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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CULTURA - EDUCACIÓN - HUMANIDADES - ROSENCOFF, MAURICIO - MUJICA, JOSÉ -


La Browning en el huerto: la cultura y sus desvaríos*
 

Amir Hamed
 

El término que mejor traduce paideia es acuñado por Cicerón en El orador, humanitas, del cual derivamos nuestras Humanidades. Se trata de la formación de orador ideal, cuya educación lo hace poseedor de las virtudes que lo vuelven apto para el servicio público, una formación que incluía la literatura clásica, en especial, la poesía; (...) a cultura es entendida, no como una cosecha, no como saberes cuantificables, sino como un desarrollo sin fin, una meta en sí misma.

Hasta estos últimos tiempos, en que internet ahorra discusiones inconducentes, la autoría de uno de los enunciados más abyectos en que se pueda encontrar la palabra “cultura” era repetida con error. Durante la segunda mitad del siglo XX se la atribuyó a Joseph Goebbels, ministro de Ilustración Popular y Propaganda del Tercer Reich (Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda or Propagandaministerium), pero también al fundador de la Gestapo, Hermann Goering. A ambos se les recuerdan frases célebres. Por ejemplo, el segundo declaró por radio “las armas nos harán fuertes, la manteca gordos”, y el primero explicaba que “si uno cuenta una mentira lo suficientemente grande y la repite incansablemente, la gente terminará creyéndola”.  Por este tipo de asertos, seguramente, se los propuso como amonedadores de la frase “toda vez que escucho la palabra cultura manoteo mi pistola”, pero lo cierto es que a ninguno de ambos pertenece, sino a otro, si no menos nazi, sí más oscuro. Fue Hans Johst, quien en 1933, para saludar el cumpleaños 44 de Adolf Hitler, estrenó el drama Schlageter, sobre un mártir de la causa. En escena, Schlageter escucha cómo un camarada de armas, Thiemann, le explica que “cuando escucho la palabra cultura, descorro el seguro de mi Browning” (Wenn ich Kultur höre... entsichere ich meinen Browning!).

La cita, con variantes (toda vez que escucho  …  voy  por mi revólver … por mi arma), que se suele repetir de forma refleja ni bien alguien comete el desatino de proferir cultura, tampoco es inocente de elaboraciones como la de Henri Miller (toda vez … voy por mi revólver, y también ni bien escucho la palabra “genio”) o agudezas como la de Groucho Marx (cada vez que escucho la palabra cultura, voy por mi billetera). Estas derivas no hacen más que exhibir que la palabra cultura carga algo irreductible, que alguno trata de resolver humorísticamente, una carga ominosa ya explicitada antes del estreno de Schlageter. A fin de cuentas, ¿no había publicado apenas tres años antes alguien pronto prófugo de los nazis, Sigmund Freud, “El malestar en la cultura” (Das Unbehagen in der Kultur), estableciendo que ésta impone restricciones que sólo hacen a la insatisfacción del individuo?

¿De dónde, entonces, la necesidad de adscribir la frase a negras luminarias del nazismo? Se puede entender que, de alguna forma, se trataba de suministrarle una heráldica, una justificación para repetirla que difícilmente pudiéramos encontrar en un pálido dramaturgo, nacionalsocialista pero mínimo, de cuya existencia nadie se acuerda. En ese sentido, tal vez quienes la repetían creyeran, al hacerlo, estar replicando a alguien notorio (y notorio en su sentido inglés, de infame), y estableciendo que la contrapartida eufórica de esa notoriedad consistía en que el término cultura, o al menos su sentido, es refractario a totalizaciones, totalitarismos e infamias. Más aún, dada la calaña del autor al que se adjudicaba la ilocución, por transitiva, se estaría aseverando que ciertos nefastos prodigios de la Historia no conocen opositor más acérrimo que la cultura.

