En 1970 Carlos
Manini Ríos, uno de
los
más notorios políticos del sector
ultraconservador o riverista del Partido Colorado de Uruguay, publicó Anoche me llamó Batlle. Se trata de una narración abigarrada y amena
de la historia política de un lapso del siglo XX en el país, el que termina
con la aprobación de la constitución batllista de 1917. El libro no
deriva jamás hacia el ensayo político, no hay en él una sola página
donde lo ideológico sea explícito, donde se intente —por ejemplo—
la
desarticulación teórica del programa batllista. Muchos de los episodios
que se relatan y documentan allí ocurren en el umbral ominoso donde lo
público y lo privado se entreveran; por otro lado se describen maniobras
electorales, componendas, aprietes y amaños de toda clase, pergeñados y
ejecutados por el aparato político estatal que manejaba
José Batlle y Ordóñez.
La exteriorización de los
engranajes o circuitos internos que hacen funcionar el mundo ha sido
siempre un modo eficaz de desmitificación, una forma de desautomatizar
determinadas prácticas y discursos, un recurso, en fin, de la crítica,
ya sea política o de cualquier otra índole. El dramaturgo alemán
Bertolt Brecht usó esta estrategia como una de las maneras de
producir su célebre efecto de distanciamiento.
Brecht no ocultaba al espectador la tramoya o las bambalinas de sus
espectáculos, sino que los mostraba con el propósito de liquidar la
ilusión de realidad y habilitar la racionalización crítica de esa
realidad desde los preceptos marxistas que el autor proponía.
De un modo similar funciona la
aproximación microscópica a una cosa, su descripción extrañada o
falsamente inocente mediante el uso de perífrasis (decir, por ejemplo,
“un trapo de colores anudado al cuello”, en lugar de “corbata”), que
sirve para hacer manifiesto el absurdo solapado detrás de la costumbre.
Este procedimiento se ensaya en el cuento “La
mezcladora de cemento” de
Ray Bradbury, donde se muestran ciertos hábitos de los
estadounidenses de mediados del siglo pasado desde la perspectiva
azorada de un marciano: “…desaparecían en la fantasmal oscuridad de los
palacios de las emociones pequeñas, para oír allí los horribles sonidos
de unas cosas blancas que se movían sobre pantallas blancas. Y al lado
de los marcianos se sentaban unas mujercitas de pelo rizado, con unas
bolas de goma gelatinosa entre las mandíbulas. Y debajo de los asientos
se endurecían otras bolas de goma con unas fósiles huellas que los
dientecitos de gato de las mujeres habían impreso para siempre.”
Sin embargo, la exhibición
hiperreal de una mecánica, la reducción de los acontecimientos o de los
artefactos (sobre todo aquellos destinados a producir sentido) a su mero
funcionamiento o soporte, suele vaciarlos, volverlos insignificantes,
como ocurre en el poema “Whisky and soda” del argentino
César Fernández Moreno: “Chupo el cilindro forrado de papel / que
contiene hojas picadas tostadas encendidas en la punta / bebo en la
vasija de cuarzo traslúcido / este líquido compuesto de alcohol /
mezclado con agua donde sube el gas en esferitas”. En la posmodernidad
(o como quiera que llamemos al entrecruzamiento de discursos que donan
legitimación ideológica al capitalismo tardío), estos dispositivos de
desilusión se han radicalizado. Jean Nouvel y Jean Baudrillard (un
arquitecto y un escritor), han señalado al edificio parisino del Centro
Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou, obra de los arquitectos
Piano y Rogers —inaugurado en 1977 y conocido popularmente por “el Beaubourg”—, como el emblema o la materialización arquitectónica de estos
procesos: “El esqueleto es legible, con todas las tripas fuera, y
también los nervios, todo está expuesto a la vista en grado que nunca ha
sido superado”. (ver
este libro aquí)
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Un fenómeno análogo puede
constatarse en la política uruguaya o en la representación mediática de
esa actividad en los últimos tiempos, más exactamente, desde el
advenimiento de la coalición de izquierda al gobierno. Todo se reduce a
transparentar mecanismos de gestión, de trámite, de administración: lo
que se despliega ante ciudadanos, espectadores y/o consumidores es un
continuum de estratagemas, transacciones, rencillas y acuerdos, puenteos y cabildeos, es decir todo lo que constituye el esqueleto, el
soporte, las tripas y los nervios de lo político, pero que no es lo
político.
Sabemos que todo esto es
imprescindible para la puesta en marcha y el apuntalamiento de un
proyecto político, pero sucede que no solo resulta insuficiente sino
que, al sustituir al proyecto político,
constituye su negación. Pensemos, a modo de muestreo casi
arbitrario, en episodios como el proceso de designación del candidato a
intendente montevideano, la reciente negociación interpartidaria en
torno al gobierno de la educación, el tira y afloje en relación al
impuesto a la tierra o la elección del presidente del Frente Amplio (ver
aquí,
aquí y
aquí). Resulta entonces que la izquierda, que siempre había
propuesto la ideología o la épica contra la tramitación pragmática o
burocrática (degradada muchas veces en acomodos y manganetas) de lo
público estatal, hoy, desde el gobierno, y sin que haya sido necesaria
la intervención de un opositor o un revisionista, solo parece capaz de
mostrar —además de estadísticas más o menos eufóricas— la mecánica
errática de tramitarse a sí misma, es decir su auto-consumación, su
acabamiento.
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