Hasta estos últimos tiempos, en que
internet
ahorra discusiones inconducentes, la autoría de uno de los
enunciados más abyectos en que se pueda encontrar la palabra
“cultura” era repetida con error. Durante la segunda mitad del
siglo XX se la atribuyó a Joseph Goebbels, ministro de
Ilustración Popular y Propaganda del Tercer Reich (Reichsministerium
für Volksaufklärung und Propaganda or Propagandaministerium),
pero también
al fundador de la Gestapo, Hermann Goering. A ambos se les
recuerdan frases célebres. Por ejemplo, el segundo declaró por
radio “las armas nos harán fuertes, la manteca gordos”, y el
primero explicaba que “si uno cuenta una mentira lo
suficientemente grande y la repite incansablemente, la gente
terminará creyéndola”. Por este tipo de asertos, seguramente,
se los propuso como amonedadores de la frase “toda vez que
escucho la palabra cultura manoteo mi pistola”, pero lo cierto
es que a ninguno de ambos pertenece, sino a otro, si no menos
nazi, sí más oscuro. Fue Hans Johst, quien en 1933, para saludar
el cumpleaños 44 de Adolf Hitler, estrenó el drama Schlageter,
sobre un mártir de la causa. En escena, Schlageter escucha cómo
un camarada de armas, Thiemann, le explica que “cuando escucho
la palabra cultura, descorro el seguro de mi Browning” (Wenn
ich Kultur höre...
entsichere ich meinen Browning!).
La cita, con variantes (toda vez que escucho …
voy por mi revólver … por mi arma), que se suele repetir de
forma refleja ni bien alguien comete el desatino de proferir
cultura, tampoco es inocente de elaboraciones como la de
Henri Miller (toda vez … voy por mi revólver, y
también ni bien escucho la palabra “genio”) o agudezas como la
de Groucho Marx (cada vez que escucho la palabra
cultura,
voy por mi billetera). Estas derivas no hacen más que exhibir
que la palabra
cultura carga algo irreductible, que
alguno trata de resolver humorísticamente, una carga ominosa ya
explicitada antes del estreno de Schlageter. A fin de
cuentas, ¿no había publicado apenas tres años antes alguien
pronto prófugo de los nazis, Sigmund Freud, “El malestar en la
cultura” (Das Unbehagen in der
Kultur),
estableciendo que ésta impone restricciones que sólo hacen a la
insatisfacción del individuo?
¿De dónde, entonces, la necesidad de adscribir la
frase a negras luminarias del nazismo? Se puede entender que, de
alguna forma, se trataba de suministrarle una heráldica, una
justificación para repetirla que difícilmente pudiéramos
encontrar en un pálido dramaturgo, nacionalsocialista pero
mínimo, de cuya existencia nadie se acuerda. En ese sentido, tal
vez quienes la repetían creyeran, al hacerlo, estar replicando a
alguien notorio (y notorio en su sentido inglés, de infame), y
estableciendo que la contrapartida eufórica de esa notoriedad
consistía en que el término
cultura,
o al menos su sentido, es refractario a totalizaciones,
totalitarismos e infamias. Más aún, dada la calaña del autor al
que se adjudicaba la ilocución, por transitiva, se estaría
aseverando que ciertos nefastos prodigios de la Historia no
conocen opositor más acérrimo que la
cultura.
Esto último tal vez esté fuera de discusión, pero
la pregunta pertinente sigue siendo por qué, por ejemplo,
adscribirle la frase a Goebbels, quien desde 1933 estuvo a cargo
de la “sincronización” (Gleichschaltung)
de todas las organizaciones, sociales y culturales, con la
ideología nazi? ¿Por qué un ministro de
ilustración popular,
alguna vez novelista frustrado, petisito, baldado de una
pierna, mujeriego porfiado, declararía molestarse con la
cultura? Cierto, lo que otros llamaban artes, los nazis, y
Goebbels a la cabeza, siguiendo el camino abierto en el siglo XIX por el protopadre del racismo cientificista, el Barón de
Gobineau, lo llamaban degeneración, una degeneración a la
que le adjuntaban gentilicios: burguesa, judaica, bolchevique,
judeobolchevique, etc., y de ahí, también, que Goebbels
encabezara la quema de libros considerados hostiles a la
arianización, expurgación de elementos considerados no
germánicos o contrarios a la ilustración popular germánica.