Esto último tal vez esté fuera de discusión, pero la pregunta pertinente sigue siendo por qué, por ejemplo, adscribirle la frase a Goebbels, quien desde 1933 estuvo a cargo de la “sincronización” (Gleichschaltung) de todas las organizaciones, sociales y culturales, con la ideología nazi? ¿Por qué un ministro de ilustración popular, alguna vez novelista frustrado, petisito, baldado de una pierna, mujeriego porfiado, declararía molestarse con la cultura? Cierto, lo que otros llamaban artes, los nazis, y Goebbels a la cabeza, siguiendo el camino abierto en el siglo XIX por el protopadre del racismo cientificista, el Barón de Gobineau, lo llamaban degeneración, una degeneración a la que le adjuntaban gentilicios: burguesa, judaica, bolchevique, judeobolchevique, etc., y de ahí, también, que Goebbels encabezara la quema de libros considerados hostiles a la arianización, expurgación de elementos considerados no germánicos o contrarios a la ilustración popular germánica.

Resumiendo: Goebbels  odiaba aquello que consideraba antigermánico, o contrario a los valores culturales germánicos. Que se le haya adscripto la famosa cita prueba que, al menos desde el siglo XX, el término (que en alemán conocía por entonces tres formas, Aufklerung, Buildung y Kultur) tramita un problema insoluble. En rigor, por más que se la repita y extenúe, esta voz tiene mucho de inasible, algo que huye por más que se intente acercarle la mira. Sus usos y torceduras, casi inabarcables, redundarán, incluso, en adefesios fílmicos y genialidades burocráticas ya en pleno siglo XXI.

Clausurar la cultura


Hay algo en el uso de esta palabra de origen latino que ciertamente lo obliga a uno a vivirse a la intemperie, amartillando el fierro junto a la tibieza de la fogata, porque ahí nomás en la noche del desierto hay un bicho sibilante. Por ejemplo,
no hace demasiado (2009) el cineasta Quentin Tarantino estrenó Inglorius Basterds, ficción ambientada en la segunda guerra mundial, y específicamente, en la Francia ocupada. El tratamiento dista de la sátira y la trama es simple: Goebbels, Hitler y la plana mayor del Reich concurren al estreno, en un cine de París, de la obra maestra de Goebbels, la recreación pretendidamente documental de cómo un alemán puede matar una insólita muchedumbre de enemigos durante la batalla de Leningrado. En medio de la función, el cine es incendiado y hecho explotar, por lo que toda la plana mayor muere y la guerra llega a su fin. La trama, una diáfana tontería, advierte que Tarantino, alguna vez virtuoso del thriller sadoirónico, debería seguir apegado a su culturita de viñetas y a películas intelectualmente poco pretenciosas, saturadas de violencia y villanías, y no tratar de hipostasiar el maniqueísmo del comic en el tejido de la Historia. Esta trama es sin duda atolondrada, precisamente por su incapacidad para dialogar con el hecho histórico: tiene algo de autista establecer que, aunque nadie hasta ahora lo hubiera dicho, Hitler murió en el biógrafo. No implica una alterativa a la Historia, ni siquiera una revisión de la sincronización cultural y los aviesos usos de la propaganda y el entretenimiento, sino apenas una denegación voluntarista. Tampoco se debe confundir desacralización con crasa banalización: cuesta entender como cultura, salvo en el sentido antropológico, por el cual todo es cultura, algo que aborda con semejante necedad uno de los temas más ardidos de los últimos siglos. Encabalgada sobre Goebbels, no es sino una muestra de propaganda (o ilustración popular) de sentido contrario.

Basta comparar este filme con una novela publicada en 2006, Las Benévolas de Jonathan Littel, para calibrar los abismos de paparruchez que nos infirió Tarantino. Lo de Littel es una obra cuantiosa y despareja, apurada por momentos, farragosa muchas veces pero, básicamente, transmisora de una verdad: la de un nazi matricida, homosexual e incestuoso que nos cuenta su versión de la Historia, plagada de asesinatos individuales y también masivos, habiéndosele encomendado al protagonista trabajar en la “solución final” que aniquiló millones de judíos y gitanos. Al leer, ingresamos al horror del Otro, un humano hundido hasta el pescuezo en lo peor de la vida y de la Historia, pero capaz de enterarnos de su verdad atroz y responder por ella. Dicho de otro modo: uno puede leer agobiado la novela de Littel, pero la película de Tarantino, si todavía se conserva un diezmo de capacidad crítica, llama a desenfundar lo primero que se tenga a mano.

