La memoria es un
elemento esencial de lo que hoy se estila llamar la "identidad",
individual o colectiva, cuya búsqueda es una de las actividades
fundamentales de los individuos y de las sociedades de hoy.
Jacques Le Goff (1)
(Adiós, adiós, melodía, y adiós también los viejos ritmos definidos,
las formas cerradas, adiós sonatas, adiós músicas concertantes,
adiós pelucas, atmósferas de los tone poéms, adiós lo previsible,
adiós lo más querido de la costumbre)
Julio Cortázar (2)
Mucho de lo que escribo no lo entiendo ni yo mismo, por paradójico
que pueda sonar. Karlheinz Stockhausen (3)
.
- Papá, mire las patas todas reventadas, ¿cuándo es
que me va a comprar zapatos.
-¡Ah!, ¡eso no te preocupés, ya han de pavimentar!
Fernando Jurado (4)
I. Pies descalzos
Si se tiene en cuenta que es posible hacer funcionar a las ficciones
en el interior de la verdad(5),
este texto, surge de episodios oníricos que se cruzan con el
escenario escolar. Poco antes de salir a Semana Santa tuve dos
sueños. El primero, me remitía al colegio, y, estar otra vez allí,
en esas aulas, me generaba una terrible angustia. Ya no quería estar
atrapado en esas estructuras culturales. En el segundo, yo
desarrollaba una clase con mis alumnos. No tenía nada que decirles y
lo único que esperaba era que pasara rápido el tiempo. Una de las
estudiantes me sonreía, haciéndome saber que ella intuía por lo que
estaba pasando. Su sonrisa era un gesto de complicidad. Al término
de la sesión, quería salir pronto, pero mis pies, que calzaban unas
pantuflas, no favorecían en mucho mi propósito. La luz de la tarde
se extinguía. Un portero difería mi salida, pero, al mismo tiempo,
me ayudaba a cruzar el umbral.
Esta clase de sueños me han perseguido durante años, pero ese
viernes de abril, la pesadilla operó como una máquina del tiempo que
me dejó instalado en la frágil condición del
adolescente que percibe el
colegio como una cárcel. Los sueños habían sido tan contundentes que
sus imágenes me enfermaron. Sin embargo, en las siguientes semanas,
inspirado en un bello fragmento que encontré en una entrevista a
Derrida, utilicé en cierto modo mis clases como un componente
homeopático para sanarme, haciendo que el aula y sus paredes no sean
límites, sino fronteras abiertas a la imaginación:
(…) Por eso reconstruyo. Siempre
se reconstruye, pero aquí la reconstrucción es con frecuencia
abstracta. De lo que sí me acuerdo es de 1934: jardín de infancia,
sufrimiento extremo. Me acuerdo muy bien del desamparo, desamparo de
separarme de mi familia, de mi madre, los llantos, los gritos en el
jardín de infancia, vuelvo a ver esas imágenes cuando la profesora
me decía: "Tu madre vendrá a buscarte", yo preguntaba: "¿Dónde
está?", y ella me contestaba: "Está guisando", y yo
imaginaba que en ese jardín de infancia -que por cierto sigue
existiendo, lo he vuelto a ver cuando estuve en Argelia- había un
sitio en donde mi madre estaba guisando. No me imaginaba que pudiera
estar en otro lugar que no fuera ese jardín de infancia. Me acuerdo
de las lágrimas y de los gritos a la entrada, y de las
risas a la salida, hasta
el punto de que mi madre me preguntó una vez: "¿Por qué lloras y
gritas al entrar, y sales riendo y cantando?", y yo respondí con
esta tautología: "Porque prefiero salir que entrar"(6).
Al igual que el pequeño Jacques, yo,
en el sueño, prefería salir que entrar. A propósito de esto,
recuerdo que hace algunos años, un amigo me contó que a él, siendo
un niño pobre
(sus padres no tenían
dinero para comprarle
zapatos), su profesor
lo golpeó por haber ensuciado el piso del aula con las huellas de
barro que habían dejado sus pies.
En este ejercicio de zapping
por los canales de la memoria, recuerdo una de las líneas del himno
de la Normal Nacional de Occidente de Pasto, que escribiera
la poeta sor Celina de la Dolorosa: ... en tus lámparas prende la
mente ideales de ciencia y honor… quizá, estos cabos sueltos
apuntan a tejer una mínima alusión al territorio escolar que, como
un aparato de captura, estandariza la subjetividad ejerciendo lo que
desde otros contextos Blanchot llama la locura de la luz y Lévinas
la violencia de la luz. La institución educativa colombiana, como
"heredera" del logocentrismo, está determinada bajo unos
lineamientos epistemológicos que, si bien intentan ordenar el mundo,
es ese mismo orden
(enciclopédico, positivista, instrumental, neoiluminista)
el que ejerce una
violencia en el
cuerpo, no tan sólo de los estudiantes,
sino también de los profesores.
