Una de las mayores obsesiones de Orson Welles, nunca concretada,
fue la de dirigir e intrepretar el papel principal de King
Lear de Shakespeare. Aún en sus últimos años
buscó financiamiento para ello, pero murió en 1985
alienado por Hollywood, los productores y el caos propio. King
Lear jamás fue realizada. Sin embargo por obra de
alguna ley poética de las compensaciones, la versión
que Welles había filmado de otra pieza de Shakespeare,
Othello, reapareció milagrosamente en 1992.
Othello había sido estrenada
oficialmente en el Festival de Cannes de 1952, y llegó
a un par de ciudades norteamericanas tres años después,
luego de los cuales se la dió por perdida. Fue Beatrice
Welles-Smith, la menor de las hijas del director (n. 1955) quien
dedicó tiempo y energías a la búsqueda del
material original y a la posterior restauración, justo
a tiempo para el 40 aniversario del film. Othello formaba
parte de un voluminoso y caótico legado que Welles-Smith
recibió al morir su madre, Paola Mori, en 1986, y decidió
tomar el asunto en sus manos al enterarse de que alguien tenía
intenciones de reestrenar la película en Europa.
Ni siquiera sabía
dónde estaban los negativos originales. Los encontró
en un galpón de New Jersey luego de realizar contactos
con la compañía Intermission Productions. Si bien
el estado del film era asombrosamente bueno, la banda sonora
carecía del menor decoro. La saturación de ruidos
volvía incomprensibles la mayor parte de los diálogos
y se apreciaba un total descuido en la sincronización
entre la banda sonora y el movimento de labios de los actores.
Fue así que
película y banda sonora fueron cuidadosamente restaurados:
la primera para devolver la fuerza a los dramáticos ángulos
de cámara que siempre fueron la firma del director: la
segunda para entregar al conjunto una dimensión total
de la que había carecido hasta el momento, dificultando
la apreciación de una de las obras mayores, tal vez más
geniales, de la obra de Welles.
Los diálogos
fueron tomados de la matriz negativa, procesados digitalmente
para adaptarlos a la gesticulación de los actores, filtrados
a través de un sistema de reducción del sonido,
y luego combinados con una flamante grabación de la partitura
musical a cargo de la Sinfónica y el Coro de Opera Lírica
de Chicago.
Como la hija de Welles
insistió en puntualizar, no se trataba de un simple reestreno:
"Esto no es Casablanca ni El ciudadano
restaurados. Es una película que nadie ha visto, casi
un estreno. Mucha gente ni siquiera sabía que mi padre
había hecho un Othello".
Gracias a sus servicios
la "obra maestra perdida" dejó de ser leyenda
para salir a la luz en condiciones inmejorables.
El talento arrebatado de Welles encontró por fin un complemento
metódico en su propia hija.
Odisea en Europa
A diferencia de otras
adaptaciones de Shakespeare (las teatrales Henry V
de Oliver y Branagah, la cinematográfica Trono
de sangre de Akira Kurosawa), la de Welles no tiene
tanto interés en ponerse al servicio del texto como de
usarlo como vehículo para sus obsesiones personales y
estéticas.
Con el cuerpo pintado
de negro para personificar al "moro de Venecia", su
labor tiene aquí ecos autobiográficos, y todo lo
que acontece guarda una zona conectada con los temas recurrentes
en su obra: la inocencia perdida, la soledad del poder, la ineficacia
para relacionarse con instituciones y normas, y sobre todo, la
ineficacia para relacionarse con otras personas.
La propia realización
de Othello fue una odisea que insumió cuatro años,
un costo infinitamente superior al previsto y esfuerzos sobrehumanos
para mantener en pie un proyecto que parecía desmoronarse
a cada momento. La situación personal de Welles no era
de las mejores. Acababa de separarse de Rita Hayworth y ambos
iniciarían un proceso de divorcio.
Desde Londres, Welles
había recibido la invitación del director y productor
Alexander Korda para realizar una serie de películas.
Ninguna de ellas fue concretada, ni entonces ni después,
pero sirvió de motivo para que se trasladara a Europa,
donde se afincaría varios años.
A comienzos de 1947,
Welles necesitaba unas vacaciones de cualquier manera. Venía
de filmar La dama de Shangai y Macbeth (el tercer
Shakespeare de esta historia), una detrás de la otra,
la última de las cuales fue toda una hazaña: se
filmó en apenas veintiún días y con un presupuesto
mínimo. Al momento de salir para Europa, la posproducción
de Macbeth estaba incompleta, con lo cual el impulsivo
y desorganizado Orson volvía a alimentar su imagen negativa
ante los productores, quienes pronto olvidaron lo que habían
ahorrado en el set ante los problemas que se sucitaron en su
ausencia.