Ahora bien, si el término produce cada vez más escozor, nada parecería mejor que institucionalizarlo en su ridículo y así declararlo inane, inviable, burocracia cerrada sobre sí misma. Eso, básicamente, fue lo que hizo la pasada administración frenteamplista de la Intendencia Municipal de Montevideo, cuando su entonces director, Mauricio Rosencoff, afiligranó un rococó chacarero para avisar que, siendo que la cultura es cultivo, había que enseñar a los jóvenes a plantar. Tras semejante declaración, el entero ejercicio de Rosencoff se vio inhibido de implementar propuesta cultural alguna, porque la única, esa bravuconada agrícola, era redondamente inviable. Plantando, algo que había que coordinar con la Facultad  de Agronomía, la gente “podía tener lo básico a domicilio”. Se trataba, según fue progresando el diseño del plan, de rescatar, con asistencia de agrónomos, saberes que contribuyeran a la seguridad alimentaria y a la educación ambiental.

Más allá de crisis y grandilocuencias, el hecho de que esto fuera planteado desde un Departamento de Cultura agotaba la cultura en una de subsistencia, a la que acaso, de haberse implementado en campañas masivas, le hubieran resultado funcionales aquellas cuartetas libertarias de José Martí:

Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
 
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca. 
 

En rigor, lo que tenemos es que, del malestar en la cultura, pasamos a su liquidación: si los ideales culturales del nacional socialismo afirmaban la familia, la raza, el Volk (el genio del pueblo) y rechazaban el intelectualismo burgués, también encomiaban la armonía del pueblo con el suelo, y no su liquidación. Rosencoff, en vez de abonar, por así decirlo, el suelo para el desarrollo de la cultura, lo fumigó con agente naranja. Sus dichos, que buscaban excusarse en la crisis económica, resultarían desambiguados en el discurso de sus correligionarios tupamaros, por ejemplo los del entonces candidato a presidente José Mujica, quien en su gira electoral, avisaba que había que decir al joven del interior que no fuera “gil”, y en vez de ir a Montevideo a estudiar Humanidades o Comunicación,  “estudiara agronomía”.  Ya ahí quedaba claro: la cultura no debía tener que ver con las Humanidades sino con el agro; si alguna vez pudo ser antigermánica, ahora es antiagronómica, y hoy Mujica, a cargo no del gobierno de la ciudad sino del país, confunde tecnología con el desarrollo de una mano de obra agrícola calificada al servicio del capital internacional. Si Rosencoff en su momento decía que la cultura “es más que libros”, ahora queda claro que la cultura, en esta línea, es cualquier cosa menos los libros. Se trata ya nunca más de leer o pensar, sino de horticultura, ahora no para el consumo domiciliario, sino para la exportación, como la forestación a mansalva o los plantíos de soja, que liquidan los suelos.

Cultivos

Acaso no haya nada peor que servirse de mataburros, como se sirven los improvisados, para apuntalar diseños políticos. Porque lo que reivindicó Rosencoff es, en rigor, la antítesis de la cultura, ya que el vínculo agrícola del término es lo contrario a lo que se propuso manifestar. El primer diccionario de la RAE de 1729 acercaba tres acepciones: “La labor del campo o el ejercicio en que se emplea el labrador o el jardinero.” “Metafóricamente es el cuidado y aplicación para que alguna cosa se perfeccione, como la enseñanza en un joven, para que pueda lucir su entendimiento.” “Vale también lo mismo que culto, en el sentido de reverencia o adoración.” 

De estos sentidos, el religioso ha caído en desuso, y si la RAE sigue consignándolo lo hace en términos de referencia histórica.1. f. cultivo”. 2. f. “Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. 3. f. “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social”, etc.. 4. f. ant. “Culto religioso”.

Claro que el diccionario no es sino una ontología compleja, yuxtaponedora de sentidos que, a falta de explicación, hace de cada vocablo una suerte de monstruo polisémico. Para entender un término es ineludible rastrear su ocurrencia, su uso, es decir, un derrotero de intencionalidades que permita explicar, por ejemplo, las tres acepciones que quedan en pie, la primera invariablemente agraria; la segunda, espiritual y lustrosamente kantiana; y la tercera de vehemente corte antropológico.

El parentesco entre las primeras dos, tiene razón el primer diccionario de la RAE, es metafórico, como es antiquísima en Occidente la analogía con términos agrícolas para dar cuenta de la escritura y la lectura. Por ejemplo, la palabra “prosa” (pro versus) y “verso” (versus) remiten al trazo del buey con el arado. Y en particular, el vínculo entre los dos sentidos de cultura, tiene su origen en las Disputas tusculanas de Marco Tulio Cicerón, quien pretendía homologar el cultivo de mieses con el del espíritu. Según Cicerón, “cultura autem animi philosophia est”, la filosofía es el cultivo del espíritu. No un cultivo exterior, como pretendía el jerarca de la alcaldía, sino interior.