Resumiendo: Goebbels odiaba aquello que
consideraba antigermánico, o contrario a los valores culturales
germánicos. Que se le haya adscripto la famosa cita prueba que,
al menos desde el siglo XX, el término (que en alemán conocía
por entonces tres formas, Aufklerung, Buildung y
Kultur) tramita un problema insoluble. En rigor, por más
que se la repita y extenúe, esta voz tiene mucho de inasible,
algo que huye por más que se intente acercarle la mira.
Sus usos y torceduras, casi inabarcables,
redundarán, incluso, en adefesios fílmicos y genialidades
burocráticas ya en pleno siglo XXI.
Hay algo en el uso de esta palabra de origen latino
que ciertamente lo obliga a uno a vivirse a la intemperie,
amartillando el fierro junto a la tibieza de la fogata, porque ahí
nomás en la noche del desierto hay un bicho sibilante. Por ejemplo,
no hace demasiado (2009) el cineasta Quentin
Tarantino estrenó Inglorius Basterds, ficción ambientada en
la segunda guerra mundial, y específicamente, en la Francia ocupada.
El tratamiento dista de la sátira y la trama es simple: Goebbels,
Hitler y la plana mayor del Reich concurren al estreno, en un cine
de París, de la obra maestra de Goebbels, la recreación
pretendidamente documental de cómo un alemán puede matar una
insólita muchedumbre de enemigos durante la batalla de Leningrado.
En medio de la función, el cine es incendiado y hecho explotar, por
lo que toda la plana mayor muere y la guerra llega a su fin. La
trama, una diáfana tontería, advierte que Tarantino, alguna vez
virtuoso del thriller sadoirónico, debería seguir apegado a
su culturita de viñetas y a películas intelectualmente poco
pretenciosas, saturadas de violencia y villanías, y no tratar de
hipostasiar el maniqueísmo del comic en el tejido de la Historia.
Esta trama es sin duda atolondrada, precisamente por su incapacidad
para dialogar con el hecho histórico: tiene algo de autista
establecer que, aunque nadie hasta ahora lo hubiera dicho, Hitler
murió en el biógrafo. No implica una alterativa a la Historia, ni
siquiera una revisión de la sincronización cultural y los aviesos
usos de la propaganda y el entretenimiento, sino apenas una
denegación voluntarista. Tampoco se debe confundir desacralización
con crasa banalización: cuesta entender como
cultura, salvo en el
sentido antropológico, por el cual todo es
cultura, algo que
aborda con semejante necedad uno de los temas más ardidos de los
últimos siglos. Encabalgada sobre Goebbels, no es sino una muestra
de propaganda (o ilustración popular) de sentido contrario.
Basta comparar este filme con una novela publicada en
2006, Las Benévolas de Jonathan Littel, para calibrar los
abismos de paparruchez que nos infirió Tarantino. Lo de Littel es
una obra cuantiosa y despareja, apurada por momentos, farragosa
muchas veces pero, básicamente, transmisora de una verdad: la de un
nazi matricida, homosexual e incestuoso que nos cuenta su versión de
la Historia, plagada de asesinatos individuales y también masivos,
habiéndosele encomendado al protagonista trabajar en la “solución
final” que aniquiló millones de judíos y gitanos. Al leer,
ingresamos al horror del Otro, un humano hundido hasta el pescuezo
en lo peor de la vida y de la Historia, pero capaz de enterarnos de
su verdad atroz y responder por ella. Dicho de otro modo: uno puede
leer agobiado la novela de Littel, pero la película de Tarantino, si
todavía se conserva un diezmo de capacidad crítica, llama a
desenfundar lo primero que se tenga a mano.
Ahora bien, si el término produce cada vez más
escozor, nada parecería mejor que institucionalizarlo en su ridículo
y así declararlo inane, inviable, burocracia cerrada sobre sí misma.
Eso, básicamente, fue lo que hizo
la pasada
administración frenteamplista de la Intendencia Municipal de
Montevideo, cuando su entonces director, Mauricio Rosencoff,
afiligranó un rococó chacarero para avisar que, siendo que la
cultura es cultivo, había que enseñar a los jóvenes a plantar. Tras
semejante declaración, el entero ejercicio de Rosencoff se vio
inhibido de implementar propuesta cultural alguna, porque la única,
esa bravuconada agrícola, era redondamente inviable. Plantando, algo
que había que coordinar con la Facultad de Agronomía, la gente “podía
tener lo básico a domicilio”.