Fue en Italia, destino
provisorio luego del fracaso de los proyectos con Korda, donde
recibió la oferta de un productor italiano para filmar
Othello en Venecia. Trabajar en la Italia de la posguerra
resultaba barato, como el mismo Welles pudo comprobar mientras
actuaba en Cagliostro (Black Magic, 1949).
Para comenzar con Othello no contaba con un sólo
dólar de Hollywood, ni tampoco del productor italiano,
que se había esfumado. Los 150.000 dólares que
tenía provenían de su propio bolsillo y se agotarían
pronto. Actuar en una serie de películas, que le proporcionaban
pocas satisfacciones creativas pero buen dinero fresco para su
nueva obsesión, fue la solución a corto plazo.
El caos de cada
día
Barbara Leaming, autora
de una de las varias biografías de Welles, llamó
Aventura deseperada el capítulo que narra esos
años europeos, aludiendo a la total falta de control que
Orson Welles tenía sobre su vida privada y a la ineptitud
estratégica en casi todos los movimientos que realizó;
no tanto por sus amoríos frustrados con un par de actrices
en ascenso, como por la falta de visión empresarial. Se
habría vuelto rico, por ejemplo, si hubiera aceptado un
porcentaje de los derechos de El tercer hombre, en la
que actuó por entonces. Prefiriró, por el contrario,
los 100.000 dólares de remuneración para continuar
con Othello.
Todas sus energías
y centavos iban para el film que, desde el primer momento, sólo
trajo complicaciones. La falta de dinero y la necesidad de improvisar
fueron moneda corriente. En una ocasión,Welles pidió
prestado el vestuario de otra película (The Prince
of Foxes, en la que también actuó) durante
un fin de semana; o debió completar en Roma o Venecia
escenas que habían comenzado a filmarse seis meses antes
en Marruecos; o tuvo que volver a rodar parte del metraje porque
el actor que interpretaba a Iago (Everett Sloane) desertó
de una empresa tan desarticulada.
Sólo un genio
pudo mantener en su cabeza la idea total durante tantos y complicados
años. Sólo un genio pudo utilizar la presión
y el desorden internos como una parte del film; la experiencia
detrás de cámaras terminó por transformarse
en una narración nerviosa, entrecortada, y en un material
dramático tan inquietante como inmediato.
Si bien el conjunto
luce torpe por momentos (sobre todo en el montaje) o repetitivo,
hay pasajes en el que el impacto es impresionante. Uno de ellos
es la escena en que Iago asesina a Rodrigo, ambientada en una
casa de baños. Es imposible rastrear, en su impecable
y tensa composición, que fue improvisada.
Los productores italianos
que habían prometido financiación enviaron un telegrama
a Marruecos -donde Welles se había establecido con su
equipo- informando que estaban en bancarrota. Ello no sólo
dejaba a sesenta personas sin pasajes de regreso, sino que imposibilitaba
la confección del vestuario. En ese caso, unas toallas
en la cintura eran la única solución y, a juzgar
por los resultados la mejor.
Las peregrinaciones
en busca de fondos llevaron a Welles a todas partes, incluso
a unas islas del Mediterráneo donde se encontraba de vacaciones
el productor Darryl Zanuck. Sin embargo, para terminar la película
recurrió, nuevamente, a su propio dinero. Tuvo éxito
con una serie de programas para la BBC, en Londres, y ello le
permitió reunir a su equipo, que lo esperaba en Venecia,
y rodar las últimas escenas.
Según Leaming,
Othello fue "la primera película desde El
ciudadano hecha en sus propios términos", y fue
por cierto un triunfo de la voluntad sobre la desesperación.
Con sus arriesgados movimientos de cámara, sus ángulos
insólitos, sus sombras siniestras sobre o detrás
de los rostros y su blanco/negro estilizado, Othello es
Welles en su mejor forma. O sea, una pesadilla laberíntica
como antes La dama de Shangai y luego Sed de mal;
un transplante de Shakespeare al lenguaje del cine
negro; una narración propulsada por contrastes desembozados.
Inspirado por momentos en
Eisennstein
(el prólogo tiene reminiscencias de Alejandro Nevsky),
Othello-Welles arremete contra las tramas macabras de Iago o se
somete a ellas, se vuelve alternativamente romántico o
cruel con su amada Desdémona, y culmina, rodeado de oscuridad,
sólo y débil en las catacumbas del castillo.
Cualquier similitud
con Charles Foster Kane es puramente intencional.
*Publicado
originalmente en M Cine Nº 1, junio/julio 1994
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