A su turno, esta analogía es tributaria de la morfosis o formación de los griegos, para la cual entendían era imprescindible la paideia, es decir, los elementos que deben ser transmitidos a los niños (varones) para que alcancen su forma como ciudadanos. Y vale aclarar que, contrario a lo que pretendía Hanna Arendt, este cultivo del alma es tributario de la morfosis, más que de la paideia. Werner Jaeger entendía que paideia era un término carente de traducción, y por eso dio ese nombre a su clásico estudio de los saberes griegos. Si Arendt, en “La crisis de la educación”, aseveró que Cicerón estaba con su cultura traduciendo paideia, lo cierto es que para Cicerón cultura es, estrictamente, la filosofía –es decir, la filosofía es ese cultivo del espíritu–, un estudio que hace el adulto en su retiro y no lecciones para niños.

El término que mejor traduce paideia es también acuñado por Cicerón, esta vez en El orador, humanitas, del cual derivamos nuestras Humanidades. Se trata de la formación de orador ideal, cuya educación lo hace poseedor de las virtudes que lo vuelven apto para el servicio público, una formación que incluía el estudio de las buenas letras, es decir, la literatura clásica, en especial, la poesía, que ayudaba a los jóvenes pero también a los viejos a ser verdaderamente libres.

¿Cuál es la diferencia? Que la cultura es entendida, no como una cosecha, no como saberes cuantificables, sino como un desarrollo sin fin, una meta en sí misma. Y las Humanidades, largamente denostadas por el gobierno uruguayo actual, que las dice un modelo “francés” y caduco, vendrían a ser el abono para ese crecimiento del espíritu que debe volcarse en la ciudadanía (ayer en la democracia restringida a los nobles de Cicerón, hoy en la conformación de ciudadanía del siglo XXI). Ahora bien, lo que deja en evidencia el discurso tecnocrático enarbolado por quienes hoy gobiernan Uruguay es que no creen en nada que se parezca al alma (sea el espíritu, la psiqué, tan luego el sujeto o el intelecto), ni siquiera al cultivo. Si uno planta un árbol en la puerta o en el fondo de la casa es para que sus hijos crezcan bajo su sombra, para que se establezca una genealogía. Si uno foresta a troche y moche para vender pulpa de madera sólo está pensando en la aniquilación del suelo, es decir, en un anticultivo, o en una práctica anticultural. La cultura, según Cicerón, era un ser-para la-república; para estos gobernantes, un ser-para-el-capital.

Edificación

En fin, habiendo descorrido la ominosidad de la Browning en el Tercer Reich para llegar a este Napalm anticultural y agromaquínico del Uruguay en Tercer Milenio, cabe preguntarse: ¿conserva alguna legitimidad la voz cultura o habrá que andar manoteando culatas toda vez se la escuche? Para responder esto, es preciso aclarar que el término ciceroniano había llegado al siempre martilleante alemán como Buildung (cultivo de sí, edificación personal, educación, es decir, morfosis). La fortuna del término, por otra parte, tiene analogía con la que experimentó cultura, ya que el retiro y cultivo de sí fue reapropiado por los primeros cristianos, del mismo modo que Bildung surge con la temprana reforma luterana, en el siglo XVI, a través de la teología pietista, por la cual el cristiano devoto debía cultivar/edificar (Bildung) sus talentos siguiendo la imagen de Dios, que le era innata. En los siguientes siglos, el término derivó incluso en el terreno de la filosofía natural, como un desplegarse de las potencialidades de un organismo y, para el siglo XVIII, equivalía a un desplegarse de las potencialidades del individuo. A este desplegarse Immanuel Kant lo articuló como ilustración (Aufklerung), al reapropiar el lema horaciano sapere aude (atrévete a saber), si bien esta ilustración era algo individual y no tomaba en cuenta, como luego sí le enquistara Goebbels, un manoseado espíritu del Volk.