Se trataba, según fue progresando el diseño del plan, de rescatar,
con asistencia de agrónomos, saberes que contribuyeran
a la seguridad alimentaria y a la
educación ambiental.
Más allá de crisis y grandilocuencias, el hecho de
que esto fuera planteado desde un Departamento de Cultura agotaba la
cultura en una de subsistencia, a la que acaso, de haberse
implementado en campañas masivas, le hubieran resultado funcionales
aquellas cuartetas libertarias de José Martí:
Cultivo una rosa blanca
en junio como enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.
En rigor, lo que tenemos es que, del malestar en la
cultura, pasamos a su liquidación: si los ideales culturales del
nacional socialismo afirmaban la familia, la raza, el Volk
(el genio del pueblo) y rechazaban el intelectualismo burgués,
también encomiaban la armonía del pueblo con el suelo, y no su
liquidación. Rosencoff,
en vez de abonar, por así decirlo, el suelo para el desarrollo de la
cultura, lo fumigó con agente naranja. Sus dichos, que buscaban
excusarse en la crisis económica, resultarían desambiguados en el
discurso de sus correligionarios tupamaros, por ejemplo los del
entonces candidato a presidente José Mujica, quien en su gira
electoral, avisaba que había que decir al joven del interior que no
fuera “gil”, y en vez de ir a Montevideo a estudiar
Humanidades o
Comunicación, “estudiara agronomía”. Ya ahí quedaba claro: la
cultura no debía tener que ver con las
Humanidades sino con el agro;
si alguna vez pudo ser antigermánica, ahora es antiagronómica, y hoy
Mujica, a cargo no del gobierno de la ciudad sino del país,
confunde tecnología con el desarrollo de una mano de obra agrícola
calificada al servicio del capital internacional. Si Rosencoff en su
momento decía que la cultura “es más que libros”, ahora queda claro
que la cultura, en esta línea, es cualquier cosa menos los libros.
Se trata ya nunca más de leer o pensar, sino de horticultura, ahora
no para el consumo domiciliario, sino para la exportación, como la
forestación a mansalva o los plantíos de soja, que liquidan los
suelos.
Cultivos
Acaso no haya nada peor que servirse de mataburros,
como se sirven los improvisados, para apuntalar diseños políticos.
Porque lo que reivindicó Rosencoff es, en rigor, la antítesis de la
cultura, ya que el vínculo agrícola del término es lo contrario a lo
que se propuso manifestar.
El
primer diccionario de la RAE de 1729 acercaba tres acepciones: “La
labor del campo o el ejercicio en que se emplea el labrador o el
jardinero.” “Metafóricamente es el cuidado y aplicación para que
alguna cosa se perfeccione, como la enseñanza en un joven, para que
pueda lucir su entendimiento.” “Vale también lo mismo que culto, en
el sentido de reverencia o adoración.”
De estos sentidos, el
religioso ha caído en desuso, y si la RAE sigue consignándolo lo
hace en términos de referencia histórica.
“1. f. cultivo”.
2. f. “Conjunto de
conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. 3. f. “Conjunto
de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo
artístico, científico, industrial, en una época, grupo social”, etc..
4. f. ant. “Culto
religioso”.
Claro que el diccionario no es sino una ontología
compleja, yuxtaponedora de sentidos que, a falta de explicación,
hace de cada vocablo una suerte de monstruo polisémico. Para
entender un término es ineludible rastrear su ocurrencia, su
uso, es decir, un derrotero de intencionalidades que permita
explicar, por ejemplo, las tres acepciones que quedan en pie,
la primera
invariablemente agraria; la segunda, espiritual y lustrosamente
kantiana; y la tercera de vehemente corte antropológico.
El parentesco entre las primeras dos, tiene razón el
primer diccionario de la RAE, es metafórico, como es antiquísima en
Occidente la analogía con términos agrícolas para dar cuenta de
la
escritura y la lectura. Por ejemplo, la palabra “prosa” (pro versus)
y “verso” (versus) remiten al trazo del buey con el arado. Y en
particular, el vínculo entre los dos sentidos de
cultura, tiene su
origen en
las
Disputas tusculanas de
Marco Tulio Cicerón,
quien pretendía homologar el cultivo de mieses con el del espíritu. Según Cicerón, “cultura autem animi philosophia est”,
la filosofía es el cultivo del espíritu. No
un cultivo exterior, como pretendía el jerarca de la alcaldía, sino
interior.