En este sentido, Edgar Garavito anota:
En el pensamiento de la
representación es el orden
del pensar el que se aplica al desorden del mundo. (…) Los archivos,
los catálogos, las bibliotecas, el movimiento mismo de la
Enciclopedia son una consecuencia de la
representación como
un modo de ser del pensamiento (…); el saber, envuelto en la
representación, se
convierte en un factor más de desencadenamiento entre pensamiento y
naturaleza. Y la vitrina de lo urbano, creada por el hombre, lo
aleja aún más de la naturaleza. Para el hombre de la modernidad
resulta urgente creer en el mundo urbano que él mismo ha fabricado;
y, sin embargo, pareciera que cada vez encuentra menos razones para
creer en él. La angustia de la modernidad se dibuja pues a partir de
la imposibilidad real de volver a un "estado de naturaleza" y ante
la falta creciente de razones para creer en el mundo de la
representación. Y quizás
este conflicto, que es también un conflicto postmoderno, se agudiza
aún más en nuestros días(7).
Ese barro que se cuela en el salón, y el posterior castigo que
inflige el docente, no es una reacción gratuita. Ese tipo de
manifestaciones hacen parte de un entramado metafísico occidental
que opuso, desde una episteme de la
representación, la
naturaleza y la cultura. No por nada, Evelio Rosero Diago apunta en
su novela El incendiado, lo siguiente:
Pero luego vino Primero de
Primaria, la señorita Alicia, de pelo negro y ojos negrísimos.
Barbilla puntuada. Toda ella afilada, como una guillotina. La
primera en tirar de las orejas, terror a sus dedos de uñas pintadas
y largas. Terror.
Terror. Su maquillaje una
máscara rosada que a veces goteaba
plástico en nuestras
manos. De vez en cuando ordenaba a cualquier alumno que propinara
coscorrón iluminado en la cabeza de turno, iluminándolo por la
sorpresa, claro. "Ilumínalo", ordenaba, como la cosa más natural, y
su orden se llevaba a cabo, naturalmente, como algo que suponíamos
que debía ser natural, sin que eso nos causara risa, señores, porque
en definitiva lo único que sentíamos era extrañeza de tener que
presenciar cómo uno de nosotros era elegido para golpear a otro de
nosotros(8).
En El libro de los abrazos, Eduardo Galeano cuenta que de
cada tres ecuatorianos, uno es indio. Los otros dos le cobran,
cada día, la derrota histórica(9),
por lo que en la escuela al indígena que hablara quichua lo
golpeaban, por no expresarse en la lengua que dejó el colonizador.
Probablemente, uno de los factores de
violencia que se ha
implantado en las escuelas ha sido el de privilegiar una
racionalidad, frente a otras tantas posibles… entre esas, la que
podría traer un niño
descalzo entre los dedos de sus pies. A este respecto, Deleuze y
Guattari, anotan:
La maestra no se informa cuando
pregunta a un alumno, ni tampoco enseña una regla de gramática o de
cálculo. "Ensigna", da órdenes, manda. Los mandatos del profesor no
son exteriores a lo que nos enseña, y no lo refuerzan. No derivan de
significaciones primordiales, no son la consecuencia de
informaciones: la orden siempre está basada en órdenes, por eso es
redundancia. La máquina de enseñanza obligatoria no comunica
informaciones, sino que impone al niño coordenadas semióticas con
todas las bases duales de la gramática (masculino-femenino,
singular-plural, sustantivo-verbo, sujeto de enunciado-sujeto de
enunciación, etc.). La unidad elemental del lenguaje -el enunciado-
es la consigna(10).
Tal vez, cierta Ilustración, y, sobre todo, cierta recepción que de
ella se hace, es parte constitutiva de los
colonialismos mentales de los
que habría que desterritorializarse para que la luz no ciegue a los
seres que vuelan acompañados del tenue resplandor de una luciérnaga.
En este microrecorrido por nuestras iluminadas instituciones
educativas y culturales (desde
imágenes oníricas y citas bibliográficas),
lo que está por el piso es la piel
y las poéticas de la imaginación onírica e infantil, que tan mal
hospedadas han sido en el aparato escolar.