Para fines del siglo XVIII, según se establece, Bildung ya tenía connotaciones filosóficas y políticas, sobre todo liberadoras, no sólo de la mente que se atrevía a saber y se liberaba de la superstición y la tradición sino también de los pequeños Estados feudales vasallos de Roma. Así,  apartándose de Kant, Gottfried Herder implicaba como “Bildung” la totalidad de experiencias que proveen una identidad coherente y un sentido de destino a un pueblo, es decir, el conjunto de formas espirituales y artísticas con las que un pueblo se expresa. A su turno, Wilhelm von Humboldt, ancló el Bildung, no en el individuo, sino en el mundo: se trata de que el sujeto entienda las normas, creencias y conceptos que maneja la comunidad. No en vano fue Humboldt ministro de educación prusiano: en él se inauguraron todos los Ministerios de Educación y Cultura que conocemos, que deberían ser entendidos como ministerios de Bildung, en los cuales la educación permanente es en sí misma el cultivo, al turno que un proyecto de ciudadanía permanente.

Hasta aquí no habría que esperar encontrar, de todos modos, a nazi ninguno manoteando la funda del revólver. Por más que el ministerio de Goebbels implica la “popularización” de la Aufklerung, se debe recordar que la alarma en los oídos de Schlageter no la produce Bildung sino otra palabra, Kultur, término que en buena medida implica el concepto civilización (es decir, más cercano a la acepción 3 de la RAE),  que el alemán incorporó del francés en el Siglo XVIII, para referir, sobre todo, a “civilización”. Hegel, por ejemplo, la utilizó muy poco, y en el sentido de “conjunto de formas espirituales y artísticas de un pueblo, incluyendo sus artes y ciencias”. En cambio, usaba Bildung para hablar de la sociedad en general.

El término volvió en el siglo XIX a través del francés de Gobineau. Las civilizaciones son por definición sedentarias, y su testimonio las ruinas de ciudades que rescatan bajo capas de tierra los arqueólogos, pero el conde Gobineau, que en su  “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de 1853, se sentía perdido entre la plebe de la Francia republicana, y en vez de en unos frágiles galos, celtas rápidamente entregados a los romanos, se buscó, o quiso perpetuarse, en los francos, nómadas de lengua germana, inconquistables, en fin, arios. La Kultur, así, comenzaba a adquirir su sentido antropológico, ése que rescata lo que antes era entendido como barbarie. O, si se quiere, el término había empezado a barrer la distinción entre el civilizado y el nómada, entre el urbano y el bárbaro, y ya daba nacimiento a la incivilizada “bestia aria”.

Entonces, cuál cultura es la que odia Thiemann, y con Thiemann, Schlageter. Esto es lo que dice Thiemann, mientras los dos están rodados por alambres de púa:

“….. No hay rosa sin espinas. Y lo último que pienso soportar son ideas que saquen lo mejor de mí. Conozco esa basura desde que tenía 18 años. Fraternidad, igualdad, libertad, belleza y dignidad. Hay que usar la carnada adecuada para engancharlos. Y en ese momento, estás en medio de una conversación y te dicen ¡manos arriba! ¡Estás desarmado, cerdo republicano y sufragista! No, déjenme lejos de su chupín ideológico. ¡Yo no disparo balas de salva! Cuando escucho la palabra cultura, descorro el seguro de mi Browning.

Es cultura en el sentido francés, ya no de civilización, sino republicano, ciceroniano, humanista, y si se quiere, degeneradamente burgués, lo que repugna a Thiemann y Schlageter. Y esto no tiene nada de azar: es ese cultivo del espíritu (de la psique, del sujeto, del intelecto) aquello capaz de refractar esa incongruente ilustración popular, en la medida que lo popular se olvidó hace mucho de sí, reconvertido en  masa, carne anamorfa colgando del gancho de la propaganda. Y es ese cultivo del espíritu, también, la única acepción en que la cultura se permite refractaria a majaderías como la de Tarantino, porque reniega de agotarse en el maniqueísmo del entretenimiento; y ese mismo cultivo, sobra decir, será siempre sedicente a reduccionismos hortícolas. ¿Degenerada? ¿Burguesa? Vaya uno a saber. Aunque, eso sí, en un mundo entrampado en el sinsentido, todavía liberadora.


 

* Publicado originalmente en la separata de la revista Caras y Caretas, Tiempo de crítica Nº 50, 1 de marzo de 2013.

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