A su turno, esta analogía es tributaria de la
morfosis o formación de los griegos, para la cual entendían
era imprescindible la paideia, es decir, los elementos
que deben ser transmitidos a los niños (varones) para que
alcancen su forma como ciudadanos. Y vale aclarar que, contrario
a lo que pretendía Hanna Arendt, este cultivo del alma es
tributario de la morfosis, más que de la paideia.
Werner Jaeger entendía que paideia era un
término carente
de traducción, y por eso dio ese nombre a su clásico estudio de
los saberes griegos. Si Arendt, en “La crisis de la educación”,
aseveró que Cicerón estaba con su cultura traduciendo paideia,
lo cierto es que para Cicerón cultura es, estrictamente, la
filosofía –es decir, la filosofía es ese cultivo del espíritu–, un estudio que hace el adulto en su retiro y no lecciones
para niños.
El término que mejor traduce paideia es también
acuñado por Cicerón, esta vez en El orador, humanitas,
del cual derivamos nuestras Humanidades. Se trata de la
formación de orador ideal, cuya educación lo hace poseedor de
las virtudes que lo vuelven apto para el servicio público, una
formación que incluía el estudio de las buenas letras, es decir,
la literatura clásica, en especial, la
poesía, que ayudaba a los
jóvenes pero también a los viejos a ser verdaderamente libres.
¿Cuál es la diferencia? Que la cultura es
entendida, no como una cosecha, no como saberes cuantificables,
sino como un desarrollo sin fin, una meta en sí misma. Y las
Humanidades, largamente denostadas por el
gobierno uruguayo
actual, que las dice un modelo “francés” y caduco, vendrían a
ser el abono para ese crecimiento del espíritu que debe volcarse
en la ciudadanía (ayer en la democracia restringida a los nobles
de Cicerón, hoy en la conformación de ciudadanía del siglo XXI).
Ahora bien, lo que deja en evidencia el discurso tecnocrático
enarbolado por quienes hoy gobiernan
Uruguay es que no creen en
nada que se parezca al alma (sea el espíritu, la psiqué, tan
luego el sujeto o el intelecto), ni siquiera al cultivo. Si uno
planta un árbol en la puerta o en el fondo de la casa es para
que sus hijos crezcan bajo su sombra, para que se establezca una
genealogía. Si uno foresta a troche y moche para vender pulpa de
madera sólo está pensando en la aniquilación del suelo, es
decir, en un anticultivo, o en una práctica anticultural. La
cultura, según Cicerón, era un ser-para la-república; para estos
gobernantes, un ser-para-el-capital.
Edificación
En fin, habiendo descorrido la ominosidad de la
Browning en el Tercer Reich para llegar a este Napalm
anticultural y agromaquínico del
Uruguay en Tercer Milenio, cabe
preguntarse: ¿conserva alguna legitimidad la voz cultura
o habrá que andar manoteando culatas toda vez se la escuche?
Para responder esto,
es preciso aclarar que el término ciceroniano
había llegado al siempre martilleante alemán como Buildung
(cultivo de sí, edificación personal,
educación,
es decir, morfosis). La fortuna del término, por otra parte,
tiene analogía con la que experimentó
cultura,
ya que el retiro y cultivo de sí fue reapropiado por los
primeros cristianos, del mismo modo que Bildung surge con la
temprana reforma luterana, en el siglo XVI, a través de la
teología pietista, por la cual el cristiano devoto debía
cultivar/edificar (Bildung) sus talentos siguiendo la imagen de
Dios, que le era innata. En los siguientes siglos, el término
derivó incluso en el terreno de la filosofía natural, como un
desplegarse de las potencialidades de un organismo y, para el
siglo XVIII, equivalía a un desplegarse de las potencialidades
del individuo. A este desplegarse Immanuel Kant lo articuló como
ilustración (Aufklerung), al reapropiar el lema horaciano
sapere aude (atrévete a saber), si bien esta
ilustración
era algo individual y no tomaba en cuenta, como luego sí le
enquistara Goebbels, un manoseado espíritu del Volk.
Para fines del siglo XVIII,
según se establece,
Bildung ya tenía connotaciones filosóficas y políticas, sobre
todo liberadoras, no sólo de la mente que se atrevía a saber y se
liberaba de la superstición y la tradición sino también de los
pequeños Estados feudales vasallos de Roma.