II. Mejor te guardas todo eso/ A otro perro con ese...
Cuando tenía diez años solía preguntarme cómo sería un combate entre
Mazinger Z, el Capitán Centella, Kalimán,
Linterna Verde, Orión y Arandú. Poner en relación
(con)textos imposibles, me llamaba la atención; tal vez, por esto he
querido componer este ensayo desde una estrategia de collage
y montaje, porque creo (en este
sentido), con Deleuze
que:
(...) el problema del arte, el problema relativo a la creación, es
el de la percepción y no el de la memoria: la música es pura
presencia, y reclama una ampliación de la percepción hasta los
límites del universo. Una percepción ampliada, tal es la finalidad
del arte (o de la filosofía, según Bergson). Ahora bien, tal manera
no puede ser alcanzada más que si la percepción rompe con la
identidad en la que la memoria la fija. La música siempre ha tenido
ese objeto: individuaciones sin identidad, que constituyen los
"seres musicales"(11).
Pasemos a otro tipo de citas: en 1991 cursé un seminario de música
contemporánea con el maestro Mario Gómez Vignes en la Biblioteca
Leopoldo López Álvarez (Área
Cultural del Banco de la República).
El maestro Gómez Vignes, durante una semana, nos hizo conocer
trabajos musicales insólitos. Una de las piezas musicales que mayor
impresión suscitó en el grupo fue una de Pierre La Monte Young
(de cuyo nombre quisiera
acordarme). En la
audición se escuchó ruidos como de alguien que está arreglando su
cuarto y cambia de lugar los muebles.
Poco antes de que el maestro quitara el disco para dar paso a sus
reflexiones, entró a la sala uno de los señores encargados de la
vigilancia, quien se dedicó a cerrar las ventanas, asegurar con
llave las puertas y, bajar (por
último) las persianas.
El ruido que hizo fue tan similar a la música, que todos aplaudimos
la obra que había gestado desprevenida e involuntariamente. La Monte
Young, por lo demás, en este trabajo fabula que en el momento de la
creación se generó un primer sonido que inauguró la gran sinfonía
del universo, los sonidos que siguieron después hacen parte de esa
inmensa partitura. El vigilante confirmó, para nosotros, ese
argumento.
Notas:
(1) LE GOFF, Jacques. El orden de la memoria. El tiempo como
imaginario. Traducción de Hugo Bauzá. Barcelona, Paidós, 1991, p.
181.
(2) CORTÁZAR, Julio. Libro de Manuel. Madrid, Alfaguara, 2004. p.
28.
(3) ADORNO, Theodor. STOCKHAUSEN, Karlheinz. La resistencia frente a
la música. Traducción de Wade Matthews. En: Revista de Occidente. La
música en nuestros días. Madrid, Edita Fundación José Ortega y
Gasset. Diciembre de 1993. Nº 151. p. 136. Extracto de una
conversación que tuvo lugar en 1960 y fue recogida en la revista
Contrechamps, número 9, París, 1990.
(4) JURADO, Fernando (rey del chiste pastuso). Zapatos. En: A reír a
carcajadas. Cuentos Pastusos. Cassette Volumen 2. Pasto, 1994.
(5) FOUCAULT,
Michel. Citado por BLANCHOT, Maurice. Foucault tal y como yo lo
imagino. Traducción de Manuel Arranz. Valencia, Pre-Textos,
1993. p. 51.
(6) DERRIDA, Jacques. A
corazón abierto. En: ¡Palabra! Traducción de Cristina de
Peretti y Paco Vidarte. Madrid, Trotta, 2001. pp. 14-15.
(7) GARAVITO, Edgar. La imagen
del pensamiento. En: Escritos escogidos. Medellín,
Universidad Nacional de Colombia, 1999. pp. 100, 101 y 112.
(8) ROSERO DIAGO, José Evelio.
El Incendiado. Bogotá, Planeta, 1998. p. 15.
(9) GALEANO,
Eduardo. Los indios/2. En: El libro de los abrazos.
México, Siglo XXI, 1989. p. 120.
(10)
DELEUZE, Gilles. GUATTARI, Félix. 20 de noviembre 1923.
Postulados de la lingüística. En: Mil mesetas. Capitalismo y
esquizofrenia. Traducción de José Vázquez Pérez con la
colaboración de Umbelina Larraceleta. Valencia, Pre-Textos, 1997. p.
81.
(11) DELEUZE,
Gilles. Boulez, Proust y el tiempo: ocupar sin contar. En:
Archipiélago. Cuadernos de Crítica de la Cultura.
Nº 32. Madrid, Editorial Archipiélago, 1998. p. 21.
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