lo mejor que pudimos: aniquilamos el mundo
delante de sus oídos, y destruimos la CBS. Se alegrarán
ustedes, espero, de enterarse que en realidad no lo hicimos, y
que ambas instituciones siguen con sus negocios. De manera que
adiós a todos y por favor recuerden mañana la terrible lección
de esta noche: [...] si suena su timbre y del otro lado de la
puerta no hay nadie, no se trata de un marciano... sino de
Halloween”.
En el libro, la difusión de la noticia de la
invasión marciana origina pánico, caos y
muerte. Cuando, al
día siguiente de la emisión de radio, los diarios de
Nueva York, Chicago y Boston publicaron artículos sobre la histeria
generada por el programa, los periodistas no hicieron otra
cosa que continuar con la ficción del libro de Wells. Hoy no
es posible discernir si efectivamente hubo pánico masivo, o si
los propios diarios confundieron ficción con realidad.
La campaña de
prensa
Los diarios del lunes[v]
informaron acerca de episodios de histeria colectiva, y se
rumoreó que hubo suicidios de personas desesperadas de
miedo
por la invasión marciana. En realidad no hubo ni muertos ni
heridos.
Un par de años más tarde una investigación de la Universidad
de Princeton[vi]
mostró que casi la mitad de los escuchas consultados por los
investigadores creyó que se trataba de un informativo y no de
un programa de ficción. Aunque el estudio de Princeton es un
clásico del análisis de la histeria de masas, especialmente
porque no es fácil encontrar un estudio anterior, la selección
de la muestra (unos 160 individuos, que no se sabe cómo
fueron elegidos) carece de rigor.
Es más probable que la idea de que la radio puede generar
pánico obedezca a otros intereses: en primer lugar, al del
propio Welles, que el lunes se apresuró a dar una conferencia
de prensa en la que se mostró compungido por el pánico que
había provocado; y luego, a los diarios, que quizá
aprovecharon para exagerar la noticia de la reacción histérica
por dos motivos: en sí misma es una buena historia
periodística; y por otra parte para marcar algunos aspectos
negativos de un nuevo medio que venía a poner en peligro el
monopolio noticioso de los diarios.
Las reacciones de histeria se han explicado debido a la
situación de precariedad económica de la población, el temor
al comienzo de una nueva guerra, la incertidumbre acerca del
futuro, e incluso al pacto de Munich que se había firmado poco
antes. Parece dudoso que una audiencia tan ingenua como para
creer que los marcianos estaban atacando New Jersey estuviera
al tanto de los detalles e implicancias del pacto entre Gran
Bretaña y Alemania, y de cualquier manera nada de eso explica
por qué esa energía se liberó a partir de determinada señal y
no de otra cualquiera.
Lo que está en el
libro
Días después de que varios observatorios anunciaron
misteriosas explosiones en el planeta Marte, en una localidad
cercana a Londres cae un meteorito que muy pronto se descubre
que es un artefacto extraterrestre. Una multitud de curiosos
es testigo de la apertura del cilindro, que está habitado por
unos monstruos que de inmediato se ponen a matar seres humanos
con la ayuda de grandes máquinas. Algunas de estas máquinas
son trípodes que comienzan a recorrer la región y se aproximan
a Londres. Luego de algunas peripecias que duran unos quince
días, el protagonista llega a una Londres desierta, para
descubrir que las máquinas marcianas están inmóviles y sus
conductores muertos. Una investigación posterior muestra que
los invasores murieron atacados por bacterias terrestres.
Tal es el argumento del libro.
No muchos se han detenido a buscar en la historia original los
rasgos que favorecieron su impacto cuando fue convertida en
programa de radio. Quizá habría que buscarlos en el sólido
conocimiento científico del autor, que da credibilidad a las
descripciones, y a la concentración en el punto de vista de
unos pocos personajes, que contrastan con la tragedia
universal que se deja adivinar, lo que refuerza el vínculo
identificatorio del lector. Brian Aldiss habla de esto como
“la guerra de Woking”, en referencia al lugar donde ocurren
todos los hechos bélicos relatados en el libro. Así, lo que el
lector sabe es lo que está ocurriendo en la pequeña zona que
puede recorrer a pie el protagonista (en realidad se trata de
la región por la que Wells solía pasear en bicicleta; todos
los itinerarios del protagonista durante el ataque marciano
están pautados por las propiedades de los vecinos que Wells
tuvo ganas de aniquilar, según él mismo ha contado). Esto
permite al lector generar su propia idea de la tragedia
universal. Como se sabe, decir poco es la clave para que la
gente crea percibir mucho.
La meta de Wells es definir al hombre, mostrarnos ínfimos ante
una fuerza que no comprendemos ni podemos afectar en lo más
mínimo, y que no tiene ningún respeto por lo que nosotros más
respetamos: el hecho de ser humanos. Wells necesitaba un Otro
desmesuradamente poderoso e insensible, tan separado de la
especie humana como lo está el hombre de las hormigas.
Al contrario de lo que le criticó Orwell, Wells no tenía
demasiada confianza en la ciencia; era un moralista, tan
político como Orwell, pero éste, con el temor que a muchos
intelectuales formados en las humanidades les inspiran las
ciencias naturales y exactas, no fue capaz de leer el nuevo
género.