Así, apartándose de Kant, Gottfried Herder implicaba como “Bildung”
la totalidad de experiencias que proveen una identidad coherente y
un sentido de destino a un pueblo, es decir, el conjunto de formas
espirituales y artísticas con las que un pueblo se expresa. A su
turno, Wilhelm von Humboldt, ancló el Bildung, no en el individuo,
sino en el mundo: se trata de que el sujeto entienda las normas,
creencias y conceptos que maneja la comunidad. No en vano fue
Humboldt ministro de educación prusiano: en él se inauguraron todos
los Ministerios de Educación y Cultura que conocemos, que deberían
ser entendidos como ministerios de Bildung, en los cuales la
educación permanente es en sí misma el cultivo, al turno que un
proyecto de ciudadanía permanente.
Hasta aquí no habría que esperar encontrar, de todos
modos, a nazi ninguno manoteando la funda del revólver. Por más que
el ministerio de Goebbels implica la “popularización” de la
Aufklerung, se debe recordar que la alarma en los oídos de
Schlageter no la produce Bildung sino otra palabra, Kultur,
término que en buena medida implica el concepto civilización (es
decir, más cercano a la acepción 3 de la RAE), que el alemán
incorporó del francés en el Siglo XVIII, para referir, sobre todo, a
“civilización”.
Hegel, por
ejemplo, la utilizó muy poco, y en el sentido de “conjunto de formas
espirituales y artísticas de un pueblo, incluyendo sus artes y
ciencias”. En cambio, usaba Bildung para hablar de la
sociedad en general.
El término volvió en el siglo XIX a través del
francés de Gobineau. Las civilizaciones son por definición
sedentarias, y su testimonio las ruinas de ciudades que rescatan
bajo capas de tierra los arqueólogos, pero el conde Gobineau, que en
su
“Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”, de 1853,
se sentía perdido entre la plebe de la
Francia republicana, y en vez
de en unos frágiles galos, celtas rápidamente entregados a los
romanos, se buscó, o quiso perpetuarse, en los francos, nómadas de
lengua germana, inconquistables, en fin, arios. La Kultur, así,
comenzaba a adquirir su sentido antropológico, ése que rescata lo
que antes era entendido como barbarie. O, si se quiere, el término
había empezado a barrer la distinción entre el civilizado y el
nómada, entre el urbano y el bárbaro, y ya daba nacimiento a la
incivilizada “bestia aria”.
Entonces, cuál cultura es la que odia Thiemann, y con
Thiemann, Schlageter. Esto es lo que dice Thiemann, mientras los dos
están rodados por alambres de púa:
“….. No hay rosa sin espinas. Y lo último que pienso
soportar son ideas que saquen lo mejor de mí. Conozco esa basura
desde que tenía 18 años. Fraternidad, igualdad, libertad, belleza y
dignidad. Hay que usar la carnada adecuada para engancharlos. Y en
ese momento, estás en medio de una conversación y te dicen ¡manos
arriba! ¡Estás desarmado, cerdo republicano y sufragista! No,
déjenme lejos de su chupín ideológico. ¡Yo no disparo balas de
salva! Cuando
escucho la palabra cultura, descorro el seguro de mi Browning.”
Es cultura en
el sentido francés, ya no de civilización, sino republicano,
ciceroniano, humanista, y si se quiere, degeneradamente
burgués, lo que repugna a Thiemann y Schlageter. Y esto no tiene
nada de azar: es ese cultivo del espíritu (de la psique, del sujeto,
del intelecto) aquello capaz de refractar esa incongruente
ilustración popular, en la medida que lo popular se olvidó hace
mucho de sí, reconvertido en masa, carne anamorfa colgando del
gancho de la propaganda. Y es ese cultivo del espíritu, también, la
única acepción en que la cultura se permite refractaria a majaderías
como la de Tarantino, porque reniega de agotarse en el maniqueísmo
del entretenimiento; y ese mismo cultivo, sobra decir, será siempre
sedicente a reduccionismos hortícolas. ¿Degenerada? ¿Burguesa? Vaya
uno a saber. Aunque, eso sí, en un mundo entrampado en el
sinsentido, todavía liberadora.
* Publicado originalmente en la separata de la
revista Caras y Caretas, Tiempo de
crítica Nº 50, 1 de marzo de 2013. |
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