Basta revisar las
metáforas más explícitas del libro para
comprender su intención moralista. Wells compara al ser humano
con cuatro animales. Primero, con el pájaro dodo, que,
mientras unos marineros hambrientos desembarcan en su isla, se
acomoda en el nido y decide, enfurruñado, dejar para el día
siguiente la molesta tarea de librarse de ellos. Más adelante
compara a los hombres con hormigas aplastadas por un
caminante, y luego con ranas que tratan de escapar cuando los
cazadores recorren las riberas. Finalmente, cuando describe
cómo se alimentan los marcianos (mediante transfusiones
de sangre de las víctimas), habla del horror
con que los conejos verían nuestros hábitos alimenticios.
La humanidad poco tiene que ver con el destino final de los
invasores, vencidos por una bacteria que también ataca a los
hombres. Esta ayuda casual de una tercera especie es lo que
habilita una lectura metafísica, descartada por Orson Welles
en 1938. La importancia que nos damos como especie —sea porque
nos consideramos elegidos por Dios, sea porque nos creemos
superiores al resto de los seres vivos—, está en jaque a cada
paso: basta un tornado, un maremoto o un microbio para que nos
demos cuenta de lo que verdaderamente somos: carne lábil,
débil, mortal.
Pesimismo
metafísico
Además de la película de Spielberg, este año se estrenó una
versión digital producida en Gran Bretaña por Pendragon Films,
que conserva la ubicación espacial y temporal de la novela, y
una producción estadounidense de la empresa Asylum. Las dos
últimas se editaron en video sin estreno en salas de cine.
Durante el siglo XX sólo se había producido una
película
basada en el libro. En 1953 un buen libreto de Barré Lyndon,
producido por George Pal y con la dirección de un especialista
en efectos especiales
(Byron Haskin), dio origen a una
película que hace énfasis en lo bélico: la explosión de una
bomba atómica no logra resolver el problema planteado por la
invasión, un discurso bastante directo acerca de los peligros
de la Guerra Fría. La primera bomba de hidrógeno se detonó en
1952; la película de Pal se estrenó un año después.
Pero habría que esperar hasta la versión de Steven Spielberg
para redescubrir el tema metafísico propuesto por Wells. En su
película más negra, Spielberg relativiza lo social y lo
político. La reiterada pregunta de los hijos del protagonista
“¿son los terroristas?” no es simplemente un compromiso de
actualidad posterior a setiembre de 2001; la respuesta paterna
(“no, esto viene de mucho más lejos”)
es una sentencia acerca de la futilidad de las aspiraciones
humanas. Hay algo mucho más grave que cualquier
terrorismo, algo que podría
convertir a cualquier terrorista en mi aliado (aunque
más adelante el protagonista demostrará, cuando decida matar a
su compañero en un refugio, que cualquiera puede convertirse
en su enemigo).
Spielberg dijo que su película obedece en parte a que vivimos
a la sombra de los atentados de 2001 en Nueva York. Pero lo
que sacude de sus imágenes es lo mismo que Wells trata de
mostrar en su libro: que el hombre es, para las fuerzas de la
naturaleza, poco más que una bolsa de sangre. La sangre
rociada por los trípodes, y la vegetación roja de la película
son metáforas que Spielberg recupera de la novela, con una
enorme fuerza visual.
La película de Spielberg nos enfrenta con violencia a una
profunda sensación de impotencia, de debilidad, de final
absoluto. La inminencia del fin no tiene, en esta película,
ningún aura de heroísmo. No hay idea de salvación. El coraje
no tiene sentido; el hijo del protagonista, que quiere unirse
al ejército para luchar contra los invasores, está sometido a
un impulso histérico que lo obliga a lanzarse hacia el frente
de batalla. El final es frío y decepcionante, porque si bien
cumple la premisa de oro del Hollywood más complaciente (un
final feliz que por lo demás es similar al de Wells, con
reencuentro familiar), la causa de esa felicidad es el azar.
La bacteria que —así lo aclara Wells— muchas veces asesina a
los hombres, esta vez la emprende contra los invasores. El ser
humano no tiene nada que ver con ese resultado. La película es
incluso más dura que el libro: ni siquiera se menciona que más
tarde los hombres aprovecharán la tecnología marciana que
quedó como residuo de la invasión, que sí está presente en
Wells.
Quizá habría que remontarse a 2001: Odisea del espacio
para encontrar otra película de fantasía científica en la que
la perfección formal de la artificiosidad tradicional del
género está tan subordinada al contenido ético que se pretende
trasmitir. Como Wells, Spielberg emplea la verosimilitud como
herramienta retórica, pieza esencial de su argumentación. Y el
resultado fílmico, del mismo modo que hace un siglo el
resultado literario, es ejemplar.
Notas:
[i]
Puede verse el libreto del programa de radio en http://members.aol.com/jeff1070/script.html
[ii]
Hay una grabación del encuentro entre Wells y Welles, el
28 de octubre de 1940 en San Antonio, en http://sounds.mercurytheatre.info/mercury/401028.mp3
[iii]
Ver grabación de una promocional de La Sombra en http://www.old-time.com/sights/shadow.html
[iv]
El programa completo está disponible en http://sounds.mercurytheatre.info/mercury/381030.mp3
[v]
Hay un archivo de varios artículos aparecidos el 31 de
octubre de 1938 en http://members.aol.com/jeff1070/wotw.html
[vi]
Hadley Cantril, The Invasion from Mars: A Study in the
Psychology of Panic (Princeton: Princeton University
Press, 1982),
* Publicado
originalmente en el Suplemento El país cultural. |
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